Fermín, el protagonista de esta historia, tenía un tío por parte de madre al que veía muy de tarde en tarde. Su tío, Eusebio, decidió quedarse por Galicia terminada la guerra civil y durante el resto de su vida no salió de allí jamás, ni siquiera para saludar a sus tres hermanas que residían en Madrid y a las que no volvió a ver. De hecho, aunque en aquellos tiempos no existían los teléfonos móviles ni el whatsap, al menos había teléfonos normales, de esos negros y pesados como una caja de caudales. Pero no llamaba ni por Navidad.
Eusebio echó raíces en Galicia, más concretamente en Lugo y montó allí un negocio, una tienda de electrodomésticos, que era lo suyo. Con un destornillador tenía más peligro que Billy el Niño con un revólver. Se pasaba el día desarmando aparatos, escudriñando sus entrañas, descubriendo su funcionamiento, y en ocasiones, después, él fabricaba otros aparatos similares y se los regalaba a los familiares. O sea, como un japonés, pero sin ánimo de lucro.
El caso es que después de más de veinte años que el tal Eusebio no se daba un garbeo por los madriles ni para saludar a sus hermanas, Fermín, su sobrino, se las ingenió para que al menos su madre, pasara una temporada en casa de su hermano en verano. Como éste ya se había jubilado, el negocio de Lugo lo había vendido hacía tiempo y se había trasladado a vivir a un chalet, en lo alto de unos acantilados, en La Coruña, justo frente a la Torre de Hércules, al otro lado de la bahía, en una urbanización muy cerca del término de Oleiros.
Años más tarde, Fermín volvió por tierras gallegas, pero por no molestar a su tío, prefirió sentar su campamento en Puentedeume. Por aquello de quedar bien, un día Fermín, quería visitar a su tío y se le ocurrió llevar unos pasteles y entonces pudo comprobar en primera persona, lo diferentes que somos en España. La conversación con la dependienta de la pastelería tuvo tintes kafkianos desde el principio.
- Buenos días. Quería un kilo de pasteles.
- Ay, mire usted! Es que no sé cuántos van a entrar
La respuesta dejó a Fermín totalmente descolodao. Se quedó pensativo unos segundos intentando comprender si la respuesta de la señora se debía a que no había entendido la pregunta, o si por el contrario, era él, el que no había captado el cerrado acento gallego que tan familiar le resultaba de su infancia.
- Pues da igual los que entren. Un kilo, será un kilo - intentó razonar Fermín.
La dependienta insistía en que no podía asegurar el número de pasteles que iban a entrar y Fermín se encontró en un callejón sin salida, hasta que la otra chica que estaba tras el mostrador, se percató de qué era lo que estaba pasando.
- Usted no es de aquí, verdad? - le preguntó a Fermín con un marcadísimo acento gallego.
- Pues no. Pero no se preocupe que yo el gallego lo entiendo bastante bien.Aunque lo que ya me cuesta más trabajo, pensó para sus adentros, es entender su manera de pensar.
- No, si es que aquí, en Galicia, los pasteles se compran por piezas, no al peso.
Acabáramos! ya se había descubierto cuál era la razón de semejante conversación absurda y sin sentido.
- Vale. Entendido. Pues póngame una docena.
Una docena de pasteles en Madrid, es una cantidad asequible para un grupo de personas reducido, como era el caso. En Galicia, los tamaños de cualquier cosa, parecen diseñados por dioses mitológicos y los doce pasteles parecían doce tartas de cumpleaños.
El caso es que Fermín cogió el coche alquilado y la docena de pasteles gallegos y se dirigió a casa de su tío. En cuanto entró por la puerta, intentó dejar en alguna parte la pesada carga de los pasteles, al tiempo que anunciaba de qué se trataba.
- ¿Pasteles? - preguntó en un tono semejante a la indignación su tío. Eso es veneno - sentenció sin dar lugar a réplica. Y Fermín se quedó helado. El azúcar es puro veneno para el cuerpo, insistió su tío, que en cuestiones de convenciones sociales, no parecía muy ducho. Y a partir de ahí intentó esgrimir una serie de teorías científicas o pseudo científicas, según las cuales, si los trogloditas no comían pasteles ni dulces, sería por algo y por eso, no aceptó el presente que su sobrino le ofrecía. Ni por educación. "El azúcar, mata y provoca cáncer". Y claro, ante semejantes argumentos, no hay defensa posible.
El caso es que era tal el convencimiento del tío Eusebio, que a Fermín no le quedó otra que volver a coger los dichosos pasteles y llevárselos de vuelta al hotel de Puentedeume donde se alojaba.
A la mañana siguiente, a la primera camarera de pisos que se encontró por el pasillo, le endiñó la docena de pasteles. La camarera puso una cara como si le estuvieran poniendo en sus manos una bomba a punto de estallar y Fermín intentó explicarla en breves palabras que había comprado esos pasteles para una persona que, sin él saberlo, era diabética y no podía comerlos. El argumento, pareció convencer a la buena señora. Al menos, se quedó con los dichosos pasteles que dieron más vueltas que una peonza.
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