Hubo un tiempo - tal vez mis recuerdos pertenezcan a otra vida pasada -, en el que disfrutar del placer del aire acondicionado era un lujo asiático reservado exclusivamente a los ricos, como dicen ahora algunos, que, por cierto, además de aire acondicionado, tienen casa gratis, chofer gratis, guardaespaldas gratis y alguno, hasta niñera. Eran tiempos en los que, todo lo que se hacía, era la primera vez que se hacía. O al menos, la gran mayoría de cosas.
Aquel estudio abuhardillado en
plena calle de Alcalá de Madrid, en el barrio de El Carmen, tenía todas las
ventajas que entonces necesitaba. El metro estaba al lado, había tiendas a las
que podías ir andando y, sobre todo, esa sensación de independencia adquirida
no mucho tiempo antes, que no tenía precio. Poco importaba si estaba en el ático del
edificio, y que el ascensor sólo llegaba hasta la planta de abajo y, por tanto,
tenías que subir un tramo de escalera hasta llegar a casa, incluidos los días
que venías cargado con las bolsas de la compra, aunque la ventaja era que tampoco
podías comprar demasiado porque el frigorífico no era muy grande que dijéramos.
El espacio para la cocina lo
ocupaba un fogón de dos fuegos, un fregadero de un seno minúsculo, una tabla
escasa en la que poder secar los platos y el mencionado frigorífico.
En la parte que daba a la calle
de Alcalá, la pared también estaba abuhardillada, como el techo. Por eso, sólo
se habían podido instalar unos ventanucos largos y estrechos, pero, al menos,
podían abrirse para ventilar algo. Bajo los ventanucos, se había habilitado ese
espacio como una especie de armario en el que, debías apañarte con un par de
baldas. El resto del espacio necesario para guardar la ropa, lo cubría un
armario externo colocado en el salón.
El resto del mobiliario lo
componían un televisor minúsculo que descansaba sobre una silla, un sofá cama y
una mesa camilla con tres sillas. Todo ello sobre una moqueta de color rojo que
debía albergar recuerdos de cuando el rey Sisebuto pasó por el lugar.
Aunque lo mejor que tenía aquel
reducto de felicidad era la terraza. Una terraza que daba a una zona interior y
que no podías utilizar ni en invierno ni en verano por obvias razones. Ahí, en
la terraza, estaba colocado el aparato de gas que proporcionaba agua caliente y
calefacción en invierno.
Recuerdo que el alquiler eran
16.000 pesetas al mes, o lo que es lo mismo 96€. Lo que daría hoy más de uno
por encontrar algo parecido.
Pero pronto aprendí que aquel
sitio tan romántico y tan estupendo, en realidad tenía algunas deficiencias.
Por ejemplo.
El calor en verano era
considerable. A pesar de tener abiertos los ventanucos y la terraza, y a pesar
de estar en la última planta del edificio, no es que hubiera mucha corriente
que digamos. Así es que sólo quedaba la opción de un ventilador.
En invierno, sin embargo, el
problema era mayor. No se trataba de que hiciera mucho frío, nada de eso. La
calefacción que proporcionaba el calentador de la terraza era más que suficiente.
El problema era que los días que hacía mucho viento, el calentador se pagaba,
se apagaba la llama y entonces, te despertaba el frío. Entonces, tenía que
armarte de valor, coger una caja de cerillas, salir a la terraza con un viento
frío de narices e intentar una y otra vez volver a encender el calentador. Y
rezar para que el viento no volviera a apagar la llama.
Pero volvamos al verano.
A la hora de dormir por la noche
el calor era insoportable. Aquello parecía un horno y no había forma de que
corriese el aire. Entonces, se me ocurrió una idea genial. No iba a cambiar la
temperatura del aire, pero haría que yo pudiera dormir.
Tomé una de las sillas de la mesa
del comedor, coloqué sobre ella el ventilador, lo puse todo al borde de la cama
nido donde dormía y, para terminar, humedecí una toalla y la puse sobre mi
espalda. Aquello fue el invento del siglo. Probablemente, no era muy aconsejable
desde un punto de vista de la salud, pero era mucho peor pasarse toda la noche
sudando y sin dormir.
Transcurrida toda una vida desde
entonces y con todo tipo de vicisitudes vividas – tengo varios libros que así
lo atestiguan – ahora sí dispongo de aire acondicionado.
Yo disfruto poniendo el aire a
una temperatura en la que pueda tener algo de escarcha en los piececitos y viendo
cómo juegan los pingüinos en el salón. Así es que espero que se comprenda mi
frustración cuando mi mujer dice que está encantada de la vida cuando fuera, en
la calle, caen 46 grados a plomo y dentro de casa estamos a 28. Yo voy en busca
del botón del aire acondicionado con la misma ansia que un perdido en el
desierto va en busca del oasis y de pronto escucho la pregunta clave:” ¿pero es
que tienes calor?”
Y a ver quién se atreve a encenderlo.
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