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sábado, julio 15, 2023

El aire acondicionado y el divorcio

Hubo un tiempo - tal vez mis recuerdos pertenezcan a otra vida pasada -, en el que disfrutar del placer del aire acondicionado era un lujo asiático reservado exclusivamente a los ricos, como dicen ahora algunos, que, por cierto, además de aire acondicionado, tienen casa gratis, chofer gratis, guardaespaldas gratis y alguno, hasta niñera. Eran tiempos en los que, todo lo que se hacía, era la primera vez que se hacía. O al menos, la gran mayoría de cosas.

Aquel estudio abuhardillado en plena calle de Alcalá de Madrid, en el barrio de El Carmen, tenía todas las ventajas que entonces necesitaba. El metro estaba al lado, había tiendas a las que podías ir andando y, sobre todo, esa sensación de independencia adquirida no mucho tiempo antes, que no tenía precio.  Poco importaba si estaba en el ático del edificio, y que el ascensor sólo llegaba hasta la planta de abajo y, por tanto, tenías que subir un tramo de escalera hasta llegar a casa, incluidos los días que venías cargado con las bolsas de la compra, aunque la ventaja era que tampoco podías comprar demasiado porque el frigorífico no era muy grande que dijéramos.

El espacio para la cocina lo ocupaba un fogón de dos fuegos, un fregadero de un seno minúsculo, una tabla escasa en la que poder secar los platos y el mencionado frigorífico.

En la parte que daba a la calle de Alcalá, la pared también estaba abuhardillada, como el techo. Por eso, sólo se habían podido instalar unos ventanucos largos y estrechos, pero, al menos, podían abrirse para ventilar algo. Bajo los ventanucos, se había habilitado ese espacio como una especie de armario en el que, debías apañarte con un par de baldas. El resto del espacio necesario para guardar la ropa, lo cubría un armario externo colocado en el salón.

El resto del mobiliario lo componían un televisor minúsculo que descansaba sobre una silla, un sofá cama y una mesa camilla con tres sillas. Todo ello sobre una moqueta de color rojo que debía albergar recuerdos de cuando el rey Sisebuto pasó por el lugar.

Aunque lo mejor que tenía aquel reducto de felicidad era la terraza. Una terraza que daba a una zona interior y que no podías utilizar ni en invierno ni en verano por obvias razones. Ahí, en la terraza, estaba colocado el aparato de gas que proporcionaba agua caliente y calefacción en invierno.

Recuerdo que el alquiler eran 16.000 pesetas al mes, o lo que es lo mismo 96€. Lo que daría hoy más de uno por encontrar algo parecido.

Pero pronto aprendí que aquel sitio tan romántico y tan estupendo, en realidad tenía algunas deficiencias. Por ejemplo.

El calor en verano era considerable. A pesar de tener abiertos los ventanucos y la terraza, y a pesar de estar en la última planta del edificio, no es que hubiera mucha corriente que digamos. Así es que sólo quedaba la opción de un ventilador.

En invierno, sin embargo, el problema era mayor. No se trataba de que hiciera mucho frío, nada de eso. La calefacción que proporcionaba el calentador de la terraza era más que suficiente. El problema era que los días que hacía mucho viento, el calentador se pagaba, se apagaba la llama y entonces, te despertaba el frío. Entonces, tenía que armarte de valor, coger una caja de cerillas, salir a la terraza con un viento frío de narices e intentar una y otra vez volver a encender el calentador. Y rezar para que el viento no volviera a apagar la llama.

Pero volvamos al verano.

A la hora de dormir por la noche el calor era insoportable. Aquello parecía un horno y no había forma de que corriese el aire. Entonces, se me ocurrió una idea genial. No iba a cambiar la temperatura del aire, pero haría que yo pudiera dormir.

Tomé una de las sillas de la mesa del comedor, coloqué sobre ella el ventilador, lo puse todo al borde de la cama nido donde dormía y, para terminar, humedecí una toalla y la puse sobre mi espalda. Aquello fue el invento del siglo. Probablemente, no era muy aconsejable desde un punto de vista de la salud, pero era mucho peor pasarse toda la noche sudando y sin dormir.

Transcurrida toda una vida desde entonces y con todo tipo de vicisitudes vividas – tengo varios libros que así lo atestiguan – ahora sí dispongo de aire acondicionado.

Yo disfruto poniendo el aire a una temperatura en la que pueda tener algo de escarcha en los piececitos y viendo cómo juegan los pingüinos en el salón. Así es que espero que se comprenda mi frustración cuando mi mujer dice que está encantada de la vida cuando fuera, en la calle, caen 46 grados a plomo y dentro de casa estamos a 28. Yo voy en busca del botón del aire acondicionado con la misma ansia que un perdido en el desierto va en busca del oasis y de pronto escucho la pregunta clave:” ¿pero es que tienes calor?”

Y a ver quién se atreve a encenderlo.

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