A lo largo de mi vida doy fe que he recibido órdenes que me han hecho dudar acerca del estado de profundo desequilibrio mental del sujeto que me las daba. El caso del sargento Caballero no fue una excepción.
Un día cualquiera nos reúne a
todo el equipo de Jardines y Limpieza y nos informa que tenemos una nueva
tarea. Debemos ir recorriendo todos los jardines de la zona española de la base
de Torrejón y extraer todas las piedras que encontremos.
Las caras de incredulidad ponían
de manifiesto el impacto que esto había causado en todos nosotros. Extraer
piedras de los jardines. Pero lo peor estaba por llegar.
“Esta tarea
será a tiempo completo, es decir, por las mañanas se extraerán las piedras y se
dejarán amontonadas y por las tardes, después de comer, se llevarán al camión
de la basura”.
Es decir, que, durante las
siguientes semanas sin tener una fecha de fin establecida, nos íbamos a quedar
sin comer en casa, trabajando por las tardes – la mayor parte hasta las 17 o
las 18 horas, desde las 08.00 - y por el mismo precio, y todo ello porque a
alguien se le había ocurrido que los jardines de la parte española, tenía
demasiadas piedras.
No se nos especificó el tamaño de
las piedras que debíamos sacrificar en el altar del vertedero, así es que, dedujimos
que serían solo las más grandes y las medianas.
Con la paciencia de un santo y
con la misma resignación cristiana, nos dispusimos a cumplir con la noble y
arriesgada misión encomendada por nuestros sabios superiores, de eliminar de
los jardines toda arma que pudiera ser utilizada por un enemigo invasor y sin
armas de fuego.
A los pocos días, las llagas y
las ampollas hicieron acto de presencia en las delicadas manos de los señoritos
universitarios por el uso continuado de palas y demás herramientas ajenas,
mientras que las del sargento, mostraban bien a las claras, que su destino era
arar la tierra a mano. Por cierto, el sargento no estaba por las tardes. El que
estaba era el cabo, su hijo.
Al cabo de varias semanas de
trabajar como condenados en una cantera, alguno se las ingenió para evadirse
sin que nadie le echara en falta. Un ejemplo que intenté seguir yo, con
nefastas consecuencias. A mí me pillaron.
El castigo fue estar de guardia
un fin de semana entero en el pabellón de reclutas, sin salir de la base.
Reconozco que en esa etapa ya
estaba yo algo hartito del régimen militar y un pelín díscolo, y decidí que de
ese castigo también iba a pasar. Y evidentemente, también me pillaron. En esta
ocasión, el castigo fue diez días de calabozo.
Bueno, si no tenemos en cuenta
que las duchas estaban estropeadas, que lo que se entendía por cama era un
colchón de aspecto sospechoso y arrojado en el suelo y que cuando salía a dar
el paseo obligado tenía a un pobre chaval con un fusil detrás de mí, por si se
me ocurría huir, la verdad es que el tiempo que pasé en el calabozo no estuvo
mal. De hecho, ahora que lo pienso, creo que incluso cuando iba a comer me
acompañaba el tío con el fusil, lo cual, me ayudaba a crear una atmósfera
intrigante cuando llegaba al comedor, con aspecto facineroso, apestando a
sudor, sin afeitar y con los pantalones de faena medio rajados por el lateral.
Ni Paul Newman hubiera conseguido semejante caracterización en “El indomable”.
Me pasé los diez días durmiendo,
mientras mis compañeros de Jardines siguieron cogiendo piedras por las mañanas
y tirándolas a la basura por la tarde. ¡TRECE camiones de piedras!
Después de diez días sin ducharme
y sin afeitarme, mi aspecto debía ser peor que el de Tom Hanks en “Náufrago”. Y
el perfume que debía emitir tampoco debía pasar desapercibido, porque recuerdo
que hacía calor.
Todo en esta vida tiene un inicio
y un final y el arresto terminó. Me fui a mi casa, me di una ducha reparadora,
tiré a lavar la ropa y me desquité con la nevera.
Al día siguiente, ya en el
departamento de Jardines, el sargento Caballero nos volvió a sorprender, aunque
en esta ocasión, fue para bien. Nos concedía un permiso de diez días por el
esfuerzo que habíamos hecho con lo de las piedras. Fue entonces cuando se
dirigió a mí y empezó a dudar en voz alta, si merecía yo también ese premio.
Hubiera aceptado cualquier decisión que hubiera tomado, pero tampoco tenía
ningún sentido discutir de qué serviría yo solo en el departamento de jardines.
Finalmente, me incluyó entre los que disfrutarían del permiso y le di las
gracias públicamente por ello. Así es que diez días en el calabozo y diez en mi
casa. Me merecía el descanso.
El sargento tenía desde siempre,
a un pobre perro atado permanentemente a un árbol cerca de nuestro barracón. A
mí el pobre animal me daba mucha pena. No sé quién le daba de comer, estaba
atado 24 horas al día, siete días a la semana y no recibía cariño de nadie.
Un día el sargento Caballero se
dirigió a uno de nosotros al que conocíamos por el apodo de “Camarma”, por lo
del pueblo, y le dio una orden:
“Tú. Ahorca al
perro.”
Y el perro desapareció.
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