sábado, septiembre 30, 2023

El autista.

Por algún extraño motivo, todo el mundo pensaba que Adolfo Cebreros, era Ingeniero aeronáutico, cuando en realidad su título era de Ingeniero Superior en Informática. Complementariamente, había realizado con éxito 2 Máster, uno en España y otro en una escuela francesa. Toda esa brillante formación, apuntaba a Adolfo como una persona inteligente. Sin embargo, una vez más, con su trayectoria y comportamiento posteriores, se demostró que no siempre los que ostentan más títulos universitarios tienen, al mismo tiempo, una gran calidad humana.

Nacido en las montañas del norte de España, la aldea estaba ubicada en una cuenca minera, y su población superaba escasamente los mil habitantes. Probablemente, su carácter tosco y desabrido fuera debido a ese origen aislado. Sea como fuere, sus más directos colaboradores terminaron por apodarle “el autista”, por la insalvable incapacidad para dar los buenos días o dedicar una sonrisa o una palabra amable, aunque fuese por error.

Y para muestra, algunos botones.

Raúl era un español afincado en EEUU y casado con una norteamericana. Por razones familiares, se había trasladado con su mujer y su hijo, desde su Colorado residencial, hasta Madrid, aunque dicho traslado, tenía fecha de caducidad. Es decir, al cabo de un tiempo, había acordado con su esposa, regresar a los EEUU.

Raúl, era un profesional con un bagaje profesional importante y una formación empresarial de corte americano. Por tanto, estaba mentalmente a años luz del típico comportamiento del “jefe español”, para el cual, el cumplimiento del horario y las estúpidas rigideces de las normas decimonónicas impuestas en las empresas españolas, eran de obligado cumplimiento.

Así, un día que el bueno de Raúl apareció por la oficina a las 10.30 de la mañana, al dirigirse a su mesa de trabajo y pasar por delante del despacho del autista, éste le llamó con su característico sentido del humor:

       -  ¡Oye, Raúl! ¿Qué hora tienes? – interpeló el autista intentando impresionar a Raúl.

         -   Son las 10.30 por mi reloj – respondió seguro de sí mismo.

         -  ¿Y de dónde vienes, de un cliente?

         -   No. De mi casa.

        - ¿Y tú no sabes que aquí se entra a las nueve de la mañana? – presionaba el autista.

         - Sí, lo sé perfectamente. Y se sale a las 18.00. Eso también lo sé. Pero ayer, cuando tú te ibas a casa, viste que yo estaba trabajando resolviendo un problema a un cliente y no me dijiste que colgase el teléfono y que me fuera con mi familia. 

Evidentemente, el autista había ido a por lana y salió trasquilado. Ni son formas de interesarse por un colaborador, ni hacerlo en público mientras todos escuchan la conversación, es la mejor manera. Sobre todo, porque uno puede verse superado por las circunstancias, como fue el caso y quedar en ridículo.

En otra ocasión, se dirigió a Rafa, que hacía poco tiempo que se había incorporado a la compañía y al departamento y le dijo:

           - Oye, tú vives por Las Rozas, ¿no?

           - Sí – respondió Rafa.

       - Es que tengo el coche en el taller que pensaba que lo iban a terminar a tiempo y me preguntaba si podrías llevarme a casa esta tarde. Es que, si no, tengo que llamar a mi mujer y montar un follón con los niños, etc. ¿Te importa?

        - En absoluto – respondió Rafa. - Pero nos vamos a una hora decente que yo tengo cosas que hacer, ¿vale?

            -  Perfecto. Muchas gracias.

Y así lo hicieron. Al salir del trabajo, Adolfo fue indicando el camino a Rafa, que tal y como había acordado, lo dejó en la puerta de su casa.

Al cabo de escasamente un par de meses, era Rafa el que tenía el coche en el taller. Viviendo en Las Rozas y teniendo que desplazarse hasta el centro de Madrid, parecía una pérdida de tiempo intentarlo con transporte público. Por eso y como ya le había hecho el favor al jefe, le pidió el mismo favor que previamente le había pedido el autista a él.

         -  ¿Por dónde vives tú? – preguntó el autista.

Rafa le respondió y se quedó de piedra al escuchar la respuesta.

       - ¡Ah!, no. Es que por ahí no puedo coger el bus-vao. Lo siento, me viene mal.

No era cierto. Desde donde vivía Rafa se accedía sin ningún problema al carril reservado a vehículo de alta ocupación, es decir, aquellos que van ocupados por 2 personas como mínimo. Devolver el favor le hubiera ahorrado a Rafa tiempo y molestias. La consecuencia fue que Rafa, tuvo que desplazarse en bus y metro y como era la primera vez, no supo calcular bien. Aterrizó por la oficina a las 10.30 y se lo comentó a quien ejercía de segundo de a bordo, que puso cara de póker, como si no le sorprendiera esa actitud del autista.

Poco después de ese desagradable incidente, el autista y Rafa, tenían una tensa conversación sobre el rendimiento de Rafa, sus obligaciones y el salario que ganaba. La conversación, que tuvo lugar en el despacho del autista, comenzó fuerte.

         - Creo que para lo que haces, ganas demasiado – espetó el autista.

         - El trabajo encomendado me lo indicaste tú. Y fuiste tú el que acordó conmigo el salario a percibir. Si quieres que me dedique a cualquier otra cosa, no tienes más que decírmelo, pero no tienes ningún derecho a intentar hacerme sentir culpable por una decisión que es exclusivamente tuya.

De ahí, el autista pasó directamente a acusar a Rafa de “revolucionar el gallinero”, de gastar demasiadas bromas en horas de trabajo y poco menos, que de inundar de luz la lúgubre mazmorra en la que él se había tomado la molestia de convertir el espacio de trabajo.

         - Sí, lo reconozco. Soy un tío alegre y me gusta mi trabajo. Soy feliz y me gusta pasarlo bien mientras trabajo. Lo cual, no es obstáculo, óbice o impedimento para que no lo haga bien, ni tampoco que importune a nadie.

Como al parecer, el autista tenía más balas en la recámara, no se dejó ninguna y disparó la última.

         - Es que una cosa es eso y otra que vacilas demasiado con las tías. Que eres un ligón.

Eso era entrar en terreno personal y, además, era rigurosamente falso. Pero entonces Rafa, no conocía algunos secretillos de esa misma índole que sí afectaban a Adolfo y no pudo responderle como realmente se merecía.

        - Y entonces, siguiendo con esa misma línea de pensamiento, cuando bajo a tomarme una cerveza con Fernando o Miguel, estoy demostrando que soy maricón, ¿no?

De aquella primera reunión la relación entre el autista y Rafa, salió herida de muerte. El autista era incapaz de entender – a pesar de todos sus másteres - que ese tipo de actitudes, eran más propias de la Edad Media, que de una empresa multinacional que se dedicaba a la tecnología a finales del siglo xx. Y Rafa no aceptó lo que consideró un abuso y una intromisión en el terreno personal. Abuso, por solicitar de él un favor que luego se negó a devolver y la intromisión de acusarle de un comportamiento que, aparte de inocente, además era falso.

Desde ese momento cualquier conversación entre ellos fue, cuando menos, muy tensa, casi desabrida. En una de ellas, el autista, volvió a acusar a Rafa de verter ciertos comentarios en su contra que le habían llegado a sus oídos, a lo que Rafa, harto ya de rumores, de dimes y diretes, de actitudes más propias de un pueblo que de una empresa, le respondió:

        - Yo sólo soy responsable de lo que yo digo. No de lo que tus lameculos te dicen que yo he dicho. Y si fueras capaz de reproducir el comentario, te diría si lo he dicho o no.

        - Yo no tengo lameculos – respondió el autista justificándose.

        - No sabes vivir sin ellos. Son los que tú crees que te informan – cerró el tema Rafa.

La mala relación del autista con la inmensa mayoría de sus colaboradores, traía consigo que el tema del jefe y su problemática, fuera asunto común de comentarios entre los compañeros. Por tanto, no era de extrañar que un día, al hilo de estos “comentarios de pasillo”, Rafa se enterara que el autista, el mismo personajillo que le acusaba de actitudes sospechosas con compañeras de trabajo, mantenía una relación sentimental con una empleada de la compañía. Lo que a su vez trajo como consecuencia la tramitación de su divorcio.

Cruel torna del destino, - pensó Rafa - esa que convierte en acusado, al acusador.

Si bien en el terreno personal las cosas no parecía que le fueran demasiado favorables, dentro de la empresa, daba la sensación de todo lo contrario. Hasta el punto de que, en un momento dado, y a pesar de todas las torpezas y errores que todos sabían que había cometido, fue ascendido al puesto de director general de la compañía.

La imagen que tenían de él quienes trabajaban día a día bajo su mando era tan pésima, que llegaron a pensar que el ascenso de ese inútil, estaba motivado por la decisión de la casa matriz, de cerrar las oficinas en España y para llevar a cabo semejante tarea, habían escogido a Adolfo Cebreros.

La crisis por entonces afectaba a toda clase de empresas, de cualquier sector y tamaño. También a ésta, que por aquellos años rondaba los mil empleados. Por tanto, no era nada exagerado pensar que, desde la central se pudieran adoptar medidas tan drásticas como esas. En cualquier caso, nadie interpretó ese vertiginoso ascenso como un justo premio a una carrera sólida y un buen hacer profesional. Más bien, todo lo contrario.

Las medidas encaminadas a hacer viable la empresa se fueron sucediendo. Se invitó primero a quienes lo desearan a abandonar voluntariamente la compañía. Se creó una compañía de servicios satélite para traspasar a muchos de los empleados en nómina a esa nueva estructura. Se invitó a varios directores a fundar su propia compañía y seguir colaborando con la empresa, como lo venían haciendo, pero fuera de la nómina. Y finalmente, después de un largo proceso de unos dos años, se procedió a confeccionar una lista de 200 o 300 personas, que pasarían a formar parte de las listas del paro.

Cuentan los que vivieron aquella etapa, cómo durante una noche entera, el director general, o sea, el autista y el presidente, la pasaron organizando la lista de nombres que al día siguiente se haría pública. Y cuentan los mismos, que a la mañana siguiente se cruzaron por el pasillo con el autista y que no daba crédito al comprobar que la lista tenía 301 nombres, incluido el suyo propio.

Aunque la sorpresa debió ser mayúscula, seguramente los 80 millones de pesetas que recibió como indemnización consiguieron suavizar el golpe.

El destino siempre actúa como un burlón y esta vez quiso que el individuo más inepto a la hora de establecer relaciones personales, el más incapaz a la hora de valorar en su justa medida a un buen profesional, el autista ignorante de las más elementales normas de cortesía y consideración, el incapaz de entender el concepto “empatía”, se dedicara a partir de ese momento a ser un “cazador de talentos”, de directivos.

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