Hacía muchos años que había perdido la pista de mi amigo Rifi, como le llamábamos en la pandilla. Rifi era el rico, o al menos, eso parecía. Vivía en la casa más grande de toda la urbanización. El ático del casoplón era para uso exclusivo de él y sus hermanas. Allí recibían a los amigos, se escuchaba música, se bebía toda clase de alcohol y se jugaba a juegos de mesa. Rifi también disponía de un Ford Fiesta, su padre tenía un chofer que hacía guardia permanente junto al Mercedes a la puerta de la casa, y, por si fuera poco, también se fumaba los puros habanos de su padre que eran de tamaño considerable y muy caros.
Me
lo encontré al cabo de muchos años más tarde y por pura casualidad, paseando una
tarde por Pozuelo en compañía de una amiga. Me alegró retomar el contacto,
aunque las circunstancias habían dado un giro radical.
Según
me contó, su padre ya no tenía el Mercedes, ni el chofer, ni la casa más grande
la urbanización. Tampoco podía permitirse el lujo de fumarse esos habanos que
se fumaba años atrás, y Rifi, también había tenido que renunciar a disponer de sus
botellas de whisky en las mejores y más caras discotecas de Madrid, así como,
de sus partidas de Backgammon y la ristra interminable de chicas a las que
galanteaba enviándolas ramos de flores, invitándolas a cenar y a disfrutar de
un buen revolcón.
Antes,
al contrario, Rifi, por algún extraño sortilegio, salía con una chica estupenda,
educada, con clase, que trabajaba en una empresa que distribuía productos muy
conocidos y muy caros. Era ella la que asumía todos los gastos de sus
encuentros, ya fuese en un pub para tomar una copa, un restaurante donde
cenaban o el hostal de El Escorial al que iban regularmente todos los fines de
semana a pasarlo juntos. Para un machista irredento como Rafa y según me
confesó él mismo, esta situación era insoportable y se le hacía cada día más
cuesta arriba.
El
caso es que, después de retomar el contacto, las visitas a casa de sus padres,
donde vivía, se hicieron muy frecuentes.
Sus
padres siempre me habían dado muestras de tenerme un gran cariño y de una gran
generosidad y las puertas de su casa siempre estaban abiertas de par en par.
Además, esa casa me recordaba un poco a la que aparece en la película “Vive
como quieras”, con Cary Grant. Esa casa, era un auténtico manicomio con un
individuo que se pasaba el día subiendo las escaleras al galope al tiempo que
con una corneta tocaba como si atacase el Séptimo de Caballería a Toro Sentado.
Pues en casa de los padres de Rifi, sucedía algo similar.
En
ella, además de los padres, vivía una tía soltera que era funcionaria. La
hermana pequeña de Rifi, casada y con tres niñas, cuyo marido trabajaba en un
banco. La otra hermana de Rifi, divorciada, junto con su hija fruto del
matrimonio. Así es que donde caben ciento veinte, cabe uno más, con la ventaja
de que yo no sé tocar la corneta.
Para
una familia del Opus Dei, lo del divorcio de una de sus hijas era un trauma.
Pero nada en comparación con las dos anulaciones matrimoniales de Rifi, obtenidas
no sin esfuerzo - aduciendo algo así, como que era tonto, infantil o inmaduro para el matrimonio - y una considerable inversión
económica, del Tribunal Apostólico de la Rota Romana.
El
plan consistía en ir a comer los fines de semana y pasar allí todo el día. Lo
de sentarse alrededor de la mesa era todo un espectáculo, porque daba la
impresión de que se estaba celebrando una boda cada día.
Después
de bendecir la mesa como buenos miembros del Opus Dei que eran, yo siempre me
preguntaba de dónde salía el dinero para poner comida para tanta gente y Rifi,
me lo confesó. La manutención corría cargo de la tía funcionaria, el banquero y
algo de parte de la hermana divorciada. Rifi, nunca estudió nada y tampoco
tenía trabajo alguno.
Después
de comer comenzaba la fiesta, que no era otra cosa que una maratón interminable
de partidas de parchís.
Las partidas
de parchís en casa de los
Martín eran apoteósicas. Jugaba toda la familia: la madre, las dos hermanas, el cuñado de Rifi
y yo. Unos iban unas veces por parejas
y otros no. Las partidas empezaban
a eso de las seis de la tarde y terminaban a eso de las dos,
las tres de la madrugada. Daba igual que fuese sábado o domingo. Mientras
todos disfrutaban de alguna
bebida, el ímpetu con el que se jugaba, las imprecaciones que se escuchaban, el espíritu asesino de machacar
al rival era de tal calibre, que no sólo se oían unos gritos atroces,
descomunales y sobre humanos, sino que las propias fichas cuando alguien comía a otro, podían volar por el jardín acompañadas de frases tales como : “¡¡¡¡ Que te den por el culo, cabrona de mierda !!!!,¡¡¡¡ Te jodes por haberme hecho la putada de no abrir el puente ese antes, cacho zorra!!!”
que cariñosamente podía dedicar
con todo su amor y su entusiasmo Rifi a cualquiera de sus hermanas,
o bien por el contrario: “¡¡¡ Mariconazo de mierda, porqué güevos te
comes mi ficha si ése, va mejor que yo!!!!”, dicho con toda la
dulzura y el descaro de una chica bien educada en colegios
del Opus. A todo esto, la madre permanecía en silencio y a lo sumo exclamaba resignada de vez en cuando:”
¡Qué pena de dinero nos hemos gastado en vuestra educación! o también,
¡Desde luego, si me preguntan
diré que no sois mis hijos! ¡Qué
vergüenza!”
Por supuesto, yo nunca gané jamás
ninguna partida, de las docenas
que jugamos a lo largo del tiempo, y con ello levanté una expectación inusitada porque ninguno de los presentes había sido testigo de semejante
“racha de mala de suerte tan pertinaz
y continua” jamás en la vida. Lo cierto, es que lo pasábamos en grande y nunca faltaba nadie a la cita.
No hay comentarios:
Publicar un comentario