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miércoles, julio 03, 2024

Me gustan los faros.

 



No sé realmente cuándo comenzó mi admiración por los faros, pero es verdad que ejercen en mí un gran poder de atracción. Y son varios los motivos.

Por su necesaria ubicación disfrutan del privilegio de tener una visión del mundo grandiosa. Solos, frente a la inmensidad del océano, cuando uno tiene la posibilidad de visitarlo, siente aquella majestuosa grandeza del mar hasta más allá del horizonte y al mismo tiempo, la paz y el sosiego de escuchar sólo el viento y no el oleaje que se agita debajo de tus pies. Parece un contrasentido que algo tan poderoso como el mar, se mueva en silencio.

Otro de los aspectos fundamentales que me gusta de los faros, es precisamente su función práctica: servir de guía y de alarma a las embarcaciones que navegan mar adentro para indicar la posición y los peligros. Su luz atraviesa las tinieblas y la oscuridad y extiende un manto protector sobre los hombres y sus máquinas.

Hablar de faros es casi sinónimo de hablar de soledad. La imagen del farero solitario, mayoritariamente hombre, aislado, de trato tosco, casi huraño, de pasado incierto y oscuro futuro, y poco sociable, creo que es la más arraigada. Casi se diría que es esa soledad la mejor condena para alguien que se muestra con semejante actitud, no siendo, por tanto, digno de disfrutar de las ventajas de la vida social.

Pero sin duda, lo que más me subyuga de un faro es esa sensación de perennidad, de imperturbabilidad, de mantenerse incólume aún bajo las tormentas más aterradoras.

Tengo grabada una imagen de un vídeo que encontré por Youtube. Se ve en primer plano un faro, azotado por una tempestad con olas de 20 o 30 metros. Una monstruosidad solo de verlo. El vídeo muestra cómo una ola ciclópea, de dimensiones colosales, se estrella contra el faro, sobrepasándolo tanto en altura como por sus laterales, al tiempo que, desde la parte posterior, se observa cómo se abre una puerta y una diminuta figura humana, observa cómo esa ola gigante se ha estrellado contra su faro. Comparar la inmensidad de esa pared de agua embravecida y la minúscula figura del hombre, pone los pelos de punta. Y lo que me atrae del faro es esa fortaleza, esa capacidad de mantenerse en pie a pesar de todos los embates de las olas.

Hace muchos años andaba yo de vacaciones por tierras gallegas. Una región ligada a mi infancia. De hecho, tengo primos por allí. Ese día era el elegido para visitar Finisterre. Escogí mal día para dejar de fumar.

Una borrasca de esas que suelen frecuentar la región, provocaba lluvias intensas que se alternaban con lluvia a cántaros. Como consecuencia, había que extremar la seguridad, reducir la velocidad, poner al máximo el limpia que no daba más de sí y armarse de paciencia. Para terminar de alegrar el día, las carreteras estaban en obras, lo que añadía más peligros y, sobre todo, barro en la calzada.

A medida que me acercaba al final de mi viaje, el tiempo iba mejorando levemente. La borrasca daba sus últimos coletazos y la incesante lluvia se iba convirtiendo en un agradable calabobos.

Al llegar al cabo, comprobé que la idea de soledad con la que habitualmente se identifica a uno, era totalmente incompatible con la realidad que yo estaba viviendo. Allí había más coches que en un atasco en Madrid un viernes por la tarde. A pesar de todo, encontré un hueco y dejé el coche.

Me acerqué hasta el muro final y una vez más, comprobé esa mágica sensación de lo infinito del océano. Fue inevitable pensar que allá enfrente, más allá del horizonte, había un continente. Estaba ensimismado en estas pequeñeces cuando un sonido como salido de las entrañas de la tierra, atronó la paz que allí se disfrutaba y me sobresaltó. Era un sonido como la del silbato de un gran barco, un barco enorme, gigante, en un tono muy grave. Era como un bramido de Lucifer. Era espeluznante.

Alguno a mi alrededor adivinó mi desconcierto y mi pregunta y respondió: cuando hay niebla y la luz del faro no se ve bien, también se envía una señal acústica.

Afortunadamente, el sonido se emitía con un cierto espaciado en el tiempo. De lo contrario, más de un visitante hubiera podido terminar sordo.

Miré abajo. Una serie de figuras diminutas representaban una hilera de barcos de pesca que, navegando junto a la costa, se dirigían a puerto a descargar.

Arriba, en el cielo, alguien había corrido una cortina oscura y mojada. Una línea perfecta dibujaba el punto exacto del final de la borrasca. A continuación, el viento se la llevaba a otras latitudes y un cielo azul intenso prometía próximas alegrías.

Uno de los viajes que tengo en mi lista de pendientes es recorrer la ruta de los faros de Nueva Inglaterra, en EEUU. Tirar cientos de fotos, pernoctar en los B&B y tomar notas para escribir un libro. Así mataría varios pájaros de un tiro. De paso, además de visitar los faros y de escribir, podría satisfacer otra de mis aficiones: la fotografía.

 

PD Historia de la foto de portada.

El faro se llama La Jument y es una de las linternas de mar más espectaculares de la costa francesa. Está a dos kilómetros aguas adentro de la isla de Ouessant y fue construido entre1904 y 1911 para señalizar unos peligrosísimos bajos en los que se habían producido multitud de naufragios.

La historia de la foto tiene lugar el 21 de diciembre de 1989. El fotógrafo francés especializado en imágenes de faros Jean Guichard sobrevolaba en helicóptero La Jument un día de fuerte tormenta buscando la foto perfecta de esas gigantescas olas del Atlántico golpeando contra la estructura del faro. Dentro, el farero Theophile Malgorn, que por aquel entonces rondaba la treintena de años, escuchó las repetidas pasadas del helicóptero y pensó que algo raro podía ocurrir; quizá el piloto estaba tratando de ponerse en contacto con él por un naufragio o por algún accidente. Y en una maniobra a todas luces descabellada abrió la puerta para ver qué pasaba.

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