Hoy tenemos cita con el cirujano, nuevamente. Nos ha citado en el mismo hospital en el que operó a mi mujer, el Hospital Marítimo de Torremolinos, a las 10.30, hora en la que teóricamente, dispone de un descanso, pero prefiere dedicarlo a trabajar.
Como
siempre, hemos llegado con tiempo de antelación. Me ha sorprendido comprobar
que, en el aparcamiento del recinto, había plazas más que suficientes. He
pensado que, por una vez, había tenido suerte, porque no es normal encontrar
tantas plazas a esas horas. ¡Ingenuo!
Después
de aparcar he ido hacia la entrada a ver si algún celador podía prestarme una
silla de ruedas. El hecho de tener que llevar la cabeza siempre mirando al
suelo, hace que ese método sea el más sencillo.
La
primera sorpresa me la he llevado cuando he asomado por la puerta de entrada.
En los infinitos pasillos que se extienden tanto a mi derecha como a mi
izquierda, no se divisa un alma. Es un desierto. Me ha parecido algo extraño.
Lo normal, lo habitual, es que esos mismos pasillos sean un constante ir y
venir de personas, unos con sus batas blancas o verdes, otros con sus sillas de
ruedas o con andadores, y sus acompañantes. Había algo inquietante en ese
vacío, pero el hecho de que el doctor nos indicara que la atendería en su hora
de descanso, nos ha despistado. Todavía no hemos sido conscientes de lo que
estaba a punto de ocurrir.
Por
ventura, por el pasillo aparece una pareja de enfermeros. Me dirijo a ellos como
un náufrago en busca de tierra firme para preguntar por la consulta del doctor,
pero, sobre todo, para conseguir una silla de ruedas para mi mujer. Con
respecto a la primera pregunta, me indican por dónde queda la consulta y aunque
no son del área en cuestión, me proporcionan una silla de ruedas.
¾
Después,
cuando termine, por favor déjela ahí – me dicen-. Ahora, si quiere, vaya a
traer el coche hasta aquí, a la puerta. Yo me quedo esperando con la silla.
Y
en efecto, eso es lo que he hecho.
Una
vez que mi mujer está en la silla de ruedas, yo he ido a aparcar, porque ese
lugar está reservado exclusivamente para las ambulancias. A mi regreso, el
enfermero que me ha ayudado, me indica que ha llevado a mi mujer a la consulta
de Oftalmología. Y allí que voy.
Hasta
el momento todo está yendo de maravilla. El coche no ha pinchado, no ha
explotado; hemos llegado con tiempo de sobra; tenemos una silla…pero lo
realmente extraño es que en el hospital apenas hay nadie en ningún sitio y en
la consulta de oftalmología, no hay más que unas puertas cerradas a cal y
canto. Ni un solo paciente. Se puede decir que somos los únicos en todo el
hospital. La cosa empieza a parecer una película de terror, pero la imagen, en
realidad, resulta patética. Mi mujer en una silla, en un lugar que parece
abandonado, y manteniendo la cabeza baja.
Estamos
frente a la consulta, sin saber si en el interior está el doctor con otro
paciente. No hay más personas a nuestro alrededor. Esperamos pacientemente que
se abra una puerta y nos indiquen que pasemos. Pasan los minutos. No vemos a
nadie. Entonces decido intentar algo. Llamo a lo que se supone que es la
centralita del hospital para ver si de ese modo consigo localizar al doctor y
aclarar lo que sucede. Llamo al teléfono en cuestión y una voz mecánica me
informa gentilmente:
“su
llamada ocupa la posición…14”.
Creo
que ya lo he dicho en alguna que otra ocasión, pero me c…. en la p…. madre de
los Call Center.
Después
de un buen rato paseando arriba y abajo sin encontrarme con nadie, con el móvil
pegado a la oreja, escuchando en forma de bucle lo de “su llamada ocupa la
posición…”, finalmente consigo establecer contacto con un ser humano
telefonista.
- Buenos
días. Páseme, por favor, con la consulta de oftalmología.
- Le
paso con la secretaria.
- Vale.
Gracias.
El
teléfono sonaba y sonaba sin parar y yo tenía la impresión de estar llamando al
zapatófono del Super Agente 86.
Unos
quince minutos después de hacer la llamada, no tenía sentido continuar allí.
Por fin, hemos llegado a la conclusión de que, por algún extraño sortilegio, el
doctor no nos va a atender. La única alternativa es encaminarnos hacia el
Hospital Clínico, en Málaga. Al fin y al cabo, sólo son 12 kilómetros y unos 20
minutos de diferencia.
Menos
mal que tenemos Google Maps.
Llegar
no ha sido nada complicado. El problema es que, si en el Marítimo aparcar no
siempre es sencillo, en el Clínico es directamente imposible. Y una vez más,
tengo que resolver el tema de la silla de ruedas. Dejo el coche en medio del
paso de cebra, algo que se está convirtiendo en norma. Encuentro la silla,
coloco a mi mujer, la deposito en la sala de espera, que está – esta sí – a
rebosar de personal y voy a la secretaría a preguntar a ver si el doctor pasa
consulta hoy allí, al tiempo que rezo para que mi coche no estorbe.
La
persona que estaba delante de mí sólo necesitaba un justificante, pero eso no es
obstáculo, óbice o impedimento, para que la que estaba detrás de la pantalla
del ordenador, tardara tanto como si estuviera escribiendo la biblia en un
grano de arroz. Finalmente, el compañero que estaba a su lado, pronuncia la
palabra mágica:
- ¿Siguiente?
- Buenos
días. El doctor … ¿está pasando consulta ahora?
- Sí.
- ¡Ah!
Es que nos ha citado en el Marítimo y allí no había ni Dios.
- ¿No
les han llamado el viernes pasado?
- No.
Hemos sido los únicos, porque no había nadie más perdido.
Ya
sólo queda esperar a que llamen a mi mujer, pero yo tengo que quitar el coche
del paso de cebra. Abandono a mi mujer y me dirijo al coche. Después de estar
dando vueltas, desisto de seguir intentando encontrar lo que no existe: un
parking. Decido quedarme en una calle ancha, bajo la sombra y en doble fila con
los intermitentes dados. Espero que me den la señal para ir a recoger a mi
mujer.
Al
menos, el doctor da las mejores noticias.
Un día más disfrutando de la inefable eficacia española en diversos ámbitos. De todos los pacientes que tenían cita con el doctor, ¿de verdad que hemos sido los únicos a los que no se ha llamado?
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