jueves, diciembre 26, 2024

Galicia – Capítulo 4 - Cambados.

Si aborreces las multitudes y las muchedumbres te dan alergia, el estar jubilado – entre otras ventajas – te aporta la gran ventaja de poder viajar cuando te venga en gana. De esta forma no sólo te conviertes en el dueño de tu tiempo y de tu libertad, sino que, además, es posible que, por viajar fuera de temporada, obtengas algunos beneficios extra a la hora de pagar. Así es que, no sólo pagas menos, sino que tampoco sufres aglomeraciones.

De nuestro apacible paseo por Combarro, en el que disfrutamos tanto del excelente tiempo como de la belleza del lugar, nos dirigimos a nuestro siguiente destino: Cambados, considerada la capital del vino de Albariño.

El Parador Nacional de Cambados se encuentra en medio de la localidad, lo cual ofrece la gran ventaja de poder aparcar el coche en su interior para, a continuación, andar arriba y abajo de su paseo marítimo o por sus estrechas callejuelas donde los bares, tabernas, restaurantes y demás, se suceden sin solución de continuidad, ofreciendo diversas especialidades gastronómicas. Aquí, tapas, allá mariscos y pescados, y acullá, menús.

En un principio nos temíamos que al estar tan céntrico tal vez nos pudiera afectar el ruido del entorno, pero, para empezar, la habitación – cómoda y espaciosa - daba a la parte posterior del edificio, justo con vistas a la piscina. Tal vez en otra época más bulliciosa, las condiciones sean distintas, pero en esta ocasión, no.

En Recepción nos dieron unas indicaciones generales, pero suficientes: a la derecha, para comer. A la izquierda, para comprar. Nos fuimos a la derecha.

Enseguida nos vimos caminando por unas intrincadas y silenciosas callejuelas, la mayor parte de ellas peatonales, repletas de bares, tascas, mesones, tabernas y restaurantes para todo tipo de momentos y de bolsillos. Algunos de esos locales permanecían cerrados, lo que parecía indicar que serían sólo de temporada, aprovechando las mareas humanas que seguro se producen en los meses de verano. Con todo ello no nos quedaban muchas más alternativas y elegimos una para calmar nuestro apetito.

Llegados a este punto he de decir que si bien parece que son otras Comunidades las que tienen la fama en eso de hacer el aperitivo, en Galicia no les van a la zaga. La diferencia, tal vez, estriba en que, mientras en otros lugares después del aperitivo la comida es algo más frugal, en Galicia, cuando dicen que es tiempo de comer no hacen prisioneros.

Al día siguiente, después de un desayuno opíparo y antes de partir en dirección a nuestro próximo destino, decidimos conocer un poco más de Cambados. Para ello regresamos al núcleo de la población y continuamos un poco más allá. Pronto llegamos a una calle principal, ancha, con diversos locales comerciales y por la que podían circular los vehículos, aunque la calzada era de piedra.

Al llegar a una amplia plaza supimos que estábamos en la Plaza de Fefiñáns, y que el enorme edificio que domina todo el entorno es el famoso Pazo del mismo nombre. A un lado de la enorme plaza, se encuentra la iglesia de San Benito. 



Lamentablemente nos habría gustado visitarla por dentro, pero estaba cerrada.






Estar en Cambados y no salir de allí con una o dos botellas de Albariño, además de una solemne estupidez, debería estar castigado por la vía penal. Por fortuna, en la distancia atisbamos justo en la esquina de la avenida principal, una tienda especializada en productos típicos de la región. Como no era posible catar el vino, tuvimos que solicitar la ayuda de un experto y el camarero que atendía el bar adyacente nos señaló a un señor mayor que, en un rincón de dimensiones ridículas, amontonaba botellas con diferentes tipos de vinos.

Le pedimos ayuda a la hora de llevarnos un buen Albariño y le preguntamos si ese que aparecía a nuestro lado, con la etiqueta de ser el ganador del concurso del 2024, realmente hacía honor a su fama. La cosa empezó a complicarse cuando le preguntamos si había tanta diferencia entre el primero y el segundo clasificado, y ahí, ahí fue cuando salió el gallego que todo gallego lleva dentro y ante la duda metafísica, nos llevamos las dos. Total 31€. Las botellas han hecho un largo recorrido por Galicia, Castilla León y Extremadura, en el maletero del coche, hasta llegar al trastero de casa donde reposan ahora. Las tenemos reservadas para estas fiestas, junto con una botella de champán francés que nos regalaron unos amigos franceses al regresar a Benalmádena.

Antes de abandonar el lugar, tuvimos tiempo de intercambiar algunas palabras con el anciano. Resulta que el hombre, cuando tuvo que hacer la mili, le destinaron a Madrid, al Ministerio de Marina. Pensándolo bien, hay que tener mucha mala leche para enviar a alguien al ministerio de Marina a Madrid, siendo como eres gallego y, además, vivir al lado de la costa, porque si fueras de las montañas de Lugo, todavía tendría un pase, pero esto parecía más la venganza de algún gerifalte que quería alejar al joven de la moza por la que estaba interesado el hijo del almirante. No sé, digo yo.

También nos dijo que vivir en Cambados era un privilegio. Que la máxima concentración de personas que era capaz de aceptar era Pontevedra, que tenía un tamaño asumible, pero que los de Vigo, están locos. Que no se acercaría ni de visita.

Así es que, con el botín a buen recaudo y habiendo conquistado los últimos objetivos vinícolas, nos dispusimos a enfilar a nuestro siguiente destino.

jueves, diciembre 19, 2024

Galicia – Capítulo 3 – Combarro

Algunos van a Galicia con el único afán de imitar a Pantagruel, y así, intentar atiborrarse hasta perder el conocimiento. Otros, simplemente acuden para no pasar calor. Yo creo que, a Galicia hay que ir con los cinco sentidos abiertos a toda clase de experiencias.

Para disfrutar Galicia es necesario llevar los ojos bien abiertos para descubrir esos paisajes que nos sorprenden mientras circulamos lentamente por sus sinuosos caminos, observando – por ejemplo - cómo los viñedos se extienden a un lado y otro de la carretera, confundiendo las lindes de unas parcelas con otras; o cómo allá, en lo alto de la colina, pastan mansamente unos caballos salvajes que, tal vez en breve, serán rapados por los “aloitadores “. O cómo, tras un recodo del camino, el horizonte se llena de mar.

Si decides hacer un alto en tu peregrinar y te apartas un poco del ajetreo, podrás escuchar el viento, sentado en una roca, en lo alto de una loma. No tendrás más compañía que alguna gaviota ruidosa y ese viento a tu alrededor. Un poco más allá, casi al alcance de tu mano, te espera un mar, a veces embravecido, y al que siempre debes mostrarle respeto. Y aunque esté ahí, cercano, inmenso y en movimiento, resulta casi mágico que no escuches las olas muriendo en la orilla.

Al reanudar el camino, prestas atención a las viviendas. Su ubicación, envidiable por sus vistas en muchos casos. Los materiales utilizados para su construcción, generalmente piedra y madera, que reflejan el nivel socio económico de sus propietarios. Y cómo no, encontrarse con su arquitectura tradicional. En este sentido, Combarro pasa por ser uno de los pueblos más bellos y en los que más hórreos hay. Y ese fue el motivo principal por el que fuéramos a visitarlo.

Y así, flanqueados por un mar de viñedos emparrados a un lado y por las rías de Vigo y de Pontevedra al otro, llegamos a Combarro.

Combarro nos recibió como si estuviera desperezándose. Parece que llegamos demasiado temprano a pesar de que ya era mediodía. Pronto nos dimos cuenta que, el concepto de prisas, o el de estrés, eran totalmente desconocidos. Era como si el tiempo se hubiera detenido y a nadie le importara volver a poner en marcha el reloj.

Transitamos por su vía principal y casi en un suspiro, sin darnos cuenta, llegamos al final. Tuvimos que dar la vuelta. Buscábamos un lugar donde aparcar el coche y deambular por sus callejuelas, en busca de sus tan afamados hórreos.

El parking, al aire libre, estaba a las puertas de lo que parecía un modesto centro comercial, apenas ocupado por un par de cafeterías restaurantes, y tan vacío como el propio parking.

Cruzamos la calle y nos dirigimos a un bar a tomar un café. En la terraza había sólo un par de personas y con nosotros, éramos cuatro. El día era soleado, el viento estaba en calma, pero la temperatura era fresca. Todo a nuestro alrededor era paz y quietud. Invitaba a sacar el equipaje del coche y buscar un alojamiento para vivir todo el año.



Cuando terminamos el café volvimos a cruzar la calle – que apenas llevaba tráfico – y nos encaminamos a lo que parecía la plaza principal, también desierta. Allí, mientras disfrutábamos de la tranquilidad, paseando sin prisas, nos encontramos con un lugareño al que preguntamos por dónde podríamos ir para visitar los hórreos. Nos indicó que, justo al final de esa plaza, había un cartel – poco a la vista, dicho sea de paso – en el que indicaba con una flecha el camino. Y hacia allí nos dirigimos.



Al adentrarnos por las callejuelas del casco histórico, tuvimos la sensación de estar viajando por un túnel en el tiempo. Todo lo que había a nuestro alrededor era piedra. El suelo, las paredes de las viviendas a nuestra izquierda y los hórreos a nuestra derecha. Todo era piedra. Era tan angosto, que, si te cruzabas con algún ser humano, - algo que no nos sucedió -debías permitir que continuara su camino dejándole sitio y apartándote a un lado.

A nuestra derecha, entre los numerosos hórreos y terrazas de restaurantes, se adivinaba la ría, en absoluta calma como si quisiera colaborar en el mantenimiento de esa quietud que parecía envolver, como por embrujo, a la localidad entera.





A la izquierda, algunas tiendas donde vendían recuerdos. Una de esas propietarias, nos invitó a entrar y subir al piso superior a disfrutar de las vistas. Una forma novedosa de mostrar al público sus creaciones artesanales colgadas aquí y allá en las paredes. Arriba, en la terraza, las vistas, efectivamente, merecían la pena.

Al reanudar la marcha comprobamos el esmero que los lugareños ponen a la hora de ornamentar sus calles, y hasta las escaleras que conducen a las viviendas superiores, convirtiendo todos sus rincones en algo hermoso para la vista, el olfato y el espíritu.





Era fácil imaginar que ese paseo tranquilo, sin más compañía que nuestra propia sombra, sería muy distinto en plena vorágine vacacional. Ríos de turistas inundando las tiendas de souvenirs y los restaurantes en primera línea de ría, convertirían a ese apacible lugar en algo totalmente distinto. Una muchedumbre escandalosa circulando arriba y abajo, a paso de procesión.

sábado, diciembre 14, 2024

Galicia – Capítulo 2 – Baiona

Si nuestra salida de Penalva do Castelo tuvo algo de extraño, por lo del GPS, nuestro transitar por las autovías portuguesas no le fue a la zaga. Pensando en ello me pregunto si, las famosas meigas gallegas, no habrían comenzado ya a hacer de las suyas, incluso en territorio extranjero, lo cual, podría ser tachado de invasión. Tenebrosa, sí, pero invasión, al fin y al cabo.

Camino a Baiona nos encontramos con algún peaje, que abonamos sin problemas. Pero, repentinamente nos encontramos con uno inesperado. Al llegar a la ventanilla del operario – en este caso operaria – nos sorprendió pidiendo un ticket.

    - ¿Un ticket? – pregunté yo sorprendido-. No tenemos ningún ticket.

Lo más sorprendente es que nos parecía inconcebible que se nos hubiera pasado por alto un control de autopistas. Eso no es como saltarse una ceda el paso. Pero el caso es que allí estábamos, frente a la diligente trabajadora de la operadora de la autopista, quien a la velocidad de Billy El Niño, y dado que ya tenía en su poder mi tarjeta, se aprovechó de su ventaja y en menos que canta un gallo me había metido un puyazo de 40€ en todo lo alto.

Cuando vi reflejado en la pantalla el importe me quedé muy sorprendido, pero estaba claro que ese no era ni el momento ni el lugar para intentar aclarar qué demonios estaba pasando. No con una simple trabajadora cuyo empleo, tal vez, lo termine haciendo un robot con IA, y además con la barrera del idioma, porque, estaba claro, que la amable señora no tenía perfil como para hablar otra lengua que no fuera la de Cristiano Ronaldo. Así es que abonamos el penalti y desde luego que nos quedamos con el ticket.

Sin embargo, la reacción de mi mujer fue muy diferente. Los 40€ en su caso, se transformaron en 40 latigazos y al igual que Máximo Décimo Meridio, General de los ejércitos romanos del norte, juró alcanzar la venganza en esta vida o en la otra.

Estuvo investigando y llegamos a la conclusión de que esos 40€ correspondían a haber utilizado la autopista desde el sur de Portugal hasta arriba de todo, lo cual, evidentemente no era cierto. Pero como en ese momento no podíamos hacer más, dejamos correr el tiempo y ya haríamos algo cuando volviéramos a casa.

Claro que eso no fue nada en comparación con el atraco perpetuo de las autopistas una vez que ya entramos en territorio patrio. Fue pisar Galicia y se desató una furia recaudadora casi en cada recodo. Cada pocos kilómetros nos mandaban a otro desvío, de otra AP, como si se tratara del del célebre villancico “pago y pago y vuelvo a pagar”.

Casi no merecía la pena guardar la cartera. Hasta me planteé conducir con una mano, mientras con la izquierda, fuera de la ventanilla, mantenía en el aire la tarjeta, con el único fin de no perder demasiado tiempo en parar y arrancar. Pero lo cierto es, que corría el riesgo de que además de los peajes, tuviera que pagar alguna multa fruto de ser pillado in fraganti por alguna de los cien millones de cámaras que – por nuestro bien – han instalado en las vías de circulación. Por otra parte, el tiempo tampoco aconsejaba conducir con la ventanilla abierta. Era desapacible, ventoso y con lluvia intermitente. Y así nos recibió Baiona: con un vendaval, algo fresco y algo de lluvia.

El Parador Nacional de Baiona situado en lo alto de la península de Monterreal, ofrece una majestuosa imagen, a caballo entre un castillo-fortaleza del medievo y un súper Pazo gallego. El mero hecho de adentrarse en sus murallas y llegar hasta la entrada principal, impresiona.

Como en una película de Poirot, al llegar al pie de la escalera de la puerta principal, se acercó un joven que, además de ayudarnos con el equipaje, se ofreció gentilmente a aparcar el coche en un lugar apropiado. Lo que desentona de una escena así es que, en vez de un Mercedes, un Audi A8 o un Rolls, el coche es un Seat y de él no descendieron unos Condes, ni unos banqueros.

Mientras nos inscribimos salió a colación el tema de los peajes y entonces, la gente de Recepción nos comentó que para ellos representaba un quebradero de bolsillo, más que de cabeza, porque se veían obligados a circular por esas autovías a diario. La alternativa era intentar hacerlo por la carretera que va serpenteando por la costa, con lo cual, el tiempo del trayecto se multiplicaba por dos o por tres.

De poco nos sirvió el consuelo de saber que a los lugareños les sableaban cada día para ir y volver del trabajo.

Si el aspecto exterior del Parador es impresionante, no lo es menos el caminar por el interior de sus galerías. Amplios salones, de aspecto regio, apacible y luminosos, rodean un patio central acristalado presidido por una fuente. Tras un largo deambular con el equipaje rodando por mullidas alfombras que mitigan el ruido de las ruedas de las maletas, conseguimos llegar a la habitación. En esta ocasión y en contra de la experiencia paranormal vivida en Portugal, donde nos perdimos dos veces por falta de señalización, aquí, siendo la distancia mucho mayor, nunca tuvimos ningún problema en encontrar la salida, lo cual fue un alivio para mi ego. Aquí sí había indicaciones.





La habitación, sin embargo, no parecía estar a la altura de lo esperado. Era menos espaciosa que la del Parador de Portugal.

El cuarto de baño – muy amplio - era bastante peculiar porque tenía una bañera, normal y corriente, y, además, un plato de ducha aparte. Había un radiador a modo de calefacción para caldearlo, pero estaba más frío que un muerto, con lo cual, la sensación era algo desagradable.

El colchón de la cama era de los tiempos de Mari Castaña y dependiendo del lado de la cama en el que estuvieras, o te clavabas los muelles o no.

A partir de ahí, hay ciertos aspectos en los que sólo una mujer puede prestar atención. Por ejemplo, las pantallas de las lámparas individuales que había justo encima de la cama, estaban amarillas y eso era una señal inequívoca de falta de mantenimiento, de cuidado. Y de que tenían tantos años como el colchón. Otro aspecto que a un tío normal y corriente se le escapa, es que uno de los dos cuadros que adornaban la pared del cabecero, tenía el cristal roto y nadie se había tomado la molestia de volver a colocar uno nuevo.

Minucias aparte, dado que era la hora de comer y que anochecería en unas pocas horas, decidimos estirar las piernas y darnos un paseo hasta el centro del pueblo. El hecho de que el cielo amenazara con descargar su ira en forma de agua, que el frío viento nos obligara a abrigarnos y que el paraguas, - aunque lo abrimos en muy contadas ocasiones – no sirviera de mucho, no nos amilanó.

Después de callejear un poco por el paseo marítimo y sus alrededores, decidimos entrar en un bar donde ofrecían un menú a un precio razonable. La mayoría de los demás establecimientos que vimos en nuestro caminar, o estaban cerrados, o no daban menús, o su especialidad eran las tapas.

Al terminar nuestro almuerzo, decidimos aprovechar y visitar la muralla de la fortaleza del Parador. Las vistas eran espectaculares y el tiempo mostraba un mar levemente embravecido chocando contra las rocas de los acantilados.





Cuando dimos por terminado el paseo, decidimos descansar un rato en la habitación. Fue entonces cuando comenzamos a escuchar toda clase de ruidos de alguna de las habitaciones contiguas a la nuestra. En concreto había una en la que el cliente debía estar desprendiéndose de un kilo de cocaína, en bolsitas de a gramos, porque no hacía más que tirar de la cadena del retrete. Lo malo es que, por la noche, el sujeto continuó con la labor, hasta que, o bien dejó sin agua potable a Baiona, o bien, terminó de tirar la droga.

Una vez que recuperamos algo de fuerzas, fuimos a la cafetería a disfrutar de la copa de bienvenida. Confieso que en este viaje he bebido más Albariño que en todos los años de mi vida anteriores. ¡Alguien debía hacerlo!

Era un lugar agradable, espacioso, cómodo y atendido por un camarero atento. A través de las vidrieras, se adivinaba entre las sombras, un gran jardín, que en verano debía proporcionar unas vistas envidiables y un agradable frescor al viajero. También se veían a lo lejos las luces del pueblo.

Al acostarnos por la noche, el individuo de la cisterna del baño nos siguió atormentando, haciéndonos temer que en algún momento reventaran las paredes y nos inundara con vaya usted a saber qué.

El desayuno a la mañana siguiente sí que estuvo a la altura. Era variado, copioso y atendido por un pequeño ejército de camareras que siempre estuvieron atentas y cumplieron con su cometido a la perfección.

Nuestro siguiente destino era el Parador Nacional de Cambados. La distancia entre Baiona y Cambados es de apenas una hora, así es que, antes de partir, aprovechamos la notable mejoría del tiempo para hacer unas pocas fotos, a modo de despedida. 




Después, nos dirigimos a una localidad que nos pillaba de camino: Combarro.

domingo, diciembre 08, 2024

Galicia – capítulo 1

Recientemente, hemos hecho un viaje recorriendo algunos puntos de Galicia.

Por un lado, mi mujer no había estado por allí nunca, salvo una breve visita a Monforte de Lemos siendo niña. Por otro, tengo una vinculación especial con esa región. De muy niño solía pasar los dos meses de verano en un pueblito de la “mariña” lucense, Foz, y de esa corta época, guardo recuerdos imborrables. Lo de que tengo primas que viven por allí es secundario, porque como suele suceder a veces, son parte de esa familia a la que no has visto casi nunca. Y en esta ocasión, tampoco.

Como ya tenemos una cierta edad, en la programación del viaje y los alojamientos, descartamos el uso de mochilas, campings, albergues y demás. Nos regimos, pues, por estrictos motivos de salud y comodidad. Por ello, decidimos peregrinar modestamente de Parador Nacional en Parador Nacional, comenzando por el de Baiona.

Vivir en la costa del Sol tiene bastantes ventajas, excepto cuando te planteas viajar en coche justo al otro lado del país. Entonces empiezas a darte cuenta de la cantidad de kilómetros que vas a tener que hacer. Además, en las fechas que teníamos previstas, las previsiones del tiempo auguraban lluvia todos y cada uno de los días que íbamos a estar, a pesar de lo cual, no nos amilanó en absoluto y lo afrontamos con un espíritu positivo y gallardo.

Nuestro primer objetivo, como ya he dicho, era el Parador de Baiona, o lo que es lo mismo, más de mil kilómetros y unas diez horas de conducción ininterrumpida desde casa, lo cual, de facto se convertiría en unas doce o así. A mí me gusta conducir, pero nunca he apostado por heroicidades al volante y jamás he tenido la tentación de participar en las 24 horas de Lemans. Así es que, se hacía necesario que, antes de completar la primera etapa, debíamos encontrar un punto a mitad de camino. La sorpresa fue que en Portugal hay un alojamiento perteneciente a la red de Paradores Nacionales. Se trata de “Casa de Insua”, situado en la localidad de Penalva do Castelo, a la módica distancia de 767 kms y unas ocho o nueve horas conduciendo, incluyendo las paradas técnicas.

A medida que ascendíamos hasta Ciudad Rodrigo el cielo se fue oscureciendo, aunque la lluvia nos dio la bienvenida al traspasar la frontera con Portugal y -con mayor o menor insistencia- ya no nos abandonó hasta que llegamos a nuestro destino.

A pesar de que no era demasiado tarde, como en nuestro país vecino llevan la hora de Canarias, llegamos de noche cerrada y lloviendo. Y entonces sucedió algo muy curioso. Estábamos en un patio central rodeado de edificios y con una fuente en el medio. Pero entre la lluvia, la oscuridad y las escasas indicaciones, no alcanzaba a adivinar por dónde estaba la entrada a Recepción.


Después de sacar las maletas y mientras conseguíamos averiguar dónde estaba la entrada, nos cobijamos de la lluvia bajo un arco de uno de los edificios. Desde allí, justo enfrente, podíamos ver una entrada a otro edificio, pero el hecho de que hubiera una escalera nos inducía a pensar que ese no era el camino más natural para llegar hasta Recepción. No parecía lógico tener que acarrear con el equipaje mientras subías unas escaleras.

Aquello estaba oscuro, lloviznaba y no se veía un alma. Así es que no me quedó más alternativa que llamar por teléfono al establecimiento para pedir socorro. Imagino que el recepcionista se sorprendió al recibir mi llamada preguntando dónde estaba la entrada. Pues la entrada estaba justo donde parecía que no era lógico que estuviera: subiendo las escaleras. Así es que cruzamos casi a tientas hasta el otro edificio donde un diligente recepcionista había descendido desde su despacho hasta la puerta de entrada a recibirnos y ayudarnos con el equipaje.

Después de inscribirnos nos acompañó por un laberíntico recorrido hasta nuestra habitación. Tras tomar posesión de ella, nos arriesgamos a salir en busca de la cafetería-restaurante. Necesitábamos relajarnos y la copa de bienvenida que te ofrecen en todos los Paradores parecía lo ideal.

La encontramos sin necesidad de volver a llamar al joven de Recepción y nos sentamos a la espera de que apareciera algún camarero. Estábamos solos. Cuando apareció el camarero le pedimos un par de copas de vino del que ellos mismos producen. En el entorno del Parador, también tienen producción propia de quesos, miel de distintas clases, cerámica y diversos productos típicos de la zona. Al cabo de un rato, apareció otra pareja, también españoles. Éramos los únicos hospedados en el hotel, así es que tanto el recepcionista como el camarero, podíamos decir que estaban a nuestro servicio exclusivo. Esto lo pudimos confirmar al día siguiente durante el desayuno. Un espléndido bufet, en un amplio y luminoso comedor donde sólo estábamos nosotros y el camarero de la noche anterior.

Tras el desayuno nuestra intención era visitar las dependencias adyacentes para ver si nos llevábamos de recuerdo algún queso, algún tarro de miel o alguna botella de vino. 


Lamentablemente, la lluvia nos empujó a tomar la decisión de continuar nuestro camino en dirección a Baiona.

Aún a riesgo de parecer un discapacitado mental, he de confesar que, al salir de la habitación en busca de la salida, me perdí. La total ausencia de indicaciones que orienten a los huéspedes junto con una distribución algo tortuosa, fueron las razones. Todo fue una confabulación en mi contra. 


Emulando el comportamiento de Windows: en caso de problemas, reinicia. Regresé al punto de inicio, o sea, mi habitación, y como un ratón en busca de la salida del laberinto, o del trozo de queso, fui recordando por dónde había pasado la primera vez para no caer de nuevo en el mismo sitio.

Por puro orgullo personal, me negué a volver a llamar otra vez al recepcionista para solicitar su ayuda y que nos condujera a la salida. Fue justo antes de decidir usar el ascensor cuando descubrimos una puerta semiabierta y nos avalanzamos en busca de aventuras. Y allí estaba: el recepcionista de la noche anterior, cómodamente instalado tras su mesa de despacho. Tan solo nos quedaba intentar bajar las malditas escaleras, con las maletas a cuesta y no dejarnos los dientes – o algo peor - en el empeño. Conseguimos llegar sin novedad hasta el coche.

Después de colocar el equipaje en el maletero, le indicamos al GPS que nos sacara de aquel precioso lugar y nos condujera hasta Baiona. Pero algo iba mal. El móvil no conseguía acceder a internet. Algo que no tenía sentido, porque nos había llevado hasta allí. Lo intentamos una y otra vez durante algunos minutos. Finalmente, tuvimos que acudir a los ajustes del teléfono y modificar un parámetro. Parámetro que nadie había tocado.

Estábamos de nuevo en ruta camino de Baiona.

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