sábado, marzo 08, 2025

La fidelidad en la pareja

Según dice el escritor Juan Abreu, es absurdo mantener relaciones sexuales sólo con quien te has casado. 

Hombre, yo entiendo que esto de ser escritor conlleva ciertas actitudes y pronunciamientos que, en ocasiones, deben incitar a la provocación en cualquiera de sus formas, incluida, la necesaria para hacerse publicidad y que te compren el libro, aunque sólo sea por curiosidad. Y en este caso, me ha llevado a plantearme el tema de la fidelidad en la pareja.

Para empezar, deberíamos de plantearnos la cuestión de cuándo se popularizó en los humanos eso de la monogamia. La mayor parte de las especies animales en el planeta no se comportan así. Excepción hecha la de algunas aves como pingüinos, grullas, palomas, loros, cisnes, gansos, palomas, cigüeñas y albatros. Y entre los mamíferos se cree que viven en parejas monógamas los gibones, los lobos y los castores. Por tanto, la inmensa mayoría de las especies no son monógamas. Y el hombre ¿lo ha sido siempre? No parece.

Mi opinión personal es que la monogamia surge por cuestiones económicas. Una vez que el homo sapiens – o quien sea – se convirtió en agricultor, sedentario y dejó de ser nómada, ahí está el inicio de la propiedad privada, de la tierra. Y si hay propiedad privada, hay herederos y eso obliga a cerciorarse de que los herederos lo son de verdad, consanguíneos. Por eso nace la necesidad de asegurar que la descendencia pertenece al varón y sólo a él. Más tarde llegarían las costumbres judeo-cristianas y ahí la cosa se complicó incluso más.

Hay estudiosos y eruditos que afirman que en las sociedades en las que las relaciones sexuales son mucho más relajadas y sin tabúes, la gente es más feliz. Confieso que tengo cierta propensión a creerlo. Por ejemplo, los mormones.

Manuel Matheu es un experto sexólogo que realizó un estudio sobre el comportamiento sexual en 66 culturas diferentes, algunas con estudios de campo sobre el terreno. Afirma que, por ejemplo, en las islas Carolinas, en Micronesia, los chuukies, - da un poco de miedo el nombre por lo del muñeco – es una sociedad en la que todos los bienes se heredan a través de la línea materna, es decir, es la madre la que determina el poder económico.

Volvemos a ver el tema de la herencia, pero en esta ocasión, a través de la línea materna.

Dice Manuel que, frente a la sociedad occidental en la que se da una enorme importancia al tamaño del pene, allí lo que importa es el tamaño de los labios menores de los genitales de la mujer. Y allí, a diferencia también de lo que ocurre en nuestra cultura, es la mujer la que lleva la voz cantante en las relaciones sexuales, la responsable de los encuentros sexuales. Allí no existen los celos, no existe el concepto de fidelidad, la moral sexual es mucho más relajada que aquí. Y todo eso coincide con que es una sociedad muy pacífica, mientras que la sociedad occidental es muy agresiva.

Comparto con este experto la opinión de que, en el fondo, tanto la monogamia como la violencia desatada por culpa de los celos, se da exclusivamente en los pobres. Los ricos pueden casarse y divorciarse varias veces en su vida y como ejemplo, el barón Von Thyssen, los actores de Hollywood y algún que otro playboy. Los pobres no pueden llevar ese ritmo. Si ya un divorcio te marca de por vida con la pensión, la hipoteca de la casa en donde vive ella y los niños, el colegio, la universidad y un largo etcétera, lo de plantearse volver a casarse parece más un acto de masoquismo que de romanticismo.

Estoy convencido de que esta teoría es cierta. Sólo basta fijarse en las noticias que hablan de asesinatos de parejas y de ex parejas y nunca, jamás, salen los ricos en el telediario. No me imagino a las Koplovitch abriendo un telediario porque se han peleado a navajazos con su pareja. Cuando en las parejas de los ricos las cosas no van bien, cogen la maleta, se van a un hotel o a su segunda o tercera residencia, o hacen un crucero alrededor del mundo y hasta luego Lucas. Los pobres no podemos hacer eso. Cuando una pareja de pobres se pelea, discuten y llegan a las manos y ella le dice que se vaya (o al revés) no sólo se deshace una pareja, es que te quedas en la puta calle. Y eso es muy duro, pero es así. No todo el mundo puede regresar a casa de sus padres y no todos los padres quieren volver a verte.

En el reino animal hay una especie de chimpancés, los bonobos, que se caracterizan por una actividad sexual frenética. Es bien sabido que, entre los chimpancés, en las manadas, existe una agresividad que en ocasiones termina con la vida de algunos de los que interviene en las trifulcas. Y hay una jerarquía dentro del grupo que como se le ocurra a alguien saltársela lo puede pagar caro.

 Entre los bonobos no. Cualquiera puede mantener unas relaciones sexuales de apenas unos pocos segundos con cualquier miembro de la manada. Da igual si eres macho o hembra. El objetivo no es reproducirse, no es fijar quién es el macho alfa y quién el grupo de hembras alfa. El objetivo es socializar. No hay entre ellos pendencias, luchas ni guerras.

Nunca he escuchado en las noticias que ningún mormón se haya subido a una torre de un campanario y se haya liado a tiros con la gente con un rifle de francotirador. ¿Será porque disfrutan de varias mujeres? ¿Será que el ejercicio conyugal les debilita y ya no pueden subir las escaleras hasta el campanario?

Retornando a la afirmación inicial de Juan Abreu, al margen de otro tipo de consideraciones, personalmente me cuesta trabajo entender que si estás con una única pareja porque has decidido que es especial, después consideres que eso de mantener la fidelidad a una sola persona es poco menos que una gran estupidez. Lo que me parece estúpido, pero sobre todo incongruente, es que hables de tener una pareja y te comportes como si no lo fuera cada vez que tienes ocasión.

Otra cosa es que haya algunas parejas en las que, de mutuo acuerdo, se han otorgado la alternativa de mantener relaciones con otras personas, fuera de su relación de pareja. Sigo sin entenderlo, pero ahora por partida doble. Y haberlas haylas. Yo creo que, si prefieres no tener un compromiso, nadie te obliga a ello.

Pero, ¿qué pasa cuando se produce una infidelidad? ¿Hay que perdonarla, hay que ser inflexible? ¿Cuántas se pueden perdonar?

En estos tiempos de video conferencias, plataformas para conocer gente, ligar y demás, el mismo concepto de fidelidad, se tambalea. ¿La infidelidad se trata sólo de la unión carnal de dos individuos? ¿O se trata de una conexión emocional que va mucho más allá del intercambio de fluidos? ¿Puede uno enamorarse de alguien a quien no ha conocido en persona? ¿Se considera infidelidad una relación entre personas que distan miles de kilómetros? ¿Se puede mantener una relación cuando la pareja se distancia y sólo puede tratarse por internet?

Yo creo que la fidelidad es un concepto que está mucho más unido a los sentimientos, a lo inmaterial, a las necesidades emocionales, a valores, antes que a lo físico. A veces, lo físico, nos juega malas pasadas y nos confunde; nos hace pensar que, si el sexo es bueno, la relación lo será también, y hasta que te das cuenta del error, pueden pasar muchas cosas. Por eso es tan difícil encontrar el justo equilibrio entre un mundo y el otro, entre lo emotivo y lo físico.

Tal vez el secreto se encuentre en la frase del escritor Georges Duhame: “nunca he engañado a mi mujer. No es ningún mérito: la amo”. Tal vez, al fin y al cabo, sólo se trata de eso: de amor.

miércoles, marzo 05, 2025

El día que tuve un yate de 20 metros.



Seguro que a muchos de vosotros os ha pasado eso de pedir todos los años el mismo juguete, algo que en un principio era un deseo, después una obsesión y terminó por convertirse en un reto. A mí me pasó con el Scalextric. Jamás tuve uno. Era demasiado caro. Más tarde, cuando ya estaba a mi alcance, me lo quitaron de la cabeza con argumentos tan sesudos como “si lo instalas ahí, no voy a poder barrer, se va a manchar de polvo, no voy a poder andar…” etc. Y más adelante, ocurrió lo que tenía que ocurrir: la empresa desapareció.

Pero, sin embargo, una vez, hace muchos años, el destino me regaló algo que no había pedido. Bueno, tampoco fue un regalo, porque no me lo quedé. De hecho, ni siquiera fue en Reyes. Aquello fue más bien, un préstamo, un usufructo temporal.

Como era mi costumbre desde hacía unos cuantos años, ese verano también pasé mis vacaciones en Mallorca. En aquel entonces la zona donde recalé comenzaba a ser tristemente popular entre los británicos, aunque todavía, ni eran mayoría absoluta ni se había instaurado la incomprensible costumbre de morir aplastado contra el suelo por hacer balconing. Compartía el apartamento con mi hijo que por entonces tenía unos tres años.

Nuestra rutina era bastante simple por no decir monótona. La playa quedaba algo retirada y el nivel de masificación era importante. Además, por alguna extraña razón, a él le gustaba más la piscina del complejo que el mar. Manías de la gente que, como él, vivía a orillas de uno. Así es que después de levantarnos a una hora prudencial y desayunar, bajábamos a la piscina, cogíamos sitio y nos disponíamos a pasar allí, el resto de la mañana.

Después de intentar durante horas que la raqueta de mi hijo devolviera dos pelotas seguidas en el agua, dar patadas a una pelota o ejercer de guardameta, las fuerzas comenzaban a decaer, momento en el cual, mi hijo buscaba a cualquier individuo cercano, de los muchos que observaban, para involucrarle en el juego. Daba igual si el individuo era alemán (mayoría), inglés o no hablaba español (ninguno). De repente, el guiri estaba jugando con un niño español que, por supuesto, le hablaba en español.

Así transcurrían nuestras vacaciones cuando un día, de improviso, se acerca a nosotros un “relaciones públicas” del complejo. El chico – era joven – no sabía muy bien en qué idioma debía dirigirse a mí. Cuando le dije que era un aborigen de España, la charla continuó en inglés.

El chico me contó que había un equipo de grabación de un vídeo promocional de un yate que estaba amarrado en el puerto deportivo de Palma. El equipo estaba buscando a una pareja, hombre y mujer, que aparecerían en el vídeo simulando ser los propietarios del yate. Que el yate era una maravilla, valorado en 20 millones de pesetas. Que en el caso de que accediera debía tener en cuenta que no me iban a pagar como si fuera un modelo profesional, pero que me darían algo por las molestias.

Habida cuenta de lo que suponía para mí romper con la bendita monotonía de mis vacaciones, a mí me daba exactamente igual que me pagaran o no. La cuestión que me planteé fue ¿cuántas oportunidades vas a tener en tu vida de subirte a un bicho valorado en 20 millones de pesetas? Acepté, pero con una condición: evidentemente mi hijo venía conmigo, por supuesto. Después de aceptar me preguntaron si estaba solo o tenía pareja. Le respondí que solo. Entonces me dijo que habían encontrado a una posible candidata a ejercer de “pareja-propietaria”, pero que teníamos que vernos a las 15.00 en uno de los restaurantes de la piscina. Y allí que nos llegamos el enano y yo a las 3 en punto.

El equipo del RP fue puntual y al cabo de unos minutos llegó la candidata a coprotagonista del vídeo. La susodicha era de Madrid como yo, también divorciada – como yo – y con una hija adolescente. Era una chica alta, rubia de bote, escaso pecho y largas piernas. Era una mujer llamativa, aunque no por sus facciones ni por su talle. Lo que más llamaba la atención era el aspecto en general que lucía. Ponía un esmerado cuidado en su aspecto personal y procuraba ir siempre, con atuendo bastante ceñido y buscando la conjunción de todos los elementos de su vestuario. En el fondo, podía llegar a resultar sin esforzarse mucho, un auténtico repollo. Sin embargo, conseguía muy a menudo el objetivo de ser foco principal de atención, sobre todo de los hombres.

En cuanto le dijeron que por su colaboración no obtendría más que una palmadita en la espalda, un gracias y como mucho 500 pesetas (3 euros de hoy en día), ella consideró que no merecía la pena y se auto descartó de la película. Tenía otros y más interesantes planes. Sin embargo, sí que alistó a su hija como voluntaria, lo cual era una forma de quitársela de en medio en beneficio de sus otros planes.

Al día siguiente llegamos puntual a la cita en el puerto deportivo de Palma. En el pantalán señalado, se veía un impresionante yate de 40,35 metros de eslora, 8 metros de manga y más de 300 Tm de desplazamiento. El yate era propiedad de un americano que, además, disponía también de un avión privado con tres reactores, esposa y amante oficial.

El interior de la embarcación rezumaba lujo.

Maderas nobles adornaban las paredes de todos los camarotes, con una capacidad total de 8 personas. Una moqueta impoluta de color hueso, abarcaba todo el inmenso salón principal, haciendo que los pies descalzos se hundieran hasta los tobillos; la mesa del comedor, estaba preparada para 10 comensales; la vajilla, fabricada expresamente en Italia, con el anagrama del barco, igual que la cubertería y las copas, se guardaba en una alacena de madera de roble que rodeaba en forma de L la mesa del comedor. Los equipos de música de la firma Bang & Oluffsen, estaban por doquier, con unos mandos a distancia digitales. En el camarote principal, además de disponer de cuarto de baño propio con grifería de oro y vestidor, la televisión salía de detrás de un mueble empotrado en la pared, justo enfrente de la inmensa cama que ocupaba sólo una parte del espacio. En el suelo de la cocina, se podían comer sopas. En la cubierta superior de barco, había un solárium, recubierto todo él por lonas de plástico.  

Al poco de llegar al puerto, la tripulación comenzó las labores de desatraque para comenzar a navegar por la costa. Ver las caras de los transeúntes en el puerto o de las otras embarcaciones con las que nos cruzábamos, bien merecía el salario que no me iban a pagar, porque no olvidemos, que ellos al verme apoyado en la barandilla, pensaban que era el dueño.

Había dos equipos de filmación. El primero estaba en el propio yate. El otro, fue ocupando posiciones estratégicas a lo largo de la costa, en lugares remotos, escarpados y de difícil acceso, para tomar unas imágenes únicas del barco navegando.

Al finalizar el día regresamos a puerto y tanto los equipos de filmación, como la tripulación y los extras, compartimos unos sándwiches y unas bebidas – refrescos para los menores, champán para el resto - en la popa del barco, mientras los visitantes del puerto deportivo nos miraban con cara de envidia.

El segundo día no salimos del puerto, pero fue casi tan excitante o más que el día anterior. El propietario, el americano, había informado a la tripulación que se dirigía a Mallorca con su esposa. Ello originó una divertida escena que parecía extraída de una típica comedia de Jack Lemmon o Toni Curtis. La tripulación comenzó a sacar de bolsas de plástico los peines y cepillos de “la otra”, para colocar los que debían. Igual que la ropa del armario del dormitorio principal. Con las fotos de los cuadros, la cosa fue más divertida. Bastaba con extraer las fotos de los marcos, darles la vuelta, y en el reverso estaba la foto que debía estar. Todo estaba siendo ejecutado con precisión militar.

Y así fue como durante casi un día entero fui el propietario de una mega yate. También tenía una copia de la película, pero se me perdió en alguna mudanza.

Por si a alguien le pica la curiosidad, podéis ver el yate pinchando AQUÍ

sábado, marzo 01, 2025

Es fácil hacer feliz a alguien.

Es posible que, para llegar a esta conclusión -personal, sin duda y, por tanto, discutible-, sea necesario haber disfrutado de cierta experiencia y del tiempo necesario para vivir en este planeta. En la mayoría de los casos, y este creo que es uno de esos, la perspectiva del tiempo proporciona una cómoda referencia para apreciar el bosque en su conjunto, alejado del árbol más cercano.

¿Por qué he llegado a esta conclusión? Pues por pura lógica.

Me parece realmente absurdo marcharse al otro barrio al tiempo que albergas en tu corazón los mejores sentimientos acerca de personas a las que admiras, respetas, estimas o quieres, sin haber compartido precisamente con ellas esos sentimientos. Y tampoco es necesario esperar hasta el último momento para intentar ponerte al día.

Disponemos de herramientas suficientes como para hacer llegar a las personas que nos importan, que, efectivamente, son parte importante de nuestra vida. No es absolutamente imprescindible una docena de rosas rojas o un collar de diamantes; la mayor parte de las veces basta con una palabra amable, una mirada de agradecimiento o de cariño, una suave caricia, un gesto, un abrazo o mucho mejor, un te quiero. Las palabras son mágicas según el uso que les demos.

Pondré algunos ejemplos.

Hace algunos años tuve un problema con la renovación de mi tarjeta bancaria. Durante varios meses estuve intentando convencer a los necios que me tocaban en suerte por teléfono, que el proceso estaba fallando, porque a mí, a pesar de seguir el protocolo, la renovación no me llegaba. No eran capaces de entender que el método estaba fallando en alguna parte. Les propuse que no me enviaran la tarjeta por correo, que me pasaba yo a recogerla. Nada. No hubo manera. ¿Consecuencias? Me marché de vacaciones sin tarjeta de crédito. Y, además, a Portugal.

A la vuelta, lo primero que hice fue ir al banco y exponer el problema. Me atendió una empleada que me dedicó más de una hora y media hasta solucionar el problema. Colgada del teléfono y dejándose la piel, contactando con todos los responsables de todos los departamentos con los que tuvo que hacerlo, no solamente solucionó la cuestión, sino que averiguó por qué no había funcionado el protocolo establecido. Al parecer, el software del banco había truncado parte de la dirección completa y eso hacía inviable que la tarjeta llegara a su destino. Era evidente que algo así estaba pasando cuando les comentaba a los torpes de turno que ya había pedido 6 veces la tarjeta y no me había llegado ninguna.

Después de aquello me puse en contacto con el banco para darles la enhorabuena por haber contratado a una profesional así y de paso, sugerir que podían despedir a todos los inútiles que me habían atendido con anterioridad.

Trabajar cara al público es uno de los trabajos más difíciles del mundo. Así es que, cuando me encuentro con alguien que hace bien su trabajo, es lo justo que me tome el tiempo necesario para hacer llegar a quien proceda mi satisfacción por haber sido atendido profesionalmente. Se podrá aducir que “sólo” hace su trabajo, pero no cuesta nada hacerle llegar a esa persona algo de cariño y de reconocimiento. No basta con recibir una nómina a fin de mes.

Los humanos somos una especie en la que el contacto es importante. Si se me permite la broma, salvo para los británicos.

Tengo una amiga que, hace años, tenía una clínica de estética. En cierta ocasión me comentó que era bastante habitual que, entre sus clientas, alguna se apuntara a recibir unos masajes linfáticos – o lo que sea – y que de repente, alguna se ponía a llorar. Pero no era de dolor por el masaje, era porque en ese momento, ese gesto de sentir el contacto de otro ser humano, era lo más cariñoso que había recibido probablemente en meses.

En mi vida cotidiana hay una serie de lugares que son los que más frecuento: la farmacia, la cafetería que está justo al lado y el Mercadona. Y me gustaría hacer mención especial a la farmacia.

La plantilla está compuesta al 100% por mujeres. Forman un numeroso grupo de personas que tienen que cubrir un extenso horario de doce horas diarias, incluyendo fines de semana, fiestas y demás. Pero lo que convierte en especial a este sitio es que todas ellas, sin excepción, proporcionan un nivel de profesionalidad que no baja de la excelencia en ningún momento, al margen del turno o de los miembros que estén o no de servicio. Y lo hacen, además, estableciendo una conexión con el cliente, proporcionando una calidez en el trato, una simpatía natural y, por si fuera poco, todo ello en dos idiomas.

Después de haber trabajado en infinidad de empresas, algunas multinacionales y otras de chichinabo – que de todo hay en la viña del Señor – lo de esta farmacia me parece que es digno de ser estudiado en alguna escuela de gestión de recursos humanos.

En Navidad suelen tener un detallito con algunos clientes. Por ejemplo, te regalan un bote grande de gel de baño de avena. Un año, el Día de la Mujer, regalaban una rosa. Y en justa reciprocidad a semejantes muestras de cariño, también decidí ofrecer alguno de mis libros tanto a la propietaria como a su hija, que también trabaja en el negocio. Todo ello ha contribuido a establecer una relación especial entre nosotros; y retomando lo que decía al inicio, para reconocer un buen trabajo o el cariño que se tiene a una persona, no es necesario gestos desproporcionados. Por eso se me ocurrió felicitarles la Navidad, pero de una manera especial:

“No sé si ha tocado la lotería con el número que llevabais, pero incluso en ese caso, rogaría que nadie abandonara el barco. Las aspirinas saben igual en cualquier farmacia, pero ésta en concreto, no sería la misma sin todas las profesionales que nos atienden. Sería como un jardín sin flores. A nosotros, los clientes, sí que nos ha tocado la lotería.”

Y este sencillo mensaje, tuvo como respuesta, este otro de Dolores, la propietaria.

“Querido Carlos!!

Nos has emocionado con tu mensaje tan bonito y lleno de cariño. Saber que valoras nuestro trabajo de esa manera es, sin duda, el mejor regalo de esta Navidad. Para nosotras, nuestros clientes sois el alma de esta farmacia, y recibir un mensaje como el tuyo nos llena de alegría y motivación para seguir dando lo mejor cada día. Sabemos que ya somos muy afortunadas por contar con clientes como tú, que hacen de esta farmacia un lugar especial.

Te deseamos una muy Feliz Navidad y que el 2025 venga cargado de salud, felicidad y momentos inolvidables para ti y los tuyos.

Un abrazo enorme de parte de todo el equipo y uno muy especial de parte de Cristina y mío para los dos”

Y ya para terminar, simplemente añadiré lo que en su día incluí en mi libro titulado “Cartas de un (tonto) enamorado”, traducido a varios idiomas.

“Por alguna extraña razón, existe la equivocada idea generalizada de que los buenos sentimientos hacia nuestros seres queridos, se sobreentienden, se dan por sentados, se asumen. Por tanto, desde esa perspectiva, a partir de un momento indefinido en el tiempo, vamos abandonando la buena costumbre de demostrar nuestros sentimientos, dejamos de decir "te quiero", "te necesito", "me gusta esto o lo otro", etc.

Estoy convencido, sinceramente, de que no basta con hacer un regalo de vez en cuando, ya sea un collar de diamantes, un ramo de flores o una caja de bombones. Soy un entusiasta irredento de la demostración palpable, física y persistente en el tiempo, de expresar lo que sentimos por nuestros seres queridos: la pareja, los hijos, los amigos, cada uno en su escala. Lo hacemos con el perro y el gato, ¿por qué no lo hacemos con los seres humanos?

Creo que deberíamos dar muchos más abrazos, muchos más besos, decir muchos más "te quiero", muchos más "te necesito", muchos más "eres mi vida".

Y además de actuar así cada día, no estaría de más dejarlo por escrito para que haya constancia de todo ello.

¿Has probado a regalar una carta de amor a tu esposa con la que llevas años? ¿Has intentado escribir una hoja con la palabra GRACIAS? Seguro que tienes montones de razones para dar las gracias. Se trata sólo de sentarte unos minutos, reflexionar unos instantes y volcar en un papel lo que tienes en el corazón. No parece muy difícil. Creo que más de uno se sorprendería de los resultados que obtendría.”

 

domingo, febrero 16, 2025

¿Cuánto quieres ganar?

La dirección para la entrevista de trabajo parecía más bien una casa particular en lugar de una oficina en toda regla. 

Al entrar en la vivienda-oficina, se sentó en lo que parecía un recibidor, a esperar a que le llamasen para entrar a la entrevista. Mientras esperaba, se confirmaron las primeras sospechas, al tiempo que surgieron otras del estilo de y estos, ¿quiénes serán?; ¿pagarán al final de mes?; ¿pagarán a la Seguridad Social mis seguros sociales? Tal era la imagen de cutrerío que destilaba el entorno.

Estaba Rafa sumido en semejantes disquisiciones, cuando vio salir una chica de una habitación. Supuso que sería su inmediata predecesora en el turno de entrevistas y que seguidamente, le tocaría a él. En eso, acertó.

Salió a su encuentro un hombre, al que costaba más trabajo rodear que saltar por encima, a pesar de no ser muy mayor. Le extendió la mano sudorosa y de forma tan débil que Rafa tuvo la sensación que en vez de un apretón de manos, el individuo se había limpiado una.  Después del sudoroso saludo, el hombre precedió a Rafa mostrándole el camino hacia el lugar donde tendrían la reunión. Fue así como pudo comprobar el ímprobo esfuerzo que  realizaba el hombre por trasladar esa mole de carne de un lugar a otro. Jadeaba levemente aunque de modo evidente y tan sólo habían caminado unos metros.

El hombre, abrió una puerta y entonces Rafa tuvo la duda de si la estancia que se abría ante sus ojos entraba dentro de la categoría de habitación, o más bien, debía ser catalogada como agujero, zulo, trastero habilitado o despensa. El espacio era tan minúsculo que apenas entraban una mesa y dos sillas. El hombre, hizo un auténtico ejercicio circense para traspasar el umbral y poder acomodarse en una silla que a duras penas contenía su corpachón. De hecho, Rafa tuvo que aguardar su turno para poder sentarse frente al obeso, ya que hasta que el hombre no terminó su maniobra de atraque, no había espacio para otra.

En esa atmósfera claustrofóbica, más propia de una cámara hiperbárica, Rafa se dispuso a responder a las cuestiones que quisiera plantearle su interlocutor. Éste, con la cabeza hundida entre los hombros y pegada al papel, pasaba hacia adelante y hacia atrás, las páginas del CV, como si estuviera buscando algo que no encontraba. Una y otra vez, en completo silencio, parecía que se abanicaba con los folios y todo ello, sin levantar la mirada del papel. Mientras, Rafa, esperaba que el individuo le pusiera en antecedentes sobre el puesto, el perfil, los requisitos, el cliente y demás aspectos típicos en una entrevista de trabajo. Y mientras Rafa esperaba en silencio, el gordo no hacía otra cosa que pasar los folios como si los quisiera despegar unos de otros. Finalmente, y siempre sin levantar la cabeza de los papeles, el gordo habló:

-¿Cuánto quieres ganar?

La pregunta, además de impertinente, era inoportuna. No es así como se debería iniciar una entrevista, pensó Rafa. El salario es un concepto que va acorde con los conocimientos, experiencia y categoría del candidato y su idoneidad para el puesto que se ofrece. Otra cosa, sería una subasta o una lotería a ver si aciertas con la cifra adecuada. Rafa, no sabía de qué estaban hablando, así es que se limitó a responder a una pregunta estúpida.

-Con veinte millones de pesetas, me conformaría.

El gordo, sin levantar su mirada de los papeles, apuntó con un lápiz 

20.000.000 ptas.  Al tiempo que volvió a preguntar.

-¿Es eso lo que ganabas en tu anterior trabajo?

Otra impertinencia. Ni a él ni a nadie, le importaba el salario anterior 

y a Rafa, ya le había tocado las narices suficientemente.

-Lo que yo gane en mi trabajo, es asunto entre mi empresa, Hacienda y yo. Tú me has preguntado cuánto quiero ganar, sin especificar el tipo de trabajo, los requisitos ni nada por el estilo. Y yo, me limito a responderte.

-Pues es que la chica que ha estado antes, me ha pedido 7 millones.

-Tendrá menos experiencia que yo o será menos exigente- respondió Rafa convencido de que había sido una pérdida de tiempo y de gasolina haber acudido a semejante oferta de empleo.

Evidentemente, nunca volvió a saber de ellos.

lunes, febrero 10, 2025

El misterio de la llave escondida.

Tenemos vecinos nuevos desde hace unos tres meses o así. Los anteriores han estado como unos siete años y el único contacto que hemos tenido con ellos ha sido cuando coincidíamos en el garaje. Los nuevos vienen desde Carolina del Norte, EE.UU. Pero su procedencia no es lo único llamativo.

Es una pareja joven con dos hijos adolescentes. Al menos eso es lo que nos dijeron cuando los conocimos justo antes de convertirse en vecinos. Lo cierto es que no hemos visto a los hijos. Supongo que se han debido quedar en USA hasta finalizar los estudios. Y, de hecho, tampoco hemos vuelto a ver al hombre. Tan sólo lo hemos visto el día que les enseñaron el piso los de la inmobiliaria junto con nuestra amiga la dueña, antes de firmar el contrato de alquiler. A la que más hemos visto ha sido a ella, a la mujer.

A pesar de ser originaria de un estado sureño tiene un marcadísimo acento neoyorquino, confirmado por ella misma. O sea, que cuando se embala hablando, cazo una de cada diez.

Cuando los conocimos preguntamos como algo natural a qué se dedicaban. Parecía que era una pregunta lógica teniendo en cuenta que cuando la gente se muda, de algo tiene que vivir y si encima te cambias de Continente, pues la pregunta era casi obligada. Nos dijeron que trabajaban por internet, una respuesta que está muy de moda. Más adelante, cuando hemos desarrollado una cierta relación de vecindad, nos ha contado que se dedican a enseñar la biblia por internet.

Creo que era un viernes por la tarde cuando de repente nos llaman a la puerta. Y digo bien: la puerta, porque no tocaron al timbre. Eso es algo inusual por estos pagos. Tal es la paz y el sosiego que disfrutamos. Era nuestra vecina. A duras penas entendimos que su marido se había quedado encerrado en el ascensor, pero que había conseguido salir de él bajando de nuevo hasta el garaje y subiendo a pie por la escalera. Lógicamente había que informar para que vinieran a arreglarlo y eso es lo que hicimos.

Unos días más tarde volvió a subir nuestra vecina y estuvo hablando con mi mujer. Decía que ella, en EE.UU. no estaba acostumbrada a usar una llave normal y corriente para abrir la puerta de la calle; que usaba una apertura inteligente y por no estar acostumbrada, tenía miedo de perder la llave. Con el fin de evitar posibles problemas, quería disponer de un sitio donde tener una llave de repuesto por si ocurría algo indeseable.

Mientras el piso no estuvo alquilado nosotros siempre hemos tenido una llave de nuestra amiga y vecina, la propietaria. De vez en cuando llamaba a mi mujer y le decía que iba a ir la chica de la limpieza o que bajara a comprobar tal cosa. Por eso, en este caso, mi mujer le ofreció a nuestra nueva vecina americana la posibilidad de tener una copia en casa. La respuesta fue que no. Entonces, preguntó si podría poner una copia de su llave debajo de alguna de las macetas que tenemos en el rellano de la escalera, a lo que mi mujer le dijo que la señora de la limpieza movía las macetas y que no parecía una buena idea, pero que, si se empeñaba, podía introducir la llave dentro de la maceta.

A mi mujer tampoco le pareció una buena idea. La llave con la humedad y con los riegos, no creía que le viniera bien estar enterrada, pero como parecía tener un antojo, pues así lo acordaron.

Todo parecía normal hasta hace unos días.

En mitad de la noche oigo que tocan el timbre de la puerta. Y aunque a mí no me despierta ni un terremoto, en este caso sí que me desperté. A esas horas de la madrugada – todavía no sabía la hora – no soy capaz de andar y mascar chicle al tiempo, pero algo me decía que había algo raro. Me levanté y fui a mirar por la mirilla para ver de qué se trataba. No sabía si era algún ladrón intentando el más difícil todavía, un vecino alcoholizado que se hubiera confundido de bloque, de piso y de puerta o qué.

Entre el sueño que tenía, que todavía tenía el corazón a cien pulsaciones y la poca luz que había, por la mirilla me pareció ver a una mujer. No estaba de cara a la puerta, cosa que sería lo normal si acabas de usar el timbre, o sea, que no le vi la cara. Me pareció que estaba sentada en la escalera o agachada, pero en cualquier caso estaba de espaldas. Me dispuse a abrir la puerta, pero antes me puse el albornoz del baño. Y al abrir la puerta no había nadie. Y lo más extraño es que tampoco escuché ningún ruido. Ni los pasos de nadie subiendo o bajando la escalera, ni una puerta que se cierra. Nada.

Todavía seguía aturdido y fue por curiosidad a la cocina. El reloj marcaba las 5.30 de la madrugada. Volví a colgar el albornoz en su sitio, me metí en la cama y volví a perder el conocimiento.

A la mañana siguiente se lo comenté a mi mujer que no se enteró de nada. Ni del timbre, ni de abrir la puerta, ni nada de nada. Pensando en ello, se nos ocurrió que por algún motivo era la vecina que no encontraba su llave en la maceta convenida. Entonces, mi mujer, que es la que sabe de qué maceta se trata, fue a ver si estaba la llave. Y la llave no estaba. Y a partir de ese momento no he parado de darle vueltas al tema y cada vez me surgen más preguntas sin una respuesta lógica.

Si de verdad era la vecina - y no tenemos motivos para pensar que no -, ¿qué hacía a las 5.30 de la mañana llamando a casa?

Si llamas a una casa a esas horas, al menos debes ser consciente de que no te van a abrir en 30 segundos. Tendrías que dar un poco de tiempo, al menos, para que se vistan y abran la puerta en condiciones.

La única razón por la que podría llamar a una hora tan intempestiva era porque había perdido su llave y necesitaba la copia escondida. Pero si ya sabía dónde la había guardado, ¿para qué llama?

Suponiendo que hubiera tenido que recuperar la llave escondida, lo suyo sería que después de usarla la hubiera devuelto a su escondite. Sin embargo, salvo que haya escondido la llave en otra maceta, no está en la que se guardó la primera vez.

Lo normal, creo yo, sería que al margen de que hayas perdido la llave, hayas tenido que recuperar la copia de seguridad o no, si has llamado a las 5.30 de la madrugada a tu vecino, vayas al día siguiente y le des alguna explicación. Me da igual que la razón tuviera que ver con la llave o que estuviera totalmente cocida, pero decir algo.

No hemos vuelto a tener noticias.

Nuestra única referencia es el coche de alquiler que tienen en el garaje. Así sabemos si están o no.

No sabemos qué ha pasado con la llave.

viernes, febrero 07, 2025

Despedir, pero con clase.

Mamen Gorostiza Ireaparralde era una mujer a las que se suele definir como “con carácter” o de armas tomar.

Su voz grave y profunda junto con el elevado tono que normalmente utilizaba hacía que cualquiera que hablase con ella, tuviera la sensación, no ya de que te estaba abroncando por algo que incluso desconocías, sino que en breve te iba a soltar una yoya. Realmente, intimidaba. Su imagen - desgarbada y poco femenina -, sus uñas inexistentes y unas manos con dedos morcilleros, no ayudaban precisamente a tener de ella una agradable impresión. Como profesional era estricta, perfeccionista y extraordinariamente trabajadora y responsable.

Desde su papel de asistente del máximo director del proyecto debía estar involucrada en el día a día de las diferentes áreas, coordinar y supervisar el desarrollo de las mismas de acuerdo a la estrategia definida, planificar tiempos, recursos, gestionar riesgos y todo lo que un puesto como el suyo implica en un proyecto. O dicho de otra manera, le dedicaba muchas horas a su trabajo y lo hacía por sistema.

Un viernes cualquiera - serían las 21.00 o así - estaba en su mesa de trabajo, cuando se le acerca la máxima responsable del cliente, en el proyecto.

-        ¿Tú qué haces aquí? - le espetó sin anestesia.

-        ¿Perdón? - respondió confundida Mamen.

-        Que ¿qué haces aquí, digo? - repitió insolente la gorda.

-        Estoy organizando el calendario de reuniones para la próxima semana, y la información a recabar y presentar…

La gorda, no la dejó acabar.

-        Que digo que cómo es que sigues aquí?

Mamen no entendía nada. Intentaba explicarle a la gorda y ésta la interrumpía.

-        Esta mañana he hablado con tu empresa y ya les hemos comunicado que no vengas más.

Mamen, no daba crédito a lo que estaba escuchando. Una cosa es que te despidan y otra que además, te escupan.

Recogió sus cosas y se marchó preocupada a su casa, donde la esperaban sus dos hijos a los que tenía que mantener en solitario.

martes, enero 28, 2025

Las guerreras de Germán

El nuevo director general hacía escasamente tres meses que había aterrizado en la empresa. A pesar del tiempo transcurrido la verdad es que era prácticamente un fantasma. Ni siquiera se conocía muy bien su aspecto físico. Sólo se sabía el nombre y que era de origen español, aunque con nacionalidad y pasaporte americano, condición sine qua non para ser elegible para un puesto como el suyo.

Con su nombramiento se quiso reconocer su trabajo realizado en Marketing en Florida y por ello, el puesto de General Manager de la entidad en España se consideraba no sólo un espaldarazo, sino también un importante paso adelante en su ascendente carrera. Además, venía a un mercado en auge, que había superado los últimos años los objetivos marcados y el éxito estaba casi asegurado.

Cuando todos los trabajadores esperaban – casi ansiaban – conocer cuáles iban a ser las grandes líneas maestras a desarrollar, los grandes objetivos por los que trabajarían como grupo cohesionado, la estrategia, en suma, que había diseñado el nuevo virrey de la compañía, todos se llevaron una sorpresa mayúscula cuando empezaron a escuchar por los pasillos sus “andanzas”.

Así, por ejemplo, José Luís, quien según sus propias palabras, vivía en “el Bronx”, con un peculiar uso del lenguaje, salpicado de expresiones y términos en caló, coincidió con el director general en el ascensor un día y mantuvo este extraño e inquietante diálogo:

      - Tú ¿por qué no llevas camisas como nosotros? – preguntó de improviso el director general.

A José Luís, le pilló totalmente desprevenido. Jamás se le habría pasado por la imaginación que alguien abordase en un ascensor un tema como ese y menos a él, que, aunque vivía en el Bronx, siempre cuidaba mucho la imagen. A su estilo, pero siempre procuraba ir maqueado.

      -  ¿Como vosotros? ¿Quiénes? – preguntó atónito.

      -   Pues como nosotros, los directores y gerentes.

El pobre José Luís no sabía si aquello era parte de una broma que se solía gastar en Florida o si de verdad, el mamarracho que tenía a medio metro en el ascensor y que le hablaba con un acento raro y con voz rota, se lo decía en serio.

      -  ¿Y cómo son vuestras camisas? – preguntó con ganas de conocer a ver por dónde salía.

      -  Blancas.

    -  ¡Ah! Bueno, hombre, esta no está mal. Es rosita, pálido – dijo intentando convencerle.

Como el trayecto no dio para más, el jefe se bajó en su planta y José Luís continuó su ascenso, hasta la suya, pellizcándose para comprobar que lo que acababa de vivir era cierto y no un sueño.

A los pocos días se supo que otro compañero, esta vez del departamento de Marketing, tuvo un encuentro en la tercera fase con el extraterrestre del jefe en similares circunstancias y por idéntico motivo. Aunque en esta ocasión, a D. Manuel, - el jefe - le preocupaba que el ancho de las rayas de la camisa que llevaba el interfecto, eran excesivamente grandes. Por ello, ni corto ni perezoso, le envió de vuelta a su casa a que se cambiara de camisa, no sin antes aconsejarle que, a partir de ese momento, procurase que las rayas de las camisas fueran líneas estrechas y no rayas anchas. Cuanto más estrechas, mejor.

Javier, un compañero de departamento de José Luís, y persona extraordinariamente culta, vestía habitualmente con pajarita. Javier, trabajaba en lo que se conocía como “la pecera”, un recinto al que sólo accedía personal autorizado y con tarjeta magnética especial. Por tanto, cualquier visita exterior, estaba tajantemente prohibida, según las normas internas del Departamento de Auditoría de Seguridad. A pesar de tales limitaciones y condicionantes, el director de Personal, le llamó a su despacho para hacerle ver que la empresa vería con buenos ojos que modificara ligeramente su atuendo y cambiara la pajarita por una corbata. Javier, que por entonces estaba rondando los 40, puso cara de póker y a partir de ese día, como si se tratara de un mono de feria, al llegar a su puesto de trabajo, en la pecera, se cambiaba la pajarita por una corbata que guardaba en un cajón.

Este tipo de anécdotas, fueron la comidilla en las máquinas de café, durante las comidas en las cafeterías de la zona, mientras se tomaban una cerveza a la salida del trabajo. Y comenzaron las bromas, las chanzas, los chascarrillos y el cachondeo en general, en relación al extraño personaje que les habían enviado desde Miami para cambiarles, - a ellos, que vivían en un país que imponía moda -, una nueva moda importada probablemente de la Little Habana.

Aunque lo mejor aún estaba por llegar.

Llegados a este punto hay que señalar que, por supuesto, todos los caballeros, del primero al último, vestían correctamente traje y corbata y las damas, iban perfectamente vestidas, como corresponde a una empresa seria. Pero por algún extraño sortilegio, el General Manager de la compañía en España estaba obsesionado con el tema de la indumentaria. Y esa fue la razón por la que hizo llamar a su despacho a Germán Moratalla, el Gerente de un departamento en el que trabajaban unas 40 mujeres.

       -  Germán, te he hecho venir para comentarte algunos cambios que tenemos que introducir en el modo de vestir de tus empleadas.

Germán, de origen colombiano, pero con bastantes años de residencia en España, escuchaba pacientemente la nueva ocurrencia del virrey.

      -  Mira – continuó D. Manuel – las mujeres de esta empresa, tienen que llevar medias todo el año.

      -  D. Manuel, es que aquí en verano, ya verá que hace mucho calor.

     -  En Miami también hace mucho calor y allí las llevan – sentenció el extraterrestre.

   -  Además, deben llevar siempre los hombros tapados; nada de camisetas con tirantes y las faldas, por debajo de la rodilla.

Germán, que conocía el percal, pensó “éste no sabe dónde se está metiendo”, imaginando lo que iba a ocurrir a continuación.

   - Así es que, hazme el favor reúne a tus chicas y las pones al corriente.

Siguiendo sus instrucciones, Germán, aparte de reunir el valor necesario, convocó una reunión en la que, de viva voz, se limitó a transmitir las instrucciones que había recibido del ET venido de Miami. Como cabía esperar, las 40 féminas allí reunidas, muchas de las cuales, eran madres y tenían ya sus añitos de experiencia, montaron un escándalo de padre y muy señor mío. Pero como buenas guerreras, la cosa no quedó en un simple cacareo en la reunión.

A partir del día siguiente por los pasillos de la empresa, nunca se habían visto escotes más vertiginosos, minifaldas más cortas ni tacones tan altos como los que empezaron a llevar las “guerreras de Germán”. Tal fue la mutación que sufrieron, que era frecuente que los caballeros mirasen dos veces a la dama con la que se habían cruzado por el pasillo, con el fin de verificar que esa misma damita era la misma que habían visto en otras ocasiones y que jamás llamó su atención. Las “guerreras de Germán”, por si no había quedado claro, se lo dijeron a él con todo cariño, a sabiendas de que él poco o nada tenía que ver con esas medidas:

-          Germán y si tienes huevos, nos despides.

No se tiene noticias de que ninguna de las guerreras fuera despedida por su vestimenta. Otra cosa era que, a la vuelta de la baja por maternidad, - cuando ocurría tal eventualidad - sistemáticamente, se les enseñaba la puerta de salida.

jueves, enero 23, 2025

Los carritos del súper

Los que ya vamos teniendo una edad todavía nos acordamos del impacto que supuso en la sociedad española la implantación de la idea del súper mercado. Estábamos acostumbrados a ir a las diferentes tiendas del barrio y ser atendidos personalmente por los dependientes o por los dueños, que nos iban sirviendo lo que les pedíamos, pesando en aquellas básculas de precisión discutible.

Las cuentas se reflejaban sobre el papel estraza con el que se envolvía todo y en ocasiones, se recortaba esa cuenta y se entregaba a la señora en prueba de honestidad y profesionalidad. Los embutidos se cortaban a mano. Las legumbres se compraban al peso, no en paquetes. El pollo te lo troceaban delante de ti. El bacalao, amontonado en una pila, se cortaba usando una guillotina dedicada a ello ex profeso. Y las amas de casa, cargaban con las pesadas bolsas hasta el hogar familiar.

Y de repente, apareció el carrito de la compra. Y eso fue el acabose. En ese artilugio podías meter más comida, porque sólo había que tirar de él, no cargar con ello.

Así era el mundo cuando un día, una cadena de super mercados llamada SPAR introdujo una idea que supuso un terremoto social: el concepto de súper mercado. El hecho de comprar cambió radicalmente. Eso de meter en una cesta todo lo que quisieras y pagarlo a la salida, era algo totalmente revolucionario. Y la idea de la cesta estaba directamente relacionada con la bolsa que al principio llevaban las amas de casa. Y también evolucionó, y con el tiempo, se convirtió en un carrito con ruedas.

Las generaciones posteriores ya han crecido con el modelo de super mercado y la asociación con el carrito de la compra y como es natural, piensan que siempre fue así. Hoy en día a nadie en su sano juicio, se le ocurre ir a comprar a un super por modesto que sea y no coge un carrito de esos.

La idea de utilizar un carrito para la compra se la debemos a un señor norteamericano cuyo nombre es Sylvan N. Goldman. Más información, aquí.

Mr. Goldman era propietario de una cadena de supermercados en la década de los 30 del siglo xx. Y se percató de que las señoras dejaban de comprar cuando la bolsa que llevaban se volvía demasiado pesada. ¡Chico listo!

Los carritos, cómo no, también han sufrido sus cambios y modificaciones a lo largo de los años. Al principio eran todos metálicos y para coger uno había que introducir una moneda. Con el uso y el paso del tiempo, esos carritos se terminaban por estropear, sobre todo el rodamiento de las ruedas.

La competencia entre las diferentes cadenas de alimentación ha obligado a ir modificando también el uso de los carritos y su fabricación. Ya nos son metálicos, son de plástico, por lo que su fabricación ahora es más económica. Antes había que depositar una moneda para poder coger uno. Ahora puedes coger el que quieras, pero en muchos casos, tienen un sistema de protección que impide que traspases los límites del super para que no te lo lleves a casa.

Todo son comodidades para el usuario. Ahora tienes dos tamaños: grandes y pequeños. A lo mejor si vives solo, tampoco necesitas un tráiler para hacer la compra y con el carrito pequeño te apañas. Son ligeros, robustos y están a tu disposición siempre que los necesites.

Pero lo que no soporto es que hay gente, cada vez más, que cuando han metido la compra en el coche, no son capaces de devolver el carrito a su sitio. Aunque lo tenga a 2 metros. Y lo peor de todo es que suelen abandonarlo en mitad de una plaza de aparcamiento, con lo que, de paso, estorban. En bastantes ocasiones he tenido que coger uno de esos carritos abandonados en mitad del parking y llevarlo yo de camino a la entrada. Si a mí no me cuesta trabajo no comprendo qué clase de imbécil es el que lo ha dejado por ahí tirado. Parece que cada vez que se lo pones fácil a alguien, se toma la molestia de no respetar a los demás, como si fuera de una casta superior.

Galicia – EPÍLOGO – En busca del neumático perdido

Esta historia del neumático ya se había convertido en una obsesión. Comenzó a dar problemas antes del viaje, así es que, era imposible que fuera un problema de las famosas meigas que ya habíamos dejado atrás hacía mucho. Aunque, si me paro a pensar en las meigas, tal vez se tratara de un último mensaje como advirtiendo “si vuelves ya sabes lo que te espera” o algo así. Tal vez por eso, los problemas comenzaron en el viaje de regreso. De lo que no había ninguna duda,  era que la pérdida de presión aparecía cada vez con más rapidez. O sea, que el agujero, se hacía más y más grande, y los mensajes más y más frecuentes.

Por eso, al día siguiente de llegar a casa, lo primero que hice fue ir a una estación de servicio y proceder con el dichoso neumático. Al menos, intentaba ganar tiempo. Después, llamé a mi seguro para interesarme qué estaba y qué no, cubierto por la póliza. El pinchazo estaba cubierto, pero el montaje y alineación, no. De todas formas, la señorita fue muy amable y me sugirió que llamara a los de asistencia, porque a ella le pasó algo similar y los de asistencia se lo arreglaron sin más problemas. No tenía nada que perder, así es que los llamé.

El hombre después de examinar la banda de rodadura comprobó que el pinchazo no estaba ahí. O sea, que no había pisado un clavo ni nada punzante. La cosa era mucho peor: “el pinchazo está en la parte interior del neumático, en lo que se llama flanco. Y eso, simplemente no tiene arreglo”.


Era preciso sustituirlo por uno nuevo. ¡Y tenía 3 meses!

Tras el dictamen inapelable del experto, sólo tenía una alternativa: NORAUTO. Allí es donde siempre llevo el coche para este tipo de mantenimiento. Además, fue allí donde compré los dos delanteros, uno de los cuales tenía que volver a sustituir.

Me quedaba un último intento, a la desesperada, de ver si había alguna posibilidad de una rebaja o algún tipo de garantía que hiciera que la broma me saliera menos cara. No solamente no había ninguna garantía de ninguna clase, es que el neumático había subido de precio desde el verano. ¡Superb! Y podía darme con un canto en los dientes de que seguían teniendo disponible el mismo modelo, porque de no ser así, debería haber comprado los dos, otra vez, para que ambos fuesen iguales.

Después de encargar el nuevo neumático y de reservar cita para su instalación no quedaba otra más que esperar. Y mientras regresaba a casa, otra vez el mensaje de pérdida de presión. La situación comenzaba a ser algo desesperada. Las cosas no podían continuar así.

Repasamos nuestros compromisos los siguientes 2 o 3 días y no teníamos previsto ningún desplazamiento importante con el coche. Así que la decisión fue la de llamar a los de asistencia para que cambiaran el neumático pocho y colocaran la rueda de repuesto.

Desde hace ya algunos años, las ruedas de repuesto de los coches no son como el quinto neumático, es decir, exactamente igual a los otros 4. He visto ruedas de repuesto que se parecían más a los tubulares de una bici de competición. Al menos, en mi caso, la rueda de repuesto tiene las mismas características que el resto. Tan sólo tiene un llamativo círculo amarillo en la llanta en el que recomiendan no superar los 80kms/h y no usarla por encima de los 100 kilómetros. O sea, algo temporal.

El hombre que vino de la asistencia, además, tuvo el detalle de inflar la rueda y poner la presión adecuada. “Muchas personas la ponen sin más, y al cabo de un rato se encuentran con que se les ha reventado por no tener la presión adecuada”, me aconsejó el buen hombre. Al menos, ya tenía la seguridad de que aguantaría hasta reponer el dañado.

Como ese tema ya estaba en marcha, abordé otro asunto que teníamos pendiente.

Al inicio de nuestro viaje por Portugal camino de Baiona (ver aquí), tuvimos un problema en un control de peaje. Por algún extraño motivo, no podíamos justificar en qué lugar habíamos tomado la autopista y al llegar al control, nos soplaron 40€ como 40 soles, que se correspondían al precio del uso de la misma como si nos hubiéramos recorrido Portugal de Sur a Norte entero. Aquel no era el momento de discutir con la señorita del puesto, pero me quedé con el ticket.

Una vez reinstalados en casa y puesto en marcha el procedimiento más urgente de cambiar el neumático, quedaba intentar solucionar este malentendido.

Buscando por internet me puse en contacto – sin demasiadas esperanzas – con el organismo que pensaba que podría atender mi solicitud. Ellos no eran, pero fueron muy amables y me proporcionaron el email y el teléfono de contacto. No perdía nada por intentarlo. El “no” ya lo tenía.

Les escribí en un aceptable portugués merced a las múltiples herramientas de traducción disponibles. Les expliqué con todo lujo de detalles lo sucedido y nuestra intención de abonar lo que fuera justo, pero que no sabíamos explicar qué y cómo había sucedido. Y que, por tanto, solicitábamos oficialmente le devolución del importe abonado, que nos parecía abusivo e injusto. Sorprendentemente, recibí una respuesta y una buena predisposición para llegar a un acuerdo.

Durante los días siguientes mantuvimos una correspondencia activa, hasta que finalmente y como medida extraordinaria, accedían a devolvernos 30€ de los 40€ que habíamos abonado. La diferencia era el valor correspondiente al trayecto que usamos. Itinerario que me solicitaron en uno de los correos.

Llegado el día N (de neumático) vuelta a NORAUTO y a esperar pacientemente a que terminaran el trabajo y sin dejar de pensar en la pasta que llevaba invertida en neumáticos. Y eso que los traseros no los he cambiado y son los originales.

Después de retirar el coche del taller iba camino de casa cuando de repente …” pérdida de presión en el neumático delantero derecho”. Entonces intenté contar hasta diez mil porque conducir alterado no es una buena decisión, pero durante todo el camino comencé a intentar entender lo que había sucedido. ¿Habían vuelto a colocar la rueda vieja después de pagar una nueva? ¿Era una simple equivocación o un nuevo tipo de estafa? ¿Me habían vendido un neumático que estaba mal de fábrica y encima era más caro que el de 3 meses antes? ¿Habían inflado el neumático con una presión inadecuada? ¿Le habían puesto la presión correcta, pero no habían manipulado el ordenador del coche para informar del hecho? Todas estas cuestiones - y alguna que otra más - me acosaron mientras conducía en dirección a mi objetivo, que era llegar a una estación de servicio.

Al llegar comprobé que la presión que le habían metido tal vez fuera la idónea para un autobús de 50 plazas, pero nada tenía que ver con la que recomienda la SEAT para el vehículo. Ya puestos, lógicamente, revisé los cuatro.

Desde entonces, no he vuelto a ver el maldito mensaje.

Ah, y hace unos días he recibido una transferencia por valor de 30€. Eran los de autopistas de Portugal devolviendo el dinero que admitieron iban a devolver. ¡Gente fantástica los portugueses!

Y colorín colorado, esta pesadilla del neumático chungo, se ha terminado.

domingo, enero 19, 2025

Galicia – Capítulo 9 – Cáceres

La sola idea de bajar a la cafetería del Parador de Santo Estevo a desayunar era motivo más que suficiente para que los jugos gástricos fueran tomando posiciones en el tiempo que transcurre desde que sales de la habitación y recorres los pasillos hasta sentarte a la mesa. En el fondo, si lo piensas bien, tenía algo de erótico.

Era nuestro último desayuno. Desde allí iniciaríamos el viaje de regreso a casa y al igual que en el viaje de ida, hicimos un alto a mitad de camino, ahora también teníamos previsto hacer otro, esta vez en Cáceres.

Mientras desayunaba me di cuenta de que en la puerta de cristal que daba al bosque, había un gato observando muy atentamente el ir y venir de los comensales con toda esa comida en los platos. Los camareros también le habían visto. De hecho, debía ser un espectador fijo. Uno de esos gatos que sobreviven como pueden y éste, esperaba que algún alma caritativa le abriera la puerta de cristal para servirse él mismo.

La verdad es que daban ganas de cometer lo que sin duda era una insensatez. El pobre gato allí, con el frío que hacía fuera, mientras tú estabas cómodamente sentado en un lugar calentito y comiendo a dos carrillos.

El gato, de vez en cuando, se tomaba la molestia de maullar. No se oía nada, porque el murmullo del interior del comedor y la puerta de cristal, lo hacían imposible, pero se le veía abrir la boca, pidiendo algo de comida para él (o ella) y su prole, si la hubiera.

El animal era paciente, insistente. A veces se movía un poco, como para dar a entender que esa figura que estaba sentada no era una estatua, sino un ser vivo de verdad y hambriento. Seguramente pensó, que si se movía llamaría la atención.

Al final, ninguna de sus astutas estratagemas le sirvió de nada. Ni siquiera nadie se atrevió a poner en un plato algo de comida y depositarlo justo al otro lado de la puerta de cristal para que tuviera algo que comer. Aunque, tampoco es descartable, que los de la cocina le proporcionaran – tal vez sin ser conscientes de ello – alguna clase de alimento al tirar la basura.

El gato, al comprobar que, una vez más, de allí no iba a pillar nada, se adentró en el bosque, y se perdió de vista subiendo unos escalones de grandes dimensiones, que conducían a algún lugar desconocido.

Y siguiendo el ejemplo del gato, una vez que terminamos nuestro desayuno debíamos iniciar el viaje de vuelta a casa. Por delante, nos quedaban más de quinientos kilómetros hasta Cáceres.

Todavía no habíamos abandonado territorio gallego y ya nos invadía la morriña. Aun así, nos pusimos en marcha.

No tardamos mucho en comenzar a observar las diferencias entre el verdor del paisaje gallego y los tonos marrones del norte de Castilla y León. Entre los sinuosos caminos sembrados de cultivos y las llanuras interminables.

De repente, a mitad de camino, creo recordar que, por la zona de Puebla de Sanabria, más o menos, en el panel de control de mi coche aparece un mensaje: “pérdida de presión en neumático delantero derecho”. En principio, no suele ser algo preocupante salvo que la pérdida sea brusca y se parezca más a un reventón. (ver en este mismo blog la serie DIARIO DE UN PRINGAO”). Pero en este caso, me preocupaban dos cosas.

La primera era que, ese mismo neumático me dio el mismo mensaje un par de días antes de iniciar el viaje a Galicia. En ese momento me invadió la zozobra porque de tratarse nuevamente, de tener que sustituir el neumático, cabía la posibilidad de tardar unos días en conseguir el mismo modelo…si todavía estaba disponible. Afortunadamente, cuando fui a una estación de servicio y puse la presión a los cuatro neumáticos, el problema se solucionó y hasta ese momento no había tenido noticias.

La segunda preocupación era que, precisamente los dos neumáticos delanteros, los cambié en agosto, - (“ver diario de un pringao”) - es decir, a penas 3 meses antes y me resultaba muy extraño tener ese tipo de problemas tan pronto. De tratarse de un pinchazo o de tener que sustituirlo, y todo ello en mitad de un viaje largo, las cosas se complicarían bastante. De momento, paré en la primera estación de servicio que nos encontramos, le añadí más presión y continuamos sin más incidentes, camino de la capital extremeña.

La idea de escoger Cáceres como campamento intermedio en nuestro camino de vuelta, tenía mucho que ver con el interés por conocer el centro histórico. Yo ya lo conocía, porque había estado hace bastantes años, pero mi mujer no.

Por otra parte, en vez de reservar en el Parador para continuar con la costumbre, elegimos un apartamento. La razón era muy simple: la misma plataforma en la que nosotros ofrecemos nuestro apartamento en Marbella, nos regaló cien euros para una estancia en otro de nuestra elección. Privilegios de ostentar la máxima categoría entre propietarios y más de 50 opiniones excelentes, durante muchos años. Pero nada puede parecer fácil y serlo.

A la hora de la elección del apartamento debíamos tener en cuenta diversos factores. Debía ser céntrico para no tener que movernos con coche en una ciudad, ya de por sí difícil. Lógicamente, debía tener ascensor porque llevábamos equipaje. Y debía tener acceso a un parking lo más cercano posible. Pues bien, al final, sólo había uno que, como en las búsquedas de candidatos para un puesto de trabajo, no encajaba al cien por cien.

Las fotos del apartamento parecían indicar que la categoría de “super host” de su propietario – como nosotros -, parecía bien ganada. Un interior moderno, lujoso y con todas las comodidades.

Sí, pero no.

La primera sorpresa fue su ubicación. Era un piso bajo, porque la tarea de encontrar un apartamento a nuestro gusto y con ascensor, fue estéril. Pero lo peor no fue eso. Lo peor era que estaba situado a escasos 5 metros de la iglesia de Santiago y de sus campanas. En pleno centro de Cáceres, sin duda, pero si llegar hasta allí supuso un reto para el GPS al tener que sortear los cortes de tráfico por obras de algunas vías, lo de aparcar era imposible. Había vehículos aparcados en los lugares más inverosímiles. Yo me preguntaba cómo lo harían para salir de allí. Era como un Tetrix.

Tuvimos bastante suerte, porque justo enfrente de la puerta del apartamento, había una zona colindante con los muros de la iglesia, perfectamente señalizada como “prohibido aparcar”, donde varios vehículos ocupaban una plaza dejando un hueco para nosotros. De no ser así, de no haber encontrado este milagro, habríamos tenido que impedir la circulación si nos hubiéramos detenido a bajar el equipaje. La calle, estrecha y empedrada, no permitía detenerse un momento.

A sabiendas de que el coche estaba mal aparcado, nuestra idea era dejar cuanto antes el equipaje en el apartamento y a continuación, dirigirnos a un parking donde el propietario tenía reservada una plaza. Plaza, que por supuesto, había que abonar aparte.

El primer problema fue que, a pesar de teclear el código de apertura de la puerta del apartamento, ésta no se abría. Se escuchaba un leve clic, como si se fuera a abrir, pero no pasaba del amago. Lo intentamos varias veces y a punto estuvimos de llamar al propietario para ver si en la distancia podía hacer algo. Lo de mi preocupación por tener el coche mal aparcado no era tal, porque lo estaba viendo a tres metros de donde estábamos. En uno de estos innumerables intentos por conseguir abrir la puerta, finalmente y por insistencia, cedió y se abrió.

Al entrar fue cuando nos desencantamos. Las fotos se correspondían con lo que veíamos, pero el espíritu, la sensación y el primer impacto, no.

Era una única estancia en la que se incluían el dormitorio, con una cama de matrimonio con un colchón infernal; un espacio dedicado a salón con un sofá, una mesa baja delante, inapropiada para comer; enfrente del sofá una televisión y a la derecha una cocina minimalista, en la que, a modo de “extra” el propietario había dispuesto una cafetera con 2 cápsulas. Detrás de la cama de matrimonio y subiendo un par de escalones, un baño con ducha de dimensiones justas para que pudiera entrar mi cabeza.

El techo abovedado estaba a cinco metros de altura y aunque el propietario había realizado una importante inversión económica al intentar convertir esa cueva en algo habitable, todavía se veían los ladrillos al más puro estilo mudéjar, época ena la que probablemente se excavó la cueva. La única entrada de luz natural era una ventana con barrotes que daba a la calle. Las contraventanas de madera en el interior constituían la única salvaguarda de la intimidad de las miradas de los peatones que circulasen por la acera.

Aunque la nevera de tamaño Barbie tenía un congelador, lo cierto es que la puerta del mismo no se podía abrir. Lo impedía la puerta de la nevera que topaba con la pared. Cuestión de espacio o, mejor dicho, de falta de él. Tampoco fuimos capaces de descubrir dónde se podría enchufar la cafetera.

Dicen que no hay una segunda oportunidad para una primera impresión. Y no habíamos hecho nada más que llegar. Después de haber disfrutado de los Paradores Nacionales y sobre todo del de Santo Estevo, aterrizar en aquella mazmorra reconvertida en supuesto apartamento de lujo, como rezaba el anuncio, era demasiado fuerte para digerir. Aunque, en realidad, todavía nos quedaba la segunda parte.

Con la dirección del parking a buen recaudo, salimos por la puerta y nos encomendamos al buen hacer del GPS. Nuevamente tuvimos que solventar el problema de alguna calle cortada al tráfico, pero después de dar una vuelta que me pareció como la M-30 entera, conseguimos llegar al parking. Y allí empezó otra aventura surrealista.

Tras obtener el ticket preceptivo nos encontramos con el vigilante y le preguntamos por la plaza de aparcamiento correspondiente al propietario de la cueva.

    - ¿Tienen ustedes la ficha azul?

Así, a bote pronto, parecía una de esas preguntas de un concurso de televisión en el que el participante, totalmente sorprendido, responde “paso palabra” o solicita un comodín. El que sea. Y algo parecido fue lo que hice yo.

    - ¿Ficha azul? Yo sólo tengo el ticket este – le dije inocentemente.

    - La plaza en la que usted quiere aparcar es privada.

   - Lo sé. Hemos alquilado el apartamento del propietario y él nos ha dado esta dirección.

   - Pues en ese caso, debe haberles dado una ficha azul. Sin la ficha, no pueden usar la plaza.

Yo estaba desconcertado y en medio de una conversación kafkiana con un vigilante de un parking.

   - Vale. Como no tenemos la ficha azul, dígame dónde puedo aparcar en otro sitio y ya lo solucionaremos con el propietario.

   -  Imposible, señor. No hay plazas disponibles.

Al parecer, estábamos en un callejón sin salida. La única alternativa era regresar a la cueva y ver si en alguna parte había una maldita ficha azul. Si no, teníamos un problema.

El buen hombre nos permitió salir del parking sin abonar nada. Según parece, se conceden unos minutos de cortesía en estos casos. Regresamos a la cueva.

En esta ocasión ya no tuvimos tanta suerte como cuando llegamos, que encontramos una plaza justo delante de la puerta en la zona de “prohibido aparcar”. Ahora, no tenía más remedio que dejar el coche en doble fila, permitiendo que otro circulara. Y no fue fácil.

Volvimos a teclear el maldito código de la puerta, que de tantas veces como lo habíamos introducido lo sabíamos de memoria. De nuevo se escuchaba un débil clic, pero la puerta no se abría. Tras varios intentos – al parecer el sistema se rendía por reincidencia – conseguimos entrar. A medio metro de la puerta de entrada había una repisa en la que el dueño había colocado algunas tarjetas de visita, un calendario ultramoderno y en medio, allí sola, sin ninguna nota que lo explicara, estaba la puta ficha azul de los huevos.

Por segunda vez en el transcurso de unos pocos minutos, el GPS nos llevó por la circunvalación de Cáceres para realizar un trayecto que, según dice el Google Maps, se tarda unos 7 minutos andando. Encontramos el parking más rápidamente que la vez anterior y con nuestra ficha azul entramos en él, con las bendiciones del vigilante, a quien le pregunté por dónde estaba la plaza que buscaba. “Por allí”, respondió sin ningún entusiasmo al tiempo que movía su brazo en un gesto espasmódico indicando una dirección absolutamente indefinida.

No fue sencillo encontrar la maldita plaza en un lugar oscuro, desconocido y sin una indicación que orientara sobre los números de las plazas. Mi mujer se bajó del coche para ver los números escritos en el suelo y yo hacía lo propio desde mi asiento. Pero finalmente lo conseguimos. Estábamos a punto de descubrir que las cosas siempre se pueden complicar más, de acuerdo a las leyes de Murphy.

Al salir del parking intentamos que el GPS nos guiara hasta nuestra nueva casa. Habíamos dado tantas vueltas con el coche, que todas las calles nos sonaban familiares. Nos pusimos a andar en dirección a lo que nosotros consideramos que era la buena dirección, pero nos equivocamos. El GPS del móvil no hacía más que dar vueltas y nosotros, más que él. Llevábamos andando más de quince minutos y a pesar de que la noche era fría, habíamos andado tanto que yo estaba sudando.

Como era evidente que nos habíamos perdido, a pesar de nuestros móviles, decidimos preguntar a una pareja.

     - Lo sentimos mucho, pero es que no somos de aquí.

Vaya. Mala suerte. Unos metros más allá lo intentamos con otra pareja.

     - Lo sentimos. No somos de aquí.

Una cosa estaba clara: Cáceres es un lugar donde hay mucho turista.

Quien la sigue la consigue. A la tercera fue la vencida.

     - Tomen esa calle de allí y sigan hasta el final. No tiene pérdida.

Mientras íbamos por aquellas calles mal empedradas, mi mujer se torció el tobillo. Afortunadamente, no fue demasiado, pero esas cosas duelen. Al cabo de un minuto estaba en condiciones de continuar, pero antes de llegar a casa, volvió a torcerse el tobillo. El estado de eso que llaman aceras era el origen de tanto esguince.

Conseguimos llegar a casa. Estábamos cansados del viaje en coche y decepcionados por el apartamento y las condiciones en general. Fue entonces cuando decidimos cambiar los planes del día siguiente.

Nuestro plan inicial consistía en visitar el centro histórico, comer en algún sitio y abandonar el apartamento después, previo pacto acordado con el dueño, y regresar a casa. Pero dadas las circunstancias, la decepción y el riesgo cierto de que finalmente mi mujer (o yo) termináramos con un esguince de tobillo de grado 1, decidimos que lo que haríamos sería buscar un sitio para desayunar, porque en casa, aparte de las dos escasas cápsulas para el café, no teníamos un enchufe a la vista para poder enchufar la cafetera, no teníamos leche, ni nada para comer. Así es que no teníamos muchas alternativas. Después, cogeríamos el coche (si no nos perdíamos), meteríamos las maletas y saldríamos de allí pitando.

Sentados en mitad de aquel espacio cutre con aspiraciones de ser un loft, decidimos estar allí el menor tiempo posible y teniendo en cuenta que la Plaza Mayor no estaba lejos, elegimos un restaurante para cenar.

En la información de la web del restaurante indicaba que abría a las 20.00. Nos ceñimos al horario y andando con extremo cuidado no fuera que mi mujer se volviera a torcer el tobillo, llegamos poco después de esa hora y sin incidentes al lugar elegido.

Los soportales de la Plaza Mayor son una sucesión interminable de bares, mesones, restaurantes, de todas las categorías. Los hay que son los indicados para tomarse una cerveza de pie y los hay que colocan mesas en sus terrazas, con manteles de tela y servilletas de verdad.

Llegamos al restaurante que habíamos elegido. La señorita que nos atendió nos indicó una mesa en el exterior. La terraza estaba vacía. La verdad es que con la noche que hacía, fresca y al aire libre, no me pareció la mejor idea, pero ella, en previsión de inconvenientes, nos sentó justo al lado de una estufa de gas.

Al mismo tiempo que nos acomodábamos y comprobábamos que la estufa hacía su función, le pedimos un par de copas de vino mientras mirábamos la carta. Cuando nos trajo las bebidas con una tapa, le dije que nos tomara nota de la cena y ahí fue cuando me volví a quedar desorientado.

    - Disculpe, señor. Es que el cocinero no viene hasta las 20.45.

   - Pero en la información en la web dice que la cocina se abre a las 20.00.

    - Lo siento. El cocinero viene a esa hora. Mientras tanto les puedo traer algo frío.

Pues a lo hecho, pecho. Si su excelencia el cocinero no venía hasta las 20.45, quiere decirse que hasta pasadas las 21.00 no vamos a hincar el diente a nada caliente, ni siquiera tibio. O sea, que vamos a estar una hora esperando a cenar algo, al aire libre, y nos podemos dar con un canto en los dientes que estamos cerca de la estufa.

Conseguimos cenar después de todo. Al pagar la cuenta le preguntamos al camarero que nos aconsejara un sitio donde poder desayunar temprano a la mañana siguiente. No queríamos encontrarnos con un problema similar y tener que esperar hasta mediodía, sólo porque el supuesto camarero no llegaba hasta esa hora.

El hombre fue muy amable y nos aconsejó uno que estaba a la espalda de la Plaza Mayor.

    -  Ahí es donde desayunamos mi jefe y yo – nos dijo certificando que esos madrugaban.

Después de cenar, lo normal habría sido dar una vuelta por los alrededores y ver si podíamos tomar una copa o algo, pero la verdad es que no teníamos ni el cuerpo ni el espíritu para más juergas, y poniendo extremo cuidado en dónde poníamos los pies, regresamos a la cueva.

A la mañana siguiente nos levantamos temprano. Habíamos puesto el despertador, pero, por si acaso, nuestro vecino, el campanero de la iglesia de Santiago el Mayor, se encargó de despertarnos a todos a las 8 de la mañana. Teníamos por delante quinientos kilómetros y ganas de llegar a casa.

Con luz diurna se ve mucho mejor el empedrado del suelo y puedes andar con algo más de seguridad sin temor a terminar en urgencias de un hospital. Conseguimos llegar hasta el bar que el camarero de la noche anterior nos aconsejó. Era un local pequeño, en una calle estrecha. Pedimos un café con churros y nos costó 8 euros con algo de propina.

De allí regresamos al apartamento para terminar de hacer la maleta y recoger todo. Sólo nos quedaba ir a buscar el coche al parking, traerlo hasta la puerta, meter el equipaje, dejar la maldita ficha azul del parking en la repisa de la entrada, cerrar la puerta y olvidarnos para siempre de aquel maldito lugar. Abandonamos con gusto aquel lugar y sacamos nuestras propias conclusiones para un futuro.

Durante el viaje y todavía en territorio de Extremadura, volvió a aparecer el mensaje de “pérdida de presión en el neumático delantero derecho”. Y eso me preocupó y mucho.

Para empezar, eso indicaba que algo iba mal, muy mal, en el neumático. Todo apuntaba a que era un pinchazo. En caso de que se confirmara la pésima noticia tendría que colocar la rueda de repuesto, y con ella la velocidad máxima aconsejable era de 80 kms/hora.

Por otra parte, no se veía ninguna gasolinera cerca. Desconocía el grado de pérdida del neumático y la velocidad a la lo hacía. Tenía miedo de que, al no encontrar una estación de servicio pronto, tal vez, podría perder todo el aire y la llanta destrozaría la goma, con lo que volveríamos a tener que usar la de repuesto.

Circulaba a una velocidad más que prudente en previsión de una pérdida brusca y repentina de la presión. Finalmente, encontré una estación de servicio y repetí la operación de inflar el neumático. Pero, aun así, la inquietud ya no me abandonó hasta llegar a casa.

Continuamos nuestro viaje con destino Sevilla sin más incidentes reseñables. Paramos a hacer un descanso, tomar un café y repostar gasolina. Y llegamos a Sevilla.

Para mí, personalmente, atravesar la capital andaluza es lo más parecido a un dolor de muelas. Da igual que lleves GPS y las indicaciones de la vía. La densidad de tráfico y algunos desvíos pensados para locos del volante, hacen que en más de una ocasión tengas que dar más de un rodeo porque has perdido la salida establecida, so pena de atravesar en diagonal todos los carriles con el consiguiente riesgo de provocar accidentes. ¡De locos!

Después de todo, encontramos el desvío que señalaba a Málaga y di gracias a los hados de que no hubiera tenido más problemas con el neumático dichoso.

Cuando estábamos llegando al garaje, el contador parcial que había colocado a 0 antes del viaje marcaba 3.200 kms. A continuación, volvió a aparecer en la pantalla el mensaje de “pérdida de presión neumático delantero derecho”.

Por razones evidentes, no hay fotos.

(Continuará)

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