domingo, enero 19, 2025

Galicia – Capítulo 9 – Cáceres

La sola idea de bajar a la cafetería del Parador de Santo Estevo a desayunar era motivo más que suficiente para que los jugos gástricos fueran tomando posiciones en el tiempo que transcurre desde que sales de la habitación y recorres los pasillos hasta sentarte a la mesa. En el fondo, si lo piensas bien, tenía algo de erótico.

Era nuestro último desayuno. Desde allí iniciaríamos el viaje de regreso a casa y al igual que en el viaje de ida, hicimos un alto a mitad de camino, ahora también teníamos previsto hacer otro, esta vez en Cáceres.

Mientras desayunaba me di cuenta de que en la puerta de cristal que daba al bosque, había un gato observando muy atentamente el ir y venir de los comensales con toda esa comida en los platos. Los camareros también le habían visto. De hecho, debía ser un espectador fijo. Uno de esos gatos que sobreviven como pueden y éste, esperaba que algún alma caritativa le abriera la puerta de cristal para servirse él mismo.

La verdad es que daban ganas de cometer lo que sin duda era una insensatez. El pobre gato allí, con el frío que hacía fuera, mientras tú estabas cómodamente sentado en un lugar calentito y comiendo a dos carrillos.

El gato, de vez en cuando, se tomaba la molestia de maullar. No se oía nada, porque el murmullo del interior del comedor y la puerta de cristal, lo hacían imposible, pero se le veía abrir la boca, pidiendo algo de comida para él (o ella) y su prole, si la hubiera.

El animal era paciente, insistente. A veces se movía un poco, como para dar a entender que esa figura que estaba sentada no era una estatua, sino un ser vivo de verdad y hambriento. Seguramente pensó, que si se movía llamaría la atención.

Al final, ninguna de sus astutas estratagemas le sirvió de nada. Ni siquiera nadie se atrevió a poner en un plato algo de comida y depositarlo justo al otro lado de la puerta de cristal para que tuviera algo que comer. Aunque, tampoco es descartable, que los de la cocina le proporcionaran – tal vez sin ser conscientes de ello – alguna clase de alimento al tirar la basura.

El gato, al comprobar que, una vez más, de allí no iba a pillar nada, se adentró en el bosque, y se perdió de vista subiendo unos escalones de grandes dimensiones, que conducían a algún lugar desconocido.

Y siguiendo el ejemplo del gato, una vez que terminamos nuestro desayuno debíamos iniciar el viaje de vuelta a casa. Por delante, nos quedaban más de quinientos kilómetros hasta Cáceres.

Todavía no habíamos abandonado territorio gallego y ya nos invadía la morriña. Aun así, nos pusimos en marcha.

No tardamos mucho en comenzar a observar las diferencias entre el verdor del paisaje gallego y los tonos marrones del norte de Castilla y León. Entre los sinuosos caminos sembrados de cultivos y las llanuras interminables.

De repente, a mitad de camino, creo recordar que, por la zona de Puebla de Sanabria, más o menos, en el panel de control de mi coche aparece un mensaje: “pérdida de presión en neumático delantero derecho”. En principio, no suele ser algo preocupante salvo que la pérdida sea brusca y se parezca más a un reventón. (ver en este mismo blog la serie DIARIO DE UN PRINGAO”). Pero en este caso, me preocupaban dos cosas.

La primera era que, ese mismo neumático me dio el mismo mensaje un par de días antes de iniciar el viaje a Galicia. En ese momento me invadió la zozobra porque de tratarse nuevamente, de tener que sustituir el neumático, cabía la posibilidad de tardar unos días en conseguir el mismo modelo…si todavía estaba disponible. Afortunadamente, cuando fui a una estación de servicio y puse la presión a los cuatro neumáticos, el problema se solucionó y hasta ese momento no había tenido noticias.

La segunda preocupación era que, precisamente los dos neumáticos delanteros, los cambié en agosto, - (“ver diario de un pringao”) - es decir, a penas 3 meses antes y me resultaba muy extraño tener ese tipo de problemas tan pronto. De tratarse de un pinchazo o de tener que sustituirlo, y todo ello en mitad de un viaje largo, las cosas se complicarían bastante. De momento, paré en la primera estación de servicio que nos encontramos, le añadí más presión y continuamos sin más incidentes, camino de la capital extremeña.

La idea de escoger Cáceres como campamento intermedio en nuestro camino de vuelta, tenía mucho que ver con el interés por conocer el centro histórico. Yo ya lo conocía, porque había estado hace bastantes años, pero mi mujer no.

Por otra parte, en vez de reservar en el Parador para continuar con la costumbre, elegimos un apartamento. La razón era muy simple: la misma plataforma en la que nosotros ofrecemos nuestro apartamento en Marbella, nos regaló cien euros para una estancia en otro de nuestra elección. Privilegios de ostentar la máxima categoría entre propietarios y más de 50 opiniones excelentes, durante muchos años. Pero nada puede parecer fácil y serlo.

A la hora de la elección del apartamento debíamos tener en cuenta diversos factores. Debía ser céntrico para no tener que movernos con coche en una ciudad, ya de por sí difícil. Lógicamente, debía tener ascensor porque llevábamos equipaje. Y debía tener acceso a un parking lo más cercano posible. Pues bien, al final, sólo había uno que, como en las búsquedas de candidatos para un puesto de trabajo, no encajaba al cien por cien.

Las fotos del apartamento parecían indicar que la categoría de “super host” de su propietario – como nosotros -, parecía bien ganada. Un interior moderno, lujoso y con todas las comodidades.

Sí, pero no.

La primera sorpresa fue su ubicación. Era un piso bajo, porque la tarea de encontrar un apartamento a nuestro gusto y con ascensor, fue estéril. Pero lo peor no fue eso. Lo peor era que estaba situado a escasos 5 metros de la iglesia de Santiago y de sus campanas. En pleno centro de Cáceres, sin duda, pero si llegar hasta allí supuso un reto para el GPS al tener que sortear los cortes de tráfico por obras de algunas vías, lo de aparcar era imposible. Había vehículos aparcados en los lugares más inverosímiles. Yo me preguntaba cómo lo harían para salir de allí. Era como un Tetrix.

Tuvimos bastante suerte, porque justo enfrente de la puerta del apartamento, había una zona colindante con los muros de la iglesia, perfectamente señalizada como “prohibido aparcar”, donde varios vehículos ocupaban una plaza dejando un hueco para nosotros. De no ser así, de no haber encontrado este milagro, habríamos tenido que impedir la circulación si nos hubiéramos detenido a bajar el equipaje. La calle, estrecha y empedrada, no permitía detenerse un momento.

A sabiendas de que el coche estaba mal aparcado, nuestra idea era dejar cuanto antes el equipaje en el apartamento y a continuación, dirigirnos a un parking donde el propietario tenía reservada una plaza. Plaza, que por supuesto, había que abonar aparte.

El primer problema fue que, a pesar de teclear el código de apertura de la puerta del apartamento, ésta no se abría. Se escuchaba un leve clic, como si se fuera a abrir, pero no pasaba del amago. Lo intentamos varias veces y a punto estuvimos de llamar al propietario para ver si en la distancia podía hacer algo. Lo de mi preocupación por tener el coche mal aparcado no era tal, porque lo estaba viendo a tres metros de donde estábamos. En uno de estos innumerables intentos por conseguir abrir la puerta, finalmente y por insistencia, cedió y se abrió.

Al entrar fue cuando nos desencantamos. Las fotos se correspondían con lo que veíamos, pero el espíritu, la sensación y el primer impacto, no.

Era una única estancia en la que se incluían el dormitorio, con una cama de matrimonio con un colchón infernal; un espacio dedicado a salón con un sofá, una mesa baja delante, inapropiada para comer; enfrente del sofá una televisión y a la derecha una cocina minimalista, en la que, a modo de “extra” el propietario había dispuesto una cafetera con 2 cápsulas. Detrás de la cama de matrimonio y subiendo un par de escalones, un baño con ducha de dimensiones justas para que pudiera entrar mi cabeza.

El techo abovedado estaba a cinco metros de altura y aunque el propietario había realizado una importante inversión económica al intentar convertir esa cueva en algo habitable, todavía se veían los ladrillos al más puro estilo mudéjar, época ena la que probablemente se excavó la cueva. La única entrada de luz natural era una ventana con barrotes que daba a la calle. Las contraventanas de madera en el interior constituían la única salvaguarda de la intimidad de las miradas de los peatones que circulasen por la acera.

Aunque la nevera de tamaño Barbie tenía un congelador, lo cierto es que la puerta del mismo no se podía abrir. Lo impedía la puerta de la nevera que topaba con la pared. Cuestión de espacio o, mejor dicho, de falta de él. Tampoco fuimos capaces de descubrir dónde se podría enchufar la cafetera.

Dicen que no hay una segunda oportunidad para una primera impresión. Y no habíamos hecho nada más que llegar. Después de haber disfrutado de los Paradores Nacionales y sobre todo del de Santo Estevo, aterrizar en aquella mazmorra reconvertida en supuesto apartamento de lujo, como rezaba el anuncio, era demasiado fuerte para digerir. Aunque, en realidad, todavía nos quedaba la segunda parte.

Con la dirección del parking a buen recaudo, salimos por la puerta y nos encomendamos al buen hacer del GPS. Nuevamente tuvimos que solventar el problema de alguna calle cortada al tráfico, pero después de dar una vuelta que me pareció como la M-30 entera, conseguimos llegar al parking. Y allí empezó otra aventura surrealista.

Tras obtener el ticket preceptivo nos encontramos con el vigilante y le preguntamos por la plaza de aparcamiento correspondiente al propietario de la cueva.

    - ¿Tienen ustedes la ficha azul?

Así, a bote pronto, parecía una de esas preguntas de un concurso de televisión en el que el participante, totalmente sorprendido, responde “paso palabra” o solicita un comodín. El que sea. Y algo parecido fue lo que hice yo.

    - ¿Ficha azul? Yo sólo tengo el ticket este – le dije inocentemente.

    - La plaza en la que usted quiere aparcar es privada.

   - Lo sé. Hemos alquilado el apartamento del propietario y él nos ha dado esta dirección.

   - Pues en ese caso, debe haberles dado una ficha azul. Sin la ficha, no pueden usar la plaza.

Yo estaba desconcertado y en medio de una conversación kafkiana con un vigilante de un parking.

   - Vale. Como no tenemos la ficha azul, dígame dónde puedo aparcar en otro sitio y ya lo solucionaremos con el propietario.

   -  Imposible, señor. No hay plazas disponibles.

Al parecer, estábamos en un callejón sin salida. La única alternativa era regresar a la cueva y ver si en alguna parte había una maldita ficha azul. Si no, teníamos un problema.

El buen hombre nos permitió salir del parking sin abonar nada. Según parece, se conceden unos minutos de cortesía en estos casos. Regresamos a la cueva.

En esta ocasión ya no tuvimos tanta suerte como cuando llegamos, que encontramos una plaza justo delante de la puerta en la zona de “prohibido aparcar”. Ahora, no tenía más remedio que dejar el coche en doble fila, permitiendo que otro circulara. Y no fue fácil.

Volvimos a teclear el maldito código de la puerta, que de tantas veces como lo habíamos introducido lo sabíamos de memoria. De nuevo se escuchaba un débil clic, pero la puerta no se abría. Tras varios intentos – al parecer el sistema se rendía por reincidencia – conseguimos entrar. A medio metro de la puerta de entrada había una repisa en la que el dueño había colocado algunas tarjetas de visita, un calendario ultramoderno y en medio, allí sola, sin ninguna nota que lo explicara, estaba la puta ficha azul de los huevos.

Por segunda vez en el transcurso de unos pocos minutos, el GPS nos llevó por la circunvalación de Cáceres para realizar un trayecto que, según dice el Google Maps, se tarda unos 7 minutos andando. Encontramos el parking más rápidamente que la vez anterior y con nuestra ficha azul entramos en él, con las bendiciones del vigilante, a quien le pregunté por dónde estaba la plaza que buscaba. “Por allí”, respondió sin ningún entusiasmo al tiempo que movía su brazo en un gesto espasmódico indicando una dirección absolutamente indefinida.

No fue sencillo encontrar la maldita plaza en un lugar oscuro, desconocido y sin una indicación que orientara sobre los números de las plazas. Mi mujer se bajó del coche para ver los números escritos en el suelo y yo hacía lo propio desde mi asiento. Pero finalmente lo conseguimos. Estábamos a punto de descubrir que las cosas siempre se pueden complicar más, de acuerdo a las leyes de Murphy.

Al salir del parking intentamos que el GPS nos guiara hasta nuestra nueva casa. Habíamos dado tantas vueltas con el coche, que todas las calles nos sonaban familiares. Nos pusimos a andar en dirección a lo que nosotros consideramos que era la buena dirección, pero nos equivocamos. El GPS del móvil no hacía más que dar vueltas y nosotros, más que él. Llevábamos andando más de quince minutos y a pesar de que la noche era fría, habíamos andado tanto que yo estaba sudando.

Como era evidente que nos habíamos perdido, a pesar de nuestros móviles, decidimos preguntar a una pareja.

     - Lo sentimos mucho, pero es que no somos de aquí.

Vaya. Mala suerte. Unos metros más allá lo intentamos con otra pareja.

     - Lo sentimos. No somos de aquí.

Una cosa estaba clara: Cáceres es un lugar donde hay mucho turista.

Quien la sigue la consigue. A la tercera fue la vencida.

     - Tomen esa calle de allí y sigan hasta el final. No tiene pérdida.

Mientras íbamos por aquellas calles mal empedradas, mi mujer se torció el tobillo. Afortunadamente, no fue demasiado, pero esas cosas duelen. Al cabo de un minuto estaba en condiciones de continuar, pero antes de llegar a casa, volvió a torcerse el tobillo. El estado de eso que llaman aceras era el origen de tanto esguince.

Conseguimos llegar a casa. Estábamos cansados del viaje en coche y decepcionados por el apartamento y las condiciones en general. Fue entonces cuando decidimos cambiar los planes del día siguiente.

Nuestro plan inicial consistía en visitar el centro histórico, comer en algún sitio y abandonar el apartamento después, previo pacto acordado con el dueño, y regresar a casa. Pero dadas las circunstancias, la decepción y el riesgo cierto de que finalmente mi mujer (o yo) termináramos con un esguince de tobillo de grado 1, decidimos que lo que haríamos sería buscar un sitio para desayunar, porque en casa, aparte de las dos escasas cápsulas para el café, no teníamos un enchufe a la vista para poder enchufar la cafetera, no teníamos leche, ni nada para comer. Así es que no teníamos muchas alternativas. Después, cogeríamos el coche (si no nos perdíamos), meteríamos las maletas y saldríamos de allí pitando.

Sentados en mitad de aquel espacio cutre con aspiraciones de ser un loft, decidimos estar allí el menor tiempo posible y teniendo en cuenta que la Plaza Mayor no estaba lejos, elegimos un restaurante para cenar.

En la información de la web del restaurante indicaba que abría a las 20.00. Nos ceñimos al horario y andando con extremo cuidado no fuera que mi mujer se volviera a torcer el tobillo, llegamos poco después de esa hora y sin incidentes al lugar elegido.

Los soportales de la Plaza Mayor son una sucesión interminable de bares, mesones, restaurantes, de todas las categorías. Los hay que son los indicados para tomarse una cerveza de pie y los hay que colocan mesas en sus terrazas, con manteles de tela y servilletas de verdad.

Llegamos al restaurante que habíamos elegido. La señorita que nos atendió nos indicó una mesa en el exterior. La terraza estaba vacía. La verdad es que con la noche que hacía, fresca y al aire libre, no me pareció la mejor idea, pero ella, en previsión de inconvenientes, nos sentó justo al lado de una estufa de gas.

Al mismo tiempo que nos acomodábamos y comprobábamos que la estufa hacía su función, le pedimos un par de copas de vino mientras mirábamos la carta. Cuando nos trajo las bebidas con una tapa, le dije que nos tomara nota de la cena y ahí fue cuando me volví a quedar desorientado.

    - Disculpe, señor. Es que el cocinero no viene hasta las 20.45.

   - Pero en la información en la web dice que la cocina se abre a las 20.00.

    - Lo siento. El cocinero viene a esa hora. Mientras tanto les puedo traer algo frío.

Pues a lo hecho, pecho. Si su excelencia el cocinero no venía hasta las 20.45, quiere decirse que hasta pasadas las 21.00 no vamos a hincar el diente a nada caliente, ni siquiera tibio. O sea, que vamos a estar una hora esperando a cenar algo, al aire libre, y nos podemos dar con un canto en los dientes que estamos cerca de la estufa.

Conseguimos cenar después de todo. Al pagar la cuenta le preguntamos al camarero que nos aconsejara un sitio donde poder desayunar temprano a la mañana siguiente. No queríamos encontrarnos con un problema similar y tener que esperar hasta mediodía, sólo porque el supuesto camarero no llegaba hasta esa hora.

El hombre fue muy amable y nos aconsejó uno que estaba a la espalda de la Plaza Mayor.

    -  Ahí es donde desayunamos mi jefe y yo – nos dijo certificando que esos madrugaban.

Después de cenar, lo normal habría sido dar una vuelta por los alrededores y ver si podíamos tomar una copa o algo, pero la verdad es que no teníamos ni el cuerpo ni el espíritu para más juergas, y poniendo extremo cuidado en dónde poníamos los pies, regresamos a la cueva.

A la mañana siguiente nos levantamos temprano. Habíamos puesto el despertador, pero, por si acaso, nuestro vecino, el campanero de la iglesia de Santiago el Mayor, se encargó de despertarnos a todos a las 8 de la mañana. Teníamos por delante quinientos kilómetros y ganas de llegar a casa.

Con luz diurna se ve mucho mejor el empedrado del suelo y puedes andar con algo más de seguridad sin temor a terminar en urgencias de un hospital. Conseguimos llegar hasta el bar que el camarero de la noche anterior nos aconsejó. Era un local pequeño, en una calle estrecha. Pedimos un café con churros y nos costó 8 euros con algo de propina.

De allí regresamos al apartamento para terminar de hacer la maleta y recoger todo. Sólo nos quedaba ir a buscar el coche al parking, traerlo hasta la puerta, meter el equipaje, dejar la maldita ficha azul del parking en la repisa de la entrada, cerrar la puerta y olvidarnos para siempre de aquel maldito lugar. Abandonamos con gusto aquel lugar y sacamos nuestras propias conclusiones para un futuro.

Durante el viaje y todavía en territorio de Extremadura, volvió a aparecer el mensaje de “pérdida de presión en el neumático delantero derecho”. Y eso me preocupó y mucho.

Para empezar, eso indicaba que algo iba mal, muy mal, en el neumático. Todo apuntaba a que era un pinchazo. En caso de que se confirmara la pésima noticia tendría que colocar la rueda de repuesto, y con ella la velocidad máxima aconsejable era de 80 kms/hora.

Por otra parte, no se veía ninguna gasolinera cerca. Desconocía el grado de pérdida del neumático y la velocidad a la lo hacía. Tenía miedo de que, al no encontrar una estación de servicio pronto, tal vez, podría perder todo el aire y la llanta destrozaría la goma, con lo que volveríamos a tener que usar la de repuesto.

Circulaba a una velocidad más que prudente en previsión de una pérdida brusca y repentina de la presión. Finalmente, encontré una estación de servicio y repetí la operación de inflar el neumático. Pero, aun así, la inquietud ya no me abandonó hasta llegar a casa.

Continuamos nuestro viaje con destino Sevilla sin más incidentes reseñables. Paramos a hacer un descanso, tomar un café y repostar gasolina. Y llegamos a Sevilla.

Para mí, personalmente, atravesar la capital andaluza es lo más parecido a un dolor de muelas. Da igual que lleves GPS y las indicaciones de la vía. La densidad de tráfico y algunos desvíos pensados para locos del volante, hacen que en más de una ocasión tengas que dar más de un rodeo porque has perdido la salida establecida, so pena de atravesar en diagonal todos los carriles con el consiguiente riesgo de provocar accidentes. ¡De locos!

Después de todo, encontramos el desvío que señalaba a Málaga y di gracias a los hados de que no hubiera tenido más problemas con el neumático dichoso.

Cuando estábamos llegando al garaje, el contador parcial que había colocado a 0 antes del viaje marcaba 3.200 kms. A continuación, volvió a aparecer en la pantalla el mensaje de “pérdida de presión neumático delantero derecho”.

Por razones evidentes, no hay fotos.

(Continuará)

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