En realidad, la clave de todo este viaje era estar en Santiago el 24 de noviembre. En base a ese dato, organizamos todo lo demás, lo de antes y lo de después. La razón era que ese día en la catedral se iba a utilizar el botafumeiro. Eso era lo que convertía a esa fecha en fundamental, porque el incensario sólo se usa en días muy señalados y el 24 de noviembre se celebraba la Solemnidad de Cristo Rey.
Nuestra
idea era reservar en el Parador de Santiago, también conocido como Hostal de
los Reyes Católicos, pero lamentablemente, lo estaban reformando. Al parecer,
el paso de los años había dejado huella y era necesario un tiempo de
mantenimiento en profundidad. Así es que, pronto encontramos un hotel muy
céntrico, con un parking muy cercano, con lo que nos facilitaba y mucho la idea
de dejar el coche y movernos a pie por el centro de la ciudad. El hotel – que
recomendamos sin lugar a dudas – se llama HOTEL VIRXE DA CERCA.
Estuvimos
deambulando un poco por allí y por aquí. Cotilleando entre los puestos del
mercado, que estaba a punto de cerrar, comparando precios, calidades y tamaños.
A mi mujer le sorprendió el tamaño de los pollos en comparación con los que
solemos ver por estas latitudes. Esos pollos parecían pavos, tenían un color
amarillo intenso y no paliducho como los que compramos en el Mercadona. Daba la
impresión de que en un hipotético combate entre un pollo gallego y uno de por
aquí, sería como enfrentar al increíble Hulk con Dustin Hoffman.
Después
de realizar un detallado inventario de todos los productos a la venta – carnes,
verduras, quesos, huevos, pescados, etc. – salimos en busca de un sitio donde
tomarnos una cerveza o un vino. Nos costó un poco. A pesar de ser finales de
noviembre, las terrazas de los bares estaban a rebosar, incluso aquellas que
estaban a la sombra y donde – por cierto – corría un biruji nada desdeñable,
que no parecía amedrentar a los parroquianos. Y, además, nosotros queríamos
estar en el interior de alguno. Tuvimos suerte y justo en el momento en que un
grupo abandonaba un local, entramos nosotros y ocupamos una diminuta mesa para
dos. Suficiente para estar sentados y comprobar que en Santiago también hay
ganas de gozar y de disfrutar de la vida y sus placeres, y no son sólo los
estudiantes.
Dado
el desayuno pantagruélico con el que nos habíamos regalado en Cambados, a esas
horas del almuerzo, la verdad, es que no teníamos nada de hambre. Todo lo
contrario de todos los que nos rodeaban que, tras tomarse unas raciones de
cualquier fruslería, se encaminaban a comer en serio. Y ya sabemos lo serios
que se ponen los gallegos cuando de comer se trata. Nada de bromas.
Nosotros, tras la cerveza y el agradable paseo
por los alrededores, preferimos retirarnos a descansar. Aún teníamos unas horas
antes de zambullirnos en una visita a Santiago de la mano de una guía turística
que nos iba a contar todos los secretos desconocidos, y a desvelar algunas
verdades que con el tiempo se habían ido olvidando o convirtiendo en mitos o
leyendas.
No
hay lugar más emblemático en Santiago de Compostela para quedar, que hacerlo en
la Plaza del Obradoiro. Allí estábamos en el lugar señalado y a la hora
indicada, buscando entre la multitud a alguien que llevara un paraguas blanco.
Esa persona sería nuestra guía.
Una
vez que la encontramos, poco a poco, nos fuimos arremolinando a su alrededor.
Al cabo de unos minutos, la guía comenzó a pasar lista. Al tiempo que
identificaba al numeroso grupo, iba repartiendo unos auriculares para que sus
indicaciones llegaran a todos sin problemas y sin vociferar.
A partir de ese momento y durante
las siguientes dos horas, la guía encabezó el numeroso grupo, llevándonos por
la Plaza del Obradoiro, Plaza de la Quintana, Plaza de Platerías, Rúa do Franco,
Alameda, Escultura dos Marías, Facultad Geografía e Historia, Mercado de
Abastos.
La visita resultó mucho más
interesante y amena de lo que yo me había imaginado. También fue una auténtica
paliza física. Al terminar, nos hicimos una foto grupal y fuimos a las oficinas
de la empresa GALICIA EXPERIENCE que es la que organizó el tour.
Después de la visita lo que
debíamos hacer era reponer fuerzas y siguiendo la sugerencia que nos hizo la
misma guía, allí que nos dirigimos a cenar temprano. Nos vendría bien estar
sentados, comer y bebernos una cerveza.
Mientras caminábamos en dirección
al bar, pudimos comprobar que todas las terrazas de todos los bares,
cafeterías, mesones y tabernas que encontramos a nuestro paso, estaban a
rebosar de gente disfrutando, tanto al aire libre como en el interior.
La verdad es que como al mediodía
no habíamos comido nada y nos habíamos metido una paliza de andar por Santiago
de dos horas, pues, teníamos hambre. Tras la cena, seguimos las indicaciones de
Google y conseguimos llegar sanos, salvos y cansados a nuestro hotel. Había
sido un día intenso, que se inició en Cambados.
La mañana siguiente era el gran
día. Es probable que los locales disfruten del espectáculo del botafumeiro con
mucha frecuencia, pero en nuestro caso, sería la primera vez que lo veríamos en
acción. Así es que no voy a negar que estábamos muy ilusionados con la idea.
Después de desayunar en el hotel tuvimos
tiempo de sobra para llegarnos hasta la entrada sur de la catedral, que es la
única por la que se entra a los oficios. Aunque fuimos con bastante tiempo de
antelación, hasta cierto punto nos sorprendió que una parte importante de la
nave ya estaba completa. Aun así, pudimos encontrar sitios de sobra al final de
la nave central, justo de cara al altar mayor.
Algo que me molestó - y mucho- fue
comprobar que, aunque había muchos espacios disponibles, en realidad, estaban
siendo reservados por las personas de alrededor. Algo así como esos que se
ponen en la calle en medio de una plaza de aparcamiento, guardando el sitio
para el conductor. Una costumbre que me saca de quicio.
En realidad, nuestro asiento no era
una mala posición, - junto al pasillo central-, para la toma de imágenes.
Aunque poco después, cuando se inició la ceremonia y se comenzó a usar el
incensario, nos dimos cuenta que lo íbamos a ver bamboleándose de izquierda a
derecha por el crucero y no de adelante a atrás, como habíamos imaginado. Pecado
de novatos, supongo, pero aun así, resultó espectacular, incluso aunque yo
recordaba que el incensario era mucho más grande. Según parece, el original se
lo llevaron de recuerdo los simpáticos soldados de Napoleón cuando pasaron por
allí.
No recuerdo cuando fue la última
vez que asistí a una misa. Probablemente algún funeral, porque la época de las
bodas y comuniones hace tiempo que quedó atrás. Al menos, esta se hizo muy amena
por los cánticos, el botafumeiro y los distintos aspectos de la liturgia de tan
señalada fecha.
Al término de la ceremonia era la
hora del aperitivo y/o comida. Recordamos entonces, la sugerencia que nos hizo
una de las camareras de nuestro hotel, proporcionándonos el nombre de un local
de garantías.
Aunque amenazaba lluvia y el tiempo
era algo ventoso, en realidad todo eran alicientes para entrar en un mesón y
saquearlo hasta salir a gatas del local. No hay nada que siente mejor que tener
un tiempo desapacible mientras dentro del restaurante das buena cuenta de un
cordero o un solomillo de ternera, por ejemplo, y todo ello regado con un buen
Rioja y una hogaza de pan de la comarca. “El pan cambiado y el vino
acostumbrado”, fue un sabio consejo de alguien que supo vivir bien.
Rememoré mis recuerdos de niño,
cuando acudía con mis padres a la misa de los domingos en la Basílica de San
Francisco el Grande, en Madrid. Tras el oficio, procedía tomar el aperitivo en un bar de
la Puerta de Toledo – URVI – y después, ir a casa a comer pollo, que para eso
era domingo y tirábamos la casa por la ventana.
En esta ocasión el proceso a la
salida de misa de la catedral, era muy similar. Tan sólo había que hacer
algunas adaptaciones. Había que cambiar la Basílica de San Francisco el Grande,
por la Catedral de Santiago de Compostela, la compañía de mis padres, por la de
mi mujer y el bar Urvi, en la Puerta de Toledo, por la taberna O Boteco,
situada en la calle donde están todos los establecimientos hosteleros: Rúa do Franco, 31.
Después de saciar nuestras
necesidades más primitivas, al salir a la calle comprobamos que el tiempo
estaba empeorando. El viento era más intenso, más frío. Y el cielo amenazaba
con abrir las puertas de un diluvio. Así es que, guiados por nuestro
inseparable Google y por los conocimientos que íbamos adquiriendo de la ciudad,
nos fuimos a dormir la siesta al hotel.
Nada más llegar a nuestra cómoda
habitación, cálida y perfectamente insonorizada del ruido de la calle tres
pisos más abajo, comenzó a llover. Primero con cierta timidez. Después, con ganas.
Luego la intensidad fue creciendo y un poco más tarde, llovía con fiereza. ¡Qué
agradable es disfrutar de un diluvio cuando tú estás a salvo y seco! Y así
estuvo toda la tarde, y toda la noche, hasta las nueve de la mañana del día
siguiente.
Todo perfecto. Nosotros habíamos
ido a Galicia convencidos de que nos íbamos a ahogar bajo la lluvia y el único
día que realmente llueve de verdad, estamos resguardados en la habitación. No
habría salido mejor de haberlo planeado.
Al día siguiente, en el desayuno,
nos encontramos con la camarera que nos había aconsejado la taberna donde
comimos. Le dijimos que nos había gustado y le comenté el diluvio que había
caído la tarde noche anterior. Su respuesta me dejó algo para pensar:
- Sí,
bueno, algo llovió. Tampoco mucho.
Lo que para nosotros fue un diluvio
para una gallega era normal. Perspectiva se llama.
Después de desayunar, nos dirigimos a nuestro siguiente destino: Finisterre y la Costa da Morte.
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