sábado, julio 26, 2025

Los abuelos.

Abuelo es un término que, dependiendo de las circunstancias y de la entonación, puede resultar hasta insultante. Al menos en cuanto a su intención se refiere. Sin embargo, eso no fue siempre así. A lo largo de la historia, siempre se ha respetado y hasta venerado a las personas de edad.

Imagen de debowscyfoto en Pixabay

Hace tiempo hablaba con una chica hondureña de veinticuatro años que, lógicamente, me trataba de usted. Acostumbrado al tuteo desde hace décadas, le dije que, por favor, me apease el tratamiento, que me hacía más mayor de lo que soy consciente. Y ella, me respondió: “Es que mi mamá, desde que éramos chicos, a mis hermanos y a mí, nos enseñó que había que respetar a las personas mayores, llamarles de usted hasta que ellos te dieran permiso para cambiar el trato. Que había que saludar en la calle cuando te cruzabas con una persona conocida. Y pobre de nosotros si no lo hacíamos así”. Ese es el gran salto educacional y no tanto generacional, que nos separa, como muy bien decía hace no mucho el gran Pérez Reverte en un artículo.

Decía al comienzo que, a lo largo de la historia, muchas han sido las culturas en las que se ha venerado a los ancianos. En nuestros días, China y Japón, representan bien a las claras, parte de esas sociedades en las que los ancianos disfrutan de ciertos privilegios y, sobre todo, de respeto.

En Japón, por ejemplo, se celebra el Keirō No Hi (Día del Respeto a los ancianos), una festividad muy importante en la que participa activamente la familia. Los ancianos japoneses son respetados como pilar de la sociedad.

En los anales de la historia, cuando apenas éramos sólo unos homínidos, la esperanza de vida no era demasiado alta. Las luchas tribales, los rigores del clima y sobre todo las enfermedades, no ayudaban demasiado a alargar la vida. Como consecuencia, las personas que alcanzaban una edad poco habitual, eran consideradas casi sobrenaturales.

En la antigua Grecia, el poder estaba en manos de los ancianos, que eran más ricos y que inculcaban a los jóvenes el respeto por los mayores. El mismo Platón pensaba que la virtud se adquiere con el conocimiento, al que se llegaba con una educación que daba sus frutos a partir de los 50 años.

En el Imperio Romano, todo el poder se concentraba en el Senado Romano, formado fundamentalmente por ancianos. Eran los encargados de la administración, de la justicia y de las relaciones diplomáticas. Los privilegios de los ancianos eran enormes y las clases más bajas de la sociedad los consideraban sabios y virtuosos.

La Edad Moderna y Contemporánea, trajo los mayores avances de la medicina: las vacunas y los antibióticos. Con ellos, se dio un giro radical a la esperanza de vida, produciendo un significativo salto demográfico. Al mismo tiempo, a finales del siglo XIX, comenzaron a aparecer las primeras corrientes filosóficas que rechazaban la idea de asociar vejez con enfermedad. Ese fue el origen de la Geriatría y la Gerontología.

Y así, dando un ligero salto, llegamos hasta nuestros días en los que los abuelos, abarrotan las residencias geriátricas, porque ya no hay familiares que puedan hacerse cargo de sus cuidados. Porque ahora, la mujer que, hasta finales del siglo XX, había permanecido en casa cuidando de todos – del marido, de los hijos y de los padres – se puso a trabajar en un poderoso salto hacia una supuesta libertad. Así es que ahora, los ancianos están mejor en las residencias. 

Y si tienen la ventura de seguir siendo independientes y de mantener su casa, además de haber criado a sus hijos, ahora les toca criar a sus nietos, por la misma razón de que ambos padres, tienen que trabajar fuera de casa y no disponen de tiempo para poder compaginar todas las tareas.

Esos ancianos son los mismos que fueron a una guerra civil, consiguieron salvar el pellejo y se encontraron al final con un país en la Edad de Piedra, lo levantaron con sus manos, tuvieron hijos, consiguieron tener una casa, mandaron a sus hijos a la universidad cuando ellos mismos, muchos, habían dejado la escuela a los ocho, diez o doce años; consiguieron prosperar, comprarse un frigorífico y hasta un Seat 600. Y ahora, les pagamos con nuestro desprecio.

Yo no tuve la suerte de conocer a mis abuelos. Tan sólo tuve la oportunidad de conocer a mi abuela paterna, Josefina, una vasca nacida en Orio (Guipúzcoa) en 1891. Y su pérdida se produjo de una forma paulatina. Pero sí que me habría gustado tener trato con ellos.

Mi abuela nunca me contó nada de su vida. Y me habría gustado. Claro que yo era demasiado niño para meterme una sobredosis de realidad entre pecho y espalda. Se limitaba a jugar conmigo al tute y a enseñarme francés. Ella hablaba francés perfectamente y se empeñó en que yo lo aprendiera incluso antes de ir al colegio. Su empeño, tal vez, procediera de su convencimiento que, sabiendo más idiomas, había más posibilidades de sobrevivir o de vivir mejor. Porque, tal vez, - otro tal vez – fue eso lo que la dio de comer a partir de 1937, cuando se quedó viuda con cuatro hijos, en medio de una guerra civil y cuarenta y seis años. Curiosamente, cuarenta y seis años, sería la misma edad que tendría mi madre al enviudar, casi treinta años después.

Mi abuela me llevaba a los jardines de las Vistillas o a la explanada de la Almudena, al lado del Palacio Real. Yo iba con mi triciclo o con una pelota. Ella siempre llevaba un libro entre las manos, ya fuera de paseo o estuviera en su habitación. Con más de setenta años, intentaba aprender inglés a través de un programa de radio. Con un par. ¡De Orio!

De entre mis recuerdos de mi más lejana infancia, extraigo como si de una nebulosa se tratara, un viaje con mis padres y la abuela, en el Seat 600, a casa de los Marqueses de Comillas. Eran Marqueses de verdad, no como los de Galapagar. Imagino que mi abuela, debió desempeñar algún tipo de tarea similar a institutriz de sus hijos o algo así.

Nunca tuvimos confidencias, ni me contó secretos, ni experiencias del pasado, ni siquiera los buenos recuerdos que pudiera tener. Sólo compartimos buenos momentos. Y antes de comenzar a conocerla como un adulto, a mi abuela la comencé a perder allá por 1970 cuando el Alzheimer, empezó a devorarla. Para entonces, su vida podría resumirse en: una guerra civil, fue testigo de cómo José Luís, un hijo suyo, casi muere en un accidente en un taller del ejército; más tarde, le vio partir, para no volver a verle nunca más, camino de Argentina; la muerte de su marido en 1937; la muerte de un hijo en 1965. Era como para quebrar la voluntad de cualquiera

Se le olvidó jugar al tute, el francés y quién era yo.

De su marido, mi abuelo, sólo sé que era hijo de Guardia Civil, que nació en Casalareina, (La Rioja), que trabajaba en el periódico ABC y que era diabético.

Mis abuelos por parte de madre eran de Murcia ambos. Él, Carlos, era químico de profesión. Viajó mucho por motivos de trabajo y dos de sus cinco hijos, nacieron, una en Camas y la pequeña en Cádiz, aunque tanto mi madre como mi tía, tenían de andaluzas lo mismo que yo de arzobispo de Sigüenza.

Unos años de que yo naciera, murió solo en el Asilo de Ancianos Desamparados de Vigo.

En el fondo tengo un poco de envidia de aquellos que han tenido la oportunidad de disfrutar de sus abuelos. Por algún misterioso motivo, existe una especial conexión entre esas dos generaciones. 

Yo sólo conocía a una de mis cuatro abuelos. Los demás, partieron antes de llegar yo a este mundo. Y encima, a la única que conocí, tampoco es que disfrutara demasiado.

Creo que deberíamos de replantearnos las relaciones que tenemos con nuestros mayores. Tal vez, el sentimiento que más corroe a algunos de los que han perdido a sus abuelos, a sus ancianos, sea una sensación de arrepentimiento de no haber hecho algo más por ellos…si es que se tuvo la ocasión.

viernes, julio 25, 2025

TERROR EN EL AVIÓN

Alfonso mira su reloj. El vuelo va en hora, como siempre, y en cinco minutos escasos, estaría en casa.



De repente, al iniciar el descenso, el avión empieza a moverse de una forma compulsiva. No son los típicos movimientos cuando el avión atraviesa unas capas de aire inestable, al abandonar la altitud de crucero, - pensó Alfonso. Esto es totalmente diferente-. Tenía pánico a volar y una situación así no ayudaba nada a que superara ese pavor. A partir de ese momento, el tiempo pareció congelarse dentro de la nave. Alfonso miraba compulsivamente su reloj como si la hora prevista de aterrizaje pudiera evitarle el accidente.

Enseguida se escucha la voz del comandante, indicando que los pasajeros deben permanecer sentados en sus asientos, con el respaldo en posición vertical, al tiempo que se encienden las luces que señalan la obligación de abrocharse el cinturón. El avión, a pesar de la colaboración de los pasajeros, sigue botando de un lado a otro y de arriba abajo, como si un dios mitológico griego lo hubiera atrapado entre sus manos y lo estuviera vapuleando, a la espera de ver si emite algún sonido ese extraño juguete que ha invadido sus dominios.

Alfonso vuelve a mirar su reloj. Han pasado apenas diez segundos.

Una vez más, se escucha una voz que intenta tranquilizar a los pasajeros, advirtiéndoles de que “sólo se trata de una zona de turbulencias”. Una voz que, debido a los bruscos movimientos, se escucha temblorosa, lo que, sin duda, no ayuda a transmitir adecuadamente el mensaje.

Alfonso vuelve a mirar el reloj: otros cinco segundos. El tiempo se ha parado.

Turbulencias o dioses mitológicos juguetones, da igual. El caso es que, en el interior del avión, debido a los sobresaltos, comienzan a abrirse algunos compartimentos, de los que, merced a los vaivenes, empiezan a caer al pasillo, bolsas y todo tipo de objetos, alguno de los cuales golpea la cabeza del pobre pasajero que está en el asiento de debajo.

Alfonso, botando en el suyo propio, ve en la distancia la escena con cierta preocupación. Por primera vez, da las gracias por estar sentado junto a la salida de emergencia. Un asiento que él tiene por costumbre reservar, simplemente, por el mayor espacio del que dispone, no por sus ansias escapistas en caso de accidente, que también. A pesar de los años de experiencia volando, nunca ha vivido una situación similar.

Vuelve a mirar el reloj: llevan treinta segundos de tormento.

Le llama la atención que el único sonido que se escucha dentro de la nave, es el de los motores, subiendo y bajando las revoluciones, al ritmo de la infernal montaña rusa en la que se ha convertido el vuelo. Los temblores espasmódicos que sacuden la aeronave, aumentan la sensación de impotencia de los pasajeros. Algunos, no pueden soportarlo y comienzan a vomitar en las bolsas al efecto. El silencio es espeso. Se masca la tragedia. Nada que ver con lo que aparece en las películas, con gritos histéricos y frases grandilocuentes, piensa.

Una de las azafatas, de la parte delantera de la nave, que hasta ese momento había permanecido sentada en su puesto, se incorpora con rapidez y se dirige hacia los bártulos que se escapan de los maleteros poniendo en riesgo la integridad de los pasajeros. Anda con una enorme dificultad. Intenta mantener el equilibrio en un espacio que se mueve de modo incontrolado en cualquier dirección. Se apoya en los portaequipajes, con ambas manos extendidas por encima de sus hombros, con tan mala suerte que, debido a los bruscos movimientos, el avión sube el morro inesperadamente, sufre un traspié y cae de bruces en medio del pasillo. Al caer, se golpea la cabeza con uno de los apoyabrazos, al tiempo que, además, le cae una pesada bolsa que, desgraciadamente, también le golpea en la espalda.

Alfonso, sentado varias filas atrás, mira su reloj: cuarenta segundos desde que todo comenzó. Sólo puede ver las caras de aquellos que se giran desde sus asientos en las primeras filas, a ver lo que le ha sucedido a la pobre azafata. Reflejan el miedo y la preocupación. Los rostros están tensos, pálidos, desencajados. Ninguno se atreve a desatar su cinturón para intentar ayudar a la pobre auxiliar de vuelo que yace quejosa en el suelo. Inmediatamente, su compañero de la parte de delantera, que ha visto lo sucedido, sale en su ayuda provisto de una toalla para contener la abundante sangre que mana de la brecha de la cabeza. Permanezcan en sus asientos, por favor, ordena de manera educada pero firme, el sobrecargo. Nadie pronuncia palabra alguna. Algún tímido grito, contenido, casi avergonzado, cuando el avión asciende o desciende con más brusquedad de lo habitual o se inclina hacia alguno de los lados. Los pilotos están manteniendo una lucha feroz contra lo que sea que hay ahí fuera. Algunas parejas, se toman de la mano. Se miran con desesperación, con ansia, como si intuyeran que es la última vez. Algunos se besan en un inequívoco gesto de despedida.

Alfonso mira de reojo a su compañero de asiento. Sabe que, a Arturo, ya de por sí, le da miedo volar, incluso cuando las condiciones son inmejorables. Ve que está blanco como la nieve. A punto de comenzar a llorar. A Alfonso le gustaría inventarse una frase graciosa para intentar aliviar a su compañero, pero decide que sería mejor comenzar a rezar. Por si acaso.

Sin motivo aparente, en vez de rezar, comienza a pensar en su todavía esposa y en su hijo de apenas dos años. Aunque ya tiene tomada la decisión de divorciarse, todavía no le ha comunicado a ella la noticia. Ironías del destino, piensa. Tal vez sea otro el que le notifique en breves minutos que, en vez de divorciada, es viuda.

Han pasado sólo cincuenta segundos.

Olga, la azafata malherida, no ha llegado a perder el conocimiento, aunque tiene un enorme dolor de cabeza y un fuerte hematoma en la espalda. Ha tenido suerte. Si el golpe le llega a alcanzar unos centímetros más abajo, habría sido fatal. Su uniforme está manchado de sangre. Su compañero, Fernando, ha conseguido contener la hemorragia. Ella, sigue sentada en el pasillo. Intenta recuperar la respiración normal y bebe agua a sorbos cortos. Mientras se recupera, poco a poco, piensa en la cita que tiene esa noche con el comandante de la nave. Teme que, aunque no han podido convivir bajo el mismo techo, cabe la posibilidad de que mueran al mismo tiempo. Una idea que no es la primera vez que le asalta la cabeza. Y entonces, recuerda momentos maravillosos, inolvidables, que han compartido a lo largo y ancho de este planeta, en las ciudades más hermosas y los lugares más románticos. En su dilatada carrera profesional, nunca antes había sufrido una situación tan dramática como la que está viviendo.

De repente, el movimiento perpetuo y convulso, cesa. Como si el dios que lo atrapó, se hubiera aburrido de su juguete y lo hubiera dejado continuar su vuelo sin molestar más. La normalidad regresa al interior del avión. El sonido de los motores vuelve a ser el habitual. Un sonido estable, continuo. El tiempo vuelve a fluir. Se empiezan a escuchar algunos murmullos y alguien rompe a llorar casi en silencio, desahogándose. Todos tienen la sensación de que ha pasado lo peor.

Olga, con ayuda de Fernando, su compañero, se dirige de nuevo a su asiento. Su paso es titubeante, aunque para evitar males mayores, Fernando, el sobrecargo, la mantiene sujeta por el antebrazo izquierdo. Intenta mantener la compostura delante de los pasajeros. Ante todo, profesional. Mantiene la toalla ensangrentada apretada contra su cabeza con la otra mano. Sus cabellos dorados, están manchados de sangre.

Por los altavoces, se escucha la voz templada del comandante. Utiliza el mismo tono de voz que si estuviera leyendo el menú que se serviría a los pasajeros: “señores pasajeros, les habla el comandante. Como han podido comprobar, hemos atravesado una zona de turbulencias, debido a una gigantesca tormenta en los alrededores de la capital, de Madrid. Nos informan que, en la ciudad, hay grandes destrozos en cornisas, azoteas, árboles caídos en parques y diversos daños materiales en el mobiliario urbano. La temperatura es de unos 20 grados. En un par de minutos, tomaremos tierra en el aeropuerto de Barajas. Bienvenidos y disculpen las molestias.”

El avión, finalmente, se posa suavemente en tierra. Los pasajeros aplauden con entusiasmo al comandante. El hombre que, con su pericia y su firme temperamento, les ha salvado la vida.

Alfonso, mira su reloj. La pesadilla ha durado un minuto.

Sólo ha sido un día más en la oficina, piensa Fernando.

jueves, julio 17, 2025

Me gustan los animales.

He buscado en el diccionario el término correcto que defina a una persona con un amor desmedido por los animales, y ni siquiera el DRAE lo contempla. Hay un vocablo, “petofilia”, pero entiendo que es un derivado de un barbarismo: PET, en inglés es mascota, así que, petofilia, es una mezcla de inglés y de griego.


El caso es que, se llame como se llame, en esta vida, como en casi todas las cosas, hay un término medio. Lo digo porque a alguno se le ha ido la pinza con esto del ecologismo, la pasión por los animales y la defensa de sus derechos. Me explico.

A ver. A mí me gustan los animales. En general. Perros, gatos, caballos, en fin, lo normal. Yo no he tenido caballo en casa porque no vivía como Pipi Langstrum, pero sí he tenido gato. El Soroyo. En mi mano izquierda una casi invisible cicatriz atestigua la existencia del Soroyo.Y mis tíos, que vivían en la puerta de enfrente, han tenido perro toda la vida.

Procuro respetar la naturaleza y a las personas. Jamás he disparado contra un ser vivo, pero no soy miembro de ninguna asociación contra la caza. No me gustan los toros, pero tampoco persigo a los aficionados. Y tampoco fumo ni he fumado nunca y no llevo un sifón para empapar con él a los que fuman en lugares públicos.

Eso sí, me pongo enfermo cada vez que, en el aparcamiento del súper, me encuentro con los carritos en la plaza de aparcamiento, en vez de en su sitio. No creo que ese tipo de gente respete nada cuando vaya a pasear por el campo.

Pero me pasa como a Indiana Jones: odio a muerte a las serpientes.

Lo que ya me cuesta más trabajo es soportar los ladridos de los perros de los vecinos. Y es que parece que hay un virus que se extiende como la peste, según el cual en cuanto alguien siente que está en el campo – aunque sea en su terraza – lo primero que hace es plantar césped y comprarse un perro.  La cosa va bien, sin problemas, hasta que el perro comienza a ladrar. Y si lo hace con frecuencia, es aún peor. Es entonces, cuando me entran ganas de recomendar al dueño que se vea todas las temporadas del programa de César Millán y aprenda a educar al animal, o bien, de comprarme un M-16.

Hasta ahí, podríamos decir que las cosas no se han salido de madre. Ahora viene lo complicado.

En toda comunidad de vecinos hay gente a la que podríamos calificar como “especial”; vale, pues en la mía estamos atiborrados. Yo creo que podríamos montar un circo porque esto es un esperpento.

Hace unos días un vecino se quejaba de que cerca de su terraza anidaba una gaviota. Las gaviotas pueden ser una fuente de problemas debido a su ruido, suciedad y potencial transmisión de enfermedades. Por todo ello, el vecino denunciaba, no sin cierta razón, que, si hay una y no se hace nada para evitar su anidamiento en un lugar inadecuado, es que, sin duda, en un futuro no muy lejano habrá más. Este principio tan elemental ya lo entendieron perfectamente los Apaches, los Sioux y todos los demás y ya sabemos cómo terminó la historia.

Pues bien, ante la petición del vecino de que la junta de propietarios notificara al ayuntamiento la circunstancia e intentara trasladar el nido a un lugar menos molesto para los humanos, salta otra vecina en defensa de los derechos de las gaviotas a anidar donde se les salga del pico.

El vecino en cuestión no ha iniciado una guerra sin cuartel contra las gaviotas, ni ha solicitado su exterminio; tan solo que el nido se traslade a una ubicación más adecuada para todos o mejor aún, que se impida volver a anidar en esa zona.

Claro, que, para entender la postura algo histriónica de la defensora de gaviotas, hay que mencionar que ella convive con varios perros – molestos todos ellos -, varios pájaros, entre ellos un loro, - que espero no se dedique a imitar los graznidos de las gaviotas – y tal vez algún bicho más. Desconocemos en estos momentos si su actividad profesional tiene relación con el tráfico de animales exóticos.

Pero su inusitado complejo de Noé no se queda en las gaviotas. También se ha mostrado partidaria de realizar una defensa activa en favor de unas ratas del tamaño de gatos hermosos y orondos, que algunos vecinos han visto en algunas zonas de la urbanización. El argumento principal que utiliza es que: “sólo por un par o tres de ratas, no constituyen una plaga y que no pasa nada. Que son animalitos de Dios y que tienen derecho a existir”. Incluso ha manifestado que estaría dispuesta a atrapar a las ratas y devolverlas al campo…que por otra parte es de donde provienen. Con lo cual, a la rata la va a ocasionar un trastorno de desplazamiento obligatorio y de reubicación geográfica, y nosotros, los vecinos normales, vamos a tener que hacernos acompañar de una escopeta del calibre 12, porque cuando vuelva y además lo hará cabreada, por el tamaño que dicen que tienen los que las han visto, no parece que haya otra alternativa que apuntar bien. Tal vez no tengamos una segunda oportunidad.

Parece ser que la única neurona de esta señora confunde los ratones de laboratorio, con la rata de campo. Por eso, ante la estúpida insistencia de que “las ratas no hacen nada”, ha habido que recordarle que, entre otras cosas, son las transmisoras de la peste, una enfermedad que provocó unos treinta millones de muertos en Europa.

Yo me he permitido sugerirle que, para resultar más eficientes, podríamos contratar a un flautista y a ver qué pasa. De paso, también le he dejado caer, así como quien no quiere la cosa, que ella podría acompañar al músico y a la troupe hasta el fin del mundo, tocando un tambor.

Puestos a elucubrar con la adopción de extrañas medidas, se me ha ocurrido que podría comprar un boa constrictor y que se alimente de las ratas. Y ya de paso, de los molestos perros de la susodicha. Incluso de la susodicha.

Mientras tanto, espero que no se le ocurra a nadie depositar unas pirañas en la piscina.

domingo, julio 13, 2025

Las bicicletas son para matarse.

Hace un tiempo veía un vídeo de un enajenado bajando una montaña en bicicleta a velocidad terminal. Al verlo pensé que el tipo estaba ejecutando una suerte de suicidio exclusivo. Sólo de verlo a uno se le cierra el píloro como a Ignatius J. Reilly. Al ver cómo se jugaba la vida de una manera tan absurda, me recordó a un individuo que conocí hace muchos años.



Corrían los primeros años de la década de los 70. Las vacaciones de verano transcurrían mortalmente aburridas y monótonas en un secarral a unos kilómetros de El Escorial. Las únicas que parecían disfrutar de lo lindo eran las chicharras, que cantaban alegremente, cuanto más calor, mejor. Los días pasaban en un “dolce far niente” desde finales de junio hasta septiembre. A los pocos días, una vez superado el stress de los exámenes de fin de curso y vuelta el cuerpo a un ritmo normal, aquello empezaba a resultar bastante tedioso. Así es que, en vista de la escasez de alicientes externos, Fernando ideó un sistema que aumentara el flujo de adrenalina en vena.

Uno de los escasos métodos de diversión que tenía a su alcance era una vieja bicicleta. Un elemento que había sobrevivido a los años y que convenientemente tuneada, subiendo el sillín al máximo y haciendo lo propio con el manillar, todavía seguía prestando un buen servicio, al margen de la pobre imagen - casi de circo - que pudiera provocar. Sobre todo, porque el resto de los amigos de su pandilla solía moverse en moto.

El caso es que eso de dar pedales estaba bien, pero el secarral en sí, era un conjunto de cuestas, alguna de las cuales era directamente inasequible para un no profesional o alguien sin una bicicleta con cambios de marcha. Claro que siempre que hay una cuesta arriba, tarde o temprano hay una cuesta abajo.

La mente de un adolescente de 16 años, como la de Fernando, es una máquina de hacer estupideces y sin sentidos. En una de esas excursiones que realizaba de vez en cuando con la sana intención de “ampliar horizontes”, había descubierto un trayecto en el que, a partir de cierto punto, todo era cuesta abajo. Era un trayecto bastante largo, de un par de kilómetros y de hecho era la vía de comunicación entre dos urbanizaciones de chalets, colindantes la una con la otra. Lo malo era llegar hasta allí, pero una vez alcanzado ese punto, dejarse llevar cuesta abajo por aquel camino asfaltado - aunque lleno de arena en muchos tramos - y con curvas amplias, constituía toda una aventura.

Con ese espíritu tan inquieto como inconsciente, Fernando urdió un plan que iba más allá de la simple aventura. Se adentraba - sin saberlo - en el terreno del suicidio.

Al igual que hace Alonso con los circuitos, una vez que Fer se lo supo de memoria, podía anticipar los movimientos, mejorar la toma de las curvas, prestar atención a la posible salida de vehículos y finalmente, llegar sano y salvo al final, donde, tras volver a pedalear un poco, regresaría a casa. Tal dominio llegó a tener, que en cada pasada intentaba tocar los frenos lo menos posible. Hasta que consiguió realizar el trayecto en más de una ocasión sin frenar nada; a tumba abierta. Igual que hacen los profesionales en el Tour.

Y con una lógica cartesiana, aunque discutible, se dijo para sí: “Y si no frenas, ¿para qué quieres los frenos?” Dicho y hecho. A partir de ese día, a la bici le quitó las zapatas de los frenos.

Sin red. Como Pinito del Oro.

Para tirarse en bicicleta por un recorrido largo, sobre asfalto, con arena y polvo en muchas partes del mismo, sin frenos y la mayoría de las veces, en traje de baño, hace falta estar tan chalado como el de la bici bajando por la montaña. O tener 16 años, que viene siendo lo mismo. Al final, todo el mundo se echaba las manos a la cabeza cuando les hablaba de lo que, para Fernando, más que una hazaña, no era más que una forma de añadir algo de excitación o interés al tórrido y aburrido verano.

Ya fuera por sus habilidades como ciclista, por simple suerte, o por la Divina Providencia, el caso es que el descerebrado de Fernandito, Fer, para sus amigos, nunca tuvo ningún contratiempo.

Pero como todo buen artista que se precie, uno nunca está del todo satisfecho con su obra. Siempre necesita ir un poco más allá, superarse a sí mismo, batir su propia marca. Y eso fue lo que hizo.

El chalet donde vivía estaba en un altozano de donde tomaba el nombre: “La Colina”. Para introducir el coche en el garaje, la subida era muy pronunciada y para favorecer el agarre del vehículo, se había solventado con cemento grumoso. Es decir, no se había alisado. Así es que, cada vez que salía de expedición con su bicicleta tuneada, lo único que tenía que hacer era abrir la verja de entrada y salir disparado cuesta abajo, como el hombre del cañón en el circo. Sin casco, sin traje protector, sin frenos, con chanclas y en bañador. Es decir, que en caso de caída es probable que se habría quedado sin piel, como si hubiera sido víctima de una bomba de napalm.

Fer siempre tenía la precaución de comprobar que la verja estuviera abierta. Uno podía estar loco pero otra cosa era ser gilipollas. Pero hubo un día, en el que, entre la comprobación de la apertura y el momento de salir disparado se produjo un evento inesperado que cambió el statu quo de la situación.

Como era su costumbre, se subió en la máquina de la muerte y a pesar de lo pronunciado de la cuesta y de que ésta, además estaba en curva ciega, dio una pedalada. Se ve que ese día, o tenía prisa o quería una dosis extra de adrenalina. Y ¡vive Dios! que la tuvo.

Justo al girar la curva para enfilar la verja y salir disparado, comprobó que la verja estaba casi cerrada. Sólo se mantenía entreabierta la hoja de la izquierda, mientras en la derecha había un coche aparcado. El coche pertenecía al “evento inesperado” y era lo que obligaba a cerrar la verja.

Durante unos nanosegundos analizó las diferentes alternativas de las que disponía, antes de estamparse contra la verja, contra el coche, contra ambos o contra el muro de piedra.

 

    A. Abandonar el proyecto, tirándose en marcha de la bici. Esta opción fue descartada de inmediato, toda vez que había alcanzado el “punto de no retorno” y que la indumentaria del kamikaze - además de en bañador, iba con chanclas - lo hacían altamente desaconsejable. Los daños de una caída sobre el grumoso cemento, podrían dejar marcas de por vida.

     B.  Chocar contra la verja, saltar sobre ella, sobre el coche aparcado e intentar no estamparse contra el muro de piedra de enfrente. Demasiado arriesgado, incluso para un enajenado.

      C.  Entrar por el hueco que quedaba.

 

En efecto. La opción elegida, fue la C.

 

La hoja de la verja, la izquierda, había dejado un escaso hueco con respecto al coche. El objetivo consistía en hacer una finta, casi una auténtica filigrana con la máquina del infierno que llevaba bajo sus piernas, pasar por el hueco, y en todo caso, si no fuera posible evitarlo, que el seguro de accidentes del propietario del vehículo - un tío suyo - , se hiciera cargo de los daños. Ahora, sólo se trataba de verificar si por ese minúsculo espacio, cabía la bici y Fer sobre ella, sin que por el camino se dejara atrás ninguna costilla ni ninguna rodilla enganchada ni con la verja, ni con el coche.

Por algún extraño sortilegio, consiguió pasar por el hueco, sorteando la verja, al coche aparcado y de paso, dar un susto mortal al vehículo que venía por la calle tranquilamente, a sus espaldas, y que vio cómo repentinamente, apareció de la nada un tarado montado en una bici suicida, incorporándose a la calzada a velocidad de Match 1. Instintivamente, el conductor frenó en seco al tiempo que hizo sonar el claxon, más asustado que el propio Fernando, quien, según confesó más tarde, debía tener las pulsaciones a 200, como mínimo. Los exabruptos del conductor no los escuchó, pero se los imaginó. Pero entre la velocidad que llevaba Fer y el frenazo que tuvo que dar el pobre hombre - que nunca llegó a saber quién era - se alejó de él como un rayo, mientras ambos se recuperaban de sus correspondientes ataques cardiacos.

Una vez que recuperó el ritmo cardíaco, regresó a casa inmediatamente.

Lo primero que hizo fue colocar de nuevo las zapatas de los frenos en la bici. A partir de ese día, la usó poco. Eso sí, fue el centro de atención de todos los amigos de la pandilla durante una semana.

Pero al parecer, estaba en deuda con el destino y éste lo sabía.

Habiendo abandonado las prácticas suicidas utilizando métodos sofisticados, como una bici trucada, a partir de entonces, sólo se trasladaba a pie. Pensó que, con ese sistema, el nivel de riesgo de accidente era cero. Se equivocó.

A los pocos días, había quedado con un amigo para jugar al tenis en las pistas centrales de la urbanización. Así es que, cogió la bazofia de raqueta de tenis que tenía, se calzó las zapatillas adecuadas, el consabido bañador y bajó corriendo la maldita cuesta de cemento grumoso. Con tan mala fortuna, que tropezó. Debió ser la falta de costumbre. El caso es que, cuando iba por el aire, en bañador, camino de meterse un leñazo de campeonato contra el cemento grumoso, y con la raqueta en una mano, pensó “qué burlón es el destino”.

Cuando le vieron aparecer en la casa con el resultado del accidente, no lo podían creer. Pensaban que se había caído de algún avión.

La mercromina se la dieron a brochazos. Tenía las dos muñecas dislocadas, arañazos en las manos, en los muslos y en la espalda. Tuvo que llevar ambas muñecas vendadas durante varios días y las heridas escocían lo suyo. Sobre todo, cuando se metía en la piscina con el cloro. Si ya les costaba un esfuerzo entender lo que había pasado mientras bajaba a pie la cuesta del garaje, no tenía mucho sentido comentarles lo de la bici de unas semanas atrás.

Al verle sus colegas de la pandilla con esas pintas, que parecía haberse peleado con un león en el Serengueti, todos dieron por hecho que la culpable era la bici o en su defecto, un accidente de moto. Cuando les contó que no, que iba corriendo, y no en bici ni en moto, la reacción básica fue de descojone general.

martes, julio 08, 2025

Playa de Es Trenc (Mallorca): ayer y hoy.

A comienzos de los años 80, la playa de Es Trenc, en el sur de Mallorca, representaba toda una filosofía de vida. Inaccesible por tierra, sólo había dos caminos posibles para lleharse hasta allí. Atravesando la playa anterior de “El Marqués”, la única alternativa terrestre viable, o bien, el acceso por mar mediante embarcación de recreo. Al navegar por sus transparentes aguas azul turquesa y fondo arenoso, uno tenía la sensación de llegar a una playa de algún continente lejano y exótico. En cualquier caso, la playa era virgen, sin chiringuitos, sin tumbonas, sin vendedores de relojes, sombreros y refrescos, y por tanto, estaba desierta. Tan sólo la frecuentaba alguna pareja que elegía el paradisíaco lugar para hacer nudismo, sin temor alguno a que nadie osara llamarles la atención, y algún que otro paseante que proveniente de la playa del Marqués, había decidido dar un largo paseo, bajo un tórrido sol y cuya arena blanca deslumbraba al visitante por tanta luz.


Algunos años después, a algún nórdico iluminado, se le ocurrió la feliz idea de destrozar el pinar que preservaba a la playa del ataque terrestre de los humanos por su flanco norte y construir en él un complejo hotelero encaminado a abarrotar el entorno de seres humanos sedientos de lugares vírgenes a los que desvirgar. Fue entonces cuando las fuerzas vivas de la zona se conjuraron a favor de mantener el estado de las cosas y se creó una plataforma de protesta, de corte ecologista, que se llamó “Salvem Es Trenc” (Salvemos Es trenc).  Después de no pocos esfuerzos, algún pleito y bastante tiempo, finalmente se consiguió paralizar el mega proyecto de destrozar un entorno privilegiado. 

Pero al igual que en toda historia siempre hay un Judas - un traidor que siguiendo con la política del supositorio (poco a poco pero hasta dentro) finalmente consigue lo que se propone – en ésta también lo hubo. Cierto es que no se llegó a construir ningún macro complejo de apartamentos, hoteles ni nada por el estilo, pero alguien autorizó a abrir un camino que iba desde la carretera hasta la playa, atravesando el enorme pinar que lo puebla. 

Lo que al principio era un camino, apenas accesible para personas y bicicletas, con el tiempo – política del supositorio – se fue ensanchando y ensanchando. Lo que al principio era un camino polvoriento de tierra, acabó convirtiéndose en un camino asfaltado y apto para la circulación de vehículos. Y con los vehículos, llegaron sus ocupantes. Y con sus ocupantes, llegó la destrucción de un entorno mítico, de un paraje virgen y sin explotar, hasta convertirlo en un Benidorm mallorquín.



Hoy vemos en las noticias, que aquellas playas desérticas, se han convertido en un hervidero de seres humanos, ávidos de no se sabe muy bien qué, pero parece evidente que no de paz, sosiego y tranquilidad. Que lo que en un principio era un "caminito" para acceder andando a la playa, ahora se ha convertido en una carretera por la que llegan miles de coches a un macro Parking, del que alguno, seguro, está sacando buenos réditos. Parece que a ciertos humanos, les subyuga la posibilidad de acudir en masa adonde van miles de sus congéneres, atraídos por una especie de macabra liturgia de secta autodestructiva. 

Tal vez sea el momento de reavivar aquel movimiento de “Salvem Es Trenc”, aunque mucho me temo que el daño ya está hecho.