Era una
casa de una sola planta, situada al final de una calle que, - como todas las de
esa barriada - era de tierra y tan estrecha que, si aparcabas el coche, no
había espacio para que pasara otro en ninguna dirección, por lo que no había
más alternativa que subirlo a la acera.
Al entrar
en la casa había un largo pasillo con el suelo de cemento, sin solar. A ambos
lados del mismo, se distribuían los dormitorios y al final estaba el comedor.
La primera habitación a la derecha era la de mis padres; a la izquierda había
otra que ocupaba mi tía y junto a la de mis padres, la mía que compartía con mi
hermano. Junto al comedor, al final del pasillo a la derecha, estaba la cocina,
que era de leña y cuya amplia ventana daba a un patio interior.
Había un
corral con algún conejo, un gallo, unas gallinas y sus polluelos. A
continuación, estaba la cochiquera, una inmundicia a la que Clotilde, me tenía
prohibido entrar, aunque fuera usando los zuecos que ella usaba para echar de
comer a los cerdos. Más a la izquierda, estaba el establo de la burra, que
solía utilizar para llegarse hasta un terrenito que estaba un poco más arriba, -
en dirección contraria a la playa y dejando a la derecha el campo de fútbol, -
donde cultivaban patatas, berzas y algunas verduras. Cuando acompañaba a
Clotilde a recoger las “patacas” o las berzas para dar de comer a los animales,
me subía a lomos de la burra y me agarraba con fuerza a una anilla de hierro
que llevaba en la montura, porque aquella mula se movía más de lo que
pensaba.
Clotilde
era una mujer de pelo canoso, vestida siempre con colores oscuros, lista para
la faena diaria, trabajadora incansable a pesar de los problemas de espalda que
tenía. Usaba unas gafas grandes y bastante graduadas. Creo que yo pasaba más
tiempo con Clotilde y con Pilar que con mi madre. Me daban mucho cariño y a mí me
encantaba estar con ellas. Siempre me trataban con dulzura y se reían con las
ocurrencias de un enano de pocos años, que estaba en un mundo nuevo y
desconocido.
Lucio era
un hombre enjuto y no muy alto, de voz aguardentosa y profunda, tal vez, como
consecuencia del tabaco que él mismo solía liarse antes de fumárselo. De tez
muy morena y piel curtida, con unas manos grandes y encallecidas por su trabajo
de “mariñeiro” en los barcos de pesca del puerto. Una vez trajo de uno de sus
viajes un atún enorme. Yo nunca había visto un pez más grande en toda mi vida.
Frente
por frente de la casa, al otro lado de la calle, vivía Concha, con su único
hijo Antonio.
Ella
trabajaba en la empresa conservera y como todos los de esa barriada, ofrecía su
casa a los veraneantes para sacarse un dinerito y así hacer que las penalidades
fueran menos. Yo, en uno de esos veranos, me hice muy amigo de una niña rubia
que veraneaba en casa de Concha. Jugábamos juntos en la playa, nos bañábamos
juntos y un día, nada más despertarme, decidí sin decir nada a nadie, cruzar la
calle en pijama y descalzo y plantarme en casa de Concha para ver a mi amiga
que la llamaban “Tati”. Cuando mi madre fue a mi cuarto y vio que el niño había
desaparecido, casi llama a la Guardia Civil, pero Concha la tranquilizó y le
dijo que estaba allí, aunque la propia Concha tampoco sabía que el
independiente niño, se había plantado en su casa sin avisar.
La casa de
Clotilde hacía esquina con otra calle más ancha, que, si girabas a tu derecha,
llevaba directamente a la playa de la Rapadoira. Justo al otro lado de esa
calle, estaba la tapia que delimitaba el campo de fútbol. Una tapia en la que
estaban pintados los nombres y logotipos - bastante desdibujados por el paso
del tiempo - de las empresas principales del pueblo que, es de suponer, contribuían
al mantenimiento del modesto equipo y de sus instalaciones. Un campo de tierra
al que le habían salido diferentes brotes salvajes de verde en algunas partes
del terreno de juego, que estaba perimetrado por una simple valla de hierro y
del que salían despedidos los balones por encima de la tapia, en cuanto algún
jugador se lo proponía. Como yo conocía esta circunstancia, - la de que los
balones salían por encima de la tapia - cada vez que había partido me colocaba
en un lugar estratégico de la calle, que generalmente consistía en el justo
medio, y estaba atento, cual defensa de cierre, a devolver de una volea la pelota
al campo. Imaginaba la sorpresa de los parroquianos asistentes a los partidos,
al comprobar que el balón salía en dirección a las casas que rodeaban el campo
y sistemáticamente, volvían de inmediato. Estaba claro que había alguien atento
al otro lado de la tapia del campo, pero seguro que nadie imaginó a un niño de
cuatro o cinco años, haciendo ese trabajo sucio, con un balón de cuero que
pesaba lo suyo.
Por las
mañanas, después de desayunar en el comedor, bajábamos andando a la playa, a
pasar la mañana, para regresar a la hora de la comida y después de comer, echarnos
la siesta. Al regresar de la playa, se llenaba de agua caliente un barreño
metálico. El agua se extraía de la cocina de leña abriendo un grifo que tenía
al efecto, y era allí, en mitad de la cocina y sin salpicar demasiada agua al
suelo, donde me quitaba la arena de la playa.
Lo mejor
que tenía la playa era que podía estar todo el día jugando al fútbol. Yo me
dedicaba a centrar balones para que otro los rematara, o bien, disparando
directamente a la portería cuyos postes eran un par de zapatillas o dos
toallas. Un amigo de esos que se hacen entre los veraneantes, resultó ser el
entrenador del Lugo (1963/64: Luis López Guitian) y el hombre, estaba encantado
viendo y analizando cómo pegaba a la pelota un enano de cinco años como yo.
Incluso él mismo, se ponía a rematar los balones que yo le centraba. A veces,
algunos de los que estaban en la playa se colocaban alrededor como si se
tratara de una exhibición. Luego, cuando la marea estaba baja, había un gran
espacio en el que se podían jugar auténticos partidos con la tierra húmeda y
apelmazada, pero sin arena. En esos partidos no participaba yo, porque todos
eran mucho más mayores, pero cuando estaba mi padre en agosto, los amigos de mi
hermano, le invitaban a que jugara y por supuesto que se apuntaba. En uno de
esos partidos, sufrió un tirón en el muslo y tuvo que retirarse. Y ese preciso
instante fue el inicio de un final que, en ese momento, nadie podía imaginar,
pero que años más tarde, terminó en una tragedia.
Una o dos
veces a la semana pasaban por la casa algunas mujeres con sus mulas y unos
cestos a modo de alforjas que portaban sobre sus cabezas y en los que llevaban
y vendían parte de los productos que ellas mismas cultivaban en sus
huertecillos: ciruelas claudias, melocotones, y toda clase de frutas, verduras
y hortalizas. Directamente del productor al consumidor, sin intermediarios y de
una calidad, extraordinaria. Y a un precio ridículo. Todo el mundo salía
ganando.
Yo pasaba
mucho tiempo con Clotilde, dando de comer a las gallinas, o a la burra o viendo
cómo los cerdos se movían en la cochiquera que, la verdad, daba bastante
asquito. A las gallinas y a los pollos, Clotilde les daba granos de maíz para
que engordaran. A mí me encantaba darles de comer a través de la verja y sentir
que apenas me picoteaban la mano y comían. Pero el maíz era caro y Clotilde no
les daba siempre eso. Otras veces les daba patata cocida y huevo duro aplastado
con la mano, haciendo una masa con ello, que la verdad, no sé cómo se podían
tragar sin beberse un litro de agua. A la burra lo que le gustaba era comer las
berzas que había amontonadas a la puerta de su cuadra, pero en cuanto Clotilde
veía que me ponía a dar de comer a los animales, venía a controlarme para que
no les supusiera una ruina para sus bolsillos.
Claro que
lo peor de los animalitos, era que los tenían para vender o comérselos y para
eso, previamente había que matarlos. Clotilde se empeñaba en que me
acostumbrase a ver cómo lo hacía, pero lo cierto es que después de verlo por
primera vez, no me pilló más. Cogió a un pollo por el cuello, después de que
dentro del gallinero se montara un buen lío, como era lógico. Le tocó a uno. Lo
cogió, le dobló el cuello entre sus dedos de la mano izquierda y con la otra
mano, le cortó el pescuezo, le degolló, dejando que se desangrara, en un lugar del
patio donde las huellas del crimen no tuvieran demasiada importancia. Aquello
para mí fue una auténtica experiencia traumática y ella debió pensar que
efectivamente había una gran diferencia entre un niño lugareño y un
“veraneante” como yo, que así era como nos llamaban los del lugar a los que íbamos
a pasar el verano. Pero si lo del pollo fue un trauma, lo de matar al cerdo fue
peor que la matanza de Texas.
El patio
tenía dos salidas con sus puertas, por sendas esquinas. Una de ellas estaba
pegada al muro de la casa en su fachada principal y la otra, en diagonal en la
esquina opuesta, que salía a la calle perpendicular, la que daba al campo de
fútbol y llegaba hacia la playa. Una vez cerradas ambas puertas, allí no había
escapatoria.
En medio
de aquel improvisado coso cochiquero - valga la expresión - pusieron una mesa
cuya finalidad yo no entendí hasta poco después. Sacaron a uno de los gorrinos
de la cochiquera y el cerdo tardó bastante poco en darse cuenta de que aquello
no tenía buena pinta. Inmediatamente, intentaron agarrarle entre varios
fornidos lugareños y colocarle sobre la mesa que iba a ejercer a modo de altar
de sacrificios. El gorrino empezó a correr por todo el patio, fintando a todos
los que le salían al
paso, como si de Amancio se tratara, buscando la manera de escapar de todos ellos
y emitiendo unos sonidos que me impresionaron y afectaron mucho. Finalmente,
consiguieron atrapar al pobre cerdo y subirle a la mesa de operaciones, donde
una vez colocado con las patas hacia arriba y el cuello sobresaliendo por un
extremo de la mesa, le clavaron un cuchillo en la garganta del tamaño del que
se usa en las películas de terror, mientras el animal no dejaba de gritar y de
moverse. Al final terminó como el pollo: muerto y desangrado, aunque en este
caso, la sangre se iba recogiendo en unos barreños al uso, lo cual dio a toda
la escena un aspecto gore, horripilante, tétrico, torturador. Pero lo peor vino
después, cuando le abrieron en canal y comenzaron a sacar sus tripas. Ahí fue
cuando cambié de escenario y me hui al otro lado de la casa.
Lucio,
cuando no salía a pescar pasaba algún tiempo en la casa, aunque sería razonable
suponer que pasaba más tiempo en el puerto, con los amigos o con los
compañeros, faenando en el barco o simplemente charlando de sus cosas. A veces,
le veía remendar las redes de pesca y yo me sentaba a su lado a ver cómo lo
hacía. Siempre me pareció dificilísimo, pero Lucio lo hacía a una gran
velocidad. También me enseñaba nudos marineros, siempre con su media sonrisa, -como
si disfrutara de mi compañía - y su sempiterno cigarrillo en la comisura de los
labios, que casi siempre le arrancaba una tos seca, que venía de las cavernas
de sus pulmones. Sus enormes manos, encallecidas, se movían con destreza
haciendo toda clase de nudos y él, después de enseñármelos, hacía que lo
imitara y yo los hacía. Al menos los más sencillos, claro, y me sentía todo un
viejo lobo de mar. Una vez le pedí que hiciera un nudo corredizo para algo, y
aunque era una cosa muy sencilla, el hombre quiso esmerarse y se puso a
construir la madre de todos los nudos marineros. Tardaba lo indecible. Yo - que
ya desde pequeñito daba señales de ser un niño impaciente - le empecé a meter
prisas. Pero, eso a Lucio, le traía sin cuidado. Él todo lo hacía despacio, a
su ritmo y en el fondo se reía cuando ese niño le decía que por qué estaba
haciendo algo tan complicado. Y él me contestó con su sencillez de siempre y su
profundo acento gallego: “Porque hay que hacerlo así”, como la cosa más natural
del mundo.
Muchas
veces me invitaban a que me quedara con ellos a comer, pidiendo permiso a mis
padres, primero. Pasaba tiempo con Clotilde, y a Pilar, le gustaban los niños.
Me llenaban de cariño y yo era feliz con ellos.
En
agosto, como en muchos pueblos de España, se celebraban las fiestas. Todo Foz se
llenaba de propios y extraños. Ese día, también me invitaron a comer con ellos
porque de postre tenían brazo de gitano. A mí, cuando me dijeron que tenían
brazo de gitano y después de las experiencias que había tenido con los pollos y
el cerdo, de pronto empecé a preocuparme. Tal sería la cara que puse que
enseguida y entre risas de los tres - Clotilde, Pilar y Lucio - me explicaron
que era un pastel que se llamaba así. Entonces, me quedé más tranquilo, comí
con ellos y probé el pastel.
Luego,
por la tarde, como era frecuente, acompañaba a mis padres y salíamos a dar una
vuelta por el pueblo y a tomar un aperitivo. A veces visitábamos el puerto de
pescadores, donde los barcos estaban pintados con vivos colores. Todo olía
diferente. Olía a mar, a pescado, se sentía la sal y el yodo y el graznido de
las gaviotas que revoloteaban por allí, a ver si pillaban algo. Se veían las
redes por remendar y los aparejos de los barcos.
Pero
aquel día lo que vimos no tenía nada de bucólico. Vimos a mucha gente
vomitando, algunos, incapaces de contener los esfínteres y mi padre se dio
cuenta enseguida de lo que estaba pasando. Todo el pueblo estaba intoxicado por
algo que habían comido. Y en ese momento, yo mismo tenía unas ganas tremendas
de ir al baño y mis padres me dijeron que no me preocupara, que me lo hiciera
allí mismo. Y así fue, pero no me encontré mejor. Regresamos a casa todo lo
aprisa que pudimos, y en el camino, volví a vomitar varias veces. Rápidamente,
el médico que mi padre llevaba dentro (cuatro años de medicina en la
Universidad) se puso a trabajar y enseguida llegó a la conclusión de que el
motivo de la intoxicación fue el brazo de gitano. De hecho, enseguida se corrió
la voz por todo el pueblo y se supo que, el pastelero, ante la avalancha de
visitantes que se preveía para esos días, había preparado los postres con
antelación y era más que probable, que, debido al calor, a una mala
refrigeración o vaya usted a saber qué, el caso es que, sin pretenderlo,
envenenó a todo el pueblo. Como suele ocurrir en estos casos, algunos fueron a
su casa a pedirle explicaciones, pero pronto descubrieron que el pastelero
había ido a visitar a unos parientes que tenía en Siberia y a los que hacía
tiempo no veía.
Yo
recordaba perfectamente tiempo después, cómo estaba hecho fosfatina en la cama,
con cuarenta de fiebre, y veía la cara de preocupación y tristeza del pobre
Lucio, en la puerta de mi habitación, casi al borde de las lágrimas, porque se
sentía culpable, mucho más, porque ninguno de ellos estaba enfermo, mientras mi
padre, le tranquilizaba al bueno de Lucio y le decía que eso era cuestión de buena
suerte o de mala suerte. Mi padre, sin embargo, juraba y perjuraba que si se
encontraba al pastelero lo mataba. El caso es que después de meterme penicilina
en dosis industriales, poco a poco, me fui recuperando y al final salí de
aquello. No hay constancia que el pastelero regresara al pueblo.
De
vez en cuando recibíamos la visita de mi tío Carlos, el que vivía en Lugo, que
era propietario de una tienda que se llamaba LABRA (Lacárcel Bravo) y pasaba
con nosotros el día. Un día hasta me invitó a entrar a ver el partido de fútbol
en el campo. Una de las veces que vino, se trajo un invento suyo que había
sacado de no se sabía dónde. Se trataba de unos “walki talki” que había
fabricado él mismo. Y ahí nos tenías, a mi tío y a mí, andando por la calle y
siendo objeto de los curiosos del lugar, con un aparato enorme pegado a la
oreja y una antena, hablando y escuchando lo que decía el otro, apretando el botón
adecuado y diciendo “cambio” y “corto” hasta que la potencia del transmisor
hacía inaudible al otro.
También
solíamos ir a merendar a un sitio que se llamaba Palmira. Lo de merendar era un
eufemismo, porque aquello era más un festín pantagruélico que comenzaba con una
tortilla de patatas, para ir calentando motores y después continuaba con
mejillones, gambas, sardinas o cualquier clase de marisco o pescado que se les
antojara a los mayores. Y a la hora de pagar, el precio era realmente
irrisorio, según decían ellos.
El
final de cada verano, era para mí una especie de trauma. Después de pasar dos
meses disfrutando de la playa, de los animales del corral, de mis paseos en
burra con Clotilde, de jugar al fútbol y en definitiva de divertirme y pasarlo
bien, volvía a la anodina, aburrida y monótona vida de Madrid. Y eso que
todavía no había empezado a ir al colegio, que eso fue otro trauma.
Después
de pasar tanto tiempo allí, con Lucio, Clotilde, Pilar, Concha y todos los
demás, aparte de regresar negro como un conguito, hablaba con acento gallego y
hasta usaba palabras que oía cada día en gallego, y eso les sorprendía mucho a
los madrileños de las tiendas donde acompañaba a mi madre cuando me arrastraba de
compras con ella.
Aquel
tirón muscular que tuvo mi padre jugando al fútbol en la playa, se convirtió en
un tumor y finalmente tuvo que pasar por el quirófano para que se lo
extirparan. Fue operado en Madrid por el Dr. Tamames. El tumor pesó varios
kilos, pero a pesar de perder gran masa muscular, el médico, consiguió salvar
la pierna, aunque debía llevar una prótesis ortopédica y el coche hubo que
adaptar el pedal del embrague. Desde entonces, mi padre bajaba a la playa, pero
bajaba vestido y nunca se volvió a bañar, ni siquiera a quitarse la camisa.
Pero
el mayor cambio de todos y el que tuvo las peores consecuencias, sobrevino de
golpe, sin previo aviso. Un año, al poco de llegar, escuché por casualidad una
conversación entre mis padres sin que ellos se percataran. Mi padre informó a mamá
que se había notado unos bultos en las axilas y dado sus conocimientos de
medicina, no auguraba nada bueno, aunque en ese momento lo único que le dijo a mi
madre, para no alarmarla, es que debíamos regresar a Madrid
inmediatamente. Y así lo hicimos.
Posteriormente
y durante los dos años siguientes, a mi padre le detectaron un cáncer linfático
en estado de metástasis. Muy probablemente, él era consciente desde el primer
día. En aquel entonces no había más tratamiento para el cáncer que extirpar el
tumor. El problema es que cuando el cáncer está en fase de metástasis los
tumores se multiplican por todo el cuerpo. Así fue como durante los últimos
dieciocho meses de vida de mi padre, le operaron 9 veces. En ocasiones con un
breve intervalo de tiempo de horas, entre una operación y la siguiente.
Al
fallecer mi padre dejamos de ir a Foz. Pero yo, jamás he olvidado a Lucio, a
Clotilde, a Pilar ni a Concha.
Han
pasado más de sesenta años de todo eso y yo sigo siendo para ellos, Carlitos,
el de Madrid. La última vez que fui siendo niño, debía tener cinco o seis años.
Todos ellos entraron en mi vida siendo un niño y no saldrán jamás de mis
recuerdos ni de mi corazón. Forman parte de los únicos recuerdos bellos que tengo
de mi infancia. Porque en Foz, fue feliz, pero en Foz se terminó mi infancia.