Mostrando entradas con la etiqueta Rapadoira.. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Rapadoira.. Mostrar todas las entradas

viernes, enero 10, 2025

Galicia – Capítulo 7 – Foz (Lugo)

De igual forma que nuestro emperador Felipe II dijo aquello de “no he enviado mis naves a luchar contra la naturaleza”, nosotros nada pudimos hacer contra las fuerzas de las meigas en nuestro intento el día anterior de cubrir todos los objetivos que nos habíamos planteado. De ahí, que nuestra sensación no fuera de fracaso (“me encanta hacer planes para saber lo que NO va a ocurrir”), sino más bien de alivio, al salir airosos de tantas pruebas a las que fuimos sometidos.

Cuando llegamos – ya bien anochecido - al hotel Pensua Punta del este, en Carballo, debo decir que me sorprendió gratamente. Por alguna razón esperaba encontrarme algo más rústico, más pueblerino, y de repente me vi en un hotel situado en una verdadera encrucijada de caminos, moderno, con unas instalaciones muy cómodas y unas habitaciones estupendas. Eso sí, lo de la calefacción debía tener truco.

Con todo el ajetreo que llevábamos en el cuerpo no nos quedaban muchas ganas de hacer nada más que quedarnos en la habitación, ver la tele y ponernos a dormir. Debíamos reunir fuerzas para el día siguiente, que teníamos unas dos horas y media o tres de autopista hasta Foz, en Lugo.

La razón de ir a Foz, era la parte sentimental del viaje a Galicia. El objetivo era reencontrarme con un pasado muy lejano que me une, sobre todo, a algunas personas de mi niñez. Quería ver a Pilar. Y si quieres saber quién es Pilar pincha aquí y lo sabrás.

A la mañana siguiente, después de desayunar cambiamos los planes, una vez más, y en vez de ir directamente a Foz, decidimos ir a Malpica. Total, eran 20 minutos.

Yo había estado en Malpica hacía muchos años y tenía un grato recuerdo de aquella visita. El puerto parecía bullir de actividad. Los barcos de pesca se arremolinaban unos junto a otros, mientras en el suelo del muelle, unas mujeres se afanaban en remendar unas redes de pesca utilizando sus manos, mientras que con sus pies desnudos la tensaban. Pero en esta ocasión, no hubo nada de eso. Los barcos de pesca, escasos, estaban amarrados. No se apreciaba ningún tipo de actividad alrededor y por supuesto, de las rederas, no quedaba ni el recuerdo.

Teníamos que cumplir con nuestra cita en Foz y por eso la visita fue fugaz. Pero justo cuando abandonábamos el lugar, mi mujer sugirió que podríamos acercarnos hasta el faro de Punta Nariga. Era el último de nuestra lista de la Costa da Morte y no estaba demasiado lejos. Eso significaría un nuevo retraso con respecto a nuestro plan inicial, pero sólo eran 20 minutos de camino. Veinte de ida y otros tantos de vuelta. La cosa se estaba complicando, pero, aun así, nos dirigimos hacia el dichoso faro.

A medida que nos íbamos acercando al faro los accesos se hacían más y más dificultosos. Aunque el camino estaba asfaltado – más o menos – el trayecto era sinuoso, estrecho, con curvas muy cerradas y cuesta arriba. Parecía que se cumplía una ley no escrita de que acceder a estos lugares debía hacerse por senderos cuyo principal objetivo no era invitar, sino más bien, disuadir la presencia de extraños, todo lo cual, no pareció importarle al conductor del camión del butano con el que casi nos estampamos, porque el hombre debía estar acostumbrado a recorrer aquellas tierras sin encontrarse con nadie y circulaba como si en vez de un camión con bombonas de gas, llevara un coche preparado para rally de montaña, derrapando en las curvas.  

Por fin divisamos una señal que indicaba que el faro estaba a 1 km. Yo no hacía más que mirar el reloj y calcular que después tendría que volar por la A-6 hasta Foz, para no llegar escandalosamente tarde, pues nos esperaban. De repente, en mitad de lo que podríamos llamar carretera, nos encontramos una señal: “camino cortado por obras”.

Mientras daba media vuelta intenté no meter el coche en el campo totalmente enfangado a nuestro flanco izquierdo. Lo último que necesitábamos era quedarnos atrapados en una trampa de barro, en mitad de ninguna parte y probablemente, sin cobertura de móvil.

Mientras daba media vuelta empecé a jurar en arameo y a acordarme de todo el árbol genealógico de los responsables de aquello. ¿Costaba mucho esfuerzo anunciar al principio de aquel laberinto que el acceso al faro estaba cortado?

Meigas 4 – 0 turistas.

Afortunadamente, habíamos iniciado temprano nuestro viaje, así es que, aunque más tarde de lo esperado, llegaríamos a Foz a una hora prudente. Teníamos por delante dos horas y media. Confieso que siempre que podía, pisaba el acelerador. Tenía que recuperar parte del tiempo perdido. Pensé que ya no podíamos tener más fiascos y que los habíamos agotados todos. Me equivoqué. Otra vez.

Justo en la salida clave que debíamos tomar para ir más directos, nos encontramos con la sorpresa de que también la habían cerrado por obras de mejora.

Meigas 5 – 0 turistas.

Derrota por goleada. Y todavía quedaba alguna sorpresa reservada para más adelante.

El GPS ha hecho más replanificaciones que los del Apolo XIII.

Por fin, llegamos a Foz a eso de las 13.30. Todavía teníamos tiempo de charlar, recordar y comer.

Han pasado muchos años desde que aquel niño de apenas seis dejó de veranear en Foz. El niño hace muchos años que peina canas y lleva tiempo jubilado. Aquella Pilar, rubia, alta, de ojos azules y 18 años, se ha convertido en una señora de 83 y operada varias veces de hernias discales, lo que le ha ocasionado problemas de movilidad. Aunque a lo largo de todos estos años nos hemos visto de forma esporádica alguna vez, hay encuentros que ella ya no recuerda. El tiempo los ha cubierto con un suave velo y los ha entremezclado los de unos años con otros.

El aspecto exterior del barrio, conocido entonces como “el de las casas baratas”, no ha variado gran cosa. Las calles siguen siendo igual de estrechas que antaño y no se permite aparcar. La mayoría de los propietarios ha construido una planta superior, transformando por completo el aspecto de las casas.

La casa que yo conocí de niño sólo mantiene las paredes iniciales. Toda la distribución interna de la vivienda nada tiene que ver con la actual y por supuesto, el mobiliario y la atmósfera en general, tampoco.

Del exterior nada ha sobrevivido al paso de los años. El corral donde Clotilde tenía a las gallinas, la cuadra donde estaba la mula, la cochiquera. Todo eso se lo llevó el tiempo y la prosperidad. El patio central, antaño un espacio vacío de tierra, se ha convertido en una casita, en la que, a su espalda, guarda un depósito de gasóleo para la calefacción. Ocupa el mismo espacio físico, pero todo es radicalmente distinto.

Paco y Pilar, nos invitaron a comer a un restaurante que conocen bien porque van casi a diario. Pedimos unas raciones para picar y yo me pedí después algo sencillo, un escalope milanés. Juro por Snoopy que jamás en mi vida había visto un escalope de ese tamaño. Literalmente, no cabía en el plato. Sobresalía por todas partes y si lo intentaba meter dentro lo que se salían eran las patatas fritas. Hice lo que pude, pero no fue suficiente. No fui capaz de comerme la media vaca que me habían puesto. A Pilar le pasó algo parecido. Pidió una chuleta, y lo que le trajeron parecía las costillas de un Brontosaurio de las que se comía Pedro Picapiedra. Al final de la comida, se la envolvieron para llevar a casa, algo a lo que, al parecer, estaban acostumbrados en ese restaurante.

Tras el ágape Paco nos dio un paseo en coche por el pueblo para que viéramos en qué se había convertido.

Lo que antaño fue un puerto pesquero en efervescencia, ahora estaba abarrotado de embarcaciones de recreo. El muelle donde antes se descargaban las toneladas de pescado para llevarlas a la lonja, ahora servía como espacio para las fiestas y verbenas populares, con atracciones, puestos de comida y orquestas.

Hasta la playa, como tal, también sufrió modificaciones. La Rapadoira la hicieron más grande prolongando el espigón del faro y – de paso- eliminaron unas rocas enormes que robaban espacio al arenal, que era, por cierto, donde solíamos ponernos nosotros. El paseo marítimo, los bares y restaurantes frente a la playa, los bloques de pisos en primera línea, los aparcamientos para los vehículos. Nada de eso existía. Y lo que en su momento era sólo un promontorio, un terreno salvaje a la izquierda de la playa conocido como el “Prado de Ramos”, ahora contiene una serie de urbanizaciones con unas envidiables vistas al mar, incluido un hotel SPA de 4 estrellas. 

Foz hace ya mucho tiempo que – afortunadamente – dejó de ser aquel pueblito de pescadores para convertirse en un polo de atracción vacacional en verano, que, a decir de los lugareños, transforma la apacible vida de sus habitantes en un sinvivir, porque no se puede circular con el coche y si uno quiere comer o cenar en un restaurante, debe reservar con días de antelación. La masificación ha traído la bonanza económica. Todo tiene un precio.

Nuestra visita tocaba a su fin. Sin embargo, aún tuvimos tiempo de tomarnos un último café, situado entre el espigón y el puerto, mientras a través de los cristales veíamos esconderse los últimos rayos de sol. Tocaba regresar a nuestro coche y dirigirnos al Parador Nacional de Santo Estevo. Otras dos horas y media o tres de camino por carretera y de noche.

El único recuerdo que guardo de esta entrañable visita es una foto tomada en el restaurante donde comimos los cuatro. El resto de las imágenes son las que perviven en mi memoria.

RAIOLA NETWORKS

11º Aniversario de Raiola Networks