Qué mejor forma de terminar una serie que con el capítulo XIII.
1973 significaba el principio de mi
anhelado punto y final a esa larga estancia en ese campo de concentración al
que llamaban colegio.
Como ya he dicho anteriormente,
si algo aprendí de los curas a lo largo de doce años fue su inquebrantable
deseo de domeñar las voluntades de quienes ofrecían resistencia a su concepto
de educación, autoridad y formación del espíritu. Eso y una nada disimulada
obsesión por la venganza para hacer pagar de una manera u otra las afrentas. Y
sé bien de lo que hablo.
“El Gorila”, el cura sin la más
mínima capacidad didáctica, ni empatía, ni respeto por ninguno de sus
estudiantes, el mismo que tuve que sufrir un año antes, se tomó cumplida
venganza contra mí en este curso último de COU. De entre las asignaturas
optativas que podía elegir, yo había seleccionado matemáticas porque las iba a
necesitar en mis futuros estudios de Informática. Por desgracia, él era quien
impartía esa materia y claro, habló con el director del centro – que, para más
inri, era su propio hermano – y entre ambos me “aconsejaron” que no eligiera
esa asignatura argumentando que mi nivel no era el más adecuado. Vamos, que
estaba sólo un peldaño por encima de Forest Gump.
El caso es que, a pesar de tener
que soportar al “gorila” otra vez, tenía tanto interés en asistir a las clases
e insistí tanto, que al final el gorila y su hermano, el director, accedieron a
“hacerme el favor” de permitir acudir a las clases como oyente. La mala noticia
era que esas clases comenzaban a las 08.00 de la mañana, lo que significaba un
madrugón importante. Pero estaba dispuesto a todo.
Las clases comenzaron y yo, como
siempre, estaba como un clavo, cada mañana, a la hora señalada sentado en mi
sitio en la última fila de la clase. Y todo fue razonablemente bien hasta que
un día levanté la mano para preguntar algo. “El gorila” me vio y pasó de mí. Y
yo mantuve la mano levantada. La mantuve levantada durante una hora. Y no pude
formular la pregunta, que, por otra parte, ya se me había olvidado. Mensaje
captado. No volví a esa clase. Los oyentes no tenían derecho a participar
activamente en esa clase. Hubiera dado lo mismo si me hubieran entregado un
vídeo.
Lo más irónico del asunto fue
que, en esa época, todavía no existía la carrera universitaria de informática
como tal. Había un organismo (Instituto de Informática) situado en la calle
Vitruvio, de Madrid, que impartía una formación mucho más ajustada a un perfil
de FP, - muy práctico-, que al de un universitario, y las matemáticas no era
una de las asignaturas principales. Primaban más los lenguajes de programación.
Pensando en informática, otra de
las asignaturas a las que me dejaron apuntarme fue a inglés. Hasta entonces el
idioma por excelencia del colegio era el francés, por ser ese el origen de la
institución. El francés es un idioma muy fino y muy elegante, pero en
informática, no sirve para nada. Así es que tenía que aprender inglés y esa fue
una gran oportunidad.
No recuerdo el nombre del
profesor, un seglar con aspecto de profesor chiflado, con poco pelo, gafas
oscuras, muy agradable, muy educado, todo lo cual representaba una auténtica
novedad. Sí que me acuerdo de dos detalles. Uno de ellos era el nombre del
libro que usamos: “inglés para españoles” del autor Basil Potter. El otro
detalle, simpático, era la forma en la que el profesor usaba mi apellido. Lo
pronunciaba al más puro estilo Eaton.
Un poco antes de las Navidades de
ese año, una noticia conmocionó a España. El 20 de diciembre de 1973
la banda terrorista ETA asesinó con una bomba al almirante Luis Carrero Blanco,
presidente del Gobierno. Las vacaciones de Navidad se adelantaron un par de
días.
En general fue el curso más
apacible de todos, diría yo. Sólo había clases por las mañanas, lo que te
dejaba llevar una vida sin tanto estrés y con tiempo para hacer los deberes.
Recuerdo que había días que la primera clase la tenía a las diez de la mañana y
a las 13.30 o las 14.00, no lo recuerdo - nos íbamos a casa.
En junio de 1974, después de los
exámenes correspondientes y de aprobarlos, por fin pude cumplir la promesa que
le hice a aquel niño mi primer día de colegio doce años atrás:
¾
Dentro de doce años, abandonaré este colegio y
no volveré jamás.
Así fue como terminó una etapa
fundamental en mi formación. Una etapa en la que destacaría el acoso sistémico
que sufrí por parte de la tribu de los “sotánicos” durante años, que me llevó a
somatizar un principio de úlcera de estómago.
Esto tuvo dos grandes
consecuencias. La principal de este traumático, largo, intenso y tóxico
período, fue la formación de un carácter refractario a todo tipo de abusos de
autoridad, arbitrariedades, injusticias o faltas de respeto.
Ayer por la noche, veía a Luz
Casal en el programa de Bertín “Esta es tu casa”, y decía – y con toda la razón
– que en general vivimos en una sociedad en la que al que se distingue del
resto por la razón que sea, se le persigue, se le acosa, se intenta apartarle
del grupo. Y tiene razón. Creo que está en la condición de cada especie, no
sólo en la humana. Estoy seguro que entre los chimpancés, los leones o las
ranas, también debe haber algo parecido. Y eso es exactamente lo que yo tuve
que padecer durante doce años. Un acoso sistémico por intentar doblegar mi
voluntad, algo que probablemente, sucedió con algunos de mis compañeros, que
simplemente, se acomodaron para vivir mejor, mientras, al mismo tiempo, a otros
les supuso una fractura total de sus esquemas todavía en formación. Algunos de
mis compañeros terminaron por abandonar el colegio y marcharse a otros centros
y su tuvimos la ocasión de volver a verlos, se felicitaban de haberlo hecho.
Después de muchos años intenté
reflexionar sobre este tipo de comportamientos. He intentado comprender la
lógica de sus órdenes y el sentido de sus castigos y al final, he llegado a la
conclusión de que había una especie de ley no escrita, según la cual, en las
aulas debían fabricarse muchachos dóciles, listos y trabajadores; gente
obediente, que no pensara demasiado y que no preguntara el porqué, al tiempo que
había que doblegar de la manera que fuera, a todo aquel que planteara cualquier
tipo de inconveniencia, problema o simplemente se atreviera a poner en duda su
autoridad, su jerarquía o la justicia de sus decisiones.
La segunda consecuencia a la que
hacía referencia más arriba, fue la de descubrir que, si en lugar de callarme
lo que me atormentaba, lo soltaba por la boca, no tendría más úlceras de
estómago, y desde entonces, procuro cuidar mi salud. Pero en esta vida, no hay
nada gratis. Tan sólo se trata de aceptar el precio.
Finalmente, aquella promesa que
me hice a mí mismo el primer día de colegio “dentro de doce años, abandonaré
este colegio y no volveré jamás”, ese día llegó. Aunque he de confesar que no
cumplí del todo la promesa. La verdad es que volver, sí que volví, pero sólo
para jugar al fútbol en un torneo entre curas y los de la tercera edad. Corría
el año 2000 o así.
Pero esa es otra historia.