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sábado, julio 08, 2023

Sinatra y mis recuerdos (XIII) (y último)

Qué mejor forma de terminar una serie que con el capítulo XIII.

1973 significaba el principio de mi anhelado punto y final a esa larga estancia en ese campo de concentración al que llamaban colegio.

Como ya he dicho anteriormente, si algo aprendí de los curas a lo largo de doce años fue su inquebrantable deseo de domeñar las voluntades de quienes ofrecían resistencia a su concepto de educación, autoridad y formación del espíritu. Eso y una nada disimulada obsesión por la venganza para hacer pagar de una manera u otra las afrentas. Y sé bien de lo que hablo.

“El Gorila”, el cura sin la más mínima capacidad didáctica, ni empatía, ni respeto por ninguno de sus estudiantes, el mismo que tuve que sufrir un año antes, se tomó cumplida venganza contra mí en este curso último de COU. De entre las asignaturas optativas que podía elegir, yo había seleccionado matemáticas porque las iba a necesitar en mis futuros estudios de Informática. Por desgracia, él era quien impartía esa materia y claro, habló con el director del centro – que, para más inri, era su propio hermano – y entre ambos me “aconsejaron” que no eligiera esa asignatura argumentando que mi nivel no era el más adecuado. Vamos, que estaba sólo un peldaño por encima de Forest Gump.

El caso es que, a pesar de tener que soportar al “gorila” otra vez, tenía tanto interés en asistir a las clases e insistí tanto, que al final el gorila y su hermano, el director, accedieron a “hacerme el favor” de permitir acudir a las clases como oyente. La mala noticia era que esas clases comenzaban a las 08.00 de la mañana, lo que significaba un madrugón importante. Pero estaba dispuesto a todo.

Las clases comenzaron y yo, como siempre, estaba como un clavo, cada mañana, a la hora señalada sentado en mi sitio en la última fila de la clase. Y todo fue razonablemente bien hasta que un día levanté la mano para preguntar algo. “El gorila” me vio y pasó de mí. Y yo mantuve la mano levantada. La mantuve levantada durante una hora. Y no pude formular la pregunta, que, por otra parte, ya se me había olvidado. Mensaje captado. No volví a esa clase. Los oyentes no tenían derecho a participar activamente en esa clase. Hubiera dado lo mismo si me hubieran entregado un vídeo.

Lo más irónico del asunto fue que, en esa época, todavía no existía la carrera universitaria de informática como tal. Había un organismo (Instituto de Informática) situado en la calle Vitruvio, de Madrid, que impartía una formación mucho más ajustada a un perfil de FP, - muy práctico-, que al de un universitario, y las matemáticas no era una de las asignaturas principales. Primaban más los lenguajes de programación.

Pensando en informática, otra de las asignaturas a las que me dejaron apuntarme fue a inglés. Hasta entonces el idioma por excelencia del colegio era el francés, por ser ese el origen de la institución. El francés es un idioma muy fino y muy elegante, pero en informática, no sirve para nada. Así es que tenía que aprender inglés y esa fue una gran oportunidad.

No recuerdo el nombre del profesor, un seglar con aspecto de profesor chiflado, con poco pelo, gafas oscuras, muy agradable, muy educado, todo lo cual representaba una auténtica novedad. Sí que me acuerdo de dos detalles. Uno de ellos era el nombre del libro que usamos: “inglés para españoles” del autor Basil Potter. El otro detalle, simpático, era la forma en la que el profesor usaba mi apellido. Lo pronunciaba al más puro estilo Eaton.

Un poco antes de las Navidades de ese año, una noticia conmocionó a España. El 20 de diciembre de 1973 la banda terrorista ETA asesinó con una bomba al almirante Luis Carrero Blanco, presidente del Gobierno. Las vacaciones de Navidad se adelantaron un par de días.

En general fue el curso más apacible de todos, diría yo. Sólo había clases por las mañanas, lo que te dejaba llevar una vida sin tanto estrés y con tiempo para hacer los deberes. Recuerdo que había días que la primera clase la tenía a las diez de la mañana y a las 13.30 o las 14.00, no lo recuerdo - nos íbamos a casa.

En junio de 1974, después de los exámenes correspondientes y de aprobarlos, por fin pude cumplir la promesa que le hice a aquel niño mi primer día de colegio doce años atrás:

¾     Dentro de doce años, abandonaré este colegio y no volveré jamás.

Así fue como terminó una etapa fundamental en mi formación. Una etapa en la que destacaría el acoso sistémico que sufrí por parte de la tribu de los “sotánicos” durante años, que me llevó a somatizar un principio de úlcera de estómago.

Esto tuvo dos grandes consecuencias. La principal de este traumático, largo, intenso y tóxico período, fue la formación de un carácter refractario a todo tipo de abusos de autoridad, arbitrariedades, injusticias o faltas de respeto.

Ayer por la noche, veía a Luz Casal en el programa de Bertín “Esta es tu casa”, y decía – y con toda la razón – que en general vivimos en una sociedad en la que al que se distingue del resto por la razón que sea, se le persigue, se le acosa, se intenta apartarle del grupo. Y tiene razón. Creo que está en la condición de cada especie, no sólo en la humana. Estoy seguro que entre los chimpancés, los leones o las ranas, también debe haber algo parecido. Y eso es exactamente lo que yo tuve que padecer durante doce años. Un acoso sistémico por intentar doblegar mi voluntad, algo que probablemente, sucedió con algunos de mis compañeros, que simplemente, se acomodaron para vivir mejor, mientras, al mismo tiempo, a otros les supuso una fractura total de sus esquemas todavía en formación. Algunos de mis compañeros terminaron por abandonar el colegio y marcharse a otros centros y su tuvimos la ocasión de volver a verlos, se felicitaban de haberlo hecho.

Después de muchos años intenté reflexionar sobre este tipo de comportamientos. He intentado comprender la lógica de sus órdenes y el sentido de sus castigos y al final, he llegado a la conclusión de que había una especie de ley no escrita, según la cual, en las aulas debían fabricarse muchachos dóciles, listos y trabajadores; gente obediente, que no pensara demasiado y que no preguntara el porqué, al tiempo que había que doblegar de la manera que fuera, a todo aquel que planteara cualquier tipo de inconveniencia, problema o simplemente se atreviera a poner en duda su autoridad, su jerarquía o la justicia de sus decisiones.

La segunda consecuencia a la que hacía referencia más arriba, fue la de descubrir que, si en lugar de callarme lo que me atormentaba, lo soltaba por la boca, no tendría más úlceras de estómago, y desde entonces, procuro cuidar mi salud. Pero en esta vida, no hay nada gratis. Tan sólo se trata de aceptar el precio.

Finalmente, aquella promesa que me hice a mí mismo el primer día de colegio “dentro de doce años, abandonaré este colegio y no volveré jamás”, ese día llegó. Aunque he de confesar que no cumplí del todo la promesa. La verdad es que volver, sí que volví, pero sólo para jugar al fútbol en un torneo entre curas y los de la tercera edad. Corría el año 2000 o así.

Pero esa es otra historia.

 

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