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jueves, marzo 27, 2025

Tambores de guerra.

Desde hace algunas semanas los ecos de los tambores anunciando la guerra recorren la vieja Europa de una esquina a otra. Quién nos iba a decir a los europeos que nos íbamos a ver a las puertas de una nueva guerra. Y eso, a pesar de que los mensajes de los expertos vienen avisando de ello desde hace tiempo. Concretamente desde que en 2014 Putin decidió invadir parte de Ucrania como paso previo para la guerra total que desató después.




Pero el tema de las alarmas, de los avisos, de las advertencias, funcionan sólo en base a la distancia que hay con respecto a la supuesta amenaza.

La amenaza es bien sabido, que es Rusia. Por eso, una encuesta reciente ha dejado muy claro que aquellos países que están más cerca de la frontera con su belicoso vecino, están mucho más concienciados y preocupados que lo que podamos estar en Cáceres, por poner un ejemplo.

Al poco de iniciarse la guerra de Ucrania tuve la ocasión de conocer a un señor finlandés. Era un señor ya mayor que, como muchos otros, había decidido construirse su residencia definitiva en Marbella. Como Finlandia tiene unos 1.300 kms de frontera directa con Rusia, y este caballero no era el primero que me encontraba con ganas de salir huyendo de allí, pues hablamos del asunto de la guerra y su respuesta, me dejó bien claro, el fino humor nórdico. El señor me dijo «nosotros en Finlandia, hemos aprendido una frase en ruso, cuya traducción viene a ser algo así: ¡levanta las manos, hijo de puta!».

Sin duda alguna la cercanía a la fuente del problema determina el grado de preocupación y la rapidez y contundencia a la hora de tomar medidas, sean del tipo que sean. Esto hace que tanto los países bálticos como Finlandia – cada vez veo más coches con matrículas de esos países circulando por aquí –– países que comparten frontera con Rusia, o esos otros como Suecia o Polonia, que aunque no tienen frontera directa están a un tiro de misil del oso loco, hayan adoptado medidas, tales como, asegurarse un espacio protegido o agenciarse un kit de supervivencia, que incluye tabletas de yodo para poder resistir las primeras 72 horas después de un ataque, supuestamente nuclear, porque si no fuera así, lo de las tabletas de yodo no tendría sentido.  

Este tipo de medidas a los españoles nos puede parecer una exageración. Aquí, ahora mismo estamos a otras cosas. Aquí, en esta adormecida, anonadada y aletargada España, estupefacta por los infinitos casos de corrupción que afectan al gobierno, al PSOE, al presidente y a su familia, nos sorprende mucho más esta actualidad que la de empezar a buscar un bunker en el que meternos cuando suenen las sirenas. Y ya hay empresas que los están fabricando.

Y tarde o temprano las sirenas van a sonar y entonces, recordaremos lo familiar que se volvió escucharlas cuando nos lo contaban en los telediarios que se emitían desde Kiev.

La amenaza es tan a corto plazo y tan seria, que ya se está hablando de organizar una fuerza europea que, por primera vez en su historia, sea un frente común y unido contra un agresor, en lugar de lo que ha sido a lo largo de la historia: una fuente de conflictos bélicos de unos contra otros.

Pero a ese inexistente pero necesario ejército, hay que armarlo. Y, también por primera vez en muchos años, Europa no puede contar con la sempiterna ayuda de los EE.UU. Es más, ahora mismo, EE.UU. es parte del enemigo porque se ha declarado amigo de Rusia, de Putin, y enemigo de Europa a quien acusa de modo falaz, de haberse aprovechado de los EE.UU. Un patético argumento con el que pretende fundamentar su incomprensible cambio de bando, similar al que ya usaron en distintos momentos de su historia como cuando la guerra de Cuba contra España o la supuesta agresión a un navío norte americano en el Golfo de Tonkin, lo que sirvió de excusa para la Guerra de Vietnam.

Como en todo proceso prebélico los sucesos se van produciendo a mayor velocidad de la que somos capaces de asimilar.

De repente, el secretario general de la OTAN nos advierte públicamente que lanzar un misil contra Varsovia o contra Madrid, es sólo cuestión de 10 minutos. Así es que me temo que, ante esta incontrovertible realidad, el supuesto argumento de la distancia y de la seguridad ha saltado por los aires. Ya no es válido ese argumento que utilizan algunos aduciendo que “esa guerra no es la nuestra”. Hoy no hay distancia que garantice la seguridad de nadie y, por tanto, en realidad, da igual que vivamos en Cádiz, provincia donde se encuentra el municipio de Rota y su base naval hispano-americana, o en Kiev. Sólo es cuestión de tiempo; de poco tiempo.

Por otra parte, como en todo proceso caótico, surgen diferentes tipologías de individuos defendiendo las posturas más dispares.

Están los supuestos pacifistas, enemigos a ultranza del rearme de la Unión Europea, de una supuesta carrera armamentística, etc. etc. etc. En primer lugar, no recuerdo haber escuchado a ninguno cuando Rusia atacó el este de Ucrania en 2014. Ni tampoco cuando se desató la guerra total hace unos años. Me pregunto si cuando escuchen las sirenas advirtiendo de un ataque con drones o misiles van a salir corriendo en busca del bunker más cercano o se quedarán en la calle lanzando sus soflamas pacifistas.

Es como si un individuo pensara que, si se encuentra en mitad de la Sabana africana con un león hambriento, éste no se lo iba a comer, por la sencilla razón de que el hombre es vegetariano.

Y aunque pueda parecer una broma de mal gusto, también están los ecologistas. Éstos surgen para protestar por la posible explotación de diversas minas distribuidas por toda España, que pueden proporcionar minerales indispensables para la fabricación de armas con las que poder dotar a los que nos vayan a defender, pertenezcan a un solo ejército o a los 26 (Hungría no cuenta).

Argumentan que dicha explotación dañaría el medio ambiente. Suena a broma que ante la clara amenaza de que no haya supervivientes en una zona atacada, alguno se preocupe por el medio ambiente. Otros a los que me gustaría preguntar qué harán cuando oigan las sirenas.

Y mientras tanto, el caos se va expandiendo lenta pero inexorablemente: ¿Hay que enviar soldados? ¿Cuántos? ¿Con qué objetivos? ¿Qué país? ¿Con qué armas? ¿Cómo se va a financiar?

Hace cinco años nadie nos advirtió del peligro del COVID a pesar de que el gobierno había sido oficialmente notificado por la OMS. Es más, se nos dijo que en España habría “un caso o dos” y que se irían tomando medidas sobre la marcha.

No soy capaz de imaginar cuán lejos huiría Sánchez ante un ataque, si cuando le tiraron un palo en Paiporta corrió como si alguien tuviera la lepra. En la Guerra Civil, sus colegas se fueron a Valencia y alguno, después, a México, bien pertrechado con parte del oro que robaron del Banco de España.  

Y los tambores de guerra continúan enviando un mensaje inequívoco: habrá guerra.

viernes, enero 27, 2023

Frío.

Hace frío en España. En el norte la nieve se acumula en las montañas y las personas y negocios que dependen de ella se frotan las manos, en un gesto que cumple un doble objetivo: calentarlas y prever beneficios. Mientras tanto, los demás, aquellos cuyos ingresos no dependen del blanco elemento, se afanan en sobrellevar las incomodidades como mejor pueden. Los conductores, los peatones, los servicios públicos de transporte, los ganaderos, los agricultores, los vendedores ambulantes, los trabajadores al aire libre…

Algunos, que nunca han visto de cerca la nieve, aprovechan para jugar y disfrutar de ella. En sus países de origen, la nieve es tan extraña como tomarse una cerveza con un marciano. Otros, sin embargo, corren prestos a calzarse sus botas, sus tablas de esquí, para pasar el día deslizándose por las laderas de sus estaciones favoritas.

Imagino que cuando estamos en casa calentitos, viendo la tele y las últimas informaciones acerca de la guerra de Ucrania, más de uno pensará “Dios mío, si aquí hace este frío, cómo lo estará pasando esa pobre gente”. Y sí, seguro que lo están pasando mal. Como siempre, como en todas las guerras. Pero una cosa es cierta: no es necesario viajar a remotos lugares para encontrar gente que vive en condiciones penosas. Aquí en España hay miles, tal vez millones de personas que pasan necesidad. Que tienen hambre, que tienen frío.

Según los últimos datos estadísticos hay más de 1.000.000 de familias sin ingresos de ningún tipo. ¿Alguien puede imaginarse lo que deben sentir esas personas cuando un día tras otro ven que no tienen dinero para pagarse un techo, un plato de comida, unos zapatos, un abrigo, comida para sus hijos…? Y, sin embargo, los hay.

En España, en esta España del siglo xxi, siguen existiendo las colas del hambre, una situación que no se debe exclusivamente a un único factor, como la escasez de los alimentos, sino a un cúmulo de factores que se superponen unos a otros y que van pesando como una losa en los más desfavorecidos. Los bancos de alimentos, otrora rebosantes de productos, se ven incapaces de abastecer la enorme demanda que padecen.

El precio de los alquileres se ha vuelto inasequible para una mayoría de la población y no se debe – tal y como quieren hacernos creer algunos – al ansia desmedida de los propietarios en conseguir beneficios inmorales.

Y qué decir de las hipotecas. A veces se han encarecido 200,300 o 600 euros más, cada mes.

El precio de la energía está obligando a miles de familias a renunciar a la posibilidad de calentarse en sus casas, suponiendo que tengan casa. Un aumento de los precios que ya venía produciéndose mucho antes de la guerra de Ucrania y que, como siempre, venía afectando a los más pobres, a los ancianos, a los de las pensiones más bajas, a las familias inmigrantes, sí, pero también a las familias españolas cuyos miembros están en paro.

Y es aquí adonde quería llegar. Porque en esta España del siglo xxi, en esta España de la que el gobierno de Sánchez presume de lo bien que va, hay gente, hay personas, ahora mismo, que pasan frío. Mi amiga M, por ejemplo, me envió ayer una foto en la que abrigada como si fuera a hacer una travesía por el Polo Norte, intentaba no pasar demasiado frío en su casa de Madrid.

Imagino que escuchó muy atenta los sabios consejos de la ministra María Jesús Montero, cuando decía en televisión que si la gente tenía frío que se pusieran un edredón más gordo. A eso lo llaman gobierno de progreso.

Mi amiga M, está en paro. Mujer, pasados los 50, divorciada, y sin trabajo. Al menos, su hija tiene empleo y se ha independizado, lo que representa una carga menos. Pero ella, en la casa que ella misma ha pagado con su esfuerzo y su trabajo – su ex marido tampoco colaboró en esa tarea – pasa frío. No puede encender la calefacción, porque no puede afrontar el gasto. En su caso, si las relaciones familiares fueran diferentes, tal vez sus hermanos podrían hacer frente a esas contingencias, pero no es el caso. Así es que M, pasa frío. No es ucraniana, no es inmigrante, no es una analfabeta. Es licenciada en matemáticas. Ha trabajado desde los 18 años, pero su pecado es haber nacido temprano.

Mientras algunas analfabetas funcionales disfrutan de sueldos indecentes, se sientan en el Consejo de Ministros, visten con firmas de diseño y dan lecciones de cómo tienen que vivir los demás, mi amiga M, pasa frío. No tiene ingresos porque ya se le han terminado los subsidios y no tiene derecho a más porque era autónoma. Otra carga más.

Así es que cuando tengas frío, cuando veas la predicción del tiempo en TV, cuando veas que en Ucrania están a muchos grados bajo cero, compadécete de ellos, pero no te olvides que es posible que tu vecino esté en parecidas circunstancias: pasando hambre y frío.