Hace frío en España. En el norte la nieve se acumula en las montañas y las personas y negocios que dependen de ella se frotan las manos, en un gesto que cumple un doble objetivo: calentarlas y prever beneficios. Mientras tanto, los demás, aquellos cuyos ingresos no dependen del blanco elemento, se afanan en sobrellevar las incomodidades como mejor pueden. Los conductores, los peatones, los servicios públicos de transporte, los ganaderos, los agricultores, los vendedores ambulantes, los trabajadores al aire libre…
Algunos, que nunca han visto de
cerca la nieve, aprovechan para jugar y disfrutar de ella. En sus países de
origen, la nieve es tan extraña como tomarse una cerveza con un marciano. Otros,
sin embargo, corren prestos a calzarse sus botas, sus tablas de esquí, para
pasar el día deslizándose por las laderas de sus estaciones favoritas.
Imagino que cuando estamos en
casa calentitos, viendo la tele y las últimas informaciones acerca de la guerra
de Ucrania, más de uno pensará “Dios mío, si aquí hace este frío, cómo lo
estará pasando esa pobre gente”. Y sí, seguro que lo están pasando mal. Como
siempre, como en todas las guerras. Pero una cosa es cierta: no es necesario
viajar a remotos lugares para encontrar gente que vive en condiciones penosas.
Aquí en España hay miles, tal vez millones de personas que pasan necesidad. Que
tienen hambre, que tienen frío.
Según los últimos datos
estadísticos hay más de 1.000.000 de familias sin ingresos de ningún tipo.
¿Alguien puede imaginarse lo que deben sentir esas personas cuando un día tras
otro ven que no tienen dinero para pagarse un techo, un plato de comida, unos
zapatos, un abrigo, comida para sus hijos…? Y, sin embargo, los hay.
En España, en esta España del
siglo xxi, siguen existiendo las colas del hambre, una situación que no se debe
exclusivamente a un único factor, como la escasez de los alimentos, sino a un
cúmulo de factores que se superponen unos a otros y que van pesando como una
losa en los más desfavorecidos. Los bancos de alimentos, otrora rebosantes de
productos, se ven incapaces de abastecer la enorme demanda que padecen.
El precio de los alquileres se ha
vuelto inasequible para una mayoría de la población y no se debe – tal y como
quieren hacernos creer algunos – al ansia desmedida de los propietarios en
conseguir beneficios inmorales.
Y qué decir de las hipotecas. A
veces se han encarecido 200,300 o 600 euros más, cada mes.
El precio de la energía está
obligando a miles de familias a renunciar a la posibilidad de calentarse en sus
casas, suponiendo que tengan casa. Un aumento de los precios que ya venía
produciéndose mucho antes de la guerra de Ucrania y que, como siempre, venía
afectando a los más pobres, a los ancianos, a los de las pensiones más bajas, a
las familias inmigrantes, sí, pero también a las familias españolas cuyos
miembros están en paro.
Y es aquí adonde quería llegar. Porque
en esta España del siglo xxi, en esta España de la que el gobierno de Sánchez
presume de lo bien que va, hay gente, hay personas, ahora mismo, que pasan
frío. Mi amiga M, por ejemplo, me envió ayer una foto en la que abrigada como
si fuera a hacer una travesía por el Polo Norte, intentaba no pasar demasiado
frío en su casa de Madrid.
Imagino que escuchó muy atenta
los sabios consejos de la ministra María Jesús Montero, cuando decía en
televisión que si la gente tenía frío que se pusieran un edredón más gordo. A
eso lo llaman gobierno de progreso.
Mi amiga M, está en paro. Mujer,
pasados los 50, divorciada, y sin trabajo. Al menos, su hija tiene empleo y se
ha independizado, lo que representa una carga menos. Pero ella, en la casa que
ella misma ha pagado con su esfuerzo y su trabajo – su ex marido tampoco
colaboró en esa tarea – pasa frío. No puede encender la calefacción, porque no
puede afrontar el gasto. En su caso, si las relaciones familiares fueran
diferentes, tal vez sus hermanos podrían hacer frente a esas contingencias,
pero no es el caso. Así es que M, pasa frío. No es ucraniana, no es inmigrante,
no es una analfabeta. Es licenciada en matemáticas. Ha trabajado desde los 18
años, pero su pecado es haber nacido temprano.
Mientras algunas analfabetas
funcionales disfrutan de sueldos indecentes, se sientan en el Consejo de
Ministros, visten con firmas de diseño y dan lecciones de cómo tienen que vivir
los demás, mi amiga M, pasa frío. No tiene ingresos porque ya se le han
terminado los subsidios y no tiene derecho a más porque era autónoma. Otra
carga más.