sábado, abril 12, 2014

El General Custer y la nevera



Se llamaba Juan, pero le pusimos el apodo de Johnny Walker, aunque también era conocido por el General Custer. Lo de General Custer, se lo pusimos basados en una película de Dustin Hoffman, que aquí en España se llamó “Pequeño gran hombre”. En ella, Dustin Hoffman hacía de explorador y en un momento de la peli, sirvió a las órdenes del Gral. Custer.  En la película, el General, aparece con un penacho de plumas enorme y grotesco, adornando su sombrero militar, al tiempo que sobre la pechera, lucía toda clase de condecoraciones y chatarra inimaginable. Ese aire de pomposo fútil, era el que emanaba de Johnny Walker, incluso en los escasos momentos en los que se encontraba sobrio.

El aspecto desaliñado, era algo cotidiano. Con pinta de no saber el significado de la palabra peine, solía llevar los puños de las camisas desabrochados, el forro de las americanas de color rojo, la panza sobresaliendo ampliamente por encima del cinturón, la corbata a la altura del ombligo y los botones de arriba de la camisa desabrochados, lo que además de dejar ver la pelambrera indecorosa de su intimidad, mostraba sin demasiado recato, un colgante, a modo de collar, que quería simular de oro, al más puro estilo Jesús Gil. Aunque todavía no se había inventando, Johnny Walker, era el vivo retrato de Torrente, el brazo tonto de la ley y probablemente, bastante más lerdo que el propio personaje.

Pero tenía el poder. Nadie sabía por qué, ni siquiera el cómo, pero lo cierto es que, méritos supuestos aparte, era el jefe. Y su poder, lo ostentaba de modo omnímodo, como si de Nerón se tratara.

En aquellos años, en todos los centros de cálculo existentes en España, existían una enormes impresoras, con las – por ejemplo – Telefónica imprimía cada mes las facturas de sus millones de abonados. De igual forma, multitud de usuarios internos, utilizaban esos servicios centralizados de impresión, usando para ello, cientos y miles de hojas, que una vez analizadas convenientemente, o era enviadas a quien procediera o bien, eran desechadas por no útiles. Ese papel impreso e inservible, se iba almacenando en cajas, hasta que en algún momento, - tanto por razones de seguridad como por de capacidad física -, se tomaba la decisión de desprenderse de todo ese material inservible.

Había la costumbre generalizada de que todo ese papel sobrante, que habían escupido sin cesar las gigantescas impresoras de la instalación, se vendiera al peso a unas empresas que se encargaban de su recogida, pesaje y compra, para después, hacerlo desaparecer. En aquellos años, no existía la Ley de Protección de Datos, ni las empresas de reciclaje ni siquiera el concepto. Así es que la medida de desprenderse de todo ese papel, era al tiempo una decisión de seguridad – tener tanto papel almacenado era un riesgo en sí mismo – y un avance en lo que posteriormente se conocería como conciencia cívica o de reciclaje.

El fruto de la venta de ese material, era comúnmente aceptado que quedaba en poder de los operarios que se dedicaban a trabajar directamente con él, es decir, de aquellos que día tras día, acarreaban físicamente con esas pesadas cajas, colocaban el papel original en las impresoras para ser impreso y apilaban posteriormente y con cuidado, las cajas con el papel inservible. El importe de la venta de esas cantidades de papel reciclado, se iba guardando en una cuenta corriente, abierta única y exclusivamente para tal fin, y en la que los trabajadores más antiguos del departamento y que eran al mismo tiempo, los más respetados, ostentaban la firma para poder operar. Luego, en un momento determinado cuando el dinero depositado en la cuenta empezaba a ser respetable, se procedía a organizar una cena de todos los compañeros. Cena en la que, por supuesto, todos los gastos estaban sufragados por dicha cuenta. Era “la cena del papel”, un sencillo acto de auto homenaje, que la última escala laboral de las empresas, se auto otorgaban a sí mismos en clave de recompensa por sus esfuerzos (literalmente).

Lo normal era que a la mencionada cena, fueran sólo los “curritos”, los esclavos, la chusma, la plebe. Pero en cuanto los “señoritos” empezaron a tener noticias de este tipo de eventos, empezaron también a cambiar las costumbres.

Para empezar, fueron ellos mismos los que comenzaron a auto invitarse, con la excusa de que era un momento de confraternizar “con los del sub mundo”. Yo siempre he creído que si no lo haces a diario, hacerlo un día al año o dos, no va a mejorar la relación. Antes al contrario, el normal de los mortales, les consideraba un estorbo, unos entrometidos y unos caraduras, por auto invitarse a un evento que se consideraba exclusivo de los “gladiadores” y no parecía tener sentido invitar también a los leones a la misma mesa.

Pero ahí no quedó la cosa. Con el tiempo, a medida que las “cenas del papel” se fueron instituto-nacionalizando, los propios “amos”, comenzaron a jugar sus propias cartas. Y fue así como un día, nos encontramos por sorpresa con que a la fiesta, se había apuntado el Director General de la empresa, invitado por Johnny Walker, que antes de empezar a cenar, ya hacía los honores a su apodo.

No era un mal tipo el Director General. Era un tipo educado, inteligente, accesible, abierto, sociable, y sabía hacer su papel de embaucador de voluntades. Solía apuntarse todos los años al torneo de tenis que se organizaba en la empresa y que todos los años,  ganaba el mismo. Pero su presencia allí, no era del todo bien recibida. La cena, fundamentalmente, servía como acto de reunión entre compañeros y sobre todo, la posibilidad de poner en común hechos, rumores, tendencias, cotilleos, chanzas y demás. O sea, servía para poner a caldo a todos los que no estaban allí. Pero claro, si de pronto un día, empiezan a compartir con nosotros la mesa y las copas de después de la cena, la gente se veía en la obligación de cortarse un poco, de medir sus palabras y sus comentarios y eso, coartaba la libertad y transgredía el espíritu de la convocatoria inicial. Pero lo peor, estaba aún por llegar.

El General Custer, henchido al máximo de sí mismo y en un gesto que le caracterizaba, no se limitó a invitar a quien a él le pareció oportuno y procedente, en función de sus propios y torticeros intereses. Llegó un momento en el que simplemente, el día que se procedía a la venta del papel reciclado, le pedía el dinero en metálico al trabajador – compañero nuestro – encargado de su venta. O sea, dicho en román paladino: se quedaba con la pasta.

Por supuesto que el uso que posteriormente daba a tales “extras”, no estaba relacionado con el bienestar de sus empleados. Antes al contrario, le servían para agenciarse más volumen de whisky y a mejor precio, y por descontado, poder pagar los servicios profesionales más acorde a sus gustos sexuales, que el dinero le podía permitir.

La primera vez, algunos bien pensados, supusieron que semejante bochorno no se volvería a repetir, pero como suele ser frecuente, si no pones coto a un sinvergüenza, te acaba tomando el codo en vez de la mano. La situación se fue repitiendo una vez y otra también, hasta convertirse en costumbre y fue ahí, cuando la cosa empezó a molestar. Una cosa era que vinieran los jefes a cenar y beber gratis, con la excusa de congeniar con los empleados. Otra, que se invitara a algunos “peces gordos” de la compañía para medrar en la empresa a expensas del reciclaje del papel. Pero lo de quedarse con el dinero y gastárselo en putas y alcohol, estaba reservado a los de la Junta de Andalucía, muchos años después. Además, los curritos, nos quedamos sin cena y sin copas gratis.

Cuando llegó a oídos de JW que comenzaban a levantarse voces críticas y que alguno estaba pensando en poner en conocimiento de la Dirección de Personal su comportamiento, fue cuando decidió adquirir una nevera pequeña para los empleados. Lo de “para los empleados”, parecía una broma porque el primer día la instaló en su despacho. Al fin  y al cabo, no se iba a tomar el whisky sin hielo, no? El argumento que utilizó era que “para aquellos que se traen la comida, para que no se les estropee, que usen la nevera”. Y cuando se le indicó que lo de tenerla en su despacho no parecía oportuno ni conveniente, al final, tuvo que rendirse a la evidencia y admitir que “aunque la puerta de mi despacho siempre estará abierta para vosotros”, no era de recibo que se interrumpiera una reunión con un invitado y entrara un tipo en busca de un bocadillo de mortadela. Fue entonces cuando la nevera, acabó donde tenía que acabar: en la planta de abajo, donde habitaban los del sub mundo.

Con semejante medida, pretendió acallar las voces que se cernían sobre él y amenazaban con denunciar su comportamiento. Pero este tipo de gentuza, siempre disfruta de nuevas oportunidades para demostrar su bajeza. No saben de límites.

Por circunstancias que no quiero comentar para no dar pistas, un cierto día, todos los trabajadores del centro, debíamos hacer unos turnos especiales extras. Esto, obligó a re planificar los horarios, los días, etc y como consecuencia de ello, hubo gente que se incorporaba al trabajo a las 22.00 de la noche.

El General Custer, a lomos de su montura, enjaezada como si fuera a pasear por el Real de la Feria; vestido con su más esplendoroso uniforme, repleto de medallas y condecoraciones y adornado con su penacho de plumas multicolores sobre su sombrero militar, en uno de esos alardes que le definían y en sospechoso estado de embriaguez, decidió, de modo unilateral, - como corresponde a todo estúpido general que se precie- adquirir una ingente cantidad de comida destinada a los trabajadores…del turno de noche! Y para asegurarse de que nadie osara acceder a la nevera con semejantes manjares, ordenó rodear la nevera con una cadena y cerrarla con un candado, cuya llave, guardaría a buen recaudo entre su pechera al descubierto y sus dorados colgantes de Torrente.

Por lo que, aquellos a los que les tocó trabajar durante las horas del día, no sólo se vieron en la imposibilidad de disfrutar de las viandas, bajo amenaza expresa de ser fusilados al amanecer, sino que, como consecuencia de que la nevera estaba cerrada, tampoco pudieron introducir su propia comida.

La broma fue que, al llegar el turno de noche, el esclavo de turno, gentilmente, se ofreció para abrir la nevera a los recién llegados. La abrió como si de un pastel de novios se tratara, diciendo: “esto lo ha comprado la empresa para vosotros”.
-          Pues muchas gracias, pero yo, ya he cenado en casa.
-          Y yo.
-          Y yo también, fueron respondiendo a la invitación todos y cada uno de los que comenzaban el turno.

Aturdido por la situación, el esclavo, no atinaba a comprender lo sucedido. La magnanimidad de la empresa, manifestada en un ágape que él mismo consideraba impropio de quienes se lo iban a comer, se iba a perder.
-          Pero entonces, ¿qué pasa con esta comida? ¿Se va a tirar?
-          No – sugirió uno. Te la puedes llevar tú a casa o dásela a JW. Al fin y al cabo, la idea es suya, no?

Y así fue como Johnny Walker, alias General Custer, terminó uno de los días más importantes y señalados para España entera: beodo e impresentable en público - como siempre – y en ridículo por tomar las decisiones más absurdas, incoherentes, injustas y despóticas, que individuo alguno haya tomado jamás.

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