sábado, agosto 26, 2023

Nasío pa barrer (capítulo 7)

Tras la jura de bandera en la base de Getafe, de cuyo acto guardo constancia gráfica, todos los reclutas temen dos cosas: el destino y el número de guardias que les va a tocar hacer, fines de semana, Navidades y Semana Santa incluidos.

En cuanto a los destinos, el peor de todos con diferencia, el auténtico coco de los reclutas, era la Policía Aérea, la P.A. Si caías en ese pozo, tu vida a partir de ese instante y durante el próximo año, se iba a dividir entre partes:

  •   Retén. Tienes que permanecer en las instalaciones de acuartelamiento de la PA sin otro cometido que el de estar disponible por si fueras necesario.
  •     Guardia. Durante 24 horas estabas de guardia, en diferentes puestos de la base.
  •        Libre. Te ibas a tu casa.

Y así, a este ritmo de retén-guardia-libre, estarías los 365 días del año, fuera invierno o verano, agosto o Navidad, hiciera frío o calor. Ni que decir tiene que era la unidad con más bajas por depresión de todas.

Si los hados se hubieran conjurado a tu favor y hubieras evitado la temible P.A., el resto de destinos tenía una valoración variable. Te podían destinar a mecánica de aviones, de vehículos, a chófer, a las oficinas, etc.

A mí me tocó en primera instancia ser camarero en el pabellón de oficiales. Eso comportaba servir las mesas del comedor, tanto al mediodía como por la noche, pero, sobre todo, atender al bar de la piscina del club, a la que iban los familiares de los oficiales, tanto, esposas, como novias o hijos.

El bar estaba situado en una esquina, afortunadamente protegido del sol por la sombra de los árboles y setos que rodeaban el recinto. El infortunado allí destinado, debía vestir formalmente con botas y traje de faena, debiendo permanecer allí mientras la piscina estuviera abierta, al tiempo que los ánimos se excitaban ante la contemplación de algunos cuerpos en bikini que ni siquiera el bromuro era capaz de atemperar. Tampoco se respetaba mucho aquello de los fines de semana, que era, principalmente, el tiempo en el que los oficiales disfrutaban de su tiempo libre con sus familias. Ahí comprendí muy bien que lo mío no iba a ser el negocio de la restauración, y que lo de llevar la bandeja con salero no me atraía ni una miaja. Es más, la visión de esos bikinis tenía efectos perniciosos en el equilibrio emocional y por ende, de la propia bandeja.

Así es que, si por un lado debía felicitarme por haber tenido la suerte de no haber caído en el pozo de la P.A., por el contrario, el destino de camarero tampoco lo veía claro.

Pero hete aquí que el diablo, en ocasiones, obra milagros.

Quiso el destino que el suegro de un compañero de trabajo de mi hermano, fuera, casualmente, la persona que adjudicaba los destinos en el Ejército del Aire. ¡Quién hubiera podido imaginar semejante carambola! El caso es que Antonio – que así se llamaba el yerno del militar responsable – habló con su suegro y en menos de lo que te quitas un bikini, me cambiaron de destino.

Otra de las casualidades con las que en muy contadas ocasiones he sido favorecido, fue que el jefe de personal de las oficinas del ejército, tenía un íntimo amigo allí, en Torrejón. Un teniente, al que yo conocía por prestar mis servicios de camarero en el pabellón de oficiales, pero con el que – lógicamente – no tenía mayor trato.

El momento en el que el teniente comunicó a todos los allí presentes el cambio de mi destino, con carácter inmediato, se convirtió en una situación extremadamente tensa.

Mi salida inmediata del pabellón, significaba trastocar todos los planes de servicio y de guardia que se habían establecido, incluido el hecho de que a alguno le significaba quedarse el fin de semana entero allí. Ello provocó que todos fueran en masa a protestar al teniente, quien se vio en la necesidad de mandar silencio al tiempo que gritaba:

  •      ¡Alto! ¡Silencio! ¡Esto es sedición!

Ninguno de los que estábamos allí teníamos ni repajolera idea de lo que significaba eso, pero captamos el mensaje por la seriedad del rostro y el tono del teniente.

Dado que mi salida era en ese instante, me dirigí para salir de la base, casi corriendo. Pero aún hubo un pequeño incidente. Uno de los afectados, que al parecer no estaba muy de acuerdo con la decisión tomada, intentó evitar por la fuerza que yo saliera de la base. Me agarró por la espalda y yo no tuve más remedio que zafarme como si de un” boina verde” se tratara y hacerle comprender, también por la fuerza, que no había violencia humana capaz de detenerme. Le lancé una patada al hígado que, por ventura, hizo el daño suficiente, pero no todo el que pudiera haber ocasionado de alcanzarle de lleno.

El pequeño incidente se saldó con una hombrera de mi camisa descosida, aunque no era muy visible y un testigo en la distancia que no sabemos muy bien qué vio o qué no vio, pero cuando pasó por nuestro lado, le saludamos y ahí se quedó la cosa.

Y yo conseguí llegar a casa con un destino nuevo: Jardines y Limpieza.

Mi carrera militar iba viento en popa: de camarero a barrendero.

Lo de la camisa, me lo cosería mi madre en un plis plas.

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