domingo, agosto 27, 2017

Miraflores de la Sierra

Los días como hoy, finales de agosto y lluviosos, me traen recuerdos de los veranos de mi niñez pasados en Miraflores de la Sierra, en Madrid. Esos días tormentosos eran una avanzadilla de lo que se avecinaba y que, además de indicar el principio del fin del verano, conllevaba lo inevitable de tener que volver al colegio en quince días, lo cual, ya era de por sí suficientemente traumático.
Los veranos en Miraflores no eran para nada comparables a los que había disfrutado en Foz, en la playa, años atrás. Pero las circunstancias cambian y era lo que había. Y gracias, que podría ser mucho peor.
Era una casa grande con un gran jardín asilvestrado, sin cuidar. Nada de césped ni florituras. Algún árbol frutal, más fruto de la casualidad que de una intención y el resto, flora y vegetación natural.
La casa era suficiente como para albergar a cuatro adultos, cinco niños y la chica que ayudaba en las tareas de limpieza. Aunque esta pobre, dormía en una habitación situada en el ático de la vivienda, - construido a base de madera - donde era imposible dormir por el bochorno y el calor. Era una cordobesa de unos catorce años, a la que su familia había enviado a Madrid, más para desprenderse de ella y que no supusiera una carga económica para ellos, que para que la pobre se labrara un porvenir como criada. Cada vez que le pedías algo, siempre respondía con un “ya mismo”, que por supuesto, no se correspondía en nada con el concepto de “ya mismo” que se tiene en Madrid.
La casa estaba situada a mano izquierda, antes de llegar al pueblo, en el camino que iba hasta la Ermita de Nuestra Señora de Begoña. La terraza, daba directamente sobre la carretera que conducía al pueblo. Aparte del espacio natural asignado a la parcela y cuyo disfrute era más bien nulo, ofrecía una piscina. Aunque para ser exactos, el término más adecuado sería pilón.
El pilón, estaba situado en lo alto de un promontorio, dentro de la enorme parcela, al que se accedía mediante una empinada cuesta con suelo de losetas. Las losetas constituían en sí mismas, un auténtico collage, porque cada una era de su padre y de su madre. Yo creo que no había dos iguales. Evidentemente, el propietario, - un señor bastante mayor, vecino del pueblo- , había intentado aprovechar lo que le había sobrado de vaya usted a saber dónde.
Al subir, las losetas no representaban ningún peligro. El peligro era cuando querías regresar a la casa, bajando por esa cuesta, con las chanclas mojadas e intentando no resbalar por la pendiente, porque el final sería luctuoso. Seguro. De hecho, parecía que ibas caminando por un campo de minas. Y más de una vez, o se te descuajeringaba la chancla o directamente, te rompías el culo contra una loseta asesina. Además, y por si todo esto fuera poco, la empinada cuesta no disponía de barandilla en ninguno de los lados, lo que unido a todo lo demás, hacía de la misma un amenaza a la integridad física.
El pilón no disponía de ningún sistema de mantenimiento y limpieza del agua. Dicho mantenimiento se limitaba a la utilización de cloro líquido, que se esparcía a discreción al atardecer, cuando ya nadie iba a hacer uso de la mal llamada piscina. A pesar de los denodados esfuerzos por mantener el agua sana y transparente cuanto más tiempo mejor, era inevitable que de vez en cuando aparecieran unos bichitos en el agua, que nadaban con sus mini aletas y asustados de ver a tanta gente, se iban a las profundidades de la piscina a esconderse. La verdad es que no sé quién se asustaba más, si los bichos de nosotros o al revés. El caso es que tarde o temprano, el agua se volvía de un verde intenso y ello conllevaba el vaciado, limpieza de las paredes y del suelo del moho verde y rellenado de agua, con el consiguiente período de inutilización de la única diversión disponible.
Después, cuando el pilón comenzaba a tener algo de agua para quitarse el calor del cuerpo, lo que debías tener, era huevos para meterte en ese agua, que llevaba un día o dos saliendo de un caño que parecía venir directamente del deshielo de la sierra norte de Madrid.
La casa tenía hasta un garaje. Al menos en ese hueco, - ubicado justo debajo de la terraza - se podía introducir un coche, aunque era evidente que en su día, aquel espacio estuvo destinado más a aperos de labranza y cuadra para animales.
Como tantos otros pueblos, de tantos lugares tan distintos, Miraflores en verano, estaba a reventar de madrileños que huían de la capital del imperio y de sus tórridas temperaturas. Y aunque para sus habitantes habituales y propietarios de comercios, aquello era una mina de oro, había contra partidas. Siempre hay contra partidas.
Los cortes de agua solían ser frecuentes. En ocasiones por una avería provocada por alguna máquina de construcción en vaya usted a saber dónde, que ansiosa por llevarse por delante todo lo que encontrara, se llevaba hasta las tuberías de canalización del agua.
La potencia de la luz era a 125 voltios y no a 220. Eso obligaba a tener una serie de transformadores para que los aparatos eléctricos no se estropearan. Todo lo cual y a pesar de ello, la única televisión portátil y con antena de cuernos incorporada, ofrecía la mayor parte del tiempo, sólo la mitad de su minúscula pantalla, toda vez que ni siquiera le llegaban los 125 voltios prometidos. Así es que, ver cualquier programa de TV en la única cadena disponible en España, constituía más un reto que una posibilidad.
Los animales de compañía campaban a sus anchas a nuestro alrededor. Las arañas, lagartijas, chicharras, saltamontes e incluso algún escorpión que otro, se hacían notar, al tiempo que escuchabas gritos o alaridos - dependiendo del bicho - proferidos bien por mi madre o por alguna de sus dos hermanas, al descubrir al pobre incauto, cuyo destino, desde ese mismo instante, estaba sellado.
En el exterior, las avispas y las abejas, establecían un perímetro de seguridad en torno a sus nidos. El problema era cuando descubrías que tenías un nido en el alero del tejado, pegado a la puerta principal, a la de la cocina, a alguna ventana de alguna habitación o en la terraza. Era entonces cuando llamabas al propietario, quien al llegar, ponía en juego esa sapiencia pueblerina que tanto admiramos los urbanitas y solventaba el peligro.
Luego, a medida que avanzaba el verano, los días de tormenta - con rayos y cortes de luz incluidos - se iban sucediendo, dando paso al final de las vacaciones. Y lo que era aún peor: la vuelta al colegio.
Los veraneos en Miraflores era lo más parecido a vivir como Robinson Crusoe.

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