Fue un día del verano de 1976. Me acuerdo bien porque ese año yo estaba solo en casa. El resto de la familia estaba disfrutando de sus vacaciones, mientras yo disfrutaba de las maravillas del servicio militar en la Base Aérea de Torrejón.
Después de comer tarde – o
merendar temprano – entraba en estado de coma y recuperaba parte de las fuerzas
que había invertido durante la mañana, mientras realizaba las tareas asignadas
en el departamento de Parques y Jardines, recogiendo la basura de las cocinas
de la parte española o regando los jardines a base de manguerazos. Como se ve,
unas tareas muy apropiadas en caso de lucha armada contra un enemigo potencial.
Una tarde, mientras me recuperaba
lentamente del coma, sonó el teléfono.
La voz al otro lado del hilo
preguntó por alguien de la familia, que ni siquiera vivía allí. Fue una
pregunta algo extraña y me hizo sospechar que algo raro estaba pasando. Mi
interlocutor no tardó mucho en darse cuenta de mi sospecha y fue entonces
cuando confesó que necesitaba contactar con alguien de la familia y que no
tenía otra herramienta a mano más que buscar en la guía telefónica. Al
preguntar por el motivo de dicha urgencia dijo que era por el fallecimiento de
mi tío Joaquín, hermano de mi madre. Quien hablaba era un amigo de la familia
que actuaba como portavoz de la triste noticia.
Tras unos minutos de charla y de
presentarnos adecuadamente, me dio la dirección y quedamos en que me pasaría esa
misma tarde, ya que, a la mañana siguiente, se procedería a la ceremonia de
enterrarlo y demás y mi presencia, entonces, sería imposible.
Esa era una parte de la familia
con la que nunca había tenido relación, no por nada en especial. Sencillamente,
las cosas se desarrollaron de esa forma, aunque sin duda alguna, la razón
fundamental fue que mi tío Joaquín había emigrado a Venezuela a comienzo de los
años 50, antes de que yo naciera y no había vuelto.
La verdad es que mi tío tampoco
se caracterizó por llamar todos los días desde Caracas. Muy de vez en cuando,
enviaba alguna carta a su hermana mayor, Nany, la mayor de los cinco hermanos y
la única que nunca se casó. Pero lo de escribir tampoco era su fuerte.
En algún momento de esos veinte
años de emigrante, debió de pensar en modo avanzado y en cierta ocasión, un
poco antes de Navidad, envió un magnetofón – enorme - acompañado de una cinta
grabada en la que, a modo de soliloquio nostálgico, intentaba mantener un
mínimo contacto con sus hermanas en Madrid en una época especialmente dolorosa
para padecer de soledad y, además, en el extranjero. De esa cinta me queda el
único recuerdo de su voz, con ligero acento venezolano y el uso de términos y
vocablos llamativos, como hablar de carros en vez de coches o de winda por
ventana. En la misma cinta grabó unos villancicos venezolanos que nada tenían
que ver con los nuestros típicos de toda la vida. Los suyos eran mucho más
alegres, con una música totalmente distinta, unos instrumentos que se alejaban
de la simple pandereta y la zambomba y un ritmo alegre, que invitaba casi a
bailar.
Pero sin duda alguna, de los
escasos recuerdos que guardo de él, eran los juguetes que me enviaba por Reyes.
Los más alucinantes que pudiera imaginar y que en España no existían. Entonces,
Venezuela era la meca para miles y miles de españoles, canarios, sobre todo,
que emigraron a un país con una economía que iba como un cohete.
A medida que yo iba creciendo, me
fui dando cuenta de que la vida privada de mi tío tampoco debió ser como para
envidiarlo. Su matrimonio hacía mucho que se había terminado, de esa forma en
la que entonces se terminaban estas cosas: tú a Madrid y yo a Caracas, y santas
pascuas. Su esposa regresó a Madrid con la hija pequeña, quedándose la mayor en
Caracas. Así es que imagino que vivir en otro país, tener a tus hijas
separadas, tus hermanas en Madrid y tu otro hermano en Lugo, no debió ser un
plato de buen gusto, sobre todo cuando se acercaba la Navidad. Seguro que
encontró algún tipo de consolación, pero consolarse es un premio de segunda
categoría.
Tras esa llamada, esa misma tarde,
me acerqué al domicilio donde supuestamente pasó sus últimos días de vida mi
tío.
El cadáver aguardaba en una
habitación contigua al salón donde un nutrido grupo de personas nos agolpábamos
en un diminuto piso de un barrio humilde de Madrid. Decliné amablemente la
invitación para pasar a verlo. “Si no lo conocí en vida no quiero recordarle
muerto”, fue mi respuesta.
Fue entonces cuando conocí a la que
era mi tía, pero creo recordar que no estaban ninguna de mis dos primas. Eso de
conocer a los veinte años a algunos parientes, representaba una situación
extraña, pero al menos, esa visita, me sirvió para conocer lo sucedido con algo
más de detalle.
Al parecer el estado de salud de
mi tío se fue deteriorando con el tiempo sin que hubiera dado señales a la
familia, y en un momento dado tuvo un infarto en Caracas. Consiguió
recuperarse, pero el médico le dijo que no le convenía subirse a un avión.
Según parece, en cuanto fue capaz de subir a uno, sacó un billete de ida con
destino Madrid.
Nunca se supo lo que hizo de su
negocio en Caracas. No sé si tras el infarto, lo vendió, o qué. Lo que sí quedó
claro es que no estaba dispuesto a morir en una tierra que le acogió, pero que
no le vio nacer.
Nunca le conocí, más allá de
escuchar su voz en una cinta magnética. Ni siquiera recuerdo haber visto alguna
foto suya. Sólo sé que decidió morir en su ciudad natal, en casa de su (ex) mujer,
- aunque nunca se divorciaron-, que le acogió por misericordia, por generosidad
y por algo de cariño. Decidió morir no como un emigrante, en puerto extraño.
A mí me quedó la nada agradable
tarea de informar, así, sin anestesia, a mi madre y mis tías que su hermano el
mayor, ese que un día decidió emigrar a Venezuela; el mismo que daba señales de
vida de vez en cuando, sobre todo cuando la soledad apretaba; el mismo que
nunca había regresado a España para verse en familia, ese, había llegado a la
capital de incógnito, moribundo, sentenciado y que había preferido pasar
inadvertido, silencioso, antes de pasar a mejor vida.
Dado que ellas no estaban en
Madrid y no tenían teléfono donde poder contactar, no les dio tiempo de asistir
al velatorio, ni al entierro. Tuvieron que aceptar que la última vez que vieron
a Joaquín, fue cuando hizo las maletas para marcharse lejos y no regresar
jamás.
Yo lo único que recordaba de él
era una voz hablando de cosas que un niño no entendía, pero que recibía unos
juguetes inexistentes en España.
Así es que después de haber
quemado las naves en una España que no terminaba de despegar; después de tomar
la grave decisión de emigrar “para hacer dinero y regresar más tarde”, como
tantos “indianos”, resulta que no todos los indianos corrieron la misma suerte.
No todos regresaron y no todos los que lo hicieron pudieron construirse caserones
impresionantes en sus pueblos y aldeas. Los hubo a los que sólo les dio tiempo
de regresar para morir.
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