No recuerdo bien su nombre y desde luego menos su apellido. Tal vez fuera Javier. Era un seglar, un profesor que daba clases en el colegio de curas al que acudí durante doce años.
Aunque no recuerdo su nombre, tengo grabada su imagen perfectamente. Era
joven, al menos, en comparación con la media de edad de los carcamales con
sotana negra que nos castigaban con las otras asignaturas. De estatura media,
su rasgo característico era que la cuenca de los ojos era especialmente oscura,
o eso, al menos, me pareció siempre. Llevaba el pelo cortado a navaja, vestía
siempre con corbata, lo cual daba un ligero toque de color al ambiente y
llevaba una cartera de cuero que, al entrar en clase, depositaba en la mesa que
había sobre la tarima, a la derecha de la pizarra que ocupaba todo el frontal
de la clase.
Su asignatura era Historia y su forma de dar la clase, era contar eso, una
historia.
No necesitaba abrir el libro de texto para seguir, casi al pie de la letra,
la lección de cada día. A veces, hasta corregía al propio libro o discrepaba
del enfoque que apuntaba.
De vez en cuando paseaba por el frente de la clase, entre la primera fila
de pupitres y la tarima, desde la puerta de entrada a la clase hasta las
ventanas que daban al patio, ida y vuelta, con las manos en los bolsillos del
pantalón, mientras iba desgranando no solamente los hechos históricos, sino el
contexto general que dio lugar a esos eventos. Pintaba un cuadro con una visión
panorámica. De esa forma, podías entender mejor el por qué había sucedido lo
que estabas estudiando.
Cuando las circunstancias lo requerían, se subía a la tarima, cogía una
tiza y escribía un cuadro sinóptico que, a modo de mapa global, mostraba los
aspectos principales del tema en cuestión, con los nombres de los personajes y
las fechas. Entonces no había PowerPoint, así es que, hacía lo que podía.
Yo asistía ensimismado a esas charlas, porque, en realidad, eran eso,
charlas. Era como cuando de pequeño te contaban un cuento. Así eran sus clases:
te estaba contando una historia, un cuento. Escuchar así la Revolución
Francesa, hacía que el tiempo volase y que desearas que Javier no se marchara
al llegar su hora.
Durante sus intervenciones no se oía una mosca. Hacía que todos prestáramos
la máxima atención y en ocasiones, se abría una especie de turno de preguntas,
como si de una conferencia o un debate se tratara, para esclarecer algún
aspecto, algún matiz que hubiera llamado la atención o que no hubiera quedado
claro.
No recuerdo que nunca, jamás, se alterara o llamara la atención a nadie de
la clase por su comportamiento.
Seguramente, Javier, es la razón fundamental por la que me encanta la
Historia. Tras doce años en el colegio, él representa uno de los escasos
recuerdos más que agradables de mi paso por allí.
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