viernes, enero 20, 2023

Un zombi en Pensilvania.

Después de algunos años en los que volar se había convertido en una costumbre, aquel iba a ser el primero que volara de nuevo, y con destino EE.UU. El tiempo me enseñó que también sería el último.

Era un viaje de trabajo, no de placer, aunque las circunstancias eran un tanto peculiares. El caso es que debía partir un domingo porque al lunes siguiente debía estar en unas jornadas de trabajo en una localidad llamada Sewickley, en el estado de Pensilvania, a unos treinta kilómetros al oeste de Pittsburg.

Lo tenía todo listo. Me había mentalizado para pasar siete u ocho horas metido en un avión. Tenía la maleta preparada. Y fue entonces cuando eché mano del pasaporte: ¡CADUCADO! ¡Cómo no se me había ocurrido antes!

Era fin de semana, así es que, hasta el lunes por la mañana no podría intentar conseguir un pasaporte nuevo. ¡Y en cuestión de horas! Empecé por llamar a un amigo. Por alguna razón sabía que un amigo-conocido suyo, era policía o algo así. Tal vez tuviera suerte y pudiera agilizar al máximo la burocracia. Después, me puse en contacto con el responsable de la empresa que sufragaba los gastos para anunciar el fiasco. Él, a su vez, debía notificar mi retraso a la empresa americana.

Cuando algo comienza así, no puede terminar bien. Y en esta ocasión no fue una excepción.

El lunes a primera hora quedé con mi amigo para que intercediera ante la policía y me dieran un pasaporte nuevo. Desconozco qué clase de relación había entre ellos, pero lo alucinante fue que conseguí un pasaporte en cuestión de horas. Ya solo restaba meterme en un avión y que no se estrellara.

Yo estaba acostumbrado al inglés británico, incluso con los diferentes acentos, unos más inteligibles que otros. Ello me hizo pensar que tenía un más que aceptable nivel del idioma. Todo eso saltó en pedazos en el mismo instante que empecé a escuchar a las azafatas hablando por la nariz y pronunciando frases en un idioma que me costaba trabajo identificar.

Aterrizamos en el aeropuerto de Newark siete interminables horas después del despegue en Barajas. Allí, debía tomar otro vuelo con destino a Pittsburg, pero según informaron por los altavoces, el vuelo tenía retraso debido a una tormenta importante en el destino.

La espera en Newark se prolongó durante ocho horas. En algún momento de la espera interminable y al tiempo que intentaba con todas mis fuerzas no sucumbir al sueño, al cansancio y al jet lag, recuerdo vagamente que nos subieron a un avión de hélice, del que nos volvieron a bajar, al menos, en un par de ocasiones más. También me sorprendió que hubiera más pasajeros aparte de mí.

Era noche avanzada. Yo ya no sabía dónde estaba. Si alguien hubiera querido secuestrarme, no habría sido necesario ni drogarme ni ponerme un capuchón. No sabía ni quién era yo. Y lo malo es que – de alguna manera - era consciente de que en el aeropuerto de Pittsburg había alguien esperándome.

Volvieron a subirnos al avión de hélice. Hacía un ruido ensordecedor, pero, para mi cansancio y para mi necesidad de dormir, resultó ser un arrullo. Entonces no fui consciente del tiempo que duró el vuelo, ni tampoco si fue movido o no.

Me desperté al tomar tierra. Era inútil mirar el reloj - que todavía llevaba la hora de Madrid-. No tenía sentido mirar la hora si ni siquiera sabía qué día era. Algo había pasado con el espacio-tiempo y probablemente Einstein tenía razón.

Salimos del aparto y nos dirigimos a la terminal a recoger las maletas, pero algo no funcionaba como yo esperaba. En vez de ver las cintas transportadoras con las maletas, todo el mundo se dirigía a un tren sin conductor.

Era de madrugada. En el aeropuerto los pasajeros de aquel vuelo tardío éramos los únicos que había pululando a la vista. Por mucho que hubiera intentado preguntar a alguien, no habría sido capaz de hacerme entender. Así es que me dije: ¿Dónde va Vicente? Y me subí al tren sin conductor. Las puertas se cerraron, se puso en marcha y en la siguiente parada, nos bajamos todos. Yo seguía a la manada como un estúpido borrego zombi. En algún rincón remoto de mi cerebro todavía quedaba alguna neurona que razonó: “Todos estos tienen que recoger sus maletas. Síguelos”.      

Una vez que recuperé mi maleta, repentinamente me vino a la cabeza la idea de “¿y dónde estará el tío que me espera?” Estaba allí. No recuerdo si llevaba un cartel con mi apellido, pero era él. Se dirigió a mí y me llevó a su coche.

Mientras intentaba por todos los medios humanos disponibles, no cerrar los ojos, mientras andaba camino del coche, a duras penas acerté a pronunciar un escueto “I am sorry”. La frase significó un ímprobo esfuerzo para un cuerpo y un cerebro que sólo pensaban en dormir.

En el corto trayecto del aeropuerto al hotel, no fui capaz de pronunciar palabra alguna. La imagen que tengo es la de ir cabeceando de un lado a otro con el riesgo de desnucarme.

Cuando me dejó en el hotel, el de recepción estaba más dormido que yo. De modo mecánico y en estado de semi inconsciencia, conseguí identificarme, coger la llave de la habitación y despedir a mi amable conductor. Al despedirse me indicó que me llamaría para decirme a qué hora debía reunirme en el desayuno con el resto de participantes.

Al llegar a mi habitación dejé la maleta, me desnudé y me metí en la cama. Entré en estado comatoso al segundo siguiente.

De repente un sonido infernal que provenía de no sabía dónde, interrumpía mi sueño. Estaba desconcertado. Después de sonar varias veces, el ruido venía del teléfono sobre la mesilla de noche. Descolgué el auricular sin saber muy bien quién podría llamarme, aparte del de recepción, y me dispuse a escuchar lo que una voz tenía que decirme, como si fuera un espía dormido a la espera de la palabra clave para despertar. La voz – que reconocí que pertenecía a mi taxista preferido – me dijo que a las ocho de la mañana en el comedor. Intenté encontrar en algún recóndito escondrijo de mi cerebro, algo amable. Lo máximo que encontré fue “thank you”. Y colgué.

Menos mal que mi amigo desconocido – nunca supe su nombre – dio indicaciones a recepción para que me despertaran a tiempo. A la mañana siguiente de nuevo una campana estridente y colocada junto a mi cabeza, me sacó de mi dulce sueño.

El grupo de forasteros lo formábamos un australiano que estaba tan hecho polvo como yo por el horario; un belga que casualmente cumplía los años el mismo día que yo y alguno más que no recuerdo. Todos hombres.

Los días transcurrían bastante aburridos y monótonos. Las charlas que se extendían durante horas, con el acento americano, no ayudaban mucho a despertar los ánimos, lo cual, unido a que todos los allí presentes, sufríamos el jet lag, convertían esas reuniones en un monólogo del orador. Ninguno de nosotros era capaz de intervenir para preguntar o comentar nada.

Tras el maratón verborreico en genuino idioma yanki, cada día, a eso de las seis de la tarde hora local, la empresa diseñó un plan diario de ocio para hacer nuestra estancia más llevadera.

El primer día, el propietario de la empresa, un hombre con un apellido repleto de consonantes y alguna vocal huérfana, hizo una fiesta de bienvenida en su casa. Uno de marketing se pasó gran parte de la fiesta haciendo fotos. Más tarde, nos entregó a cada uno de los asistentes un pequeño álbum de recuerdo con las fotos editadas y con algunos “bocadillos” graciosos. Fue una cena informal, tipo bufet, con buen vino, tapas, champan. Y para finalizar la velada todos participamos en un juego de mesa muy curioso, cuyo concepto era similar al de la petanca o el curling.

Otro día nos trasladaron a un centro comercial para hacer compras. Allí pude comprobar que unos vaqueros Levi Strauss costaban 10$ cuando en El Corte Inglés costaban al cambio 100$. Cuando lo dije, se partieron el pecho de la risa. Otro día fuimos de cena a un mejicano con Margarita incluido.

Lo malo de esto, es que, dado que todos los extranjeros éramos hombres, la empresa designó a dos chicas para que nos sirvieran de cicerones, lo cual, me imagino, debió de sentarles como una patada en el cielo de la boca, aunque nunca lo demostraron. En uno de esos eventos, yo iba de copiloto en el coche que conducía una de las dos chicas. Íbamos charlando y de repente me pregunta si tenía familia.

      - ¿Me estás preguntando si estoy casado?

      -  Sí.

      -  Pues no. No estoy casado.

Después no recuerdo exactamente cómo fue la pregunta que me hizo, pero sí recuerdo lo que yo le dije:

      - ¿Me estás preguntando si soy gay?

      -  Sí.

      -  Pues no. No soy gay.

Durante años me ha sorprendido el enfoque directo sobre aspectos que nunca antes ni después, nadie me ha preguntado, pero que en el fondo tiene toda la lógica del mundo. Lo cierto es que, así escrito, pudiera parecer que la conversación fue algo tensa por incidir en asuntos íntimos, pero en modo alguno me sentí ni remotamente agredido o acosado.

A pesar de la dedicación y el esfuerzo de nuestras magníficas anfitrionas, yo tenía un problema insuperable por la diferencia horaria. Mi cuerpo era incapaz de adaptarse al nuevo horario y así nada más empezar nuestra parte del día de asueto, yo empezaba a bostezar. A las nueve de la noche no aguantaba más y debía irme a dormir. Para mí cuerpo eran las 3 de la madrugada. Pero luego, me despertaba a eso de las cuatro de la madrugada, que mi cuerpo interpretaba como que eran las diez de la mañana.

Como colofón a nuestra estancia, uno de nosotros dijo que él tenía pensado visitar las cataratas del Niágara. Al propietario de la empresa le faltó tiempo para poner su Volvo particular a disposición de los que se apuntaran a la excursión, y de paso, involucrar a dos chicas. Una de esas chicas trabajaba en Marketing y asumía que este tipo de cosas formaban parte del trabajo, aunque todas estas actividades se desarrollaran fuera del horario de trabajo e incluso en fin de semana.

Ese día recuerdo que me subía al coche a las 9 de la mañana. Conducía la chica de Marketing, Cheryl. Cuatro o cinco horas después, respetando escrupulosamente los límites de velocidad de 45 millas por hora, llegamos finalmente a Niágara. Decidimos pasar a Canadá y en el control de pasaportes Cheryl, la conductora, le dijo al agente:

      -  Somos dos americanas, un australiano, un belga y un español.

El individuo respondió:

      -  Bajen todos del coche, preparen sus pasaportes y pasen por allí.

Mientras estuvimos por allí no podía quitarme de la cabeza a Marilyn Monroe y su película “Niágara”. Me pareció reconocer algunos edificios, el barco turístico, las escaleras, los chubasqueros que repartían a los turistas y hasta las campanadas de la torre.

Aprovechamos para comer por allí y comprar algunos recuerdos. Después, iniciamos el camino de regreso, pero dimos un pequeño rodeo (total, 100 o 200 kilómetros más, qué más da). Durante el trayecto aproveché la oportunidad y di una cabezada en el asiento trasero. Al despertar, aunque era de noche, saludé con un “buenos días” a mis compañeros de viaje, lo que provocó una carcajada.

Llegamos a nuestro destino – ya de noche-, a una antigua estación de servicio, gigantesca, que se había reconvertido en restaurante. Sólo servían pollo con diferentes salsas. Algo así como Mingo, en Madrid, pero en plan a lo bestia, porque el pollo te lo servían en unos cubos de cartón gigantes y entre eso y las salsas, salías de aquel lugar con grasa hasta en la ropa interior.

Al llegar, Cheryl, la conductora, se adelantó y pidió mesa para cinco. Eran mesas con taburetes altos. El encargado le dijo que debíamos esperar una hora, así es que mientras tanto, pedimos unas cervezas y continuamos con nuestra animada charla entre los cinco. Yo, que seguía con mi jet lag, era un cúmulo de necesidades. Por un lado, me moría de sueño, porque mi cuerpo seguía sintiendo que era de madrugada. Pero por otro, me moría de hambre. El caso es que, al cabo de una hora exacta nos llamaron, nos hicimos con un par de cubos enormes repletos de muslos de pollo y empezamos a untarlos en las salsas al tiempo que las cervezas volaban. El ir y venir de los camareros era frenético.

Después de saciar alguno de los apetitos y necesidades más acuciantes, nos dirigimos de regreso a nuestro hotel. Al llegar era medianoche. Llevábamos más de 15 horas en danza. Cheryl había conducido más de mil kilómetros y sin embargo estaba fresca como una lechuga. Yo, una vez más, sólo era una piltrafa con aspecto humanoide. Me despedí de Cheryl, le dije que estaba destrozado y arrastrándome, conseguí llegar a mi habitación.

Al menos, al día siguiente, regresaría a casa y retomaría el horario y las costumbres normales.

En el vuelo de regreso, había un pasajero con un aspecto inquietante. El pelo, totalmente blanco, estaba alborotado. Parecía que hacía tiempo que no había conocido a un peine. Vestía unos vaqueros que tenían el aspecto de no conocer lo que era una lavadora desde los tiempos de la fiebre del oro en California. Al no llevar cinturón, el pantalón dejaba a la vista la ropa interior del sujeto. Las deportivas, desabrochadas, se adivinaba que en su día pudieron ser de color blanco. Al darse la vuelta reconocí al personaje: Joaquín Luqui, el crítico musical fallecido hace ya años.

De regreso en casa, no me costó ningún esfuerzo recuperar mi biorritmo. De hecho, no lo había dejado.

©  Carlos Usín

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