Cuando era niño, al iniciarse el curso escolar allá por mediados de septiembre, recuerdo acompañar a mi madre a una zapatería que estaba en la calle Toledo de Madrid. El objetivo era comprar las botas – que no zapatos – que debían durar hasta junio del año siguiente. Recuerdo que la marca de las botas era “Gorila”.
De vez en cuando, si en mi agenda
encontraba tiempo y sobre todo ganas, les daba un cepillado para ir eliminando
las capas de barro y polvo que se iban acumulando, incluida la suela, que, al
ser gruesa, guardaba estratos del paleolítico entre sus retorcidas formas. Debo
decir que tampoco me esmeraba demasiado. Total, al día siguiente iban a sufrir
el mismo machaque. Así es que, después de cepillar un poco aquella pasta espesa
y procurando que todo eso cayera dentro del váter, le aplicaba un líquido
mágico que, como por arte de magia, hacía resplandecer el cuero que había
debajo. Kanfort, se llamaba aquel invento. De los bajos de los pantalones, ya
hablaremos otro día.
Tal vez por esas experiencias -
que estoy seguro tienen connotaciones Freudianas -, desde siempre me fijo en
los zapatos de las personas. De todas las personas, hombres y mujeres. Esté en donde esté: sentado en una cafetería, andando por la calle, en el Mercadona o en mi farmacia favorita. Siempre presto atención al calzado de todas las petsonas. También
a los pies, pero obviamente, eso es en verano.
A pesar de esos antecedentes – o
tal vez por ellos mismos - desarrollé una especial atención al apasionante
mundo del calzado. Todos mis zapatos usan hormas para mantener su estado del
primer día. Y, cosa curiosa, desde entonces mantener los zapatos brillantes,
limpios y lustrosos, se ha convertido en una manía. Hasta tal punto que hace
unos años unos amigos que viven en Eslovaquia, pero pasan grandes temporadas
aquí, ella se fijó en mis zapatos. Estaban brillantes, y solamente, los había
cepillado, no les había dado betún. Anna me dijo que en su país ese detalle
decía mucho de la persona y que se tenía en cuenta en los eventos sociales.
Como he dicho antes, me fijo en
el calzado de cualquiera, incluso en los presentadores que salen en pantalla.
Por supuesto, tengo un estilo de zapato preferido, tanto para ellos como para
ellas y entre éstas, hay una en concreto que me encanta su estilo, pero no voy
a decir quién es.
Lo que sucede desde hace bastante
tiempo es que ya nadie lleva zapatos. Ahora, todo el mundo viste deportivas.
Hay cientos de marcas y modelos, pero resulta casi imposible descubrir a
alguien que vista zapatos. En el súper – y suelo visitar tres diferentes cada
semana –, en la calle, en la cafetería, siempre tengo la impresión de ser el
único que los lleva. Da igual la edad o el sexo. Hombres, mujeres, niños,
personas mayores, todos usan deportivas o algo parecido. En el caso de las
personas mayores, puedo llegar a entenderlo mejor porque muy probablemente
tengan problemas físicos que aconsejen llevar calzado más flexible, pero me
sigue llamando la atención.
Siempre que paso por delante de
un escaparate, echo un vistazo al calzado y me deprimo.
Recuerdo cómo, antaño, podía
pasarme varios minutos disfrutando del diseño de los diferentes pares que me
gustaría tener. Más de una vez picaba y entraba en la tienda, y al final me
junté con una colección nada desdeñable de zapatos…para ser hombre. Pero hoy en
día sencillamente me horripilan.
Los escaparates están repletos de
calzados que provienen de países donde probablemente, o no lleven zapatos o no
sean como los que nos venden a nosotros. Y desde luego, en la inmensa mayoría
de las zapaterías, ya casi no se ven zapatos españoles. ¿Dónde están los Yanko,
los Sebago, los Lotusse, los Martinelli?
España tuvo una industria del
calzado enorme, fuerte y poderosa. España era una potencia mundial a la hora de
fabricar zapatos con calidad, y exportarlos. Exportábamos calzado a EEUU, por
ejemplo y otros muchos países.
Creo que estos gráficos hablan
mejor sobre quién fabrica y quién consume zapatos.
Hoy, para comprarte unos zapatos
de calidad y diseño, como “los de antes” tienes que invertir tal cantidad de
dinero que, si alguien se le ocurre pisarte en el autobús esos zapatos, no te
queda otra alternativa que sacarle las tripas. Tal es el precio, que no puedes
permitir que nadie se acerque.
Ahora, después de la fiebre de
deslocalización masiva que afectó a las factorías de todo tipo de industrias,
ya se han empezado a dar cuenta de que, a pesar de todo, parece que resulta más
seguro y no tan caro, producir en Europa. Depender de barcos que provienen de
lejanos países en tiempos de COVID19, ha tenido sus consecuencias positivas.
Así, por ejemplo, en el diario El Economista (https://bit.ly/35amY36)
se anunciaba el año pasado: «Un grupo de empresas alicantinas ha unidos sus
fuerzas para desarrollar la factoría del futuro, capaz de plantar cara en
costes a China gracias a la tecnología y recuperar parte de la producción que
se deslocalizó con la globalización.»
Lo que realmente me cuesta
trabajo entender es la razón por la cual algunos que visten zapatillas, están
dispuestos a pagar 80€,90€ o más, por unas, simplemente porque son de cierta
marca o una copia de la marca.
No recuerdo cuando fue la última vez que vi en un escaparate zapatos de verdad.
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