Cuando Robert Redford anunció su retirada definitiva de toda actividad relacionada con el cine, un periodista insistió en saber si ya no iba a dirigir o producir o escribir algún guion. Entonces, el actor respondió: «Mi cerebro está igual que cuando tenía 30 años, pero mi cuerpo me recuerda cada día al levantarme, que tengo más de 80».
Con mejor o peor suerte, con
mayor o menor aceptación, lo cierto es que las cosas suelen ser así. Convivimos
con un conflicto, una incongruencia interna, entre nuestro cerebro y el resto
del cuerpo. Una inconsistencia que puede ir agravándose – o no - con el tiempo,
bien en uno de ellos o en ambos. Después, la capacidad de aceptar o no lo
irremediable y ajustarse a las circunstancias, dependerá de cada uno. De
cualquier forma, percatarse de esa evolución no es siempre fácil. Los cambios
físicos que se van produciendo, se van reflejando en el espejo cada día, pero
se producen – y sigamos con el mundo del cine – a cámara lenta. Es como la
versión opuesta a Benjamín Button. Avanza tan lentamente que no lo notamos
hasta que en un momento dado comparamos el punto original con el actual.
Una forma de percibir el paso del
tiempo y sus estragos, consiste en sumergirse en el pasado de cada uno,
revisando con un espíritu masoquista las fotos y vídeos que demuestran que has
vivido, aderezado en ocasiones, por algún comentario de alguien a nuestro lado
que dice - como quien no quiere la cosa-: ¿Ese eres tú? Pero, ¿qué pasa, no se
ve claramente que soy yo, tanto he cambiado? ¿Es eso lo que quieres decir?
Pero sin ninguna duda el factor
que demuestra que nos estamos haciendo mayores – que no viejos – es el número
de pastillas que tomamos por prescripción médica. Para el tiroides, para la
tensión, para el colesterol, para la próstata, para el corazón, para el hígado,
para la úlcera de estómago, para dormir …Cuando haces el equipaje para salir de
vacaciones te das cuenta de que necesitas un bolso de mano para meter todas las
medicinas.
Hace algún tiempo hablaba con una
chica de treinta años. Me preguntó la edad y resultó que era mayor que su padre
y, además, tengo un hijo mayor que ella. Vale. Después de contestar a su
pregunta, ella repreguntó: «¿Pero le duele algo?» ¡Claro! Ese es un factor casi
determinante para calificar a alguien de mayor, viejo, anciano, tercera edad,
momia, trasto, estorbo y no sé cuántos sinónimos más.
«No – le respondí -. A mí sólo me
duele cuando pierde el Madrid. Todo lo demás son inconvenientes, pero ninguno
doloroso».
Desde entonces vengo
reflexionando sobre la imagen social que representan – yo no, ¿eh? – los
mayores y creo que la publicidad, es el mejor de los resúmenes.
Alguno de los productos que se
publicitan en tv para personas mayores son:
*
Pegamento para dentaduras postizas
*
Cremas milagrosas que alivian la artrosis y te
permiten jugar con los nietos
*
Bebidas con suplemento de vitaminas para poder
levantarte de la cama.
*
Compresas para controlar las pérdidas de orina
*
Leches con vitaminas añadidas que te permiten
jugar al baloncesto.
*
Aparatos para hacer ejercicio en casa, sin hacer
esfuerzo.
*
Medicamentos antidepresivos
*
Cremas contra las hemorroides
Repasar la lista es deprimente.
Sin embargo, los anuncios
enfocados a los jóvenes son de este estilo:
*
Lista interminable de condones, de diferentes
tamaños, colores y sabores.
*
Geles lubricantes para obtener más satisfacción
sexual, incluso si estás solo.
*
Bebidas de todo tipo que te transportan al
Paraíso
*
Perfumes con los que las chicas se desnudan y se
entregan a modo de sacrificio vestal
Es decir, que no solamente existe
una incongruencia interna en nuestra forma de percibir nuestro propio cuerpo,
sino que también, esa dicotomía marca la percepción desde el exterior hacia
nosotros, y nos condiciona. Y así se expresa la sociedad: utilizando términos
como anciano, tercera edad, etc. como si se necesitara calificar la edad de
cada uno, al tiempo que para el resto se usan términos como “joven”, “hombre” o
“mujer”.
A partir de cierta edad el
lenguaje se modifica tanto a nivel social como individual. Una persona que haya
sobrepasado los cuarenta no debería hablar de “novia/o”, “prometida/o” o
términos similares. Resulta chocante, algo anacrónico y fuera de lugar,
independientemente de que haya vida más allá de los cuarenta (y de los 50).
Esta especie de selección natural
llamada “edadismo”, se da, sobre todo, en el mundo laboral, en el que a partir
de los 45-50 años, te expulsan del mundo laboral. A partir de ese momento
tienes dos opciones: o empezar de nuevo, adaptándote a algo que nunca habías
hecho ni planeado o convertirte en autónomo. ¿El culpable? Tu DNI.
La sociedad sexualizada en la que
vivimos todavía arrastra arquetipos ancestrales en relación a los mayores. Por
ejemplo, se da por sentado que el apetito sexual, simplemente se extingue y,
por tanto, a ninguna empresa de publicidad se le ha ocurrido vender productos
para disfrutar del sexo a los mayores de 50, pongo por caso. ¿Es que acaso no
tenemos los mismos derechos? Es que da la impresión de que, al igual que sucede
en el mundo de la empresa, a partir de cierta edad te convierten en monje de
clausura por defecto. Vamos que no te comes un colín ni pagando. Y tampoco es
eso. No digo yo que a partir de cierta edad – y sin ayudas químicas que valgan
- vayas a batir algún tipo de récord de Nacho Vidal y entres en el Olimpo de
los héroes sexuales, pero entre cero y cien, hay un punto intermedio, ¿no?
En relación a este asunto en
concreto sirva como ejemplo la última película de la inmensa actriz Emma
Thompson. Representa a una mujer jubilada, viuda y con dos hijos
independientes, que se ha dado cuenta de que jamás en su vida ha tenido un
orgasmo y no quiere irse de este mundo sin experimentarlo. Entra dentro de lo
probable que sólo la entenderán los que pasen de los 50 y si son mujeres, mejor.
Existe una animadversión social
contra aquellas personas “senior” que demuestran un natural interés en seguir
disfrutando del sexo y se las califica de “viejos verdes”, con toda la carga despectiva
que encierra el término. Y si, además, la pareja del “senior” es treinta años
más joven, las críticas se recrudecen y más aún – y aquí hay otra injusticia aún
más grave – si es la dama la que obtiene los favores de un hombre mucho más
joven que ella. La sociedad también castiga más a la imagen de la mujer que al
hombre en este terreno.
Está claro que la sociedad tiende
a ignorar, a hacer invisibles a los individuos que superan cierta barrera en el
tiempo, en un canto infinito a la eterna juventud, arrinconando a los mayores
como si fueran inútiles.
A lo largo de estas líneas he
usado el término mayores y no viejos, porque el vocablo viejo contiene
connotaciones despectivas que, en ocasiones, tienen más que ver con la actitud
del individuo que con la edad en sí misma.
Hace poco leí que le preguntaban
a Clint Eastwood cómo lo hacía para mantenerse tan en forma, con los 90 años
que tiene y él respondía que cada día luchaba para impedir que el viejo entrara
en su casa, en su cuerpo. Que simplemente se mantenía activo. Y creo que esa es
la clave. La percepción del otro de nosotros mismos, puede que no encaje con la
que tenemos nosotros de la nuestra, y aunque en parte depende de la apariencia,
también depende de la actitud.
En esto de invisibilizar a los
mayores tengo la impresión de que ellas, las señoras, llevan la peor parte. El
mundo de las artes escénicas, - el cine, el teatro, la televisión -, a las
mujeres que cumplen más de cuarenta años se las va arrinconando. Parece que
sólo son interesantes cuando ofrecen un cuerpo esbelto y una cara sin arrugas.
Incluso Meryl Streep se ha quejado de que en Hollywood no se hacen guiones para
mujeres mayores, excepto si son MUY mayores (paseando a Miss Daysi).
En una sociedad en la que
prevalece el canto a la eterna juventud, en cuanto una mujer cumple los
cincuenta, su imagen tiende a desdibujarse como la foto de “Regreso al Futuro”.
A pesar de todo, ya hay webs dedicadas a esa franja temporal, que promueven el
encuentro entre los mayores de 50.
Creo que todavía se deben producir innumerables cambios sociales en la manera de percibir la madurez o la edad avanzada, y reconocer sus capacidades, sus valores y sus inclinaciones, que son tan respetables, tan sanos y tan dignos, como los de cualquiera. Lamentablemente, ninguno de estos cambios se va a incrustar en la sociedad impulsado desde un ministerio.
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