Después de lo que voy a decir supongo que habrá muchos que pensarán que soy un bicho raro, un inculto o cosas peores, pero la verdad, es que creo que se debió a la mala suerte: no soporto leer al Premio Nobel.
Ya
sé que suena a anatema, que probablemente merezco ser desterrado a una isla
desierta, no sin antes, llevarme cien latigazos como justo castigo, pero lo
cierto es que llegué a esa conclusión hace muchos, muchos años.
Por
aquel entonces no había leído nada de él y al parecer no estuve muy atinado a
la hora de escoger el libro: “La guerra del fin del mundo”. Juro por Arturo que
hice un ímprobo esfuerzo por ir pasando páginas, a pesar de la insufrible
sensación plúmbea que me producía cada párrafo. Nunca hasta ese momento se me
había pasado por la cabeza abandonar un libro sin haberlo terminado de leer.
Era como una pequeña traición. Hice todo el esfuerzo del que fui capaz, pero
cuando llegué más o menos a la mitad, lo dejé señalizado y lo devolví a la
estantería de donde jamás lo volví a rescatar. La señal, allí, justo en mitad entre
las páginas, era como una cicatriz, como una señal de alarma, como una bandera
que indicaba peligro. Era como un monumento conmemorativo al fracaso como
lector.
Y
lo peor no fue que abandonara ese libro sin haberlo terminado de leer. Lo peor
es que me causó tal sensación, que nunca más he vuelto a leer nada del autor.
Lo
cual me lleva a reflexionar acerca de la extraña relación que se produce entre
dos desconocidos, el escritor y el lector. Una relación entre seres humanos que
no se ven cara a cara, pero que, sin embargo, se cimenta en una supuesta
confianza mutua. El autor confía en que el lector cumpla con su parte de un
trato no escrito y lea el libro, completando así el proceso, porque ambos son
parte imprescindible de esta especie de juego que es la literatura. Por su
parte, el lector espera que el autor satisfaga las esperanzas, los sueños, las
ilusiones que se ha formado al adquirir la obra.
Y
cuando esta magia no se produce, cuando el lector considera que el libro no es
de su agrado, que no es lo que esperaba, que le ha desilusionado, siente que,
en cierta forma, se ha traicionado a su buena voluntad de colaborar en el noble
arte de escribir y leer. Y entonces, esa deslealtad se considera como una
infidelidad entre enamorados: si te ha engañado una vez, ¿sabrás perdonar?
¿podrás confiar nuevamente o vivirás el resto de tu vida en una duda perpetua, con
un resquemor que nunca te abandona? ¿serás capaz de leer otro libro del mismo
autor?
Tal
vez sea excesivamente duro, inflexible, tajante, intolerante, pero me ocurrió
lo mismo con otro autor y su primera novela: “El enigma de la habitación 622”
de Joel Dicker. En esta ocasión sí que conseguí llegar hasta el final. A medida
que me acercaba al desenlace me sentía más y más intrigado. Hasta que
finalmente se descubre toda la trama. Entonces, después de la ilusión que me
había producido llegar hasta ese momento, el final escogido por el autor me
dejó como a ese niño que disfruta inocentemente de su globo y de repente, se
pincha y desaparece. Me pareció casi una burla, una solución tosca, artificial,
burda.
Y,
por supuesto, no he vuelto a leer nada del bueno de Joel.
Tal
vez me deje guiar por ese viejo proverbio chino que dice: “si me engañas una
vez, la culpa es tuya; si me engañas dos veces, la culpa es mía”.
Sea
como fuere, confieso mi simpatía por Vargas Llosa, medio peruano, medio español;
medio político o político entero, comprometido siempre en ambos lados del
océano. Me encantó su discurso al aceptar el Nobel. Pero no me gustó aquel
libro que decidí leer hace unos cuarenta y tantos años.
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