Si alguna vez me encuentro con un genio salido – emergido, aparecido - de una lámpara, no le pediré una fortuna tan inmensa que no me dé tiempo de gastar. Ni setenta jóvenes vírgenes – yo las prefiero maduras y con experiencia - ni la fogosidad imprescindible para no hacer el ridículo con ellas. Ni siquiera una cena con Charlize Teron. No. Si me encuentro con un genio maravilloso yo le pediría un cerebro privilegiado, uno de esos con los que algunos seres humanos nacen, sin saber exactamente qué es lo que ha determinado que él sí y los demás no.
Siempre he envidiado a personas
como Leonardo Da Vinci, Isaac Newton, Albert Einstein, Mozart, Stephen Hawkins,
Madame Curie. A lo largo de la historia se han conocido a muchos genios
hombres, y a pocas mujeres. Tanto es así que no fue hasta 2016, cuando una
película interpretada por Kevin Costner, sacó a la luz los nombres de un grupo
de mujeres que fueron pieza clave en los primeros años de la NASA, y una con
especial importancia. Se trata de Katherine
Johnson. Gracias a los cálculos de esta matemática, un estadounidense pudo
darle por primera vez la vuelta a la Tierra desde el espacio y el hombre pudo
llegar a la Luna. Pero, sobre todo, ella fue una de las primeras mujeres afro
estadounidenses en trabajar como ingeniera en la Agencia Espacial de
Estados Unidos.
Nacer con un cerebro privilegiado
es una lotería. Pero, ¿es un premio que pertenece en exclusiva a su legítimo
poseedor o debe ser puesto al servicio de la sociedad?
Hace tiempo leía por ahí un
artículo que fue el que me inspiró a reflexionar sobre este tema. El artículo
hablaba de un hombre totalmente desconocido para el gran mundo, con un C.I. de
260.
A mí, con esto del C.I. me pasa
lo mismo que con las distancias siderales: por encima de cierta cifra asumible
por mi única neurona, lo demás se me escapa. Como en la famosa película también
de Kevin Costner, Robin Hood, que les persigue un ejército muy numeroso y él
les dije a los campesinos: “son cinco o seis” y Morgan Freeman le mira aturdido
y él le responde en voz baja: “da igual, no saben contar más allá de cinco”.
Bueno, dejemos el cine – donde,
por cierto, algunos famosos
disfrutan de un C.I. mucho más que generoso - y regresemos a nuestro hombre
anónimo con 260 de C.I.
Se llamaba William James
Sidis. El artículo, para contextualizar y establecer comparaciones,
hablaba de que Albert Einstein tenía como 160 de C.I. e Isaac Newton 190 o así.
Con solo año y medio
William ya era capaz de leer el periódico. Con 8 años hablaba
ocho idiomas. Pero los consideraba limitados, así que inventó el suyo propio.
A los 11 años ya era universitario en Harvard.
Su futuro era prometedor, pero al
final, le arrebataron ese futuro y acabó solo, joven y amargado a la temprana
edad de 46 años. Su padre – siempre tiene que haber alguien estorbando – quiso
convertirlo en una especie de monstruo de feria y aprovecharse de sus
capacidades. Eso hizo que su relación no fuera la mejor paternofilial posible,
hasta el punto que, cuando años más tarde, su padre fallece, él no va al
entierro. Al final, William sacaba carreras universitarias con la misma
facilidad con la que un mono se come un plátano y aprendía idiomas como para dejar
sin empleo a todos los de la ONU. ¿Y todo eso para qué?
A William le gustaba la soledad,
lo cual, hasta cierto punto es totalmente lógico. Si estás rodeado de
“subnormales”, si eres “Dios”, ¿qué beneficio te aporta juntarte con esa gente?
Así es que decidió mantenerse un poco al margen de los convencionalismos
sociales, y en vez de desarrollar tareas que repercutieran de alguna forma
beneficiosa en los demás, en la sociedad, se dedicó a trabajar en tareas
administrativas, mecánicas, de bajo nivel, mucho más que grises, inadvertidas,
y cambiando de empleo con frecuencia, en el mismo instante en el que sus jefes
se daban cuenta de que ese chico tenía la capacidad de mejorar todo lo que
tocaba. Él no quería prosperar, pero su cerebro le traicionaba. No podía evitar
sobresalir y en cuanto sus jefes lo percibían, querían ascenderle. Él no quería
responsabilidad de ninguna clase.
Su vida estuvo llena de
desgracias y es más que evidente que jamás fue feliz, por varias razones.
Del mismo modo que su padre
intentó abusar de sus capacidades, muchos otros, antes y después, hicieron lo
propio con sus respectivos hijos, aunque sólo conozcamos los casos de los más
conocidos o más recientes. ¡Cuántos padres de deportistas han pecado del síndrome
de Pigmalión con sus hijos!
Pero la cuestión es: ¿tenemos
algún derecho a exigir a esos privilegiados que se dediquen a aquello que nos
vendría bien a nosotros, aunque a él no le guste? ¿Tenemos derecho a hacer lo
mismo que hizo su padre, que no fue otra cosa que manipularle? ¿No es eso,
precisamente, a lo que se dedicaba la URSS con sus científicos a los que
recluía en ciudades secretas y les exprimían las neuronas hasta conseguir lo
que buscaban?
Por mucho que nos duela y aunque
en el fondo nos reconcoma la envidia, recordemos los versos del poema escrito
por William
Ernest Henley, que inspiraron a Nelson Mandela a mantener
el ánimo durante 27 años en la prisión de Roben Island:
“En la
noche que me envuelve,
negra, como un pozo insondable,
le doy gracias al dios que fuere,
por mi alma inconquistable.
En las
garras de las circunstancias,
no he gemido, ni he llorado.
Bajo los golpes del destino,
mi cabeza ensangrentada jamás se ha postrado.
Más
allá de este lugar de ira y llantos,
acecha la oscuridad con su horror,
Y sin embargo la amenaza de los años me halla,
y me hallará sin temor.
No
importa cuán estrecho sea el camino,
ni cuántos castigos lleve a mi espalda,
Soy el amo de mi destino,
Soy el capitán de mi alma”.
Cada uno, sea genio o no, es el
dueño de su destino.
En España hay una organización
llamada MENSA que aglutina a personas con un alto C.I.
Hace ya algunos años, hicieron
una entrevista en TV al que por entonces era el presidente o algo así. Era un
informático que trabajaba de taxista y si la memoria no me falla, su C.I. era
del orden de 140, tal vez más. La periodista le preguntó – claro – cómo era
posible que un ingeniero informático, con ese C.I. trabajara de taxista y el
hombre respondió: “tras haber trabajado en informática, he decidido que para mí
es mucho más importante ser dueño de mi tiempo. Yo elijo cuántas horas trabajo,
cuánto tiempo libre tengo para disfrutar de mi mujer y de mis hijos”.
Yo, que he trabajado de
informático, le comprendí perfectamente. Él era otro amo de su destino, otro
capitán de su alma. Nadie puede disponer de las capacidades de otro, por muy
sobrenatural que sea. Y está demostrado que cuando se intenta manipular a
alguien así, la cosa no termina bien. Es como encerrar a un animal que ha
nacido en libertad en una jaula. Es un abuso y puro egoísmo pretender utilizar
el cerebro de un superdotado en algo que el propietario del cerebro no quiere.
Los llamados genios, no nos
pertenecen. Y esa frase, también es un guiño a otra película, mi preferida por
encima de cualquier otra: Memorias de África. Meryl Streep, entierra a Robert
Redford que ha muerto tras un accidente con su avioneta. Termina la lectura de
un texto con la frase: “No nos perteneció. No ME perteneció”.
Los genios, por lo general,
suelen ser gente atormentada, especialmente sensible y con escasas habilidades
sociales. Muchos de ellos al ser conscientes de su superioridad, tratan al
resto con desprecio, altanería y soberbia. Yo he conocido a alguno, por
desgracia.
Esa es la imagen que se nos ha
trasladado a lo largo de la historia. De ahí, tal vez, el éxito de la imagen de
Einstein que, lejos de responder a este tópico, hacía alarde de un
extraordinario sentido del humor. Un sentido del humor que la historia les ha negado
a personas como Steve Jobs, Bill Gates, Howard Hughes o Alan Turing, por poner
sólo algunos ejemplos. Ninguno de ellos nos ha transmitido la sensación de que
hayan sido felices. O es que, tal vez, nuestro concepto de felicidad, también
es diferente al suyo.
Así es que ahora la pregunta es:
si se te aparece un genio ¿qué prefieres: ser un superdotado o ser feliz?
La verdad es que, si me encuentro con un genio, le pediría que me convirtiera en un virtuoso del piano. Mi única habilidad con el piano es arrastrarlo y con esfuerzo. Así es que me da mucha envidia cuando veo a alguien sentarse frente a uno y comenzar a sacar música. Y si encima quien toca es un niño o niña prodigio, más todavía. Es lo que me lleva a preguntarme qué hace que un niño toque como un maestro a los tres años. Qué ha sucedido en ese cerebro para que a los trece sea un virtuoso/a. No me atrae el dinero ni la fama que pudiera ganar con los conciertos, suponiendo que decidiera dedicarme a eso. Sería por puro placer. Y ahí, de nuevo, entraríamos a formular la pregunta del inicio: ¿tendría derecho a hurtar a los demás, el espectáculo de verme tocar el piano? Pues sí, porque el piano es mío.
Otra cosa que le pediría al genio
es que me enseñara a dibujar. Para mí, un lápiz es más un arma letal antes que
algo con lo que se puede hacer arte. En eso creo que lo he heredado de mi padre
quien, al parecer, cuando se trataba de dibujar algún órgano o sistema del
cuerpo humano (estudió medicina) tenía que poner acotaciones para que se
entendiera lo que era. Y, sin embargo, su hermano mayor, trabajaba de
caricaturista en ABC. Cosas de los genes y eso.
¿Y tú? ¿Qué le pedirías al genio?
Curiosidades:
Estimación del cociente
intelectual de 301 genios según Catharine Cox Miles (1926)
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