Día sí y día también los ciudadanos honestos y decentes que se levantan cada día para ganarse el pan con su esfuerzo, se ven sorprendidos por un nuevo escándalo protagonizado por políticos. La tipología de estos escándalos cubre una amplia gama en la que, por supuesto, no falta el sexo, las prostitutas, el alcohol y las drogas. Aunque lo que predomina es el nepotismo; eso que hace que lo que más escuece no sea la falta de escrúpulos, de valores o de principios de esos individuos, sino, la constante falsedad de sus inexistentes títulos académicos, habiéndose convertido tal artimaña en casi una norma.
En la mayoría de los casos esas fulgurantes carreras de algunos de esos políticos parece que obedecen exclusivamente y como único mérito, a la lealtad inquebrantable al líder, a unas siglas, una bandera o a un individuo, bien del partido o del sindicato. Dichos individuos disfrutan de unos privilegios inalcanzables para el resto de la población: puestos de máxima relevancia, remuneración muy por encima del salario del común de los mortales, gestión de presupuestos mastodónticos – cuando no se tiene constancia de que sepan sumar-, poder de nombrar asesores personales hasta que se les gangrene la mano de firmar, coche oficial, chofer, secretaria, despacho, vacaciones pagadas para él y su familia, incluso en ocasiones para los amigos, etc. etc. etc. Pero la sorpresa devenga en irritación y afrenta personal cuando el pobre ciudadano descubre que el susodicho politicastro de turno, ese que se expresa de forma torpe a base de frases hechas y, en ocasiones, con inolvidables quebrantos al diccionario de la RAE, que miente cada vez que abre la boca, no tiene cursados más estudios que los de bachillerato, y si los tiene.
No es una cuestión de envidia. Se
trata de pura justicia social. Al ciudadano, - a ese al que le cuesta llegar a
fin de mes, mantener a la familia en solitario, o colaborar con su pareja en
ello, porque uno sólo ya no puede, que tiene que madrugar cada día, aguantar
los atascos de tráfico o el ambiente cargado del Metro o el autobús, aguantar
al jefe, que la mayoría de las veces suele ser un cretino, etc.- llegar hasta
donde está, le ha costado tiempo, dinero y esfuerzo y por tanto, considera
injusto que un individuo/a, con una educación elemental, disfrute de una
posición así, al tiempo que en vez de estar dando gracias al cielo o a los
españoles por haber sido agraciado/a con la lotería del poder, encima adoptan
posturas chulescas, altaneras y despectivas, precisamente contra quien les da
de comer.
Este español no puede evitar
equiparar el esfuerzo que ha tenido que hacer para llegar hasta allí, con el
que ha realizado el inútil del político. A lo que hay que sumar que para mantener
su puesto de trabajo lleva aparejado soportar la espada de Damocles de cumplir
años, algo inevitable, y que te despidan cuando alcances la edad fatídica.
Porque hasta en eso hay diferencias. Cuando se despide a un político de su
puesto, enseguida encuentra acomodo en cualquier parte de la cosa pública y a
veces, de la privada, con una jubilación asegurada. Mientras tanto, el
empleado, incluso los de alto rango, tiene que seguir buscando sus habichuelas.
Pero si además del esfuerzo
realizado, empieza a comparar conocimientos y experiencia, el enfado se torna
en cólera incontrolada al comprobar que una inmensa nube de mediocres
funcionales son los que mejor viven en España. Y entonces uno, cualquiera, se
pregunta: ¿Y esto es lo mejor que podemos tener para que tomen las mejores
decisiones y nos gobiernen? Y tristemente, esta pregunta y estas mismas
sensaciones, se reproducen cada vez más con más frecuencia en las no ya en
política, sino también en las empresas. Es lo que se llama la “mediocracia” o
el imperio de los mediocres.
La proliferación de incompetentes
a costa del erario público no sólo representa una insoportable carga económica
para el país; es que, además, supone una metástasis multifuncional y orgánica,
al expandirse como un cáncer merced a los nombramientos basados en la amistad, la
sangre, la camaradería, el clientelismo, la lealtad y las siglas, pasando por
encima de los funcionarios de carrera, los técnicos cualificados y arrinconando
valores como la eficacia, el trabajo y los méritos profesionales.
El escritor francés, Alain Denault
escribió un libro titulado “MEDIOCRACIA: CUANDO LOS MEDIOCRES LLEGAN AL PODER” ([1]), en el que se
verifica que “el rigor y la exigencia han dejado paso al esquema carente de
referentes que inspira esta crítica mordaz. Da igual si es el ámbito político,
académico, jurídico, cultural o mediático: se mire por donde se mire, se
constata el triunfo de lo mediocre”.
¿Algunos ejemplos? “El
político ambivalente afín a progresistas y conservadores; el profesor de
universidad que ya no investiga, sino que rellena formularios burocráticos; el
reportero que encubre los escándalos fiscales y hace ruido en la prensa
amarillista o el artista revolucionario, pero subvencionado.”
A esta lista yo añadiría: los
títulos académicos tan falsos como Judas - y comprados por el mismo precio-,
que otorgan Masters a quien no lo merece con el pretendido afán de parecer más
preparado y más listo de lo que es; el falseamiento del historial académico y
profesional, que, al descubrirse posteriormente, se elimina de la web y se
intenta justificar con la torpe excusa de que ha sido un lapsus; las
inexistentes explicaciones o balbuceos a la pregunta de ¿dónde ha trabajado
usted antes de dedicarse a la política?, porque no ha trabajado en su vida en
ninguna empresa; o comprobar la carrera fulgurante de alguna cajera de
supermercado que termina en la cama del líder y después en el Consejo de
Ministros.
Y mientras se van conociendo
estos “pequeños detalles”, el españolito de a pie, ese que de verdad es el que
levanta el país con sus impuestos y su esfuerzo, observa alucinado y
boquiabierto cómo un individuo, diputado en el Congreso e imputado en un juicio
por atentado contra la autoridad, atiende a una nube de periodistas, peinado con
rastas como un jamaicano, vestido con andrajos, mientras resulta evidente que
realiza esas declaraciones bajo los efectos de alguna sustancia sicotrópica,
pues su mirada perdida y su boca estropajosa le delatan.
Por la boca muere el pez, reza el
dicho, y a fe mía que cada día perecen más de cien que, ensimismados por el
poder de su posición, pierden el sentido – si es que alguna vez lo tuvieron –
cada vez que ven una cámara o un micrófono. Pero, sin embargo, a pesar de las
simplezas que sueltan por esa boca; a pesar de las estupideces y
contrasentidos; a pesar de las mentiras y contradicciones permanentes, ahí
siguen, cobrando su generosa paga por hacer no se sabe muy bien qué.
Y por si no tuviéramos suficiente
en el ámbito de lo político y la empresa pública, en la empresa privada,
también se dan este tipo de aberraciones. Y eso es lo preocupante: que mientras
los torpes florecen y se reproducen, los que valen, emigran. Estamos rodeados
de inútiles, de indigentes mentales, de parias enmascarados como valedores, de
gentes que incomprensiblemente detentan unos puestos para los que cada día
demuestran con sus hechos y sus declaraciones que no están ni remotamente
preparados.
El Dr. Luís de Rivera, psiquiatra español, ha
estudiado a fondo el asunto de los mediocres y lo ha definido como el “síndrome
MIA”, o lo que es lo mismo, trastorno por Mediocridad Inoperante
Activa.
En qué consiste y cómo se detecta este
síndrome.
La mediocridad, es la
incapacidad de apreciar, aspirar y admirar la excelencia. Por tanto, el enfermo
de este mal, será un individuo que luche por oscurecer, defenestrar o eliminar
en diversos grados, a todo aquel que pudiera destacar en la empresa, - o en la
política - dependiendo del grado de infección que tuviera.
El grado más leve,
es el más simple. Ni le importa la mediocridad, ni la entiende, y es feliz con
la satisfacción de sus necesidades básicas. Son individuos “amorfos”, que no
aportan nada, pero tampoco estorban mucho. Algo así como un geranio con
piernas.
Luego hay un agravamiento de
la dolencia. Se corresponde con el perfil del fatuo, que quiere ser
excelente, aunque no entiende en qué puede eso consistir, por lo que sólo puede
imitar, copiar o fingir. No es dañino, aunque, si tiene un puesto importante,
puede agobiar a los demás con exigencias burocráticas que sólo pretenden dar la
impresión de que está haciendo algo importante.
Pero el verdaderamente
peligroso es el mediocre inoperante activo, ser maligno incapaz de
crear nada valioso, pero que detesta e intenta destruir a todo aquél que
muestre algún rasgo de excelencia. Son fácilmente reconocibles por sus
comportamientos.
Los análisis sobre la situación del mercado,
la eficacia de la compañía que dirige, la calidad del trabajo que se
desarrolla, los métodos utilizados, la mejora de la productividad, etc., son
conceptos que se le escapan. A lo sumo, puede idear burocracia y más
burocracia, en un claro gesto de impotencia, ineptitud y ceguera ante lo más
evidente, matando toda clase de buenas perspectivas, desanimando a quienes se
involucran con la mejor intención y empobreciendo a la propia empresa.
El afán de aparentar, de darse autobombo, le
lleva a intentar asemejarse a un Florentino Pérez, por el simple hecho de
disfrutar de un BMW que paga la empresa, lo cual, resulta lastimoso cuando en
verdad, tiene el coeficiente de inteligencia de un paramecio.
Los compromisos de estos inútiles
profesionales se ciñen, casi exclusivamente, a eventos sociales con quienes se
supone que deberían ser sus clientes. A saber:
ü Jugar al pádel o al golf
ü Invitar a comer, a copas…
ü Partidas de mus
En su infinito afán por destruir todo aquello
que no comprende – o sea: todo – no encontrará barrera, obstáculo o impedimento
alguno, y si fuera necesario, llegará a sabotear cualquier operación
beneficiosa para la compañía, si con ello puede intentar conseguir tener algún
argumento en contra de quien lo ha intentado, y así, echarle en cara que al
final, la operación, no terminó como se esperaba.
Como bien indica el Dr. De Rivera en su
artículo, lo peor que puede pasar en una empresa es que un individuo con un
trastorno de esta índole, pueda llegar a desempeñar puestos de responsabilidad.
Y ahora, llegados a este punto, ¿a alguno se
le ha venido a la mente algún nombre? ¿alguien ha creído identificar a algún
enfermo de MIA? ¿reconocemos a alguien del gobierno? ¿hemos puesto nombre y
apellidos a ese tipejo de la empresa que nos hace la vida imposible?
El asunto de los mediocres e ineptos, es sólo
una parte del enorme problema laboral que tenemos en España.
En febrero de 2018 un artículo del diario Nueva Tribuna decía:” El
conocido y prestigioso European Trade Union Institute ha publicado un informe (“Bad
Jobs” recovery? European Job Quality Index 2005-2015) sobre la calidad
del empleo en los 28 países de la Unión Europea que es demoledor para España. Si consideramos que una de las responsabilidades
del Estado en cualquier país es asegurarse que la población pueda aspirar a
desarrollar su gran potencial a través del trabajo, entonces la conclusión
rotunda de este informe es que el Estado español está fracasando rotundamente”.
“En
la mayoría de los indicadores de calidad de empleo utilizados en este excelente
estudio -(1) salarios, (2) formas de empleo y seguridad laboral, (3) tiempo de
trabajo y equilibrio trabajo-vida, (4) condiciones de trabajo, (5) habilidades
y desarrollo en su carrera laboral, y (6) representación sindical-, España
aparece en el informe a la cola (repito, a la cola) de toda la Unión Europea,
sólo después de Rumanía y Grecia”.
España es un país donde la precariedad
laboral alcanza cotas inaceptables y, además, la tendencia es al alza; donde
las condiciones de trabajo son las peores de la UE; donde el nivel de desempleo
es pavoroso; donde el número de trabajadores pobres es mayor; un país que está
entre los que menos atención prestan al mejoramiento del conocimiento y la
educación laboral; donde en pleno siglo XXI hemos visto cada día a miles de
personas acudir en busca de ayuda para poder comer, cuando hasta hace
unos meses atrás, estas personas habían mantenido un empleo con mayor o menor
fortuna, pero al menos, les permitía cubrir sus necesidades primarias.
Un país que vive bajo estas
condiciones tiene que soportar estoicamente que su clase política, (la
misma que le ha enviado a las colas del hambre; la misma que le ha obligado a
cerrar su negocio durante meses, pero no le ha ayudado con dinero en efectivo,
ni con exenciones fiscales, ni prorrogando el pago de los impuestos), se suba
el ya generoso sueldo que disfrutaban, viaje en avión privado pagado por todos
los españoles, se salte las restricciones impuestas por ellos mismos al resto
de la población por razones de seguridad en la lucha contra el COVID, al tiempo
que observa entre atónito e indefenso, cómo una pléyade de mindundis
analfabetos, de mediocres insuperables, ocupa puestos de privilegio con sueldos
indecentemente altos, como pago a su único logro, que no es otro que ser la
pareja de alguien importante, o el compañero de pupitre en el colegio del
presidente.
En otras épocas en situaciones
así, con el nepotismo más extremo y palmario, los comunistas se pusieron del
lado de los oprimidos y mediante sus estrategias de tensión y exacerbación de
sentimientos, asaltaron la Bastilla y el Palacio de Invierno de los Zares en
San Petersburgo. Luego ya sabemos cómo terminó todo eso. Pero es que hoy, esos
que se autodenominan comunistas, se han comprado un chalet de más de un millón
de euros y viven en una especie de gueto privado, mantenido por la Guardia
Civil, del mismo modo que en su día el Zar Nicolás vivía protegido por la
Guardia Imperial. Y eso, también sabemos cómo terminó.
Los españoles asistimos
indefensos, confusos, estupefactos, incrédulos, a un despliegue de ineptitud
como nunca antes habíamos padecido, hasta el extremo de que un cretino, que
jamás ha ejercido de médico, porque fue incapaz de superar el MIR, es capaz de
afirmar en una rueda de prensa del gobierno que, en España, el COVID-19
afectará a una o dos personas y 120.000 muertos después, no ha afrontado
ninguna responsabilidad ([2]).
Un país en el que cualquier
analfabeto puede meter la mano en la caja del dinero, colocar a sus amantes en
empresas públicas y que ni siquiera aparezcan por la oficina; a sus amigos y
parientes con sueldos que pagamos los demás con nuestros impuestos, o pagarse
unas juergas a base de whisky y prostitutas, pagado todo con dinero público, se
parece bastante a un país del medievo, donde los señores feudales campaban a
sus anchas, imponían sus leyes de modo discrecional y abusaban de sus derechos.
Y aunque parezca mentira, estamos
en el siglo XXI y pongamos que hablo de España, parafraseando al cantautor.
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