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jueves, abril 27, 2023

Sinatra y mis recuerdos (II)

Ya dije que el año 1962 no fue especialmente bueno contradiciendo la letra de la canción de Franki y en ello tuvo mucho que ver, especialmente, mi incorporación al colegio de curas.

El colegio del Sagrado Corazón fue fundado en Francia, en 1821. El 13 de septiembre de 1841 el hermano Policarpo fue elegido unánimemente como superior-general. Fue a partir de ese momento cuando reestructuró la orden y le aportó la estabilidad que necesitaba. Por eso, el hermano Policarpo era considerado como el “fundador” de la orden y se veneraba su legado. Ese origen y su posterior expansión en España, junto con otras peculiaridades sociales de la época, era lo que hacía que la mayoría de los curas tuviera un origen vasco, vasco-francés, navarro o aragonés, cada uno tenía su propio acento y sus giros lingüísticos. Todo ello me supuso otro choque cultural pues yo estaba más acostumbrado, como mucho, al acento gallego por mis veranos en Foz y ese acento resultaba mucho más cálido al oído, que no el de alguien nacido en un pueblo de montaña del país vasco, Navarra o Zaragoza, que había de todo un poco y que, además, tenían la mala costumbre de hablar a gritos.

Por otra parte, yo vivía al lado de la Puerta de Toledo, en Madrid, y el colegio estaba – y sigue estando – en la calle Alfonso XIII, es decir, al otro extremo de Madrid, lo que ocasionaba un serio problema de logística familiar, porque mi padre tenía que entrar a trabajar a la misma hora que yo debía entrar en el colegio. El caso es que recuerdo perfectamente, que ese primer día de colegio quien me llevó fue mi tía Nani.

Mi tía era una mujer alta, delgada, cariñosa, con una infinita paciencia, siempre bien vestida y muy guapa, incluso entonces, que ya era “muy mayor” – cerca de los cincuenta años - para un niño como yo. Era la mayor de cinco hermanos - mi madre era la tercera - y la única que permaneció soltera. A cambio la vida le dio varios sobrinos, a la mitad de los cuales no les llegó a conocer por estar desperdigados por Galicia y Venezuela, todos hijos de los dos hermanos varones. Nani – Encarnación - vivía en casa de su hermana la menor, que tuvo cuatro hijas.

Esa es una etapa de mi vida que tengo algo borrosa en mi memoria, pero sí recuerdo con nitidez que esa no fue – ni mucho menos – la última vez que mi tía Nani me llevó de la mano al colegio o que me recogiera a la salida. Mis tíos vivían mucho más cerca, en la calle Clara del Rey y eso hacía que pasara más tiempo con ellos que en mi casa. Mucho tiempo después pude atar cabos y comprender las razones de esa circunstancia. Mi padre había comenzado con los primeros síntomas de su enfermedad, y entre análisis clínicos, visitas al médico y demás, el trasladarme desde una punta de Madrid a la otra se había convertido en un problema. Así es que la solución parcial pasaba por estar más tiempo con mis tíos y mis cuatro primas.

Volviendo al inicio, aquel primer día de colegio fue especialmente traumático. Hasta ese momento no había tenido la ocasión de jugar con otros niños. En mi bloque era el más enano de todos con diferencia y de mi familia directa, yo era el mayor de mis cuatro primas. Así es que, al llegar al colegio de la mano de mi tía, me encontré a una multitud de desconocidos, que gritaban, saltaban y corrían y hasta parecían felices, algo que para mí era completamente incomprensible. Por otro lado, la visión de los curas vestidos con sus sotanas negras me produjo una sensación de temor. Y para colmo, tuve que ir al baño y ahí estaba mi tía Nani preguntando a un señor de esos con sotana dónde estaba el cuarto de baño. Entonces, ni se me pasó por la cabeza la posibilidad de que en un cuarto de baño no hubiera papel higiénico, pero eso también formó parte de mi bienvenida.

Para solventar tan incómoda situación no quedaba otra alternativa que gritar pidiendo ayuda a mi tía, pero ella estaba en la puerta de la entrada y con el griterío que había en el patio no me oía. Tuve algo de suerte y después de dejarme los pulmones gritando su nombre, alguien me escuchó y sirvió de correo para llegar hasta ella. El siguiente problema era solucionar el hecho de no solamente no había papel higiénico en el baño, es que simplemente, no había papel en ninguna parte. Ella protestó educadamente y recriminó a algún cura el hecho de que no era aceptable que en un baño no hubiera papel higiénico. Una vez resuelto el problema con algún periódico regresamos a la entrada que daba al patio de recreo.  Todo aquello me dio la impresión de ser una cárcel, pero con horario de salida.

En un momento dado se escuchó un silbato estruendoso. Uno de los que llevaba sotana, debía ser un jefe y con su silbato, al más puro estilo carcelario o campo de concentración nazi, ordenó que todos los familiares que estaban en el patio se fueran del colegio. Aquello supuso otro golpe en mi tapa del ataúd.

Cuando salió el último de los familiares, incluida, claro, mi tía, el del silbato siguió atronando el aire. Fue entonces cuando todos los alumnos debían agruparse en función del curso al que pertenecían, formando filas de a dos en fondo y guardando silencio. Esa sería una mecánica que formaría parte del protocolo diario: formar en fila para entrar en clase y guardar silencio.

A nosotros, los párvulos, nos metieron en una clase que estaba muy cerca de la entrada. Había como 40 o 50 pupitres y a la hora de sentarnos, el cura, - que se llamaba Desiderio-, nos colocó por orden alfabético, o sea, yo estaba en la última fila. Algo a lo que me acostumbré en los años sucesivos y de ahí que ahora tenga querencia a las últimas filas, como el toro herido a las tablas. Desde ahí se tiene una mejor perspectiva de lo que ocurre.

Recuerdo que al entrar en la clase había una cosa negra y enorme en la pared. Alguien había dibujado una virgen con tizas de colores. Nunca había visto una pizarra y menos así de grande. No recuerdo nada más, excepto que estaba totalmente atemorizado por todo lo que estaba sucediendo porque nadie me había preparado para semejante choque emocional. El ruido, los gritos, las sotanas, el silbato, la disciplina carcelaria (en fila y en silencio).

En un momento dado el hermano Desiderio nos hizo levantar de nuestros pupitres, colocarnos en fila dentro de la clase y en silencio, salir al patio a jugar. Yo, en lugar de ir al jugar al fútbol con los demás, regresé a la puerta de salida a la calle. Era una puerta de hierro y con barrotes, lo que acrecentaba la sensación de prisión. Como un preso anhelante de libertad me aferré a los barrotes y apoyé la cabeza en ellos mirando lo que sucedía en la calle, viendo pasar a los coches y a las personas. Echaba de menos a mi madre, pero sobre todo a mi tía. Me encontraba solo, triste, asustado y desamparado, al borde del llanto.

Entonces, por alguna razón extraña se acercó otro niño y me preguntó qué me pasaba, si estaba bien. Yo estaba totalmente descorazonado, me sentía como un perro abandonado en una gasolinera a la espera de ver regresar a mis dueños, en este caso, a mi tía Nani. Traté de tranquilizar a mi nuevo amigo y recuerdo perfectamente lo que le dije:

     - Dentro de doce años dejaré este colegio y no volveré jamás.

domingo, abril 16, 2023

Sinatra y mis recuerdos (I)

De entre las docenas de canciones de su extenso repertorio, Sinatra tiene una que se llama “It was a very good year”.  En ella, en un tono algo triste y melancólico va recordando distintas etapas de su vida en un viaje cronológico y a grandes saltos. Y eso me dio la idea de hacer algo parecido, pero sin cantar, y tratando de huir de la tristeza, aunque no creo que sea capaz de desprenderme totalmente de la nostalgia.

Después de pensar en ello se me ocurrió que hay una parte importante de mi vida que hasta ahora siempre había dejado de lado. Es mi etapa educativa durante doce años en un colegio de curas. Siempre había creído que no tenía la más mínima relevancia para nadie, que sólo la tenía para mí, pero entonces recordé que no hace muchos años, estaba leyendo a mi amiga Paula, -  colega en esto de escribir-, algo relacionado con sus recuerdos en un colegio de monjas y pensé que había bastantes cosas en común en este sentido y eso me ha impulsado a pensar que sí, que tal vez, pudiera resultar, al menos curioso, conocer mi experiencia en el colegio de curas. Doce años son muchos años, pero si además es el período en el que se forma la personalidad, el carácter, de un ser humano, todavía tiene mayor trascendencia. Y también contrastar los comportamientos y los métodos de enseñanza de una época pasada con los actuales.

Por eso, para abordar ese largo período de tiempo he pensado en hacer un viaje a través de los años. Cada curso un año, como en la canción de Sinatra. Por eso, a esta serie de capítulos la he bautizado como “Sinatra y mis recuerdos” y aunque la mayor parte de esos relatos se basan en las experiencias en el colegio, también debo añadir alguna ajena.

La canción de Sinatra comienza hablando de cuando tenía 17 años, pero yo empezaré mucho antes y como sucede a veces con ciertos artistas, que una y otra vez abordan el mismo tema de una manera recurrente, casi compulsiva, yo haré lo mismo. Yo, en esta ocasión, hablaré de Foz.

Es absolutamente imposible borrar de mis recuerdos los que tengo de mi más lejana infancia en Foz. La inocencia y la candidez ayudaron a convertirlos en los únicos y más felices años de toda mi vida.

Corrían los años de finales de los 50 comienzo de los 60. En esa España franquista en la que sólo trabajaba el hombre para mantener a toda la familia, la gente tenía una vivienda, se compraba frigoríficos, lavadoras, televisiones, y en verano, se iban de vacaciones.

Doy por hecho que a cualquier niño pequeño le gusta jugar en la playa, así es que, en eso yo no me diferenciaba mucho de ningún otro. La única diferencia que podría haber era que yo, para disfrutar de la playa, tenía que recorrer más de 600 kilómetros en un Seat 600 desde Madrid hasta Foz, provincia de Lugo. Y tal vez, la otra gran diferencia era que yo estaba dos meses allí y no sólo unos pocos días. Por eso, Foz y sus gentes, entraron pronto en mi vida y no han salido jamás.

El pueblo, aunque empezaba a despertar a la industria del turismo, vivía en gran medida de la pesca. En su puerto pesquero amarraban diversos barcos con distintos objetivos de captura. También había una importante empresa conservera, lo que hacía que, mientras muchos hombres se embarcaban en la pesca del bonito, sus mujeres, después, los metían en latas.

Pasaré por alto en esta ocasión – ya he hablado de ello en otros momentos - los pormenores de la organización del viaje, con sus baúles y maletas, la tortilla de patatas para la comida, el gato y su cesta de transporte, el itinerario largo, sin radio, ni casetes, ni aire acondicionado, ni autopistas y con alguna avería que otra o un simple calentamiento del motor que, como los caballos de las películas de vaqueros, de vez en cuando necesitaba descansar y refrescarse. Todo eso también forma parte de los recuerdos, pero, sobre todo, siempre tengo muy presentes a Lucio y Clotilde.

Ellos eran los propietarios de la casa que, como la mayoría de sus vecinos, alquilaban a los veraneantes, gentes que llegaban de Lugo capital, de Ponferrada, y de sitios más lejanos como Madrid, por ejemplo. Lugares donde el mar constituía un deseo y a veces, una necesidad.

Al entrar en la casa había un largo pasillo cuyo suelo era de cemento en crudo, sin solar, exactamente igual que el aspecto externo de la casa. A ambos lados del mismo se distribuían los dormitorios y al final, estaba el comedor. La primera habitación a la derecha era la de mis padres, enfrente había otra que ocupaba una tía y junto a la de mis padres, la mía que compartía con mi hermano. Junto al comedor, al final a la derecha, estaba la cocina, que era de leña y cuya amplia ventana daba a una zona interior de la parcela.

La propiedad disponía, además, de un corral con algún conejo, gallinas y sus polluelos. A continuación, estaba la cochiquera, una inmundicia a la que Clotilde, la dueña de todo aquello, me tenía prohibido entrar, aunque fuera usando los zuecos que ella usaba para echar de comer a los cerdos. Más a la izquierda estaba el establo de la burra, que solía utilizar para llegarse hasta un terrenito que estaba un poco más arriba, - caminando por una calle más ancha -, en el que cultivaban patatas, berzas y algunas verduras. Cuando iba a acompañar a Clotilde a recoger las “patacas” o las berzas para dar de comer a los animales, me subía a lomos de la burra y me agarraba con fuerza a una anilla de hierro que llevaba en la montura, porque aquella mula se movía más de lo que pensaba. Después del establo para la burra, había lo que podría llamarse una covacha, una especie de agujero negro, en el que Clotilde y su marido, Lucio, compartían con su hija, Pilar, que por entonces era una belleza de dieciocho años, de pelo rubio y de ojos azules.

Clotilde era una mujer de pelo canoso, vestida siempre con colores oscuros, lista para la faena diaria, trabajadora incansable a pesar de los problemas de espalda que tenía que la obligaban a andar como un marinero recién desembarcado, de lado a lado, entrada en carnes, con unas gafas grandes y bastante graduadas y que hablaba siempre muy alto. Clotilde me trató siempre con un inmenso cariño.

Yo pasaba mucho tiempo con Clotilde, dando de comer a las gallinas, o a la burra o viendo cómo los cerdos se movían en la cochiquera que, la verdad, daba bastante asquito. A las gallinas y a los pollos, para que engordaran, Clotilde les daba granos de maíz. Me encantaba darles de comer a través de la verja y comprobar que apenas me picoteaban la mano y comían. Pero el maíz era caro y Clotilde no les daba siempre eso. Otras veces les daba patata cocida y huevo duro aplastado con la mano, haciendo una masa con ello, que la verdad, no sé cómo se podían tragar sin beberse un litro de agua. A la burra lo que le gustaba era comer las berzas que había amontonadas a la puerta de su cuadra, pero en cuanto Clotilde me veía que me ponía a dar de comer a los animales, venía a controlarme para que no les supusiera una ruina para sus bolsillos.

Lucio, por el contrario, era un hombre enjuto y no muy alto, de voz aguardentosa y profunda, como consecuencia del tabaco que él mismo solía liarse antes de fumárselo y de los orujos que se bebía. De tez muy morena y piel curtida como el cuero, con unas manos grandes y encallecidas, todo ello por su trabajo de marinero en los barcos de pesca del puerto. Una vez, trajo de uno de sus viajes, un atún enorme. Yo nunca había visto un pez más grande en toda mi vida.

Lucio pasaba la mayor parte del tiempo embarcado, pero cuando estaba en casa me gustaba mucho estar con él y escuchar las historias que me contaba, con esa voz tan profunda, esa carraspera constante y ese acento tan marcado, que al final, yo mismo adquiría y me lo llevaba a Madrid de vuelta conmigo. Hablaba despacio, pausado. La verdad es que todo lo hacía con calma. Se preparaba el cigarrillo que se iba a fumar con tranquilidad, esparciendo el tabaco de modo concienzudo para que no se perdiera ni una pizca. Luego, enrollaba sobre sí mismo el fino papel con sumo cuidado y para sellarlo, humedecía el borde y lo pegaba.

Recuerdo que una vez le pedí que me hiciera un nudo. Supongo que sería uno corredizo, algo sencillo, pero que para un niño era tarea imposible. Él se puso a la tarea con tanta parsimonia que le metí prisa y le dije que por qué tardaba tanto si no parecía tan complicado. Él me sonrió con su cigarrillo explota pechos en los labios, y continuó trabajando en la madre de todos los nudos como si el comentario y mis prisas no fueran con él.

Muchas veces, Clotilde y Lucio, me invitaban a comer con ellos y con su hija Pilar. Siempre pedían permiso a mis padres y yo estaba encantado. Todo lo que fuera romper la monotonía y estar con personas cariñosas era bien recibido.

En agosto, se celebraban las fiestas del pueblo, que se llenaba de propios y extraños, de gentes de pueblos vecinos, o de aldeas que rara vez veían a tanta gente junta. Uno de esos días, también me invitaron a comer con ellos porque de postre tenían brazo de gitano. Yo no sabía qué era eso y cuando me dijeron que tenían brazo de gitano y después de las experiencias sangrientas que había tenido con los pollos y el cerdo, de pronto me empecé a preocupar. Tal sería la cara que puse que enseguida y entre risas de los tres - Clotilde, Pilar y Lucio - me explicaron que era un pastel que se llamaba así. Entonces, me quedé más tranquilo, comí con ellos y probé el pastel.

Luego, por la tarde, como era costumbre, salía con mis padres a dar una vuelta por el pueblo y a tomar un aperitivo. A veces íbamos al puerto pesquero, donde los barcos estaban pintados con vivos colores. Todo olía diferente. Olía a mar, a pescado, se sentía la sal y el yodo y se escuchaba el estruendo de las gaviotas que revoloteaban por allí, a ver si comían algo. Se veían las redes por remendar y los aparejos de los barcos.

Pero aquel día lo que vimos no tenía nada de bucólico. Vimos a mucha gente vomitando, algunos, eran incapaces de contener los esfínteres y mi padre se dio cuenta enseguida de lo que estaba pasando. Todo el pueblo estaba intoxicado por algo que habían comido. Y en ese momento, yo mismo tenía unas ganas tremendas de ir al baño y mis padres me dijeron que no me preocupara, que lo hiciera allí mismo. Y así fue, pero no me encontré mejor.

Regresamos a casa a toda prisa y en el camino vomité varias veces. Rápidamente, el médico que mi padre llevaba dentro se puso a trabajar y enseguida llegó a la conclusión de que el motivo de la intoxicación fue el brazo de gitano. De hecho, enseguida se corrió la voz por todo el pueblo y se supo que, el pastelero, ante la avalancha de visitantes que se preveía para esos días, había preparado los postres con antelación y era más que probable, que, debido al calor, a una mala refrigeración o vaya usted a saber qué, el caso es que, sin pretenderlo, envenenó a todo el pueblo. Como suele ocurrir en estos casos, algunos fueron a su casa a pedirle explicaciones, pero pronto descubrieron que el pastelero había ido a visitar a unos parientes que tenía en Siberia y a los que hacía tiempo no veía.

Los siguientes días los pasé en cama con casi cuarenta de fiebre y con inyecciones de penicilina que me ponía mi padre. Recuerdo ver como entre sueños, en la puerta de mi habitación al pobre Lucio y a la pobre Clotilde, que se sentían culpables por mi intoxicación. Ellos también la sufrieron, pero con menor intensidad. Y también recuerdo escuchar a mi padre jurar en arameo y prometer que si volvía a ver al pastelero lo iba a abrir en canal para hacerle una autopsia en vivo.

Como cada año la despedida de Foz era un trauma para mí. Abandonar a Lucio, Clotilde, Pilar, dar de comer a las gallinas, montar en la burra, recoger patatas en la huerta y cambiar todo eso, de la noche a la mañana por vivir en la casa de Madrid, era demasiado duro. Pero todavía hubo algo peor.

Debió ser por 1962. Mi padre, que había estudiado cuatro años de medicina al estallar la guerra civil, se detectó unos bultos en las axilas. Llamó a mi madre a la habitación y cerraron la puerta para mantener el secreto, pero yo pude escuchar algo a través de la ventana que daba al patio de la entrada principal. A mi padre no le gustó nada lo de los bultitos en las axilas y sugería un regreso precipitado a Madrid. Qué lejos estuve en aquel momento de saber que ese sería mi último año en Foz. Y qué lejos estaba de saber que un par de años más tarde, aquellos bultitos en las axilas de mi padre, se convertirían en un linfoma en fase de metástasis.

Así es que, en contra de lo que dice el título de la canción de Sinatra, 1962 no fue un buen año. Fue mi último verano en Foz; en octubre empecé a ir al colegio y me encontré con cientos de niños que no conocía y a unos señores que llevaban unas sotanas negras. Y todavía quedaba por venir lo peor.

1962 no fue un buen año, como decía Sinatra.

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