sábado, junio 03, 2023

Sinatra y mis recuerdos (VIII)

El año 1968 fue prolífico en acontecimientos históricos.

Los americanos seguían asesinando a los que no les interesaba, como Martin Luther King o al hermano de JFK, Robert Kennedy. Los telediarios nos mostraron a los tanques rusos del Pacto de Varsovia invadir y tomar posiciones en Praga, la capital de un país que más tarde desapareció, Checoslovaquia. La guerra de Vietnam nos llegaba casi en directo, mostrando los efectos del napalm, o el ajusticiamiento en plena calle de uno del Viet Cong, con un tiro en la cabeza, y viendo cómo caía al suelo muerto, mientras le salía la sangre a chorros por el agujero de la bala.

Hablando de guerras, ese año fue el primero en el que una banda que se llamaba ETA asesinó por primera vez.

Yo continuaba con mi guerra particular contra los curas. Todos los años tenía alguno que era especialmente tocapelotas. Los podrían haber concentrado a todos juntos en un curso y así, al menos, podría haber disfrutado algo en los años siguientes, pero por desgracia, alguien decidió amargarme la existencia poniendo en mi camino sucesivos zoquetes con la misma capacidad didáctica que un comisario político chino y aproximadamente con el mismo criterio de entendimiento y justicia. A ese perfil respondía la última adquisición que me tocó en suerte: el hermano Federico.

Rumores sin confirmar apuntaban a que el susodicho provenía de otro colegio de la congregación que estaba en Zaragoza. Una de las peculiaridades de esta criaturita, aparte de que se pasaba el día chillando como un berraco en celo, era que usaba ciertos términos al hablar y que a nosotros nos llamaba especialmente la atención. El más característico era que en vez de decir “estoy cansado de repetirlo” decía “estoy canso…”.

Era bien sabido que yo a las clases de por la tarde, llegaba, eso: tarde. Salvo algún año que comía en la casa de mis tíos y mi frenético ritmo de vida se calmaba un poco, el resto era como ya lo he contado anteriormente. Así es que, de alguna manera, era famoso.

Ese curso recuerdo que teníamos clase de gimnasia de 12.30-13.30, lo que significaba que, terminada la clase, te ibas a casa. El problema que se planteaba era que para la clase de gimnasia era obligatorio vestir el chándal rojo del colegio y, por tanto, tenías que desnudarte por completo. Para ello, no podías hacerlo en medio de la clase, pero al mismo tiempo, no había un vestuario como tal y los baños estaban saturados. Hasta que la dirección del colegio se percató del problema y decidió construir unos vestuarios rudimentarios en una parte del patio de recreo.

Un día, terminada ya la clase de gimnasia, tuve que hacer cola en los lavabos a la espera de poder quitarme el uniforme de gimnasia, vestirme con ropa de calle y salir pitando a casa con la bolsa a cuestas. Eran las 13.45 y como siempre salía escopetado junto con mi amigo y compañero de pupitre. Al salir por la puerta casi corriendo, estaba el hermano Federico y nos mandó parar.

Nos llamó la atención, en especial a mí, porque eran las 13.45 y siempre llegaba tarde a las clases de después de comer. Le expliqué cuál era el problema de la falta de espacio y el número de personas intentando usar los servicios, pero su respuesta fue contundente.

¾     Estáis perdiendo el tiempo. Ahora mismo dad dos vueltas al patio corriendo.

Algo que no he aceptado jamás han sido las órdenes sin sentido, sin lógica, y esta era una de ellas. De cualquier forma, intenté razonar.

¾     Hermano, son las 13.45 si ahora nos dedicamos a dar dos vueltas al patio corriendo, voy a salir de aquí a las 14.00 y no voy a poder llegar a tiempo a las 15.30, que es precisamente lo que intenta evitar.

Evidentemente, siempre se ha dicho que discutir con un gilipollas es una pérdida miserable de tiempo, porque ambas personas están en planos distintos. Y en este caso, se demostró una vez.

¾     Que sean tres vueltas.

De haber aceptado el argumento – por otra parte, impecable - de un niño de doce años, y eliminar el absurdo castigo, habría sido tanto como admitir ante el propio niño, que el hermano Federico era lo que aparentaba ser: un cretino inconmensurable. Así es que se aferró al viejo axioma de “mantenella y no enmendalla”.

Mi amigo Alfredo y yo, decidimos salir de allí. Yo ya había perdido mucho tiempo y comenzamos lo que en términos deportivos se conoce como “trote cochinero”, un ritmo a medio camino entre la carrera y la marcha atlética. Nos dirigíamos hacia la puerta de salida y al llegar allí decidimos abandonar ese estúpido castigo y marcharnos a casa. Él, como muchos de mis compañeros, vivía más o menos cerca del colegio, pero yo tenía una aventura y ya llegaba tarde.

La primera clase de esa tarde era, casualmente, con el Federico de las narices. Ni siquiera recuerdo qué tipo de asignatura nos daba. Creo recordar que ninguna, que sólo se encargaba de controlar a las ovejas, como un perro pastor, mientras ellas estudiaban cualquier asignatura. De repente se arranca y dice:

¾     Los dos que me deben un castigo que se pongan de pie.

Mi amigo Alfredo y yo, codo con codo, literalmente, nos miramos sinceramente extrañados. Estábamos absolutamente convencidos de que eso no iba con nosotros, lo cual, por cierto, nos dejó desconcertados. Al parecer había otros que estaban en deuda con el Federico.

El Federico se empezó a impacientar y finalmente, al ver que ninguno de nosotros se dio por aludido, se dirigió directamente y llamándonos por nuestros apellidos – norma de conducta del colegio -, nos ordenó que nos pusiéramos en pie. Y allí, puestos en pie, con cara de circunstancias Alfredo y yo escuchamos una larga perorata, un rapapolvo, un soliloquio, con más tinte de rosario de penalidades y frustraciones del propio Federico, a lo que ninguno de los dos podíamos añadir nada. El Federico retomó el diálogo que mantuvimos en la puerta en un vano intento de justificar ante el resto de la clase lo justo que era su proceder y lo canallas que habíamos sido mi colega y yo. Baldío esfuerzo que se esfumó en cuanto yo repetí mi argumento de que si lo que se pretendía era castigar mi retraso habitual, el castigo no iba a solucionar nada, más bien al contrario.

Entonces la bronca devino en una especie de coloquio con 45 testigos en el que el Federico intentó inculcarnos a todos, de que su autoridad estaba por encima de cualquier discusión, y que, si él decidía imponer un castigo, éste debía cumplirse. Pero yo se lo discutí aduciendo que mi retraso continuo no se debía a ninguna actitud indolente, sino simplemente a la distancia que debía cubrir, por lo que, en definitiva, no merecía ningún castigo, ni tampoco estaba en duda su autoridad para imponerlos, siempre y cuando se ajustara a derecho.

El combate quedó en tablas. O sea, perdió el Federico.

Otro mal año.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Gente frustrada que estaba en la enseñanza donde se comportaban como dioses