1971 fue un año pródigo en experiencias.
A mediados de septiembre iniciaba
el 5º de bachiller. La ventaja de esos primeros quince días era que sólo había
que ir a clase por la mañana. Era una forma suave de retomar el ritmo después
de haber estado dos meses de vacaciones. Y también había una razón
climatológica y es que era imposible estar en las clases con el calor que
hacía.
Como no podía ser de otra forma,
ese año nos tocó otro cura tocapelotas: “El Fuentes”.
Fue de los escasos curas a los
que se les conocía por su verdadero apellido y no por el mote. Tenía la importante
tarea de dirigir y ensayar los cánticos que posteriormente se iban a utilizar
en las diferentes ceremonias que se oficiaban en la capilla del colegio, como,
por ejemplo, la novena a la Virgen María que se realizaba todos los viernes del
mes de mayo.
Era tal el celo que ponía en el
desempeño de su cargo, que durante los ensayos y ceremonias solía pasear por
los bancos de la capilla, vigilando a los alumnos que cantaban y a los que no,
y por supuesto, a los que pillaba con la boca cerrada o incluso fingiendo que cantaban,
pero sólo hacían mímica con los labios, les metía un paquete.
Además de tan importante
desempeño, el Fuentes nos daba clases de Física, algo que, dicho sea de paso,
no se me daba mal. A la hora de hacer los exámenes el libro de texto venía
acompañado de unos cuadernillos de ejercicios en los que figuraban las
preguntas sobre los diversos conceptos que se trataban. Eso hacía más fácil al
profesor la tarea, pues no tenía que inventarse las preguntas y, además, el
cuadernillo, corregido, siempre quedaba en poder del alumno, cosa que no
sucedía con el resto de hojas de exámenes, que una vez las entregabas para ser
calificadas, las perdías de vista para siempre.
En cierta ocasión uno de esos
exámenes me salió bordado. Estaba convencido de que había sacado una nota muy
alta y estaba casi eufórico y ansioso por ver el resultado. Sin embargo, cuando
el Fuentes, me entregó el cuadernillo corregido, me encontré con que en vez de
una nota alta el cura había escrito “PLAGIO” en rojo y en diagonal.
Desconcertado, le pregunté al
cura que era eso de “plagio” y el cura me respondió:
- Has copiado de tu compañero.
Nunca he soportado – ni hoy en
día tampoco- que me acusen de algo que no he hecho y en esta ocasión, no había
copiado. Me lo había estudiado, el examen no era complicado y lo había hecho
perfecto.
- ¡No es cierto! ¡Yo no he copiado! - le respondí
indignado al Fuentes.
- Tienes las mismas respuestas que tu compañero de
pupitre – argumentó él.
- ¡Evidentemente! – respondí enfurecido-. ¡Si las
respuestas son correctas, ambos debemos tener las mismas! ¿No se ha planteado
que haya sido él el que haya copiado? Porque a él no le ha dicho que ha
copiado.
- Has copiado - insistió el imbécil del cura sin
demasiado entusiasmo y sin ningún argumento.
- Para demostrarle que no he copiado y que me lo
sé, hágame ahora mismo un examen oral - le reté.
En caso de haber aceptado mi
reto, yo habría demostrado que tenía razón y que él se había equivocado y eso,
no lo podía permitir. No quiso de ninguna manera hacerme de nuevo el mismo
examen u otro similar, allí mismo y delante de toda la clase. En el fondo en
ese momento se dio cuenta de su injusticia, pero no tuvo valor de admitirlo. No
hubo quien le moviera de su postura.
- Siéntate y no sigas protestando.
Mi frustración no tenía límites.
Si hubiera tenido un bate de beisbol le habría reventado la cabeza al
“tontoelculo” del Fuentes. Y me quedé con el cero más injusto de la historia
del colegio, por plagio, cuando no había copiado.
A la semana siguiente tocaba otra
prueba. El Fuentes dio la orden de sacar los cuadernillos y empezar a responder
las preguntas que tocaban. Todos sacaron los cuadernillos…menos yo, que con los
brazos cruzados encima del pupitre miraba fijamente al imbécil del Fuentes.
- ¿No tienes el cuaderno? - me preguntó el cura.
- Sí.
- ¿Y entonces por qué no lo sacas?
- ¿Para qué? ¿Para que si lo hago bien me diga que
he copiado, pero si lo hago mal me ponga mala nota? Pues para eso me ahorro el
esfuerzo. Póngame el cero directamente - le respondí indignado.
En el fondo ese era el mensaje que estaba enviando a
toda la clase con mi “plagio” falso: si alguien se esforzaba por ser mejor y
saber más, el cura iba a sospechar que eso no era posible y le iba a condenar a
suspender.
- Saca el cuaderno y comienza a hacer el examen -
sugirió más que ordenó el Fuentes.
Mi objetivo ya se había cumplido.
Había dejado bien claro delante de toda la clase que no había copiado, que me
sentía seguro de los conocimientos y que había retado al cura para
comprobarlo. La injusticia de la que
había sido objeto era patente y lo mejor de todo, dejé claro el comportamiento
pusilánime del cura, que no se atrevió a examinarme de modo oral. Así que, saqué
mi cuadernillo y completé el examen. Ya nunca más volví a obtener un “plagio”.
Pero aquel cero, no me lo quitó nadie.
Aparte de padecer al director del
coro y profesor de Física, lo más llamativo en el terreno de los curas de ese
año, fue que el que nos daba las clases de religión.
Un día apareció con un tocadiscos
y un LP. El impacto que tuvo ese gesto no habría sido mayor si hubiera entrado con
la cabeza de San Juan Bautista en la mano.
Las clases de religión se habían
ido convirtiendo en un auténtico tostón a medida que pasaban los años y las
enseñanzas eran las mismas de siempre, dichas por los mismos de siempre. Al
final, si llegabas a detectar cuáles eran las palabras clave para aprobar los
exámenes – había exámenes de religión -, lo tenías resuelto, y todo lo demás
era una penitencia que tenías que sufrir. Pero, aun así, aquello era un
ladrillo.
Por eso, cuando ese día apareció
el padre Larreta – a ese no le tratábamos de hermano, ese era padre – con el
tocadiscos portátil y con un disco bajo el brazo, de entrada, logró captar la
atención de todos.
El padre Alfredo Larreta era un
hombre joven, vasco, como su apellido apuntaba y solía vestir de clériman y no
tanto con sotana como el resto. Desde el principio la clase de religión la
convirtió en un lugar de debate sobre aspectos que interesaban a chicos de 15
años. Así es que, en vez de ser un profesor, más se convirtió en una especie de
tutor.
Después de enchufar el
tocadiscos, pidió algo de atención y explicó que ese disco se lo había enviado
un amigo desde EEUU. El título “Jesucristo Superstar”. Y comenzamos a escuchar
el disco, con un volumen que no molestara a la clase de al lado. No
escuchábamos las canciones enteras, sólo trozos sueltos, pero nos íbamos
haciendo una idea. Ese fue el origen de una serie de debates acerca de la
figura de Jesús, de su mensaje, de su legado, de otros personajes de la
historia, incluso de la iglesia como organización. Una forma de analizar si
esos chicos iban a misa los domingos, y si no lo hacían por qué, pero todo ello
planteado en un tono de debate abierto, sincero, de mutuo conocimiento y no en
plan persecución y castigo. Todo esto fue la puerta de entrada a diferentes
trabajos en grupos, acerca de diversos temas, con encuestas a personas
desconocidas por la calle, para llegar a ciertas conclusiones; una especie de
compulsación de la realidad.
Como balance final de ese año, debo considerarlo como un año muy bueno, aunque en ese balance influyen sin duda alguna, algunos aspectos ajenos al colegio y de índole personal, que he considerado mejor no incluir para no distraer la atención del lector.
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