El gentío pululaba arriba y abajo por los pasillos, abarrotados de personal. Más que un hospital parecía un mercadillo navideño en ebullición.
Al
entrar le pregunté al guardia de seguridad por dónde se iba a mi destino. Es
curioso comprobar cómo, de un tiempo a esta parte, los guardas de seguridad se
han convertido en los recepcionistas de los edificios en los que trabajan, ya
sean las oficinas del SEPE, la delegación de Hacienda o un hospital. Se han
convertido en guías, consejeros, expertos, pero nada de lo que hacen tiene que
ver con el trabajo de guardia de seguridad.
Cuando
llegué a mi ventanilla sólo había un par de personas delante de mí. Los otros
dos mil quinientos ya estaban sentados, esparcidos por diferentes bancos
alrededor, esperando su turno. La señora que me atendió me dio el número 62 y
me dijo que estuviera atento al marcador que había colgado en la pared. En ese
momento se veía el número 47 y pensé “qué suerte, sólo tengo quince delante de
mí”.
Me
senté en uno de los asientos libres teniendo el marcador frente a mí. Y me
dispuse a esperar ver aparecer mi número. Como tenía tiempo, empecé a fijarme
en diferentes tonterías.
Una
de las cosas en las que siempre me fijo es en el calzado de las personas. Es una
manía inocente, silenciosa, nada invasiva. Todavía no me ha dado por parar a
nadie y fijar mi mirada de un modo descarado en sus zapatos. De hecho, una de
las cosas que me he dado cuenta hace tiempo es que nadie usa zapatos. Todo el
mundo usa deportivas o similares.
También
me fijé en las prendas de vestir. No con una visión crítica de diseñador de
alta costura, sino más bien, desde un punto de vista antropológico. El 99% de los
que por allí pasaban, vestían de forma muy humilde. El aspecto, en general, era
el de personas con apuros económicos, al margen de la edad. Los más jóvenes
podrían llevar un chándal, algo que para una persona mayor sería inapropiado,
porque nadie se creería que a esa edad y con un bastón, iba a hacer deporte
alguno. Se respiraba un aire de decadencia contemplando a tanto personal en su
ir y venir con esa indumentaria.
También
me dio tiempo de fijarme en las pantallas que supuestamente anunciaban el turno
de las personas.
Había
tres televisores colgados en lo alto de las paredes. Dos de ellos estaban
apagados y el tercero, aunque estaba encendido, no mostraba más que una imagen
fija. Eso me dio por pensar en todo el tiempo y el dinero invertido en comprar
esos aparatos, encontrar la ubicación idónea, conectarlos a los sistemas para
que mostrasen los datos pertinentes, adaptar el software y las aplicaciones, etc.
Un despilfarro de recursos humanos, técnicos y económicos.
También
me fijé en que el marcador del turno, aparte del número de orden, también
mostraba el puesto al que debía dirigirse cada uno. Me di cuenta que, aunque
los números avanzaban secuencialmente, el puesto era casi siempre el 3. Eso me
dio qué pensar.
Supuse
que, como una medida psicológica, en realidad los puestos números 1 y 2, no
existían. Sólo había una persona para atender a los dos mil quinientos que
había fuera esperando como yo. La aparición del número 3, era, por tanto, una
mera ilusión, una auténtica tomadura de pelo.
Al
cabo de unos minutos, la realidad me contradijo. Los puestos 1 y 2, comenzaron
a aparecer como destino de los usuarios. Y fue entonces cuando lo entendí todo.
Miré el reloj. Llevaba más de media hora esperando. Eran las 10.30 de la mañana
y lo comprendí. El 1 y el 2, habían ido a desayunar y habían dejado sólo al 3.
Y a las 10.30, habían vuelto ambos, junto con el 4 y el 5, que también
comenzaron a aparecer. La buena noticia era que ya sólo quedaba por desayunar
el 3. O sea, que la lista avanzaría más deprisa.
El
tiempo pasaba lentamente y realicé una rápida investigación de los alrededores en
busca de un cuarto de baño. Al comprobar que por allí cerca ni estaba ni se le
esperaba, se me cerró el píloro. No quedaba otra que aguantarse hasta una mejor
ocasión, aunque algo difusa.
Llevaba
esperando casi una hora exacta desde mi llegada cuando, por fin, veo mi ansiado
número aparecer en el marcador. Al entrar en la estancia veo que hay una serie
de mamparas en hilera, que separan los puestos unos de otros. No es que hubiera
mucha intimidad, pero la prueba tampoco consistía en desnudarse. Lo que me
sorprendió fue comprobar que, de los 5 puestos teóricamente definidos para
cubrir las necesidades, tan sólo estaban operativos dos.
La
necesidad de acudir al cuarto de baño más cercano, se estaba convirtiendo en
una urgencia de imperiosa solución. Por eso, cuando me senté en el puesto que
me habían asignado para extraerme 8 o 9 litros de sangre, lo primero que hice
fue preguntar a la enfermera por el cuarto de baño más cercano.
- Pues
cerca, cerca, lo que se dice cerca, no hay ninguno – el píloro se me cerró aún
más-. El más cercano está a la entrada, más allá del pasillo azul. Pero no se
lo recomiendo. Nuestros abuelos es el que suelen utilizar y no suele estar en
buenas condiciones.
Magnífico.
Si conseguía salir de allí corriendo, con los glúteos muy apretados y lograba
encontrar el dichoso meódromo, era muy factible que cogiera cualquier cosa que
no tenía. Y la buena enfermera, se debió de apiadar de mi preocupante gesto y
me aconsejó:
- Yo
que usted, iría a los de la primera planta. Me han dicho que están mucho mejor.
- ¿Y
por dónde se va al Paraíso? – le pregunté.
- Al
salir, vaya por ese pasillo hasta el final y suba al primer piso.
De
allí salí con 8 litros menos en las venas, pero entusiasmado con la esperanza
de perder algo de peso en la primera planta. Tal vez, esa sensación de falsa seguridad
debió llegar a lo más íntimo de mi ser y la urgencia de prioridad 1, descendió
de nivel. Por eso, cuando le dije a mi mujer que me esperase un momento, que no
iba a tardar mucho en regresar, tampoco me supuso un gran esfuerzo aceptar su
contra propuesta:
- ¿Y
por qué no esperas cuando lleguemos a la cafetería?
La
idea era reponer fuerzas y nada mejor que cruzar la acera y tomarse un
cafetito.
- Vale
– acepté sin más explicaciones.
No
fue tan sencillo como cruzar la acera. De hecho, estábamos en el lado contrario
y tuvimos que bordear el hospital, pero pronto llegamos a la cafetería donde
solemos tomar el café.
Al
sentarnos, pensamos que era una buena idea tomar un café con churros. Hacía
años que ninguno de los dos los había probado.
Cuando
vino la camarera la primera sorpresa fue que:
- Los
churros se venden por unidades.
Recuerdo
una anécdota similar con unos pasteles en Pontedeume, Coruña, pero no quiero
desviarme.
- ¿Y
cómo son de grandes cada uno?
Entonces,
la señorita me hizo un gesto con las manos, que me sorprendió, porque por lo
que ella me indicó aquello se parecía más a un “donuts” gigante antes que a un
churro.
- Vale,
pues traiga dos para cada uno.
Una
vez hecho el encargo, me dispuse a cumplir con mi objetivo fundamental de mi
vida en ese momento. Me dirigí al cuarto de baño de la cafetería. Un aseo
minúsculo, unipersonal, pero muy íntimo y normalmente bastante limpio. Y fue
entonces cuando comencé a preocuparme seriamente.
La
primera sorpresa fue que mi ansiada y casi desesperada búsqueda de papel
higiénico no había dado los frutos apetecidos. No había ni atisbo.
Hay
que ver qué sabio es el cuerpo, que se adapta a casi todas las circunstancias.
Alguna neurona de las dos o tres que me quedan sanas, debió de proceder a dar
la orden de retirada y las tropas regresaron a sus cuarteles de invierno. La
prioridad 1 se convirtió en 5.
La
otra sorpresa fue comprobar la forma en la que hacen los churros por estos
lares. Lo de la forma de lazo, lo respetan, aunque hay una tendencia a
redondearlos en exceso. Más que un lazo parece la letra omega. Pero lo más raro
es la masa. Es una mezcla entre un churro y una porra. La porra, tal y como yo
la he conocido de toda la vida, está hecha con una masa que incorpora aire. El
churro, sin embargo, no; es más denso, pero más pequeño. El caso es que después
de tomarnos los dos churros-donuts, me alegré de no haber pedido más, porque
salimos de allí como si nos hubiéramos comido medio jabalí.
Ya
no teníamos ninguna tarea más. Fuimos derechos a casa. Total, media horita de
camino entre unas cosas y otras. Y ahí, sí. Mi cerebro supo reaccionar y
reconoció al instante el lugar como propio. Enseguida me sentí mucho más
ligero.
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