martes, diciembre 19, 2023

Esperando mi turno

El gentío pululaba arriba y abajo por los pasillos, abarrotados de personal. Más que un hospital parecía un mercadillo navideño en ebullición.

Al entrar le pregunté al guardia de seguridad por dónde se iba a mi destino. Es curioso comprobar cómo, de un tiempo a esta parte, los guardas de seguridad se han convertido en los recepcionistas de los edificios en los que trabajan, ya sean las oficinas del SEPE, la delegación de Hacienda o un hospital. Se han convertido en guías, consejeros, expertos, pero nada de lo que hacen tiene que ver con el trabajo de guardia de seguridad.

Cuando llegué a mi ventanilla sólo había un par de personas delante de mí. Los otros dos mil quinientos ya estaban sentados, esparcidos por diferentes bancos alrededor, esperando su turno. La señora que me atendió me dio el número 62 y me dijo que estuviera atento al marcador que había colgado en la pared. En ese momento se veía el número 47 y pensé “qué suerte, sólo tengo quince delante de mí”.

Me senté en uno de los asientos libres teniendo el marcador frente a mí. Y me dispuse a esperar ver aparecer mi número. Como tenía tiempo, empecé a fijarme en diferentes tonterías.

Una de las cosas en las que siempre me fijo es en el calzado de las personas. Es una manía inocente, silenciosa, nada invasiva. Todavía no me ha dado por parar a nadie y fijar mi mirada de un modo descarado en sus zapatos. De hecho, una de las cosas que me he dado cuenta hace tiempo es que nadie usa zapatos. Todo el mundo usa deportivas o similares.

También me fijé en las prendas de vestir. No con una visión crítica de diseñador de alta costura, sino más bien, desde un punto de vista antropológico. El 99% de los que por allí pasaban, vestían de forma muy humilde. El aspecto, en general, era el de personas con apuros económicos, al margen de la edad. Los más jóvenes podrían llevar un chándal, algo que para una persona mayor sería inapropiado, porque nadie se creería que a esa edad y con un bastón, iba a hacer deporte alguno. Se respiraba un aire de decadencia contemplando a tanto personal en su ir y venir con esa indumentaria.

También me dio tiempo de fijarme en las pantallas que supuestamente anunciaban el turno de las personas.

Había tres televisores colgados en lo alto de las paredes. Dos de ellos estaban apagados y el tercero, aunque estaba encendido, no mostraba más que una imagen fija. Eso me dio por pensar en todo el tiempo y el dinero invertido en comprar esos aparatos, encontrar la ubicación idónea, conectarlos a los sistemas para que mostrasen los datos pertinentes, adaptar el software y las aplicaciones, etc. Un despilfarro de recursos humanos, técnicos y económicos.

También me fijé en que el marcador del turno, aparte del número de orden, también mostraba el puesto al que debía dirigirse cada uno. Me di cuenta que, aunque los números avanzaban secuencialmente, el puesto era casi siempre el 3. Eso me dio qué pensar.

Supuse que, como una medida psicológica, en realidad los puestos números 1 y 2, no existían. Sólo había una persona para atender a los dos mil quinientos que había fuera esperando como yo. La aparición del número 3, era, por tanto, una mera ilusión, una auténtica tomadura de pelo.

Al cabo de unos minutos, la realidad me contradijo. Los puestos 1 y 2, comenzaron a aparecer como destino de los usuarios. Y fue entonces cuando lo entendí todo. Miré el reloj. Llevaba más de media hora esperando. Eran las 10.30 de la mañana y lo comprendí. El 1 y el 2, habían ido a desayunar y habían dejado sólo al 3. Y a las 10.30, habían vuelto ambos, junto con el 4 y el 5, que también comenzaron a aparecer. La buena noticia era que ya sólo quedaba por desayunar el 3. O sea, que la lista avanzaría más deprisa.

El tiempo pasaba lentamente y realicé una rápida investigación de los alrededores en busca de un cuarto de baño. Al comprobar que por allí cerca ni estaba ni se le esperaba, se me cerró el píloro. No quedaba otra que aguantarse hasta una mejor ocasión, aunque algo difusa.

Llevaba esperando casi una hora exacta desde mi llegada cuando, por fin, veo mi ansiado número aparecer en el marcador. Al entrar en la estancia veo que hay una serie de mamparas en hilera, que separan los puestos unos de otros. No es que hubiera mucha intimidad, pero la prueba tampoco consistía en desnudarse. Lo que me sorprendió fue comprobar que, de los 5 puestos teóricamente definidos para cubrir las necesidades, tan sólo estaban operativos dos.

La necesidad de acudir al cuarto de baño más cercano, se estaba convirtiendo en una urgencia de imperiosa solución. Por eso, cuando me senté en el puesto que me habían asignado para extraerme 8 o 9 litros de sangre, lo primero que hice fue preguntar a la enfermera por el cuarto de baño más cercano.

    - Pues cerca, cerca, lo que se dice cerca, no hay ninguno – el píloro se me cerró aún más-. El más cercano está a la entrada, más allá del pasillo azul. Pero no se lo recomiendo. Nuestros abuelos es el que suelen utilizar y no suele estar en buenas condiciones.

Magnífico. Si conseguía salir de allí corriendo, con los glúteos muy apretados y lograba encontrar el dichoso meódromo, era muy factible que cogiera cualquier cosa que no tenía. Y la buena enfermera, se debió de apiadar de mi preocupante gesto y me aconsejó:

    - Yo que usted, iría a los de la primera planta. Me han dicho que están mucho mejor.

      - ¿Y por dónde se va al Paraíso? – le pregunté.

     -  Al salir, vaya por ese pasillo hasta el final y suba al primer piso.

De allí salí con 8 litros menos en las venas, pero entusiasmado con la esperanza de perder algo de peso en la primera planta. Tal vez, esa sensación de falsa seguridad debió llegar a lo más íntimo de mi ser y la urgencia de prioridad 1, descendió de nivel. Por eso, cuando le dije a mi mujer que me esperase un momento, que no iba a tardar mucho en regresar, tampoco me supuso un gran esfuerzo aceptar su contra propuesta:

    - ¿Y por qué no esperas cuando lleguemos a la cafetería?

La idea era reponer fuerzas y nada mejor que cruzar la acera y tomarse un cafetito.

     - Vale – acepté sin más explicaciones.

No fue tan sencillo como cruzar la acera. De hecho, estábamos en el lado contrario y tuvimos que bordear el hospital, pero pronto llegamos a la cafetería donde solemos tomar el café.

Al sentarnos, pensamos que era una buena idea tomar un café con churros. Hacía años que ninguno de los dos los había probado.

Cuando vino la camarera la primera sorpresa fue que:

     - Los churros se venden por unidades.

Recuerdo una anécdota similar con unos pasteles en Pontedeume, Coruña, pero no quiero desviarme.

     - ¿Y cómo son de grandes cada uno?

Entonces, la señorita me hizo un gesto con las manos, que me sorprendió, porque por lo que ella me indicó aquello se parecía más a un “donuts” gigante antes que a un churro.

    - Vale, pues traiga dos para cada uno.

Una vez hecho el encargo, me dispuse a cumplir con mi objetivo fundamental de mi vida en ese momento. Me dirigí al cuarto de baño de la cafetería. Un aseo minúsculo, unipersonal, pero muy íntimo y normalmente bastante limpio. Y fue entonces cuando comencé a preocuparme seriamente.

La primera sorpresa fue que mi ansiada y casi desesperada búsqueda de papel higiénico no había dado los frutos apetecidos. No había ni atisbo.

Hay que ver qué sabio es el cuerpo, que se adapta a casi todas las circunstancias. Alguna neurona de las dos o tres que me quedan sanas, debió de proceder a dar la orden de retirada y las tropas regresaron a sus cuarteles de invierno. La prioridad 1 se convirtió en 5.

La otra sorpresa fue comprobar la forma en la que hacen los churros por estos lares. Lo de la forma de lazo, lo respetan, aunque hay una tendencia a redondearlos en exceso. Más que un lazo parece la letra omega. Pero lo más raro es la masa. Es una mezcla entre un churro y una porra. La porra, tal y como yo la he conocido de toda la vida, está hecha con una masa que incorpora aire. El churro, sin embargo, no; es más denso, pero más pequeño. El caso es que después de tomarnos los dos churros-donuts, me alegré de no haber pedido más, porque salimos de allí como si nos hubiéramos comido medio jabalí.

Ya no teníamos ninguna tarea más. Fuimos derechos a casa. Total, media horita de camino entre unas cosas y otras. Y ahí, sí. Mi cerebro supo reaccionar y reconoció al instante el lugar como propio. Enseguida me sentí mucho más ligero.

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