martes, enero 28, 2025

Las guerreras de Germán

El nuevo director general hacía escasamente tres meses que había aterrizado en la empresa. A pesar del tiempo transcurrido la verdad es que era prácticamente un fantasma. Ni siquiera se conocía muy bien su aspecto físico. Sólo se sabía el nombre y que era de origen español, aunque con nacionalidad y pasaporte americano, condición sine qua non para ser elegible para un puesto como el suyo.

Con su nombramiento se quiso reconocer su trabajo realizado en Marketing en Florida y por ello, el puesto de General Manager de la entidad en España se consideraba no sólo un espaldarazo, sino también un importante paso adelante en su ascendente carrera. Además, venía a un mercado en auge, que había superado los últimos años los objetivos marcados y el éxito estaba casi asegurado.

Cuando todos los trabajadores esperaban – casi ansiaban – conocer cuáles iban a ser las grandes líneas maestras a desarrollar, los grandes objetivos por los que trabajarían como grupo cohesionado, la estrategia, en suma, que había diseñado el nuevo virrey de la compañía, todos se llevaron una sorpresa mayúscula cuando empezaron a escuchar por los pasillos sus “andanzas”.

Así, por ejemplo, José Luís, quien según sus propias palabras, vivía en “el Bronx”, con un peculiar uso del lenguaje, salpicado de expresiones y términos en caló, coincidió con el director general en el ascensor un día y mantuvo este extraño e inquietante diálogo:

      - Tú ¿por qué no llevas camisas como nosotros? – preguntó de improviso el director general.

A José Luís, le pilló totalmente desprevenido. Jamás se le habría pasado por la imaginación que alguien abordase en un ascensor un tema como ese y menos a él, que, aunque vivía en el Bronx, siempre cuidaba mucho la imagen. A su estilo, pero siempre procuraba ir maqueado.

      -  ¿Como vosotros? ¿Quiénes? – preguntó atónito.

      -   Pues como nosotros, los directores y gerentes.

El pobre José Luís no sabía si aquello era parte de una broma que se solía gastar en Florida o si de verdad, el mamarracho que tenía a medio metro en el ascensor y que le hablaba con un acento raro y con voz rota, se lo decía en serio.

      -  ¿Y cómo son vuestras camisas? – preguntó con ganas de conocer a ver por dónde salía.

      -  Blancas.

    -  ¡Ah! Bueno, hombre, esta no está mal. Es rosita, pálido – dijo intentando convencerle.

Como el trayecto no dio para más, el jefe se bajó en su planta y José Luís continuó su ascenso, hasta la suya, pellizcándose para comprobar que lo que acababa de vivir era cierto y no un sueño.

A los pocos días se supo que otro compañero, esta vez del departamento de Marketing, tuvo un encuentro en la tercera fase con el extraterrestre del jefe en similares circunstancias y por idéntico motivo. Aunque en esta ocasión, a D. Manuel, - el jefe - le preocupaba que el ancho de las rayas de la camisa que llevaba el interfecto, eran excesivamente grandes. Por ello, ni corto ni perezoso, le envió de vuelta a su casa a que se cambiara de camisa, no sin antes aconsejarle que, a partir de ese momento, procurase que las rayas de las camisas fueran líneas estrechas y no rayas anchas. Cuanto más estrechas, mejor.

Javier, un compañero de departamento de José Luís, y persona extraordinariamente culta, vestía habitualmente con pajarita. Javier, trabajaba en lo que se conocía como “la pecera”, un recinto al que sólo accedía personal autorizado y con tarjeta magnética especial. Por tanto, cualquier visita exterior, estaba tajantemente prohibida, según las normas internas del Departamento de Auditoría de Seguridad. A pesar de tales limitaciones y condicionantes, el director de Personal, le llamó a su despacho para hacerle ver que la empresa vería con buenos ojos que modificara ligeramente su atuendo y cambiara la pajarita por una corbata. Javier, que por entonces estaba rondando los 40, puso cara de póker y a partir de ese día, como si se tratara de un mono de feria, al llegar a su puesto de trabajo, en la pecera, se cambiaba la pajarita por una corbata que guardaba en un cajón.

Este tipo de anécdotas, fueron la comidilla en las máquinas de café, durante las comidas en las cafeterías de la zona, mientras se tomaban una cerveza a la salida del trabajo. Y comenzaron las bromas, las chanzas, los chascarrillos y el cachondeo en general, en relación al extraño personaje que les habían enviado desde Miami para cambiarles, - a ellos, que vivían en un país que imponía moda -, una nueva moda importada probablemente de la Little Habana.

Aunque lo mejor aún estaba por llegar.

Llegados a este punto hay que señalar que, por supuesto, todos los caballeros, del primero al último, vestían correctamente traje y corbata y las damas, iban perfectamente vestidas, como corresponde a una empresa seria. Pero por algún extraño sortilegio, el General Manager de la compañía en España estaba obsesionado con el tema de la indumentaria. Y esa fue la razón por la que hizo llamar a su despacho a Germán Moratalla, el Gerente de un departamento en el que trabajaban unas 40 mujeres.

       -  Germán, te he hecho venir para comentarte algunos cambios que tenemos que introducir en el modo de vestir de tus empleadas.

Germán, de origen colombiano, pero con bastantes años de residencia en España, escuchaba pacientemente la nueva ocurrencia del virrey.

      -  Mira – continuó D. Manuel – las mujeres de esta empresa, tienen que llevar medias todo el año.

      -  D. Manuel, es que aquí en verano, ya verá que hace mucho calor.

     -  En Miami también hace mucho calor y allí las llevan – sentenció el extraterrestre.

   -  Además, deben llevar siempre los hombros tapados; nada de camisetas con tirantes y las faldas, por debajo de la rodilla.

Germán, que conocía el percal, pensó “éste no sabe dónde se está metiendo”, imaginando lo que iba a ocurrir a continuación.

   - Así es que, hazme el favor reúne a tus chicas y las pones al corriente.

Siguiendo sus instrucciones, Germán, aparte de reunir el valor necesario, convocó una reunión en la que, de viva voz, se limitó a transmitir las instrucciones que había recibido del ET venido de Miami. Como cabía esperar, las 40 féminas allí reunidas, muchas de las cuales, eran madres y tenían ya sus añitos de experiencia, montaron un escándalo de padre y muy señor mío. Pero como buenas guerreras, la cosa no quedó en un simple cacareo en la reunión.

A partir del día siguiente por los pasillos de la empresa, nunca se habían visto escotes más vertiginosos, minifaldas más cortas ni tacones tan altos como los que empezaron a llevar las “guerreras de Germán”. Tal fue la mutación que sufrieron, que era frecuente que los caballeros mirasen dos veces a la dama con la que se habían cruzado por el pasillo, con el fin de verificar que esa misma damita era la misma que habían visto en otras ocasiones y que jamás llamó su atención. Las “guerreras de Germán”, por si no había quedado claro, se lo dijeron a él con todo cariño, a sabiendas de que él poco o nada tenía que ver con esas medidas:

-          Germán y si tienes huevos, nos despides.

No se tiene noticias de que ninguna de las guerreras fuera despedida por su vestimenta. Otra cosa era que, a la vuelta de la baja por maternidad, - cuando ocurría tal eventualidad - sistemáticamente, se les enseñaba la puerta de salida.

jueves, enero 23, 2025

Los carritos del súper

Los que ya vamos teniendo una edad todavía nos acordamos del impacto que supuso en la sociedad española la implantación de la idea del súper mercado. Estábamos acostumbrados a ir a las diferentes tiendas del barrio y ser atendidos personalmente por los dependientes o por los dueños, que nos iban sirviendo lo que les pedíamos, pesando en aquellas básculas de precisión discutible.

Las cuentas se reflejaban sobre el papel estraza con el que se envolvía todo y en ocasiones, se recortaba esa cuenta y se entregaba a la señora en prueba de honestidad y profesionalidad. Los embutidos se cortaban a mano. Las legumbres se compraban al peso, no en paquetes. El pollo te lo troceaban delante de ti. El bacalao, amontonado en una pila, se cortaba usando una guillotina dedicada a ello ex profeso. Y las amas de casa, cargaban con las pesadas bolsas hasta el hogar familiar.

Y de repente, apareció el carrito de la compra. Y eso fue el acabose. En ese artilugio podías meter más comida, porque sólo había que tirar de él, no cargar con ello.

Así era el mundo cuando un día, una cadena de super mercados llamada SPAR introdujo una idea que supuso un terremoto social: el concepto de súper mercado. El hecho de comprar cambió radicalmente. Eso de meter en una cesta todo lo que quisieras y pagarlo a la salida, era algo totalmente revolucionario. Y la idea de la cesta estaba directamente relacionada con la bolsa que al principio llevaban las amas de casa. Y también evolucionó, y con el tiempo, se convirtió en un carrito con ruedas.

Las generaciones posteriores ya han crecido con el modelo de super mercado y la asociación con el carrito de la compra y como es natural, piensan que siempre fue así. Hoy en día a nadie en su sano juicio, se le ocurre ir a comprar a un super por modesto que sea y no coge un carrito de esos.

La idea de utilizar un carrito para la compra se la debemos a un señor norteamericano cuyo nombre es Sylvan N. Goldman. Más información, aquí.

Mr. Goldman era propietario de una cadena de supermercados en la década de los 30 del siglo xx. Y se percató de que las señoras dejaban de comprar cuando la bolsa que llevaban se volvía demasiado pesada. ¡Chico listo!

Los carritos, cómo no, también han sufrido sus cambios y modificaciones a lo largo de los años. Al principio eran todos metálicos y para coger uno había que introducir una moneda. Con el uso y el paso del tiempo, esos carritos se terminaban por estropear, sobre todo el rodamiento de las ruedas.

La competencia entre las diferentes cadenas de alimentación ha obligado a ir modificando también el uso de los carritos y su fabricación. Ya nos son metálicos, son de plástico, por lo que su fabricación ahora es más económica. Antes había que depositar una moneda para poder coger uno. Ahora puedes coger el que quieras, pero en muchos casos, tienen un sistema de protección que impide que traspases los límites del super para que no te lo lleves a casa.

Todo son comodidades para el usuario. Ahora tienes dos tamaños: grandes y pequeños. A lo mejor si vives solo, tampoco necesitas un tráiler para hacer la compra y con el carrito pequeño te apañas. Son ligeros, robustos y están a tu disposición siempre que los necesites.

Pero lo que no soporto es que hay gente, cada vez más, que cuando han metido la compra en el coche, no son capaces de devolver el carrito a su sitio. Aunque lo tenga a 2 metros. Y lo peor de todo es que suelen abandonarlo en mitad de una plaza de aparcamiento, con lo que, de paso, estorban. En bastantes ocasiones he tenido que coger uno de esos carritos abandonados en mitad del parking y llevarlo yo de camino a la entrada. Si a mí no me cuesta trabajo no comprendo qué clase de imbécil es el que lo ha dejado por ahí tirado. Parece que cada vez que se lo pones fácil a alguien, se toma la molestia de no respetar a los demás, como si fuera de una casta superior.

Galicia – EPÍLOGO – En busca del neumático perdido

Esta historia del neumático ya se había convertido en una obsesión. Comenzó a dar problemas antes del viaje, así es que, era imposible que fuera un problema de las famosas meigas que ya habíamos dejado atrás hacía mucho. Aunque, si me paro a pensar en las meigas, tal vez se tratara de un último mensaje como advirtiendo “si vuelves ya sabes lo que te espera” o algo así. Tal vez por eso, los problemas comenzaron en el viaje de regreso. De lo que no había ninguna duda,  era que la pérdida de presión aparecía cada vez con más rapidez. O sea, que el agujero, se hacía más y más grande, y los mensajes más y más frecuentes.

Por eso, al día siguiente de llegar a casa, lo primero que hice fue ir a una estación de servicio y proceder con el dichoso neumático. Al menos, intentaba ganar tiempo. Después, llamé a mi seguro para interesarme qué estaba y qué no, cubierto por la póliza. El pinchazo estaba cubierto, pero el montaje y alineación, no. De todas formas, la señorita fue muy amable y me sugirió que llamara a los de asistencia, porque a ella le pasó algo similar y los de asistencia se lo arreglaron sin más problemas. No tenía nada que perder, así es que los llamé.

El hombre después de examinar la banda de rodadura comprobó que el pinchazo no estaba ahí. O sea, que no había pisado un clavo ni nada punzante. La cosa era mucho peor: “el pinchazo está en la parte interior del neumático, en lo que se llama flanco. Y eso, simplemente no tiene arreglo”.


Era preciso sustituirlo por uno nuevo. ¡Y tenía 3 meses!

Tras el dictamen inapelable del experto, sólo tenía una alternativa: NORAUTO. Allí es donde siempre llevo el coche para este tipo de mantenimiento. Además, fue allí donde compré los dos delanteros, uno de los cuales tenía que volver a sustituir.

Me quedaba un último intento, a la desesperada, de ver si había alguna posibilidad de una rebaja o algún tipo de garantía que hiciera que la broma me saliera menos cara. No solamente no había ninguna garantía de ninguna clase, es que el neumático había subido de precio desde el verano. ¡Superb! Y podía darme con un canto en los dientes de que seguían teniendo disponible el mismo modelo, porque de no ser así, debería haber comprado los dos, otra vez, para que ambos fuesen iguales.

Después de encargar el nuevo neumático y de reservar cita para su instalación no quedaba otra más que esperar. Y mientras regresaba a casa, otra vez el mensaje de pérdida de presión. La situación comenzaba a ser algo desesperada. Las cosas no podían continuar así.

Repasamos nuestros compromisos los siguientes 2 o 3 días y no teníamos previsto ningún desplazamiento importante con el coche. Así que la decisión fue la de llamar a los de asistencia para que cambiaran el neumático pocho y colocaran la rueda de repuesto.

Desde hace ya algunos años, las ruedas de repuesto de los coches no son como el quinto neumático, es decir, exactamente igual a los otros 4. He visto ruedas de repuesto que se parecían más a los tubulares de una bici de competición. Al menos, en mi caso, la rueda de repuesto tiene las mismas características que el resto. Tan sólo tiene un llamativo círculo amarillo en la llanta en el que recomiendan no superar los 80kms/h y no usarla por encima de los 100 kilómetros. O sea, algo temporal.

El hombre que vino de la asistencia, además, tuvo el detalle de inflar la rueda y poner la presión adecuada. “Muchas personas la ponen sin más, y al cabo de un rato se encuentran con que se les ha reventado por no tener la presión adecuada”, me aconsejó el buen hombre. Al menos, ya tenía la seguridad de que aguantaría hasta reponer el dañado.

Como ese tema ya estaba en marcha, abordé otro asunto que teníamos pendiente.

Al inicio de nuestro viaje por Portugal camino de Baiona (ver aquí), tuvimos un problema en un control de peaje. Por algún extraño motivo, no podíamos justificar en qué lugar habíamos tomado la autopista y al llegar al control, nos soplaron 40€ como 40 soles, que se correspondían al precio del uso de la misma como si nos hubiéramos recorrido Portugal de Sur a Norte entero. Aquel no era el momento de discutir con la señorita del puesto, pero me quedé con el ticket.

Una vez reinstalados en casa y puesto en marcha el procedimiento más urgente de cambiar el neumático, quedaba intentar solucionar este malentendido.

Buscando por internet me puse en contacto – sin demasiadas esperanzas – con el organismo que pensaba que podría atender mi solicitud. Ellos no eran, pero fueron muy amables y me proporcionaron el email y el teléfono de contacto. No perdía nada por intentarlo. El “no” ya lo tenía.

Les escribí en un aceptable portugués merced a las múltiples herramientas de traducción disponibles. Les expliqué con todo lujo de detalles lo sucedido y nuestra intención de abonar lo que fuera justo, pero que no sabíamos explicar qué y cómo había sucedido. Y que, por tanto, solicitábamos oficialmente le devolución del importe abonado, que nos parecía abusivo e injusto. Sorprendentemente, recibí una respuesta y una buena predisposición para llegar a un acuerdo.

Durante los días siguientes mantuvimos una correspondencia activa, hasta que finalmente y como medida extraordinaria, accedían a devolvernos 30€ de los 40€ que habíamos abonado. La diferencia era el valor correspondiente al trayecto que usamos. Itinerario que me solicitaron en uno de los correos.

Llegado el día N (de neumático) vuelta a NORAUTO y a esperar pacientemente a que terminaran el trabajo y sin dejar de pensar en la pasta que llevaba invertida en neumáticos. Y eso que los traseros no los he cambiado y son los originales.

Después de retirar el coche del taller iba camino de casa cuando de repente …” pérdida de presión en el neumático delantero derecho”. Entonces intenté contar hasta diez mil porque conducir alterado no es una buena decisión, pero durante todo el camino comencé a intentar entender lo que había sucedido. ¿Habían vuelto a colocar la rueda vieja después de pagar una nueva? ¿Era una simple equivocación o un nuevo tipo de estafa? ¿Me habían vendido un neumático que estaba mal de fábrica y encima era más caro que el de 3 meses antes? ¿Habían inflado el neumático con una presión inadecuada? ¿Le habían puesto la presión correcta, pero no habían manipulado el ordenador del coche para informar del hecho? Todas estas cuestiones - y alguna que otra más - me acosaron mientras conducía en dirección a mi objetivo, que era llegar a una estación de servicio.

Al llegar comprobé que la presión que le habían metido tal vez fuera la idónea para un autobús de 50 plazas, pero nada tenía que ver con la que recomienda la SEAT para el vehículo. Ya puestos, lógicamente, revisé los cuatro.

Desde entonces, no he vuelto a ver el maldito mensaje.

Ah, y hace unos días he recibido una transferencia por valor de 30€. Eran los de autopistas de Portugal devolviendo el dinero que admitieron iban a devolver. ¡Gente fantástica los portugueses!

Y colorín colorado, esta pesadilla del neumático chungo, se ha terminado.

domingo, enero 19, 2025

Galicia – Capítulo 9 – Cáceres

La sola idea de bajar a la cafetería del Parador de Santo Estevo a desayunar era motivo más que suficiente para que los jugos gástricos fueran tomando posiciones en el tiempo que transcurre desde que sales de la habitación y recorres los pasillos hasta sentarte a la mesa. En el fondo, si lo piensas bien, tenía algo de erótico.

Era nuestro último desayuno. Desde allí iniciaríamos el viaje de regreso a casa y al igual que en el viaje de ida, hicimos un alto a mitad de camino, ahora también teníamos previsto hacer otro, esta vez en Cáceres.

Mientras desayunaba me di cuenta de que en la puerta de cristal que daba al bosque, había un gato observando muy atentamente el ir y venir de los comensales con toda esa comida en los platos. Los camareros también le habían visto. De hecho, debía ser un espectador fijo. Uno de esos gatos que sobreviven como pueden y éste, esperaba que algún alma caritativa le abriera la puerta de cristal para servirse él mismo.

La verdad es que daban ganas de cometer lo que sin duda era una insensatez. El pobre gato allí, con el frío que hacía fuera, mientras tú estabas cómodamente sentado en un lugar calentito y comiendo a dos carrillos.

El gato, de vez en cuando, se tomaba la molestia de maullar. No se oía nada, porque el murmullo del interior del comedor y la puerta de cristal, lo hacían imposible, pero se le veía abrir la boca, pidiendo algo de comida para él (o ella) y su prole, si la hubiera.

El animal era paciente, insistente. A veces se movía un poco, como para dar a entender que esa figura que estaba sentada no era una estatua, sino un ser vivo de verdad y hambriento. Seguramente pensó, que si se movía llamaría la atención.

Al final, ninguna de sus astutas estratagemas le sirvió de nada. Ni siquiera nadie se atrevió a poner en un plato algo de comida y depositarlo justo al otro lado de la puerta de cristal para que tuviera algo que comer. Aunque, tampoco es descartable, que los de la cocina le proporcionaran – tal vez sin ser conscientes de ello – alguna clase de alimento al tirar la basura.

El gato, al comprobar que, una vez más, de allí no iba a pillar nada, se adentró en el bosque, y se perdió de vista subiendo unos escalones de grandes dimensiones, que conducían a algún lugar desconocido.

Y siguiendo el ejemplo del gato, una vez que terminamos nuestro desayuno debíamos iniciar el viaje de vuelta a casa. Por delante, nos quedaban más de quinientos kilómetros hasta Cáceres.

Todavía no habíamos abandonado territorio gallego y ya nos invadía la morriña. Aun así, nos pusimos en marcha.

No tardamos mucho en comenzar a observar las diferencias entre el verdor del paisaje gallego y los tonos marrones del norte de Castilla y León. Entre los sinuosos caminos sembrados de cultivos y las llanuras interminables.

De repente, a mitad de camino, creo recordar que, por la zona de Puebla de Sanabria, más o menos, en el panel de control de mi coche aparece un mensaje: “pérdida de presión en neumático delantero derecho”. En principio, no suele ser algo preocupante salvo que la pérdida sea brusca y se parezca más a un reventón. (ver en este mismo blog la serie DIARIO DE UN PRINGAO”). Pero en este caso, me preocupaban dos cosas.

La primera era que, ese mismo neumático me dio el mismo mensaje un par de días antes de iniciar el viaje a Galicia. En ese momento me invadió la zozobra porque de tratarse nuevamente, de tener que sustituir el neumático, cabía la posibilidad de tardar unos días en conseguir el mismo modelo…si todavía estaba disponible. Afortunadamente, cuando fui a una estación de servicio y puse la presión a los cuatro neumáticos, el problema se solucionó y hasta ese momento no había tenido noticias.

La segunda preocupación era que, precisamente los dos neumáticos delanteros, los cambié en agosto, - (“ver diario de un pringao”) - es decir, a penas 3 meses antes y me resultaba muy extraño tener ese tipo de problemas tan pronto. De tratarse de un pinchazo o de tener que sustituirlo, y todo ello en mitad de un viaje largo, las cosas se complicarían bastante. De momento, paré en la primera estación de servicio que nos encontramos, le añadí más presión y continuamos sin más incidentes, camino de la capital extremeña.

La idea de escoger Cáceres como campamento intermedio en nuestro camino de vuelta, tenía mucho que ver con el interés por conocer el centro histórico. Yo ya lo conocía, porque había estado hace bastantes años, pero mi mujer no.

Por otra parte, en vez de reservar en el Parador para continuar con la costumbre, elegimos un apartamento. La razón era muy simple: la misma plataforma en la que nosotros ofrecemos nuestro apartamento en Marbella, nos regaló cien euros para una estancia en otro de nuestra elección. Privilegios de ostentar la máxima categoría entre propietarios y más de 50 opiniones excelentes, durante muchos años. Pero nada puede parecer fácil y serlo.

A la hora de la elección del apartamento debíamos tener en cuenta diversos factores. Debía ser céntrico para no tener que movernos con coche en una ciudad, ya de por sí difícil. Lógicamente, debía tener ascensor porque llevábamos equipaje. Y debía tener acceso a un parking lo más cercano posible. Pues bien, al final, sólo había uno que, como en las búsquedas de candidatos para un puesto de trabajo, no encajaba al cien por cien.

Las fotos del apartamento parecían indicar que la categoría de “super host” de su propietario – como nosotros -, parecía bien ganada. Un interior moderno, lujoso y con todas las comodidades.

Sí, pero no.

La primera sorpresa fue su ubicación. Era un piso bajo, porque la tarea de encontrar un apartamento a nuestro gusto y con ascensor, fue estéril. Pero lo peor no fue eso. Lo peor era que estaba situado a escasos 5 metros de la iglesia de Santiago y de sus campanas. En pleno centro de Cáceres, sin duda, pero si llegar hasta allí supuso un reto para el GPS al tener que sortear los cortes de tráfico por obras de algunas vías, lo de aparcar era imposible. Había vehículos aparcados en los lugares más inverosímiles. Yo me preguntaba cómo lo harían para salir de allí. Era como un Tetrix.

Tuvimos bastante suerte, porque justo enfrente de la puerta del apartamento, había una zona colindante con los muros de la iglesia, perfectamente señalizada como “prohibido aparcar”, donde varios vehículos ocupaban una plaza dejando un hueco para nosotros. De no ser así, de no haber encontrado este milagro, habríamos tenido que impedir la circulación si nos hubiéramos detenido a bajar el equipaje. La calle, estrecha y empedrada, no permitía detenerse un momento.

A sabiendas de que el coche estaba mal aparcado, nuestra idea era dejar cuanto antes el equipaje en el apartamento y a continuación, dirigirnos a un parking donde el propietario tenía reservada una plaza. Plaza, que por supuesto, había que abonar aparte.

El primer problema fue que, a pesar de teclear el código de apertura de la puerta del apartamento, ésta no se abría. Se escuchaba un leve clic, como si se fuera a abrir, pero no pasaba del amago. Lo intentamos varias veces y a punto estuvimos de llamar al propietario para ver si en la distancia podía hacer algo. Lo de mi preocupación por tener el coche mal aparcado no era tal, porque lo estaba viendo a tres metros de donde estábamos. En uno de estos innumerables intentos por conseguir abrir la puerta, finalmente y por insistencia, cedió y se abrió.

Al entrar fue cuando nos desencantamos. Las fotos se correspondían con lo que veíamos, pero el espíritu, la sensación y el primer impacto, no.

Era una única estancia en la que se incluían el dormitorio, con una cama de matrimonio con un colchón infernal; un espacio dedicado a salón con un sofá, una mesa baja delante, inapropiada para comer; enfrente del sofá una televisión y a la derecha una cocina minimalista, en la que, a modo de “extra” el propietario había dispuesto una cafetera con 2 cápsulas. Detrás de la cama de matrimonio y subiendo un par de escalones, un baño con ducha de dimensiones justas para que pudiera entrar mi cabeza.

El techo abovedado estaba a cinco metros de altura y aunque el propietario había realizado una importante inversión económica al intentar convertir esa cueva en algo habitable, todavía se veían los ladrillos al más puro estilo mudéjar, época ena la que probablemente se excavó la cueva. La única entrada de luz natural era una ventana con barrotes que daba a la calle. Las contraventanas de madera en el interior constituían la única salvaguarda de la intimidad de las miradas de los peatones que circulasen por la acera.

Aunque la nevera de tamaño Barbie tenía un congelador, lo cierto es que la puerta del mismo no se podía abrir. Lo impedía la puerta de la nevera que topaba con la pared. Cuestión de espacio o, mejor dicho, de falta de él. Tampoco fuimos capaces de descubrir dónde se podría enchufar la cafetera.

Dicen que no hay una segunda oportunidad para una primera impresión. Y no habíamos hecho nada más que llegar. Después de haber disfrutado de los Paradores Nacionales y sobre todo del de Santo Estevo, aterrizar en aquella mazmorra reconvertida en supuesto apartamento de lujo, como rezaba el anuncio, era demasiado fuerte para digerir. Aunque, en realidad, todavía nos quedaba la segunda parte.

Con la dirección del parking a buen recaudo, salimos por la puerta y nos encomendamos al buen hacer del GPS. Nuevamente tuvimos que solventar el problema de alguna calle cortada al tráfico, pero después de dar una vuelta que me pareció como la M-30 entera, conseguimos llegar al parking. Y allí empezó otra aventura surrealista.

Tras obtener el ticket preceptivo nos encontramos con el vigilante y le preguntamos por la plaza de aparcamiento correspondiente al propietario de la cueva.

    - ¿Tienen ustedes la ficha azul?

Así, a bote pronto, parecía una de esas preguntas de un concurso de televisión en el que el participante, totalmente sorprendido, responde “paso palabra” o solicita un comodín. El que sea. Y algo parecido fue lo que hice yo.

    - ¿Ficha azul? Yo sólo tengo el ticket este – le dije inocentemente.

    - La plaza en la que usted quiere aparcar es privada.

   - Lo sé. Hemos alquilado el apartamento del propietario y él nos ha dado esta dirección.

   - Pues en ese caso, debe haberles dado una ficha azul. Sin la ficha, no pueden usar la plaza.

Yo estaba desconcertado y en medio de una conversación kafkiana con un vigilante de un parking.

   - Vale. Como no tenemos la ficha azul, dígame dónde puedo aparcar en otro sitio y ya lo solucionaremos con el propietario.

   -  Imposible, señor. No hay plazas disponibles.

Al parecer, estábamos en un callejón sin salida. La única alternativa era regresar a la cueva y ver si en alguna parte había una maldita ficha azul. Si no, teníamos un problema.

El buen hombre nos permitió salir del parking sin abonar nada. Según parece, se conceden unos minutos de cortesía en estos casos. Regresamos a la cueva.

En esta ocasión ya no tuvimos tanta suerte como cuando llegamos, que encontramos una plaza justo delante de la puerta en la zona de “prohibido aparcar”. Ahora, no tenía más remedio que dejar el coche en doble fila, permitiendo que otro circulara. Y no fue fácil.

Volvimos a teclear el maldito código de la puerta, que de tantas veces como lo habíamos introducido lo sabíamos de memoria. De nuevo se escuchaba un débil clic, pero la puerta no se abría. Tras varios intentos – al parecer el sistema se rendía por reincidencia – conseguimos entrar. A medio metro de la puerta de entrada había una repisa en la que el dueño había colocado algunas tarjetas de visita, un calendario ultramoderno y en medio, allí sola, sin ninguna nota que lo explicara, estaba la puta ficha azul de los huevos.

Por segunda vez en el transcurso de unos pocos minutos, el GPS nos llevó por la circunvalación de Cáceres para realizar un trayecto que, según dice el Google Maps, se tarda unos 7 minutos andando. Encontramos el parking más rápidamente que la vez anterior y con nuestra ficha azul entramos en él, con las bendiciones del vigilante, a quien le pregunté por dónde estaba la plaza que buscaba. “Por allí”, respondió sin ningún entusiasmo al tiempo que movía su brazo en un gesto espasmódico indicando una dirección absolutamente indefinida.

No fue sencillo encontrar la maldita plaza en un lugar oscuro, desconocido y sin una indicación que orientara sobre los números de las plazas. Mi mujer se bajó del coche para ver los números escritos en el suelo y yo hacía lo propio desde mi asiento. Pero finalmente lo conseguimos. Estábamos a punto de descubrir que las cosas siempre se pueden complicar más, de acuerdo a las leyes de Murphy.

Al salir del parking intentamos que el GPS nos guiara hasta nuestra nueva casa. Habíamos dado tantas vueltas con el coche, que todas las calles nos sonaban familiares. Nos pusimos a andar en dirección a lo que nosotros consideramos que era la buena dirección, pero nos equivocamos. El GPS del móvil no hacía más que dar vueltas y nosotros, más que él. Llevábamos andando más de quince minutos y a pesar de que la noche era fría, habíamos andado tanto que yo estaba sudando.

Como era evidente que nos habíamos perdido, a pesar de nuestros móviles, decidimos preguntar a una pareja.

     - Lo sentimos mucho, pero es que no somos de aquí.

Vaya. Mala suerte. Unos metros más allá lo intentamos con otra pareja.

     - Lo sentimos. No somos de aquí.

Una cosa estaba clara: Cáceres es un lugar donde hay mucho turista.

Quien la sigue la consigue. A la tercera fue la vencida.

     - Tomen esa calle de allí y sigan hasta el final. No tiene pérdida.

Mientras íbamos por aquellas calles mal empedradas, mi mujer se torció el tobillo. Afortunadamente, no fue demasiado, pero esas cosas duelen. Al cabo de un minuto estaba en condiciones de continuar, pero antes de llegar a casa, volvió a torcerse el tobillo. El estado de eso que llaman aceras era el origen de tanto esguince.

Conseguimos llegar a casa. Estábamos cansados del viaje en coche y decepcionados por el apartamento y las condiciones en general. Fue entonces cuando decidimos cambiar los planes del día siguiente.

Nuestro plan inicial consistía en visitar el centro histórico, comer en algún sitio y abandonar el apartamento después, previo pacto acordado con el dueño, y regresar a casa. Pero dadas las circunstancias, la decepción y el riesgo cierto de que finalmente mi mujer (o yo) termináramos con un esguince de tobillo de grado 1, decidimos que lo que haríamos sería buscar un sitio para desayunar, porque en casa, aparte de las dos escasas cápsulas para el café, no teníamos un enchufe a la vista para poder enchufar la cafetera, no teníamos leche, ni nada para comer. Así es que no teníamos muchas alternativas. Después, cogeríamos el coche (si no nos perdíamos), meteríamos las maletas y saldríamos de allí pitando.

Sentados en mitad de aquel espacio cutre con aspiraciones de ser un loft, decidimos estar allí el menor tiempo posible y teniendo en cuenta que la Plaza Mayor no estaba lejos, elegimos un restaurante para cenar.

En la información de la web del restaurante indicaba que abría a las 20.00. Nos ceñimos al horario y andando con extremo cuidado no fuera que mi mujer se volviera a torcer el tobillo, llegamos poco después de esa hora y sin incidentes al lugar elegido.

Los soportales de la Plaza Mayor son una sucesión interminable de bares, mesones, restaurantes, de todas las categorías. Los hay que son los indicados para tomarse una cerveza de pie y los hay que colocan mesas en sus terrazas, con manteles de tela y servilletas de verdad.

Llegamos al restaurante que habíamos elegido. La señorita que nos atendió nos indicó una mesa en el exterior. La terraza estaba vacía. La verdad es que con la noche que hacía, fresca y al aire libre, no me pareció la mejor idea, pero ella, en previsión de inconvenientes, nos sentó justo al lado de una estufa de gas.

Al mismo tiempo que nos acomodábamos y comprobábamos que la estufa hacía su función, le pedimos un par de copas de vino mientras mirábamos la carta. Cuando nos trajo las bebidas con una tapa, le dije que nos tomara nota de la cena y ahí fue cuando me volví a quedar desorientado.

    - Disculpe, señor. Es que el cocinero no viene hasta las 20.45.

   - Pero en la información en la web dice que la cocina se abre a las 20.00.

    - Lo siento. El cocinero viene a esa hora. Mientras tanto les puedo traer algo frío.

Pues a lo hecho, pecho. Si su excelencia el cocinero no venía hasta las 20.45, quiere decirse que hasta pasadas las 21.00 no vamos a hincar el diente a nada caliente, ni siquiera tibio. O sea, que vamos a estar una hora esperando a cenar algo, al aire libre, y nos podemos dar con un canto en los dientes que estamos cerca de la estufa.

Conseguimos cenar después de todo. Al pagar la cuenta le preguntamos al camarero que nos aconsejara un sitio donde poder desayunar temprano a la mañana siguiente. No queríamos encontrarnos con un problema similar y tener que esperar hasta mediodía, sólo porque el supuesto camarero no llegaba hasta esa hora.

El hombre fue muy amable y nos aconsejó uno que estaba a la espalda de la Plaza Mayor.

    -  Ahí es donde desayunamos mi jefe y yo – nos dijo certificando que esos madrugaban.

Después de cenar, lo normal habría sido dar una vuelta por los alrededores y ver si podíamos tomar una copa o algo, pero la verdad es que no teníamos ni el cuerpo ni el espíritu para más juergas, y poniendo extremo cuidado en dónde poníamos los pies, regresamos a la cueva.

A la mañana siguiente nos levantamos temprano. Habíamos puesto el despertador, pero, por si acaso, nuestro vecino, el campanero de la iglesia de Santiago el Mayor, se encargó de despertarnos a todos a las 8 de la mañana. Teníamos por delante quinientos kilómetros y ganas de llegar a casa.

Con luz diurna se ve mucho mejor el empedrado del suelo y puedes andar con algo más de seguridad sin temor a terminar en urgencias de un hospital. Conseguimos llegar hasta el bar que el camarero de la noche anterior nos aconsejó. Era un local pequeño, en una calle estrecha. Pedimos un café con churros y nos costó 8 euros con algo de propina.

De allí regresamos al apartamento para terminar de hacer la maleta y recoger todo. Sólo nos quedaba ir a buscar el coche al parking, traerlo hasta la puerta, meter el equipaje, dejar la maldita ficha azul del parking en la repisa de la entrada, cerrar la puerta y olvidarnos para siempre de aquel maldito lugar. Abandonamos con gusto aquel lugar y sacamos nuestras propias conclusiones para un futuro.

Durante el viaje y todavía en territorio de Extremadura, volvió a aparecer el mensaje de “pérdida de presión en el neumático delantero derecho”. Y eso me preocupó y mucho.

Para empezar, eso indicaba que algo iba mal, muy mal, en el neumático. Todo apuntaba a que era un pinchazo. En caso de que se confirmara la pésima noticia tendría que colocar la rueda de repuesto, y con ella la velocidad máxima aconsejable era de 80 kms/hora.

Por otra parte, no se veía ninguna gasolinera cerca. Desconocía el grado de pérdida del neumático y la velocidad a la lo hacía. Tenía miedo de que, al no encontrar una estación de servicio pronto, tal vez, podría perder todo el aire y la llanta destrozaría la goma, con lo que volveríamos a tener que usar la de repuesto.

Circulaba a una velocidad más que prudente en previsión de una pérdida brusca y repentina de la presión. Finalmente, encontré una estación de servicio y repetí la operación de inflar el neumático. Pero, aun así, la inquietud ya no me abandonó hasta llegar a casa.

Continuamos nuestro viaje con destino Sevilla sin más incidentes reseñables. Paramos a hacer un descanso, tomar un café y repostar gasolina. Y llegamos a Sevilla.

Para mí, personalmente, atravesar la capital andaluza es lo más parecido a un dolor de muelas. Da igual que lleves GPS y las indicaciones de la vía. La densidad de tráfico y algunos desvíos pensados para locos del volante, hacen que en más de una ocasión tengas que dar más de un rodeo porque has perdido la salida establecida, so pena de atravesar en diagonal todos los carriles con el consiguiente riesgo de provocar accidentes. ¡De locos!

Después de todo, encontramos el desvío que señalaba a Málaga y di gracias a los hados de que no hubiera tenido más problemas con el neumático dichoso.

Cuando estábamos llegando al garaje, el contador parcial que había colocado a 0 antes del viaje marcaba 3.200 kms. A continuación, volvió a aparecer en la pantalla el mensaje de “pérdida de presión neumático delantero derecho”.

Por razones evidentes, no hay fotos.

(Continuará)

miércoles, enero 15, 2025

Galicia – Capítulo 8 – Santo Estevo do Ribas do Sil (Parador Nacional).

Al salir de Foz ya había oscurecido totalmente a pesar de que eran poco más de las seis. Por delante teníamos algo más de doscientos kilómetros y unas dos horas y media hasta nuestro destino.

El trayecto hasta Lugo fue como la seda a través, primero, de la A-8 y después de la A-6. A partir de Lugo, tuvimos que coger la LU-546, que no estaba mal, ni mucho menos, hasta Monforte de Lemos. Después la N-120 hasta que, en un momento determinado, el GPS te indica que tienes que dar un giro de casi 180º a la izquierda. Giro que se confirma con una señal en la que te indican que ese es el camino del Parador. A partir de ese momento, los caminos y senderos por los que habíamos transitado anteriormente en busca de lejanos faros inaccesibles y montes abruptos, empezaron a parecernos autopistas, en comparación con lo que nos íbamos encontrando a medida que avanzábamos. Desde entonces, jamás olvidaré el nombre de esa carretera: OU-555. Encima, con rima fácil y por triplicado.

Desde el mismo instante que tomamos el desvío supimos que teníamos otro reto por delante. La noche era negra, sin un ápice de luz. La carretera, no muy ancha, lo justo para pasar dos coches uno en cada sentido. No me imagino lo que habría pasado si me llego a encontrar con el conductor suicida del camión del butano, que entraba derrapando en las curvas por un sendero de cabras. La calzada, sin ningún tipo de pintura, ni siquiera en los arcenes. Y para colmo éramos los únicos que circulaban por allí. Eso tenía una ventaja: con las luces largas del vehículo era casi mejor que conducir de día. La mala noticia era más propia de un pesimista: en caso de avería o contratiempo … mejor no pensar en ello.

A medida que nos acercábamos al Parador el camino se hacía más y más dificultoso. Una pronunciada pendiente, unas curvas muy cerradas y una oscuridad absoluta, nos obligaron a meter la segunda marcha y prestar atención al camino. Atravesamos una zona boscosa, solitaria, aislada. No divisamos ningún tipo de vivienda. De hecho, no divisamos más vida que la de nuestros corazones. Tal era la sensación de inquietud, que en un momento dado tuve que detenerme un momento y salir para satisfacer mis necesidades físicas más primarias y mi mujer me preguntó si iba a parar en ese sitio. La respuesta era clara: sí. No estaba dispuesto a afrontar las consecuencias de no hacerlo, aunque debo confesar, que no me sentía muy tranquilo.

La imagen era de película de terror. Dos personas viajan en su coche por una carretera de tercer orden, durante una noche heladora y oscura, y al día siguiente, unos senderistas, descubren el coche aun con el motor en marcha, las puertas abiertas, un charco de sangre enorme, y sin rastro de sus ocupantes.

No es una idea que favorezca una meada larga y placentera en mitad del bosque. Uno no puede evitar estar atento a cualquier ruido que pudiera producirse a mis espaldas, pero al fin, pude dar por terminada la operación y continuar nuestro camino, no sin antes cerciorarme de que por el retrovisor no había nada. Ni nadie. Habíamos escapado del chupacabras.

Cuando llegamos al Parador de Santo Estevo eran casi las 21.30. El aparcamiento exterior estaba a reventar, así es que no nos quedó más alternativa que bajar al subterráneo, algo que tampoco me disgustaba. Al bajar comprobamos que también tenía una buena cantidad de vehículos, así es que, el Parador, debía estar a rebosar.

Cogimos nuestras maletas y fuimos derechos al ascensor. Al salir al exterior, hacía frío. El silencio era absoluto y la entrada principal estaba a nuestra derecha, en la otra punta en diagonal a nuestra posición. Hacia allí nos encaminamos.

El escándalo que provocaban las ruedas de nuestras maletas rodando por el suelo de piedra del exterior del antiguo monasterio, resultaba obsceno en aquella atmósfera que invitaba a la paz y al recogimiento.

Después de traspasar el umbral de la puerta principal del Parador uno no puede por menos que sentirse maravillado por la visión del claustro de portería, también llamado claustro de los caballeros, con sus dimensiones magníficas, de una belleza incomparable y rebosante de historia y cultura, mientras tú, pobre infeliz, vas arrastrando dos maletas como si de un lacayo medieval se tratara y vistes como si lo fueras en verdad, en vez de portar ropajes de príncipe acordes al lugar.

Siguiendo las indicaciones – aquí sí que las había, no como en el de Portugal – y bordeando el patio, llegamos caminando por los soportales hasta la Recepción. Eran las 21.30 y nosotros habíamos comenzado el día temprano cerca de Malpica. Después vino todo lo demás.

- Buenas noches, señor Usín – me saludó una señora de Recepción, muy simpática.

Algo sorprendido, porque no me había dado tiempo de decir mi nombre, era la primera vez que iba y, sin embargo, no dudó ni un segundo en llamarme por mi apellido, no resistí la tentación de preguntar cómo sabía que era yo.

- Usted es el último que nos quedaba – respondió ella.

- Lo suponía, pero tenía que intentarlo.

Después de registrarnos le preguntamos por algunos lugares para visitar por la zona. Finalmente, abandonamos el mostrador, cargados de mapas y planos en dirección a nuestra habitación.

Nada más entrar en ella y antes, incluso de terminar de acomodarnos, salimos al pasillo – acristalado - que daba al claustro para hacer alguna foto. La iluminación proporcionaba una agradable sensación de calidez. Sin duda, una bienvenida cálida.



Después, tomamos posesión oficial de la habitación. Debido a lo arduo que había sido el día en experiencias, la verdad es que estábamos hechos fosfatina. Después del escalope a la milanesa que me habían puesto a la hora de la comida, ni siquiera tenía hambre. Creo que me dolían músculos que no sabía que tenía y, por supuesto, tampoco sabía cómo se llaman. Simplemente queríamos descansar. Pero antes, echamos un ojo a los mapas que nos habían dado en Recepción y trazamos un plan para el día siguiente. Bueno, más que para todo el día, para la mañana. La tarde ya la teníamos comprometida, porque junto con la reserva de la estancia en el Parador, reservamos un recorrido por una ruta fluvial por el cañón del río Sil. Eso sería por la tarde. Intentamos el recorrido de por la mañana, pero estaba completo.

A la mañana siguiente, después de haber descansado plácidamente, nos dirigimos a desayunar. Teniendo en cuenta que la noche anterior y por muy buenas razones, no habíamos cenado, la mera visión de aquel espectáculo gastronómico que se presentó, nos abrió repentinamente el apetito y nos convirtió en dos tragaldabas insaciables.

Costaba tomar una decisión a la hora de escoger qué colocabas sobre el plato y qué dejabas en los expositores. Estaban las diferentes clases de bollería a cada cual más apetitosa; la parte de desayunos sanos a base de zumos, frutas, yogures y demás; las distintas clases de pan. La solución fue sencilla: hacías cuantos viajes fueren menester y problema resuelto.

Después del festín Pantagruélico del desayuno decidimos visitar a la luz del nuevo día lo que la noche anterior no nos fue posible. Fue así como pudimos disfrutar, aún más, de la belleza del lugar, de su entorno y del enclavamiento singular que lo convierte en algo único.







Visitamos el cementerio y la iglesia, esta última una auténtica belleza. Del campo santo me llamó la atención lo bien cuidado que estaba y la abundancia de flores frescas en las tumbas. Parecía que recibían atención con frecuencia.










Tras lo cual, nos encaminamos a Castro Caldelas.

Más o menos a mitad de camino entre Santo Estevo y Castro Caldelas, nos detuvimos un momento para disfrutar del Mirador de Cabezoá y de sus magníficas vistas. A la belleza natural del paisaje se unía la de ser los únicos que podíamos disfrutar de ella a nuestro antojo, libres de la masificación turística que, sin duda, habrá en otras épocas.








Ya en Castro, quisimos visitar el castillo de Castro Caldelas o castillo de los Condes de Lemos, es una fortaleza medieval ubicada en pleno centro de la localidad, pero la fatalidad quiso que no fuera posible porque estaban realizando obras de mantenimiento y mejora. Tan sólo pudimos echar un vistazo a la planta baja, donde se había habilitado un mini museo con herramientas y utensilios de la época usados en su construcción.

Al descender hasta el centro del pueblo, justo al otro lado de la carretera que lo divide, encontramos una iglesia. Probamos suerte y permanecía abierta. Era el Santuario de Nuestra Señora de los Remedios.









Después de nuestra visita todavía teníamos tiempo de sobra para regresar y llegar a nuestra cita con la embarcación que nos llevaría por el río Sil. A mi mujer se le ocurrió la feliz idea de ir al embarcadero, pero no por el mismo camino que habíamos usado al venir, sino por otro alternativo. El objetivo era visitar otros miradores que aparecían en el mapa que nos dieron en el Parador.

Confiamos demasiado en la capacidad del GPS, de Google Maps y de Android Auto. En nuestros cálculos no habíamos tenido en cuenta que por ciertos parajes, por muy bucólicos y hermosos que sean, allí no llegan ni los satélites ni casi la civilización, por lo que, cuando estás en mitad de un monte, pierdes la señal del GPS, no sabes hacia dónde tienes que tirar y en más de una ocasión percibes que por ese sitio ya has pasado tres veces, es cuando empiezas a jurar en arameo, al tiempo que intentas por todos los medios orientarte y regresar a algún punto que te sirva de referencia para poder regresar, aunque sea por el mismo camino ya transitado por la mañana.

En momentos así me he llegado a plantear la posibilidad de realizar algún curso de navegación basado en la observación de las estrellas o cualquiera otro que los navegantes españoles y portugueses utilizaran en sus desplazamientos por la mar océana hacia destinos ignotos. 

Por algún extraño sortilegio conseguimos encontrar el camino de regreso con tiempo suficiente para llegar al embarcadero, dejar el coche y hasta tomarnos un café mientras disfrutábamos de las vistas. Fuimos los primeros en llegar, es cierto, pero eso de llegar tarde a una cita, sea del tipo que sea, lo llevo peor que un pecado. Imagino que debe ser una tara de tipo freudiano de mi época del colegio, cuando llegaba tarde todas las tardes, valga la redundancia, pero después de haber estado dando tumbos por esos montes perdidos me pareció casi milagroso.

La cafetería tenía un rincón habilitado para que los usuarios del catamarán cumplieran con la obligación de identificarse antes de embarcar. Después de hacerlo, pedimos un café y nos sentamos en la terraza a disfrutar de la vista, a la espera de la hora señalada.

Aunque el día era soleado la temperatura era fresca. Vulgarmente se habla de navegar por el río Sil, pero, en realidad se trata de un embalse, no de un río propiamente dicho, por lo que la superficie del agua era como un espejo en el que se reflejaban las laderas que la protegían.




Observamos lo escarpado de las paredes del cañón y con el zoom de la cámara de fotos, la increíble dificultad del terreno para el cultivo de la vid, en reducidas parcelas de terreno y cuyo proceso debe realizarse totalmente a mano.




Las vertientes de solana ofrecían una paleta de colores de encinas, alcornoques, madroños y otras especies mediterráneas, mientras que las que tenían orientación norte albergaban robledales (ocasionalmente mezclados con castañares) bien preservados por su vertiginoso desnivel.

Todo ello conformaba una imagen idílica, aunque imagino que no lo sería tanto para aquellos que dedicaban su vida y su esfuerzo al cultivo de sus viñedos en unos terrenos donde debía habitar la cabra hispánica.

Estábamos absortos en esta atmósfera de paz, quietud, y silencio, cuando, de repente, apareció un numeroso grupo directamente expulsados de un autobús de turistas. Me dio la impresión de que venían de comer, porque estaban todos muy animados en conversaciones que, en general, se desarrollaban con algunos decibelios por encima de lo agradable.

Una de mis manías confesables, es que siempre me fijo en el calzado de las personas, ya sean hombres, mujeres, niños, presentadores de televisión, parroquianos en un bar, cafetería, restaurante…Siempre y a todos. La otra manía está íntimamente ligada a la anterior. También me fijo en la manera de vestir y de este numeroso grupo me llamó la atención que, mientras yo llevaba puesto el plumas y no me sobraba nada, muchos de ellos llevaban ropa mucho más ligera de lo que las circunstancias aconsejaban. Además, y eso es otra de mis manís, me fijé en su acento y me pareció que provenían de Canarias, con lo que, de ser cierto, mis observaciones acerca de la vestimenta y el calzado encajaban. Pensé que en cuanto los últimos rayos de sol se ocultaran tras los picos más altos, lo iban a pasar mal. Creo que no me equivoqué.

A la hora convenida los responsables del embarque nos llamaron por riguroso orden. Un orden que ellos habían establecido sin informar de ello a nadie. Para que no se formaran aglomeraciones que podrían terminar en algún tipo de incidente, los pasajeros accedían a la embarcación en grupos de diez. Los primeros en ser llamados fueron, precisamente, los turistas del autobús.

El catamarán tenía una cubierta en la parte superior, al descubierto, y otra inferior, completamente cerrada. Yo pensé que, si todos decidían asentarse en la interior, a nosotros no nos iba a quedar más espacio que la de arriba, al aire libre y la idea no me gustó ni un pelo. Arriba, con la temperatura que hacía, en una embarcación en marcha y con el sol que apenas calentaba porque en breve comenzaría a anochecer, el que estuviera ahí, lo iba a pasar mal. Menos mal que a la inmensa mayoría les dio por ir en la cubierta despejada.

Una vez que todos los del autobús fueron ubicados, del resto de los allí presentes, nosotros fuimos los primeros. Por antigüedad de la reserva. Salimos disparados a encontrar dos asientos en la cubierta de abajo, donde, nada más entrar, se disfrutaba de una cálida temperatura. Me dieron pena los de arriba. Tal vez, terminaran lanzando por la mura de babor algún cadáver fruto de la hipotermia.

Durante el paseo por el embalse el guía nos fue ilustrando – entre bromas, gracietas y alguna crítica política también - acerca de los cultivos en bancadas, la razón por la que se veían tantos rastros de árboles y maleza flotando, o el daño que supuso para los peces la interrupción artificial de la corriente del río, por ejemplo. También llamaba nuestra atención sobre diferentes formas peculiares en las paredes rocosas, que asemejaban figuras, rostros, historias, leyendas, etc. etc. etc.



La finalización del recorrido y el atraque coincidió con la puesta de sol. Los pasajeros que habían soportado estoicamente en la cubierta despejada corrían – literalmente - hacia la cafetería a ver si con un café o tal vez, algo más fuerte, les hacía entrar en calor. Nosotros volvimos al Parador.

Todavía teníamos tiempo de sobra hasta la hora de la cena. Nos quedamos en la cafetería tomando una copa. Había una televisión gigante que colgaba del techo al fondo del comedor y a alguien se le había ocurrido la feliz idea de sintonizar el partido del Real Madrid contra el Liverpool. Yo estaba tan concentrado en mi viaje que ni siquiera era consciente de que jugaba el Madrid en Champions. Así es que, me senté de cara al televisor mientras el camarero me servía un cubata. ¡Qué dura es la vida!

Lo malo vino después. Fue uno de los peores partidos que le había visto jugar al Madrid y palmó. Palmó, pero, además, bien palmado y encima fallando un penalti. En fin, un desastre que dejó cariacontecidos a la media docena de aficionados que, por sus reacciones, deduje que también eran gente decente, o sea, del Madrid.

A la hora de la cena intentamos escoger otro lugar de los pueblos de los alrededores, más que nada por salir un poco de esa atmósfera y conocer algo más, pero lo cierto es que en la época del año en la que fuimos la mayor parte de los restaurantes estaba cerrados. La idea de cenar en el Parador tampoco es que resultara desagradable, ni mucho menos, y bajamos al comedor, que antiguamente era el espacio reservado a las caballerizas.

Al regresar a la habitación pasamos de nuevo por delante de la cafetería y vimos que estaba muy concurrida, sobre todo, las mesas que estaban fuera del comedor y que daban al claustro. Los platos que servían allí eran los típicos de un bar-cafetería, tal vez algo más elaborados. Imaginamos que los precios, algo inferiores a los del restaurante, eran la razón fundamental por la que el lugar tenía tanto éxito. Tal vez fuera el precio por lo que nos sorprendió tanto empezar a ver a gente vestida con chándal y zapatillas, que evidentemente, no encajaban en un entorno así.

Cuando llegamos a la habitación iniciamos los preparativos para nuestra marcha al día siguiente. Abandonaríamos Galicia y comenzaríamos el regreso a casa.

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