La
sola idea de bajar a la cafetería del Parador de Santo Estevo a desayunar era
motivo más que suficiente para que los jugos gástricos fueran tomando
posiciones en el tiempo que transcurre desde que sales de la habitación y
recorres los pasillos hasta sentarte a la mesa. En el fondo, si lo piensas
bien, tenía algo de erótico.
Era
nuestro último desayuno. Desde allí iniciaríamos el viaje de regreso a casa y al
igual que en el viaje de ida, hicimos un alto a mitad de camino, ahora también
teníamos previsto hacer otro, esta vez en Cáceres.
Mientras
desayunaba me di cuenta de que en la puerta de cristal que daba al bosque, había
un gato observando muy atentamente el ir y venir de los comensales con toda esa
comida en los platos. Los camareros también le habían visto. De hecho, debía
ser un espectador fijo. Uno de esos gatos que sobreviven como pueden y éste,
esperaba que algún alma caritativa le abriera la puerta de cristal para
servirse él mismo.
La
verdad es que daban ganas de cometer lo que sin duda era una insensatez. El
pobre gato allí, con el frío que hacía fuera, mientras tú estabas cómodamente
sentado en un lugar calentito y comiendo a dos carrillos.
El
gato, de vez en cuando, se tomaba la molestia de maullar. No se oía nada,
porque el murmullo del interior del comedor y la puerta de cristal, lo hacían
imposible, pero se le veía abrir la boca, pidiendo algo de comida para él (o
ella) y su prole, si la hubiera.
El
animal era paciente, insistente. A veces se movía un poco, como para dar a
entender que esa figura que estaba sentada no era una estatua, sino un ser vivo
de verdad y hambriento. Seguramente pensó, que si se movía llamaría la
atención.
Al
final, ninguna de sus astutas estratagemas le sirvió de nada. Ni siquiera nadie
se atrevió a poner en un plato algo de comida y depositarlo justo al otro lado
de la puerta de cristal para que tuviera algo que comer. Aunque, tampoco es
descartable, que los de la cocina le proporcionaran – tal vez sin ser
conscientes de ello – alguna clase de alimento al tirar la basura.
El
gato, al comprobar que, una vez más, de allí no iba a pillar nada, se adentró
en el bosque, y se perdió de vista subiendo unos escalones de grandes
dimensiones, que conducían a algún lugar desconocido.
Y
siguiendo el ejemplo del gato, una vez que terminamos nuestro desayuno debíamos
iniciar el viaje de vuelta a casa. Por delante, nos quedaban más de quinientos
kilómetros hasta Cáceres.
Todavía
no habíamos abandonado territorio gallego y ya nos invadía la morriña. Aun así,
nos pusimos en marcha.
No
tardamos mucho en comenzar a observar las diferencias entre el verdor del
paisaje gallego y los tonos marrones del norte de Castilla y León. Entre los
sinuosos caminos sembrados de cultivos y las llanuras interminables.
De
repente, a mitad de camino, creo recordar que, por la zona de Puebla de
Sanabria, más o menos, en el panel de control de mi coche aparece un mensaje:
“pérdida de presión en neumático delantero derecho”. En principio, no suele ser
algo preocupante salvo que la pérdida sea brusca y se parezca más a un reventón.
(ver en este mismo blog la serie DIARIO DE UN PRINGAO”). Pero en este caso, me
preocupaban dos cosas.
La
primera era que, ese mismo neumático me dio el mismo mensaje un par de días
antes de iniciar el viaje a Galicia. En ese momento me invadió la zozobra
porque de tratarse nuevamente, de tener que sustituir el neumático, cabía la
posibilidad de tardar unos días en conseguir el mismo modelo…si todavía estaba
disponible. Afortunadamente, cuando fui a una estación de servicio y puse la
presión a los cuatro neumáticos, el problema se solucionó y hasta ese momento
no había tenido noticias.
La
segunda preocupación era que, precisamente los dos neumáticos delanteros, los
cambié en agosto, - (“ver diario de un pringao”) - es decir, a penas 3 meses
antes y me resultaba muy extraño tener ese tipo de problemas tan pronto. De
tratarse de un pinchazo o de tener que sustituirlo, y todo ello en mitad de un
viaje largo, las cosas se complicarían bastante. De momento, paré en la primera
estación de servicio que nos encontramos, le añadí más presión y continuamos
sin más incidentes, camino de la capital extremeña.
La
idea de escoger Cáceres como campamento intermedio en nuestro camino de vuelta,
tenía mucho que ver con el interés por conocer el centro histórico. Yo ya lo
conocía, porque había estado hace bastantes años, pero mi mujer no.
Por
otra parte, en vez de reservar en el Parador para continuar con la costumbre,
elegimos un apartamento. La razón era muy simple: la misma plataforma en la que
nosotros ofrecemos nuestro apartamento en Marbella, nos regaló cien euros para
una estancia en otro de nuestra elección. Privilegios de ostentar la máxima
categoría entre propietarios y más de 50 opiniones excelentes, durante muchos
años. Pero nada puede parecer fácil y serlo.
A
la hora de la elección del apartamento debíamos tener en cuenta diversos
factores. Debía ser céntrico para no tener que movernos con coche en una
ciudad, ya de por sí difícil. Lógicamente, debía tener ascensor porque
llevábamos equipaje. Y debía tener acceso a un parking lo más cercano posible.
Pues bien, al final, sólo había uno que, como en las búsquedas de candidatos
para un puesto de trabajo, no encajaba al cien por cien.
Las
fotos del apartamento parecían indicar que la categoría de “super host” de su
propietario – como nosotros -, parecía bien ganada. Un interior moderno, lujoso
y con todas las comodidades.
Sí,
pero no.
La
primera sorpresa fue su ubicación. Era un piso bajo, porque la tarea de
encontrar un apartamento a nuestro gusto y con ascensor, fue estéril. Pero lo
peor no fue eso. Lo peor era que estaba situado a escasos 5 metros de la
iglesia de Santiago y de sus campanas. En pleno centro de Cáceres, sin duda,
pero si llegar hasta allí supuso un reto para el GPS al tener que sortear los
cortes de tráfico por obras de algunas vías, lo de aparcar era imposible. Había
vehículos aparcados en los lugares más inverosímiles. Yo me preguntaba cómo lo
harían para salir de allí. Era como un Tetrix.
Tuvimos
bastante suerte, porque justo enfrente de la puerta del apartamento, había una
zona colindante con los muros de la iglesia, perfectamente señalizada como
“prohibido aparcar”, donde varios vehículos ocupaban una plaza dejando un hueco
para nosotros. De no ser así, de no haber encontrado este milagro, habríamos
tenido que impedir la circulación si nos hubiéramos detenido a bajar el
equipaje. La calle, estrecha y empedrada, no permitía detenerse un momento.
A
sabiendas de que el coche estaba mal aparcado, nuestra idea era dejar cuanto
antes el equipaje en el apartamento y a continuación, dirigirnos a un parking
donde el propietario tenía reservada una plaza. Plaza, que por supuesto, había
que abonar aparte.
El
primer problema fue que, a pesar de teclear el código de apertura de la puerta
del apartamento, ésta no se abría. Se escuchaba un leve clic, como si se fuera
a abrir, pero no pasaba del amago. Lo intentamos varias veces y a punto
estuvimos de llamar al propietario para ver si en la distancia podía hacer
algo. Lo de mi preocupación por tener el coche mal aparcado no era tal, porque
lo estaba viendo a tres metros de donde estábamos. En uno de estos innumerables
intentos por conseguir abrir la puerta, finalmente y por insistencia, cedió y
se abrió.
Al
entrar fue cuando nos desencantamos. Las fotos se correspondían con lo que
veíamos, pero el espíritu, la sensación y el primer impacto, no.
Era
una única estancia en la que se incluían el dormitorio, con una cama de
matrimonio con un colchón infernal; un espacio dedicado a salón con un sofá,
una mesa baja delante, inapropiada para comer; enfrente del sofá una televisión
y a la derecha una cocina minimalista, en la que, a modo de “extra” el
propietario había dispuesto una cafetera con 2 cápsulas. Detrás de la cama de
matrimonio y subiendo un par de escalones, un baño con ducha de dimensiones
justas para que pudiera entrar mi cabeza.
El
techo abovedado estaba a cinco metros de altura y aunque el propietario había
realizado una importante inversión económica al intentar convertir esa cueva en
algo habitable, todavía se veían los ladrillos al más puro estilo mudéjar,
época ena la que probablemente se excavó la cueva. La única entrada de luz
natural era una ventana con barrotes que daba a la calle. Las contraventanas de
madera en el interior constituían la única salvaguarda de la intimidad de las
miradas de los peatones que circulasen por la acera.
Aunque
la nevera de tamaño Barbie tenía un congelador, lo cierto es que la puerta del
mismo no se podía abrir. Lo impedía la puerta de la nevera que topaba con la
pared. Cuestión de espacio o, mejor dicho, de falta de él. Tampoco fuimos
capaces de descubrir dónde se podría enchufar la cafetera.
Dicen
que no hay una segunda oportunidad para una primera impresión. Y no habíamos
hecho nada más que llegar. Después de haber disfrutado de los Paradores
Nacionales y sobre todo del de Santo Estevo, aterrizar en aquella mazmorra
reconvertida en supuesto apartamento de lujo, como rezaba el anuncio, era
demasiado fuerte para digerir. Aunque, en realidad, todavía nos quedaba la
segunda parte.
Con
la dirección del parking a buen recaudo, salimos por la puerta y nos
encomendamos al buen hacer del GPS. Nuevamente tuvimos que solventar el
problema de alguna calle cortada al tráfico, pero después de dar una vuelta que
me pareció como la M-30 entera, conseguimos llegar al parking. Y allí empezó
otra aventura surrealista.
Tras
obtener el ticket preceptivo nos encontramos con el vigilante y le preguntamos
por la plaza de aparcamiento correspondiente al propietario de la cueva.
- ¿Tienen
ustedes la ficha azul?
Así,
a bote pronto, parecía una de esas preguntas de un concurso de televisión en el
que el participante, totalmente sorprendido, responde “paso palabra” o solicita
un comodín. El que sea. Y algo parecido fue lo que hice yo.
- ¿Ficha
azul? Yo sólo tengo el ticket este – le dije inocentemente.
- La
plaza en la que usted quiere aparcar es privada.
- Lo
sé. Hemos alquilado el apartamento del propietario y él nos ha dado esta
dirección.
- Pues
en ese caso, debe haberles dado una ficha azul. Sin la ficha, no pueden usar la
plaza.
Yo
estaba desconcertado y en medio de una conversación kafkiana con un vigilante
de un parking.
- Vale.
Como no tenemos la ficha azul, dígame dónde puedo aparcar en otro sitio y ya lo
solucionaremos con el propietario.
- Imposible,
señor. No hay plazas disponibles.
Al
parecer, estábamos en un callejón sin salida. La única alternativa era regresar
a la cueva y ver si en alguna parte había una maldita ficha azul. Si no,
teníamos un problema.
El
buen hombre nos permitió salir del parking sin abonar nada. Según parece, se
conceden unos minutos de cortesía en estos casos. Regresamos a la cueva.
En
esta ocasión ya no tuvimos tanta suerte como cuando llegamos, que encontramos
una plaza justo delante de la puerta en la zona de “prohibido aparcar”. Ahora,
no tenía más remedio que dejar el coche en doble fila, permitiendo que otro
circulara. Y no fue fácil.
Volvimos
a teclear el maldito código de la puerta, que de tantas veces como lo habíamos
introducido lo sabíamos de memoria. De nuevo se escuchaba un débil clic, pero
la puerta no se abría. Tras varios intentos – al parecer el sistema se rendía
por reincidencia – conseguimos entrar. A medio metro de la puerta de entrada
había una repisa en la que el dueño había colocado algunas tarjetas de visita,
un calendario ultramoderno y en medio, allí sola, sin ninguna nota que lo
explicara, estaba la puta ficha azul de los huevos.
Por
segunda vez en el transcurso de unos pocos minutos, el GPS nos llevó por la
circunvalación de Cáceres para realizar un trayecto que, según dice el Google
Maps, se tarda unos 7 minutos andando. Encontramos el parking más rápidamente
que la vez anterior y con nuestra ficha azul entramos en él, con las
bendiciones del vigilante, a quien le pregunté por dónde estaba la plaza que
buscaba. “Por allí”, respondió sin ningún entusiasmo al tiempo que movía su
brazo en un gesto espasmódico indicando una dirección absolutamente indefinida.
No
fue sencillo encontrar la maldita plaza en un lugar oscuro, desconocido y sin
una indicación que orientara sobre los números de las plazas. Mi mujer se bajó
del coche para ver los números escritos en el suelo y yo hacía lo propio desde mi
asiento. Pero finalmente lo conseguimos. Estábamos a punto de descubrir que las
cosas siempre se pueden complicar más, de acuerdo a las leyes de Murphy.
Al
salir del parking intentamos que el GPS nos guiara hasta nuestra nueva casa.
Habíamos dado tantas vueltas con el coche, que todas las calles nos sonaban
familiares. Nos pusimos a andar en dirección a lo que nosotros consideramos que
era la buena dirección, pero nos equivocamos. El GPS del móvil no hacía más que
dar vueltas y nosotros, más que él. Llevábamos andando más de quince minutos y
a pesar de que la noche era fría, habíamos andado tanto que yo estaba sudando.
Como
era evidente que nos habíamos perdido, a pesar de nuestros móviles, decidimos
preguntar a una pareja.
- Lo
sentimos mucho, pero es que no somos de aquí.
Vaya.
Mala suerte. Unos metros más allá lo intentamos con otra pareja.
- Lo
sentimos. No somos de aquí.
Una
cosa estaba clara: Cáceres es un lugar donde hay mucho turista.
Quien
la sigue la consigue. A la tercera fue la vencida.
- Tomen
esa calle de allí y sigan hasta el final. No tiene pérdida.
Mientras
íbamos por aquellas calles mal empedradas, mi mujer se torció el tobillo.
Afortunadamente, no fue demasiado, pero esas cosas duelen. Al cabo de un minuto
estaba en condiciones de continuar, pero antes de llegar a casa, volvió a
torcerse el tobillo. El estado de eso que llaman aceras era el origen de tanto
esguince.
Conseguimos
llegar a casa. Estábamos cansados del viaje en coche y decepcionados por el
apartamento y las condiciones en general. Fue entonces cuando decidimos cambiar
los planes del día siguiente.
Nuestro
plan inicial consistía en visitar el centro histórico, comer en algún sitio y
abandonar el apartamento después, previo pacto acordado con el dueño, y
regresar a casa. Pero dadas las circunstancias, la decepción y el riesgo cierto
de que finalmente mi mujer (o yo) termináramos con un esguince de tobillo de
grado 1, decidimos que lo que haríamos sería buscar un sitio para desayunar, porque
en casa, aparte de las dos escasas cápsulas para el café, no teníamos un
enchufe a la vista para poder enchufar la cafetera, no teníamos leche, ni nada
para comer. Así es que no teníamos muchas alternativas. Después, cogeríamos el
coche (si no nos perdíamos), meteríamos las maletas y saldríamos de allí
pitando.
Sentados
en mitad de aquel espacio cutre con aspiraciones de ser un loft, decidimos
estar allí el menor tiempo posible y teniendo en cuenta que la Plaza Mayor no
estaba lejos, elegimos un restaurante para cenar.
En
la información de la web del restaurante indicaba que abría a las 20.00. Nos
ceñimos al horario y andando con extremo cuidado no fuera que mi mujer se
volviera a torcer el tobillo, llegamos poco después de esa hora y sin
incidentes al lugar elegido.
Los
soportales de la Plaza Mayor son una sucesión interminable de bares, mesones,
restaurantes, de todas las categorías. Los hay que son los indicados para
tomarse una cerveza de pie y los hay que colocan mesas en sus terrazas, con
manteles de tela y servilletas de verdad.
Llegamos
al restaurante que habíamos elegido. La señorita que nos atendió nos indicó una
mesa en el exterior. La terraza estaba vacía. La verdad es que con la noche que
hacía, fresca y al aire libre, no me pareció la mejor idea, pero ella, en
previsión de inconvenientes, nos sentó justo al lado de una estufa de gas.
Al
mismo tiempo que nos acomodábamos y comprobábamos que la estufa hacía su
función, le pedimos un par de copas de vino mientras mirábamos la carta. Cuando
nos trajo las bebidas con una tapa, le dije que nos tomara nota de la cena y
ahí fue cuando me volví a quedar desorientado.
- Disculpe,
señor. Es que el cocinero no viene hasta las 20.45.
- Pero
en la información en la web dice que la cocina se abre a las 20.00.
- Lo
siento. El cocinero viene a esa hora. Mientras tanto les puedo traer algo frío.
Pues
a lo hecho, pecho. Si su excelencia el cocinero no venía hasta las 20.45,
quiere decirse que hasta pasadas las 21.00 no vamos a hincar el diente a nada caliente,
ni siquiera tibio. O sea, que vamos a estar una hora esperando a cenar algo, al
aire libre, y nos podemos dar con un canto en los dientes que estamos cerca de
la estufa.
Conseguimos
cenar después de todo. Al pagar la cuenta le preguntamos al camarero que nos
aconsejara un sitio donde poder desayunar temprano a la mañana siguiente. No
queríamos encontrarnos con un problema similar y tener que esperar hasta
mediodía, sólo porque el supuesto camarero no llegaba hasta esa hora.
El
hombre fue muy amable y nos aconsejó uno que estaba a la espalda de la Plaza
Mayor.
- Ahí
es donde desayunamos mi jefe y yo – nos dijo certificando que esos madrugaban.
Después
de cenar, lo normal habría sido dar una vuelta por los alrededores y ver si
podíamos tomar una copa o algo, pero la verdad es que no teníamos ni el cuerpo
ni el espíritu para más juergas, y poniendo extremo cuidado en dónde poníamos
los pies, regresamos a la cueva.
A
la mañana siguiente nos levantamos temprano. Habíamos puesto el despertador,
pero, por si acaso, nuestro vecino, el campanero de la iglesia de Santiago el
Mayor, se encargó de despertarnos a todos a las 8 de la mañana. Teníamos por
delante quinientos kilómetros y ganas de llegar a casa.
Con
luz diurna se ve mucho mejor el empedrado del suelo y puedes andar con algo más
de seguridad sin temor a terminar en urgencias de un hospital. Conseguimos
llegar hasta el bar que el camarero de la noche anterior nos aconsejó. Era un
local pequeño, en una calle estrecha. Pedimos un café con churros y nos costó 8
euros con algo de propina.
De
allí regresamos al apartamento para terminar de hacer la maleta y recoger todo.
Sólo nos quedaba ir a buscar el coche al parking, traerlo hasta la puerta,
meter el equipaje, dejar la maldita ficha azul del parking en la repisa de la
entrada, cerrar la puerta y olvidarnos para siempre de aquel maldito lugar. Abandonamos
con gusto aquel lugar y sacamos nuestras propias conclusiones para un futuro.
Durante
el viaje y todavía en territorio de Extremadura, volvió a aparecer el mensaje
de “pérdida de presión en el neumático delantero derecho”. Y eso me preocupó y
mucho.
Para
empezar, eso indicaba que algo iba mal, muy mal, en el neumático. Todo apuntaba
a que era un pinchazo. En caso de que se confirmara la pésima noticia tendría
que colocar la rueda de repuesto, y con ella la velocidad máxima aconsejable
era de 80 kms/hora.
Por
otra parte, no se veía ninguna gasolinera cerca. Desconocía el grado de pérdida
del neumático y la velocidad a la lo hacía. Tenía miedo de que, al no encontrar
una estación de servicio pronto, tal vez, podría perder todo el aire y la
llanta destrozaría la goma, con lo que volveríamos a tener que usar la de
repuesto.
Circulaba
a una velocidad más que prudente en previsión de una pérdida brusca y repentina
de la presión. Finalmente, encontré una estación de servicio y repetí la
operación de inflar el neumático. Pero, aun así, la inquietud ya no me abandonó
hasta llegar a casa.
Continuamos
nuestro viaje con destino Sevilla sin más incidentes reseñables. Paramos a hacer
un descanso, tomar un café y repostar gasolina. Y llegamos a Sevilla.
Para
mí, personalmente, atravesar la capital andaluza es lo más parecido a un dolor
de muelas. Da igual que lleves GPS y las indicaciones de la vía. La densidad de
tráfico y algunos desvíos pensados para locos del volante, hacen que en más de
una ocasión tengas que dar más de un rodeo porque has perdido la salida establecida,
so pena de atravesar en diagonal todos los carriles con el consiguiente riesgo
de provocar accidentes. ¡De locos!
Después
de todo, encontramos el desvío que señalaba a Málaga y di gracias a los hados
de que no hubiera tenido más problemas con el neumático dichoso.
Cuando
estábamos llegando al garaje, el contador parcial que había colocado a 0 antes
del viaje marcaba 3.200 kms. A continuación, volvió a aparecer en la pantalla
el mensaje de “pérdida de presión neumático delantero derecho”.
Por razones evidentes, no hay fotos.
(Continuará)