1977 era el año señalado como el del final de esa estúpida pérdida de tiempo llamada servicio militar. Estúpida, al menos, tal y como se entendió en España. Otra cosa hubiera sido si a los llamados a filas se nos hubiera entrenado verdaderamente en aprender a hacer algo útil, a disparar, en aprender a leer mapas y, en definitiva, se nos hubiera formado en cosas prácticas que se pudieran llevar a cabo en un momento dado y servir de ayuda a los profesionales. Pero era lo que era.
De todas formas, el año no empezó
nada bien. El 24 de enero, un grupo terrorista llamado GRAPO, secuestró al
teniente general Villaescusa, en ese momento, presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar.
Era lunes y todos en la base nos
temíamos medidas excepcionales, como suspensión de todos los permisos,
acuartelamiento general, reparto masivo de armas y empezar a cavar trincheras,
aunque sin duda la peor noticia que nos podrían haber dado era la de suspender
los pases per nocta.
La situación política en esos
días en España era caótica. ETA asesinaba y secuestraba casi semanalmente. Los
grupos de extrema derecha colocaban sus bombas y asesinaban a abogados
laboralistas en la calle Atocha de Madrid. Y aparte de ETA, estaban los GRAPO.
Día sí y día también, policías, militares, guardias civiles, caían víctimas de
atentados, ya fueran de disparos en la cabeza o con coches bomba.
Hacía poco que había muerto
Franco y mientras el Rey Juan Carlos I intentaba construir un país moderno y
una democracia, había una lucha en las calles entre los que querían que nada
cambiara y los que querían que todo cambiara inmediatamente. El rey no tenía la
confianza del pueblo, ni tampoco de los militares. Éstos le percibían como un
traidor a aquello que juró, ser leal a Franco y a las leyes del Movimiento y no
parecía que lo que estaba haciendo indicara que así fuera. Se rumoreaba que
había diversos golpes de estado de militares en distintas fases de evolución.
Así es que, por todo ello, la noticia del secuestro de la más alta personalidad
de la justicia militar, nos inquietó a todos, aunque a cada uno por razones muy
diversas entre sí.
Finalmente, no sucedió nada
anormal ni diferente a la rutina habitual. Cada día íbamos y salíamos de la
base y el fin de semana también fue normal.
Mientras tanto, el tiempo pasaba
y corría a mi favor. Barría las hojas caídas de los jardines, que intentaba
amontonar para meterlas después en bolsas y de ahí al camión de la basura, pero
el viento se empeñaba con tenacidad en volver a esparcirlas. Viajar en el
exterior del camión de la basura en verano, era muy agradable, si conseguías no
pensar en la peste que tenías a un palmo de las narices, pero en invierno, la
cosa ya no tenía tanta gracia. Con el abrigo “tres cuartos” forrado de lana que
nos dieron, al menos podíamos soportar el frío algo mejor, pero, en cualquier
caso, debíamos colocarnos de espalda a la trayectoria del camión.
Se acercaba la fecha de nuestro
licenciamiento, pero también nos tocó participar en un hecho histórico. El 15
de junio de 1977, España, por primera vez en mucho tiempo, era llamada a
depositar su voto en unas urnas democráticas para elegir a las Cortes
Constituyentes. Curiosamente, en esas fechas sí que se extremaron las medidas
de seguridad, al menos en teoría. Debido a esas medidas, me tocó la única
guardia que hice en toda la mili, aparte de las que me tocaba como imaginaria.
Para realizar la guardia, estabas
asignado una serie de horas a un determinado puesto. Después, venía tu relevo y
te llevaban a otro.
El primero de esos puestos,
recuerdo perfectamente, que no estaba lejos del edificio principal. Era un
agujero espacioso, casi a ras de suelo y protegido por un montón de sacos
terreros. Estuve acompañado únicamente de mi fusil. Intentaba recordar una y
otra vez el santo y seña y rezaba para que no apareciera alguna bestia con más
estrellas en la bocamanga que el firmamento, y al darle el alto, se me trabara
la lengua o me quedara en blanco, con el consiguiente paquete de sanción a un
mes de mi licenciamiento.
Recordaba constantemente aquel
chiste de un recluta que va a la mili y el primer día en el cuartel, les reúne
a todos una mala bestia, un coronel con instinto asesino y a voz en cuello, les
gritaba:
- Soy el coronel Fojones. ¡Con F! Al que le pille haciendo un chiste o me cambie el apellido, me lo follo vivo y después lo descuartizo. ¿Entendido?
El pobre chaval después de oír
eso y ver actuar al susodicho, se queda acojonado. Y un día le toca hacer
guardia y de repente se da cuenta de que el menda que se le acerca es el
maldito coronel. Intenta recordar el santo y seña y lo repite una y otra vez. Y
cuando llega el coronel a su puesto, le dice:
- Soldado, ¿quién soy yo?
Al pobre soldado se le rompen los
esquemas. Ni santo, ni seña, ni nada. Entonces, a toda prisa intenta recordar
el nombre de esa bestia come hombres que tiene frente a él. Y al fin, se
acuerda.
- El coronel Festículos, señor.
Pues bien, eso podría resumir cuál
era mi estado de ánimo mientras hacía mi primera y única guardia, en un puesto
protegido por sacos terreros y con un frío curioso para ser junio. Tuve suerte
y no apareció nadie, salvo mi relevo al amanecer.
Vino en un coche de la PA y yo me
subí con el conductor, que iba acompañado de un pastor alemán. Yo no tenía ni
idea de adónde íbamos, pero parecía que él y el perro, sí. Y no iba a discutir
con uno de la PA ni tampoco con el perro que estaría entrenado para
descuartizar soldados preguntones.
Después de lo que me pareció una
excursión por el interior de la base, delante de nosotros había una serie de
montículos artificiales, camuflados con el terreno y con unas puertas de acceso
en el frente. Según me dijo el conductor de la PA, eso era el polvorín.
Entramos en esas dependencias de
cuya existencia no tenía noticias y nos dirigimos directamente a unas literas
en las que el policía se tumbó y yo me quedé que no sabía qué hacer. No sabía
si debía tumbarme a descansar, si eso era lo correcto o si iba a llegar algún
animal y nos iba a tirar a los perros por estar durmiendo cuando debíamos estar
de guardia ¡en el polvorín!
Tampoco recuerdo cuánto tiempo
estuvimos allí ni si después de eso fui a otro puesto a continuar con mi
guardia. Pero sí sé que esa fue la única
que hice en doce meses desde que juré bandera.
Calculo que sería un mes después,
a mediados de julio de 1977 cuando por fin, llegó el día de licenciarnos.
Aquella sensación era como cuando sales de la cárcel. Nos habíamos liberado de
aquel tormento de sargento, maltratador y asesino de perros indefensos. De
recoger la basura, de cavar agujeros para plantar árboles, algunos de los
cuales estaban boca abajo; de madrugar; de hacer autostop; de limpiar de
piedras los jardines.
Antes de salir por última vez de
la base, debíamos entregar parte del material que se nos dio al incorporarnos,
al menos la que pudiera ser reutilizable. El uniforme de paseo seguro que
estaba bien. Los zapatos de paseo estaban rajados y los tiré directamente a la
basura. Del resto, no recuerdo nada más.
Se nos entregó la cartilla correspondiente
donde se acreditaba que habíamos cumplido con nuestra obligación. Ya podíamos
buscar trabajo sin tener la amenaza de que, si me piden la cartilla, no la
tengo.
Jamás he regresado ni mantuve
nunca contacto alguno con ninguno de aquellos compañeros.
Ahí terminó mi prometedora carrera profesional como camarero, encharcador de jardines y basurero, experiencia esta última -la de trabajar con la mierda-, que me vino muy bien poco tiempo después en el glamuroso y excitante mundo de la informática.