En abril de 1965 fallece mi padre. Tenía 48 años. Durante los dieciocho meses anteriores le habían operado nueve veces para extirparle otros tantos tumores. Fue a partir de entonces cuando comprendí lo que significaba cáncer y metástasis.
A pesar de haber comenzado ya el
mes de mayo, aquel día en Madrid no era especialmente caluroso, ni soleado en
el cementerio de la Almudena. Era más bien un día gris y algo fresco, que
obligaba a llevar puesto un abrigo. Por alguna extraña razón, los días de
entierro nunca son especialmente luminosos. Parece que el cielo, también se
pone de luto y a veces, hasta llora, y llueve. Ese día no llovió, pero
evidentemente, no era un día festivo, a pesar de lo que decía el calendario.
La fosa donde reposarían para
siempre los restos de mi padre estaba abierta. Junto a ella estaba el féretro
que contenía sus restos mortales. Alrededor, entre las tumbas colindantes, se
arremolinaba un numeroso grupo de personas entre los que se encontraban, mis
tíos, mi madre, mi hermano y yo, y algunos amigos y parientes más. Todos nosotros
estábamos evidentemente afectados por la muerte, algunos sollozando y otros
directamente llorando la pérdida.
El sacerdote realizó su tarea de
acuerdo a la liturgia y una vez hubo terminado sus oraciones y sus palabras de
consuelo a los allí presentes, se procedió a introducir el féretro en la fosa
abierta. Fue en ese preciso instante cuando yo - que tenía ocho años-, comencé
a llorar de una manera incontenible. En mi pecho no cabía más dolor. Fue en ese
preciso instante cuando comprendí que no volvería a ver a mi padre jamás, en lo
que me restaba de vida. Que le había perdido para siempre y eso era una idea
demasiado dolorosa para cualquiera, pero más para un niño. La imagen de ver
cómo se introducía el ataúd en la fosa me acompañaría para siempre como el
momento más doloroso de mi existencia. Entonces, mi hermano, doce años mayor,
mientras también prorrumpía en un desconsolado llanto, me agarró y me llevó
hacia el coche, mientras escuché alguna voz comentar que “no debería de haber
ido”, al tiempo que creí reconocer la voz de mi madre que haciendo un intento
por justificarse, respondió que “él ha querido venir y al fin y al cabo es su
padre”. Y tenía razón. Quise despedirme de mi padre para siempre, porque,
aunque éste llevaba entrando y saliendo del hospital desde hacía casi dos años,
a mí no siempre me permitían ir a visitarlo.
Tras más de dos años de lucha
contra un linfoma en fase de metástasis la medicina de 1965 se rindió ante la
imposibilidad de salvar la vida del paciente. Por entonces, los conocimientos
sobre el cáncer eran un tanto precarios y no se había avanzado tanto como se ha
hecho después; en aquellos tiempos, la única solución que planteaban los
médicos era la de abrir y extirpar. Lo peor de todo esto, es que Enrique, mi
padre, debió ser consciente desde el principio de la gravedad del asunto,
porque en su juventud, había estudiado cuatro años de medicina y debía saber
identificar lo que significaba la palabra cáncer en el sistema linfático.
Durante todo ese período nunca fui
consciente de la gravedad de su estado de salud y del peligro cierto que
corría. Sólo entendí que le tuvieron que operar nueve veces en los últimos
dieciocho meses, pero era un dato que mi mente de niño no supo calibrar como la
de un adulto. Por eso, la muerte de mi padre, - repentina, insospechada, cruel
- supuso un cataclismo en mi desarrollo como ser humano y me obligó a partir de
ese momento, a madurar mucho más deprisa que al resto de otros niños de mi
misma edad.
Tras el entierro hubo que
reorganizar la nueva vida que se nos presentaba. De entrada, la primera
consecuencia fue que mi hermano, que estaba estudiando para ser marino
mercante, debió abandonar los estudios y empezó a buscar un empleo remunerado. Consiguió
un puesto como profesor en el mismo colegio donde yo estudiaba y él lo hizo
antes. Mientras la estabilidad económica llegaba a la casa, fueron mis tíos, los
hermanos de mi padre, quienes aportaban lo necesario para poder subsistir, en
tanto mi hermano alcanzase la independencia económica. La vida a partir de
entonces fue todavía más humilde de lo que lo había sido hasta ese momento.
Ese 1 de mayo, día del entierro,
era sábado. Al sábado siguiente mi madre, mi hermano y yo regresamos de nuevo a
visitar la tumba. Y al siguiente. Y al siguiente. Y así durante un año, tal vez
más.
Siempre era la misma rutina que
cumplíamos como autómatas programados. Después de comer se hacía un silencio,
como cuando el condenado sabe que va a ser ajusticiado inmediatamente y ya nada
de lo que diga tiene valor alguno. Un silencio como el de un gladiador antes de
saltar a la arena del Coliseo a jugarse la vida. Nos dirigíamos al coche donde
ese silencio denso, pesado, rellenaba el interior del Seat 600 que, conducido
por mi hermano, nos trasladaba hasta el cementerio. Un silencio que nadie se
atrevía a romper porque nadie tenía nada que decir que fuera mejor que el
propio silencio. Un silencio tan solo interrumpido por el llanto desconsolado
de los asistentes ante la tumba de la familia. Un silencio y un llanto
programados.
Tras la visita al cementerio, la
visita a mis tíos. Mi madre se apoyó en sus hermanas para intentar superar la
pérdida. Nunca lo consiguió.
Al cabo de un tiempo - que
siempre me pareció eterno -, alguien de la familia sugirió a mi madre que no
era natural ni sano eso de acudir cada semana al cementerio y menos con un niño
de ocho o nueve años. Entonces, mi madre atendió la petición y la frecuencia
bajó a una visita mensual, en una fecha lo más cercana al 29. Así todos los
meses, un mes detrás de otro. Hasta que, por fin, en algún momento de nuestra
triste existencia, la disponibilidad de mi hermano – que era el único que podía
llevarnos – interrumpió ese enfermizo comportamiento.
Mi vida, la vida de un niño de
ocho, nueve, diez años, consistía en levantarme temprano, a las 07.00, cruzar
Madrid para ir al colegio acompañado en coche por mi hermano, comer en casa de
mis tíos, regresar al colegio a las 15.30, salir a las 18.00, regresar a casa a
las 19.00 o más tarde, hacer los deberes y acostarme a eso de las 21.00. Eso de
lunes a viernes. Los sábados tocaba cementerio y más tíos.
Decididamente, 1965 tampoco fue
un buen año, contradiciendo una vez más a Sinatra.
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