sábado, mayo 13, 2023

Sinatra y mis recuerdos (V)

En abril de 1965 fallece mi padre. Tenía 48 años. Durante los dieciocho meses anteriores le habían operado nueve veces para extirparle otros tantos tumores. Fue a partir de entonces cuando comprendí lo que significaba cáncer y metástasis.

A pesar de haber comenzado ya el mes de mayo, aquel día en Madrid no era especialmente caluroso, ni soleado en el cementerio de la Almudena. Era más bien un día gris y algo fresco, que obligaba a llevar puesto un abrigo. Por alguna extraña razón, los días de entierro nunca son especialmente luminosos. Parece que el cielo, también se pone de luto y a veces, hasta llora, y llueve. Ese día no llovió, pero evidentemente, no era un día festivo, a pesar de lo que decía el calendario.

La fosa donde reposarían para siempre los restos de mi padre estaba abierta. Junto a ella estaba el féretro que contenía sus restos mortales. Alrededor, entre las tumbas colindantes, se arremolinaba un numeroso grupo de personas entre los que se encontraban, mis tíos, mi madre, mi hermano y yo, y algunos amigos y parientes más. Todos nosotros estábamos evidentemente afectados por la muerte, algunos sollozando y otros directamente llorando la pérdida.

El sacerdote realizó su tarea de acuerdo a la liturgia y una vez hubo terminado sus oraciones y sus palabras de consuelo a los allí presentes, se procedió a introducir el féretro en la fosa abierta. Fue en ese preciso instante cuando yo - que tenía ocho años-, comencé a llorar de una manera incontenible. En mi pecho no cabía más dolor. Fue en ese preciso instante cuando comprendí que no volvería a ver a mi padre jamás, en lo que me restaba de vida. Que le había perdido para siempre y eso era una idea demasiado dolorosa para cualquiera, pero más para un niño. La imagen de ver cómo se introducía el ataúd en la fosa me acompañaría para siempre como el momento más doloroso de mi existencia. Entonces, mi hermano, doce años mayor, mientras también prorrumpía en un desconsolado llanto, me agarró y me llevó hacia el coche, mientras escuché alguna voz comentar que “no debería de haber ido”, al tiempo que creí reconocer la voz de mi madre que haciendo un intento por justificarse, respondió que “él ha querido venir y al fin y al cabo es su padre”. Y tenía razón. Quise despedirme de mi padre para siempre, porque, aunque éste llevaba entrando y saliendo del hospital desde hacía casi dos años, a mí no siempre me permitían ir a visitarlo.

Tras más de dos años de lucha contra un linfoma en fase de metástasis la medicina de 1965 se rindió ante la imposibilidad de salvar la vida del paciente. Por entonces, los conocimientos sobre el cáncer eran un tanto precarios y no se había avanzado tanto como se ha hecho después; en aquellos tiempos, la única solución que planteaban los médicos era la de abrir y extirpar. Lo peor de todo esto, es que Enrique, mi padre, debió ser consciente desde el principio de la gravedad del asunto, porque en su juventud, había estudiado cuatro años de medicina y debía saber identificar lo que significaba la palabra cáncer en el sistema linfático.

Durante todo ese período nunca fui consciente de la gravedad de su estado de salud y del peligro cierto que corría. Sólo entendí que le tuvieron que operar nueve veces en los últimos dieciocho meses, pero era un dato que mi mente de niño no supo calibrar como la de un adulto. Por eso, la muerte de mi padre, - repentina, insospechada, cruel - supuso un cataclismo en mi desarrollo como ser humano y me obligó a partir de ese momento, a madurar mucho más deprisa que al resto de otros niños de mi misma edad.

Tras el entierro hubo que reorganizar la nueva vida que se nos presentaba. De entrada, la primera consecuencia fue que mi hermano, que estaba estudiando para ser marino mercante, debió abandonar los estudios y empezó a buscar un empleo remunerado. Consiguió un puesto como profesor en el mismo colegio donde yo estudiaba y él lo hizo antes. Mientras la estabilidad económica llegaba a la casa, fueron mis tíos, los hermanos de mi padre, quienes aportaban lo necesario para poder subsistir, en tanto mi hermano alcanzase la independencia económica. La vida a partir de entonces fue todavía más humilde de lo que lo había sido hasta ese momento.

Ese 1 de mayo, día del entierro, era sábado. Al sábado siguiente mi madre, mi hermano y yo regresamos de nuevo a visitar la tumba. Y al siguiente. Y al siguiente. Y así durante un año, tal vez más.

Siempre era la misma rutina que cumplíamos como autómatas programados. Después de comer se hacía un silencio, como cuando el condenado sabe que va a ser ajusticiado inmediatamente y ya nada de lo que diga tiene valor alguno. Un silencio como el de un gladiador antes de saltar a la arena del Coliseo a jugarse la vida. Nos dirigíamos al coche donde ese silencio denso, pesado, rellenaba el interior del Seat 600 que, conducido por mi hermano, nos trasladaba hasta el cementerio. Un silencio que nadie se atrevía a romper porque nadie tenía nada que decir que fuera mejor que el propio silencio. Un silencio tan solo interrumpido por el llanto desconsolado de los asistentes ante la tumba de la familia. Un silencio y un llanto programados.

Tras la visita al cementerio, la visita a mis tíos. Mi madre se apoyó en sus hermanas para intentar superar la pérdida. Nunca lo consiguió.

Al cabo de un tiempo - que siempre me pareció eterno -, alguien de la familia sugirió a mi madre que no era natural ni sano eso de acudir cada semana al cementerio y menos con un niño de ocho o nueve años. Entonces, mi madre atendió la petición y la frecuencia bajó a una visita mensual, en una fecha lo más cercana al 29. Así todos los meses, un mes detrás de otro. Hasta que, por fin, en algún momento de nuestra triste existencia, la disponibilidad de mi hermano – que era el único que podía llevarnos – interrumpió ese enfermizo comportamiento.

Mi vida, la vida de un niño de ocho, nueve, diez años, consistía en levantarme temprano, a las 07.00, cruzar Madrid para ir al colegio acompañado en coche por mi hermano, comer en casa de mis tíos, regresar al colegio a las 15.30, salir a las 18.00, regresar a casa a las 19.00 o más tarde, hacer los deberes y acostarme a eso de las 21.00. Eso de lunes a viernes. Los sábados tocaba cementerio y más tíos.

Decididamente, 1965 tampoco fue un buen año, contradiciendo una vez más a Sinatra.

 

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