De igual forma que nuestro emperador Felipe II dijo aquello de “no he enviado mis naves a luchar contra la naturaleza”, nosotros nada pudimos hacer contra las fuerzas de las meigas en nuestro intento el día anterior de cubrir todos los objetivos que nos habíamos planteado. De ahí, que nuestra sensación no fuera de fracaso (“me encanta hacer planes para saber lo que NO va a ocurrir”), sino más bien de alivio, al salir airosos de tantas pruebas a las que fuimos sometidos.
Cuando
llegamos – ya bien anochecido - al hotel Pensua Punta del este, en
Carballo, debo decir que me sorprendió gratamente. Por alguna razón esperaba
encontrarme algo más rústico, más pueblerino, y de repente me vi en un hotel
situado en una verdadera encrucijada de caminos, moderno, con unas
instalaciones muy cómodas y unas habitaciones estupendas. Eso sí, lo de la
calefacción debía tener truco.
Con todo el ajetreo que llevábamos
en el cuerpo no nos quedaban muchas ganas de hacer nada más que quedarnos en la
habitación, ver la tele y ponernos a dormir. Debíamos reunir fuerzas para el
día siguiente, que teníamos unas dos horas y media o tres de autopista hasta
Foz, en Lugo.
La razón de ir a Foz, era la parte
sentimental del viaje a Galicia. El objetivo era reencontrarme con un pasado
muy lejano que me une, sobre todo, a algunas personas de mi niñez. Quería ver a
Pilar. Y si quieres saber quién es Pilar pincha aquí y lo sabrás.
A la mañana siguiente, después de
desayunar cambiamos los planes, una vez más, y en vez de ir directamente a Foz,
decidimos ir a Malpica. Total, eran 20 minutos.
Yo había estado en Malpica hacía
muchos años y tenía un grato recuerdo de aquella visita. El puerto parecía
bullir de actividad. Los barcos de pesca se arremolinaban unos junto a otros,
mientras en el suelo del muelle, unas mujeres se afanaban en remendar unas
redes de pesca utilizando sus manos, mientras que con sus pies desnudos la
tensaban. Pero en esta ocasión, no hubo nada de eso. Los barcos de pesca,
escasos, estaban amarrados. No se apreciaba ningún tipo de actividad alrededor
y por supuesto, de las rederas, no quedaba ni el recuerdo.
Teníamos que cumplir con nuestra
cita en Foz y por eso la visita fue fugaz. Pero justo cuando abandonábamos el
lugar, mi mujer sugirió que podríamos acercarnos hasta el faro de Punta Nariga.
Era el último de nuestra lista de la Costa da Morte y no estaba demasiado
lejos. Eso significaría un nuevo retraso con respecto a nuestro plan inicial,
pero sólo eran 20 minutos de camino. Veinte de ida y otros tantos de vuelta. La
cosa se estaba complicando, pero, aun así, nos dirigimos hacia el dichoso faro.
A medida que nos íbamos acercando
al faro los accesos se hacían más y más dificultosos. Aunque el camino estaba
asfaltado – más o menos – el trayecto era sinuoso, estrecho, con curvas muy
cerradas y cuesta arriba. Parecía que se cumplía una ley no escrita de que
acceder a estos lugares debía hacerse por senderos cuyo principal objetivo no
era invitar, sino más bien, disuadir la presencia de extraños, todo lo cual, no
pareció importarle al conductor del camión del butano con el que casi nos
estampamos, porque el hombre debía estar acostumbrado a recorrer aquellas
tierras sin encontrarse con nadie y circulaba como si en vez de un camión con
bombonas de gas, llevara un coche preparado para rally de montaña, derrapando
en las curvas.
Por fin divisamos una señal que
indicaba que el faro estaba a 1 km. Yo no hacía más que mirar el reloj y
calcular que después tendría que volar por la A-6 hasta Foz, para no llegar
escandalosamente tarde, pues nos esperaban. De repente, en mitad de lo que
podríamos llamar carretera, nos encontramos una señal: “camino cortado por
obras”.
Mientras daba media vuelta intenté
no meter el coche en el campo totalmente enfangado a nuestro flanco izquierdo. Lo
último que necesitábamos era quedarnos atrapados en una trampa de barro, en
mitad de ninguna parte y probablemente, sin cobertura de móvil.
Mientras daba media vuelta empecé a
jurar en arameo y a acordarme de todo el árbol genealógico de los responsables
de aquello. ¿Costaba mucho esfuerzo anunciar al principio de aquel laberinto
que el acceso al faro estaba cortado?
Meigas 4 – 0 turistas.
Afortunadamente, habíamos iniciado
temprano nuestro viaje, así es que, aunque más tarde de lo esperado,
llegaríamos a Foz a una hora prudente. Teníamos por delante dos horas y media.
Confieso que siempre que podía, pisaba el acelerador. Tenía que recuperar parte
del tiempo perdido. Pensé que ya no podíamos tener más fiascos y que los
habíamos agotados todos. Me equivoqué. Otra vez.
Justo en la salida clave que
debíamos tomar para ir más directos, nos encontramos con la sorpresa de que también
la habían cerrado por obras de mejora.
Meigas 5 – 0 turistas.
Derrota por goleada. Y todavía
quedaba alguna sorpresa reservada para más adelante.
El GPS ha hecho más
replanificaciones que los del Apolo XIII.
Por fin, llegamos a Foz a eso de
las 13.30. Todavía teníamos tiempo de charlar, recordar y comer.
Han pasado muchos años desde que
aquel niño de apenas seis dejó de veranear en Foz. El niño hace muchos años que
peina canas y lleva tiempo jubilado. Aquella Pilar, rubia, alta, de ojos azules
y 18 años, se ha convertido en una señora de 83 y operada varias veces de
hernias discales, lo que le ha ocasionado problemas de movilidad. Aunque a lo
largo de todos estos años nos hemos visto de forma esporádica alguna vez, hay
encuentros que ella ya no recuerda. El tiempo los ha cubierto con un suave velo
y los ha entremezclado los de unos años con otros.
El aspecto exterior del barrio,
conocido entonces como “el de las casas baratas”, no ha variado gran cosa. Las
calles siguen siendo igual de estrechas que antaño y no se permite aparcar. La
mayoría de los propietarios ha construido una planta superior, transformando
por completo el aspecto de las casas.
La casa que yo conocí de niño sólo
mantiene las paredes iniciales. Toda la distribución interna de la vivienda
nada tiene que ver con la actual y por supuesto, el mobiliario y la atmósfera
en general, tampoco.
Del exterior nada ha sobrevivido al
paso de los años. El corral donde Clotilde tenía a las gallinas, la cuadra
donde estaba la mula, la cochiquera. Todo eso se lo llevó el tiempo y la
prosperidad. El patio central, antaño un espacio vacío de tierra, se ha
convertido en una casita, en la que, a su espalda, guarda un depósito de
gasóleo para la calefacción. Ocupa el mismo espacio físico, pero todo es
radicalmente distinto.
Paco
y Pilar, nos invitaron a comer a un restaurante que conocen bien porque van
casi a diario. Pedimos unas raciones para picar y yo me pedí después algo
sencillo, un escalope milanés. Juro por Snoopy que jamás en mi vida había visto
un escalope de ese tamaño. Literalmente, no cabía en el plato. Sobresalía por
todas partes y si lo intentaba meter dentro lo que se salían eran las patatas
fritas. Hice lo que pude, pero no fue suficiente. No fui capaz de comerme la
media vaca que me habían puesto. A Pilar le pasó algo parecido. Pidió una
chuleta, y lo que le trajeron parecía las costillas de un Brontosaurio de las
que se comía Pedro Picapiedra. Al final de la comida, se la envolvieron para
llevar a casa, algo a lo que, al parecer, estaban acostumbrados en ese
restaurante.
Tras
el ágape Paco nos dio un paseo en coche por el pueblo para que viéramos en qué
se había convertido.
Lo
que antaño fue un puerto pesquero en efervescencia, ahora estaba abarrotado de
embarcaciones de recreo. El muelle donde antes se descargaban las toneladas de
pescado para llevarlas a la lonja, ahora servía como espacio para las fiestas y
verbenas populares, con atracciones, puestos de comida y orquestas.
Hasta
la playa, como tal, también sufrió modificaciones. La Rapadoira la hicieron más
grande prolongando el espigón del faro y – de paso- eliminaron unas rocas
enormes que robaban espacio al arenal, que era, por cierto, donde solíamos
ponernos nosotros. El paseo marítimo, los bares y restaurantes frente a la
playa, los bloques de pisos en primera línea, los aparcamientos para los
vehículos. Nada de eso existía. Y lo que en su momento era sólo un promontorio,
un terreno salvaje a la izquierda de la playa conocido como el “Prado de
Ramos”, ahora contiene una serie de urbanizaciones con unas envidiables vistas
al mar, incluido un hotel SPA de 4 estrellas.
Foz
hace ya mucho tiempo que – afortunadamente – dejó de ser aquel pueblito de
pescadores para convertirse en un polo de atracción vacacional en verano, que,
a decir de los lugareños, transforma la apacible vida de sus habitantes en un
sinvivir, porque no se puede circular con el coche y si uno quiere comer o
cenar en un restaurante, debe reservar con días de antelación. La masificación
ha traído la bonanza económica. Todo tiene un precio.
Nuestra
visita tocaba a su fin. Sin embargo, aún tuvimos tiempo de tomarnos un último
café, situado entre el espigón y el puerto, mientras a través de los cristales
veíamos esconderse los últimos rayos de sol. Tocaba regresar a nuestro coche y
dirigirnos al Parador Nacional de Santo Estevo. Otras dos horas y media o tres
de camino por carretera y de noche.
El
único recuerdo que guardo de esta entrañable visita es una foto tomada en el
restaurante donde comimos los cuatro. El resto de las imágenes son las que
perviven en mi memoria.
2 comentarios:
Que buenos recuerdos y sensaciones de este viaje actual y con los pies en el pasado.
Gracias. Los buenos recuerdos nunca mueren. Pilar es mayor e insiste que ahora tiene la edad en la que murió su madre, Clotilde. Siente que no le queda mucho y no quería dejar pasar más años sin reencontrarnos. El interés por vernos, era mutuo.
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