lunes, julio 29, 2024

La cita

Él sólo tenía una foto de tamaño reducido. Una foto de carné. Ella se la había enviado, después de insistir un poco, adjunta en uno de los últimos correos que se habían intercambiado a lo largo de los últimos dos meses. Para él, la lectura de sus emails, se había convertido en algo tan importante como el respirar. Necesitaba descubrir cada mañana en su bandeja de entrada, el correspondiente correo enviado por Marina que, poco a poco, le iba conquistando su atención.

Los correos eran largos, sin faltas de ortografía, algo en lo que él ponía un énfasis tan especial, que rayaba la obsesión. Eso de saber escribir adecuadamente, denotaba un nivel de educación, de formación cultural, que a él le gustaba. Esa era, exactamente, una de las características que más le importaba a Dani cuando se inscribió en el portal de citas: dar con el perfil adecuado. Adecuado, ¿para qué? Pues Dani, con el tiempo, aprendió a usar esa nueva herramienta de conocer gente a base de portales de internet. Era una nueva herramienta y algo más compleja de usar que un martillo o una llave inglesa. Pero de todo se aprende, y él, con el tiempo, fue adquiriendo las habilidades necesarias para encontrar la veta de oro, la aguja en el pajar y separar la cangalla de lo valioso.

¿Perfil adecuado? ¿Cuál era el perfil adecuado para Dani? En cierta ocasión leyó un proverbio oriental que venía a decir algo así: “Cuando busques esposa, procura encontrar a una mujer con la que te guste charlar. A partir de cierto momento, eso será a lo que dediques más tiempo en tu vida”. Pero ¿buscaba esposa, Dani? Exactamente, no era eso. Lo que buscaba, de momento, era encontrar a alguien a quien le gustara conversar, aunque de momento fuera a través del correo electrónico. Algo que, en principio, podría parecer impersonal, pero que, en realidad, todo dependía del interés del que lo escribe por mostrarse y plasmar en cada mensaje, lo que alberga su corazón y su cerebro.

Marina y Dani, llevaban unos dos meses email va, email viene. Algo que a él le llamaba mucho la atención, era la hora que figuraba en el encabezado de la correspondencia. Normalmente, era de madrugada, pasada la medianoche, y en alguna ocasión, cerca de las dos de la mañana. Dani se preguntaba qué razones podría tener ella para estar al pie del ordenador tan tarde, para responder al correo que él le había enviado ese día por la mañana al levantarse. Escribir aquellos correos, debía suponer para ella un esfuerzo, aunque solamente fuera por la extensión, la cuidada selección de las expresiones, la perfecta estructuración de las ideas. Y, además, al día siguiente ella tenía que madrugar para ir al trabajo.

Ese era otro aspecto que le preocupaba, y mucho, a Dani. El trabajo. Para ser más exactos, la falta de trabajo que venía padeciendo desde hacía unos meses. Desde luego, Marina conocía desde el primer momento su situación personal, porque Dani no quería que, entre ellos, hubiera ningún malentendido, al margen de lo que el destino les tuviera guardado. Dani siempre iba de frente y por derecho. Ese era su lema: “soy lo que ves. Si te gusta, bien. Si no te gusta, también”. Además, no era un criminal. Sólo era uno de los millones de desempleados que había.

Dani, no dejaba de atormentarse con imaginar que Marina en algún momento, encontraría a alguien con dinero, o simplemente, con trabajo; alguien que pudiera invitarla a cenar, a salir, a ir al cine. Incluso, quién sabe, a pasar un fin de semana romántico en alguna casa rural. Mientras que él, ¿qué podía ofrecerla? ¿Bonitas palabras, sinceridad? ¿Sería eso suficiente? Dani se había encariñado de una desconocida a través de los correos que ésta le enviaba y tenía miedo de perderla. ¿Perderla? Para perder algo, primero debes haberlo tenido y Dani sólo tenía correos. Correos y una foto pequeña que todavía no sabía si se correspondía con la persona real. Una foto que miraba ensimismado, casi como cuando se mira a un cuadro, observando los más nimios de talles, las pinceladas, la luz, las sombras. Analizaba cada gesto de esa imagen en busca de algo que le delatara que el rostro que veía no era posible que existiera en la vida real. No podía ser tan afortunado. La sonrisa, saltaba a la vista que no era forzada, era natural, sencilla, abierta. La mirada, limpia. El gesto, sereno. La belleza, elegante.

Dani, a través de los correos de Marina, y también de lo que creía adivinar de la foto de carné, tenía la imagen de una mujer, cariñosa, sencilla, inteligente, culta, comprensiva y un poco pija. Y eso le gustaba. Él no soportaba el perfil progre o chabacano. Él sólo había perdido el empleo, pero no la clase ni el gusto. La imagen que le devolvía esa pequeña instantánea, reflejaba un rostro dulce. Encajaba exactamente con la idea que Dani se había hecho después de leer sus largos y encantadores emails. Y también encajaba con la imagen física que se había hecho después de haber hablado con Marina, un par de veces o tres. Su voz era dulce, delicada. Y, además, tenía sentido del humor, algo que, para él, también era muy importante.

Mientras la esperaba en la puerta del pub en el que habían quedado para conocerse, Dani miraba y volvía a mirar el retrato que Marina le había enviado. Al menos, si vamos a quedar, - le había dicho en una charla que tuvieron unos días antes-, dame una pista de con quién me voy a tomar una copa. No vaya a ser que quede con otra sin darme cuenta, le había dicho en plan de broma. Ella, aceptó y le envió la única que tenía disponible.

Nadaba en un mar de dudas, de miedos, de angustias, mientras la esperaba. Se preguntaba si la foto, se correspondería con la realidad o si, por el contrario, sería uno de esos trucos que usan algunas personas para aparentar lo que no son. Miraba la foto, una y otra vez. Escudriñaba a los viandantes que pasaban por delante del pub, a fin de ver si era ella. Estaba de pie, a la puerta del establecimiento, soportando el intenso frío del invierno madrileño, como correspondía a finales de ese mes de enero. Esperaba, consumido por la excitación y por sus miedos, y su complejo de desempleado, la llegada de quien hacía algunas semanas, ocupaba toda su atención emocional. La mujer que, con sus correos, le sacaba momentáneamente del frustrante trabajo de buscar trabajo.

Finalmente, la vio aparecer. Supo que era ella nada más verla. No necesitó comprobar en esta ocasión si se correspondía con la persona de la foto. Era tal y como la había soñado.  

Y en ese mismo instante, Dani lo supo. No tuvo ninguna duda. En ese mismo instante, Dani se enamoró de Marina. Sin remisión. Solamente necesitó una foto y unos emails.

Sólo esperaba estar a la altura de esa princesa; de Marina.

sábado, julio 27, 2024

Navegando a soplidos

El plan tenía todos los alicientes para convertir aquel día en una experiencia inolvidable. Navegar desde el puerto deportivo de Coloni Sant Jordi, en el sur de Mallorca, y llegar hasta la isla de Cabrera, a 12 millas náuticas. Pero una vez más se cumplió aquella ley no escrita que dice: «Me encanta hacer planes para saber exactamente lo que NO va a pasar».

Además del matrimonio propietario del moto-velero, había seis adultos más y una buena colección de niños, primos todos ellos entre sí. El avituallamiento incluía varias neveras con refrescos, hielo y todo lo necesario para poder comer en el puerto de arribada, ya que la isla, tenía carácter militar y no se podía descender a tierra, pero sí fondear.

El mar parecía una balsa de aceite. El aire estaba en calma. De hecho, había calma chicha. La travesía se presumía tranquila, apacible.

Una vez que todo el grupo subió a bordo, se pusieron en marcha e iniciaron la jornada marinera. La primera sorpresa fue que a alguien se le ocurrió la feliz idea de hacer un alto en la travesía e intentar pescar algo con lo que poder complementar la comida que ya estaba prevista.

El lugar señalado no distaba mucho de un promontorio rocoso. Hacía allí se dirigieron manteniendo una distancia más que prudente para evitar que el barco, de doce metros, fuera arrastrado por la corriente y colisionara con las rocas. El ancla no tenía la suficiente longitud para aferrase al fondo, por lo que fue imposible usarla. El resultado fue que el barco se quedó al pairo, bamboleándose en todas direcciones, como consecuencia de un oleaje cada vez más vivo que chocaba contra las rocas y revolvía la superficie. Después de llevar allí un buen rato sin haber pescado absolutamente nada, hubo que tomar la decisión de continuar con la excursión. A lo infructuoso de la pesca se unía el hecho de que el barco se acercaba a las rocas y, además, había algunos “marineros de agua dulce” que habían empezado a marearse.

Reiniciaron la marcha y comenzaron a disfrutar de ver cómo los delfines jugaban con ellos, saltando y cruzándose por delante de la proa, haciendo las delicias de los más pequeños y de los que no tan pequeños. Parecía que retaban al barco a una carrera mientras se escuchaban los sonidos y chirríos que servían para comunicarse entre ellos. Todos, - excepto el capitán, que nunca abandonó la caña, - se agolpaban a ambas amuras en la proa, para disfrutar de los juguetones mamíferos. Alguno temió que se pudieran hacer daño y golpearse contra el casco. Eran como un feliz presagio de lo divertido que iba a ser el día.

Al llegar a Cabrera buscaron un hueco entre las embarcaciones que había para echar el ancla y fondear en el puerto, a una prudente distancia del resto, para evitar choques involuntarios.

Bajo un sol de justicia y una brisa inexistente, desplegaron en la popa un toldo que – al menos - les permitía comer sin sufrir una insolación. Antes de comer lo dispusieron todo para darse un chapuzón, asegurándose que la escalera para subir a bordo estaba desplegada. No sería el primer caso de amigos que se lanzan al agua a disfrutar sin haber tomado la precaución de desplegar la escalera y que la cosa terminara en tragedia.

Después de comer iniciaron los preparativos para el regreso.

Al poco de salir del puerto surgió un imprevisto: el motor se rompió y con ello también se rompió la magia que había envuelto todo el día. Desde ese momento los delfines que nadaban y saltaban a su alrededor ya no eran tan simpáticos ni hacían tanta gracia. Algunos, incluso, comenzaron a pensar que sus saltos y sus cabriolas alrededor del barco, eran más una burla, como queriendo decir “mirad qué rápido vamos y qué libres somos mientras a vosotros os quedan horas antes de llegar a puerto”. Al final los delfines debieron de aburrirse y les abandonaron. Ya sólo les acompañaban los graznidos de las gaviotas.

El regreso al puerto de origen se hizo interminable. Fue como un lento peregrinar sobre las tranquilas aguas del Mediterráneo, a la increíble velocidad de unos 3 nudos a la hora y calma chicha. El viaje les llevó unas 5 horas y costó un esfuerzo físico a todos, pues tenían que abrir la vela Génova en una posición antinatural, como si se tratara de un libro abierto, para así, intentar captar más viento. Para ayudar a generar aire, alguien sugirió usar un abanico y a punto estuvo de ser pasado por la quilla.

Entraron a puerto a eso de las 21.00. Los últimos rayos de sol se habían ocultado unos minutos antes. La muerte del motor hizo imposible la generación de electricidad, lo que tuvo como consecuencia que no se podían encender las luces del barco. Y eso sí que era peligroso. Tras asegurar el barco, atracarlo y colocar las defensas laterales, ya era noche cerrada. Llegaron justo a tiempo de quedar en mitad del mar y sin luces de posición. Luego, pensando con calma, alguien imaginó qué habría pasado si el motor se hubiera estropeado mientras hicieron la parada para pescar, cerca de las rocas.

jueves, julio 25, 2024

Una segunda oportunidad

Si todo divorcio es siempre un duro y amargo trance para cualquiera, para una persona como ella, con sus firmes creencias religiosas, practicante y convencida de que su matrimonio sería para siempre, supuso un auténtico trauma.

Ser la esposa de un notario de Madrid era lo más cercano a poseer un título nobiliario. De ahí que, para Pilar, -una mujer atractiva, inteligente, culta, con carrera, con clase, de familia bien y consagrada a criar y mantener la familia del notario -, supusiera un especial fracaso. Era un brusco giro para lo que la vida no la había preparado.

A pesar de que su abogada consiguió sin demasiados esfuerzos, una cuantiosa asignación mensual que cubría con creces las necesidades tanto de ella como de los niños, Pilar, tras su divorcio, se sumió en una profunda depresión que intentó superar a base de alcohol, principalmente, y sustituyendo las visitas a su confesor, por las del psicólogo. No había mucha diferencia entre ellos, si exceptuamos que el primero trabajaba gratis y el segundo, recibía unos nada despreciables emolumentos.

Superar su divorcio, aunque fuese a duras penas, fue duro. Lo de su nueva afición al alcohol, eso ya era harina de otro costal, pero recordaba una frase que leyó en alguna parte y que encajaba perfectamente con su estado de ánimo: «El sueño, es el refugio del pobre».

Sea como fuere, Pilar fue soltando lastre y se fue despojando de un montón de principios. De todos esos principios que, según le habían inculcado, si los seguía, sería feliz. Ella fue fiel a esa formación y un día se encontró con que estaba en mitad de la vida de otra persona y desde luego, no era nada feliz. Así es que, a partir de ese momento, como mujer inteligente que era, decidió seguir los principios de Albert Einstein quien decía: «No hay nada tan estúpido como pretender que las cosas cambien, haciendo lo mismo de siempre». Y Pilar se puso en marcha, se echó la manta a la cabeza y cambió.

A través de uno de esos portales de citas que se autodenominaban “para gente con clase”, contactó con un hombre, de edad madura, - como ella -, divorciado – por supuesto – y proveniente de una larga y gloriosa familia de militares, lo que le proporcionaba una sensación de robustez, de solidez, de seguridad. Para él su divorcio también supuso un duro trago, tanto a nivel personal como familiar. Se encontraron dos náufragos en mitad de una tempestad e intentaban salvarse el uno al otro.

Esa nueva relación tuvo un efecto muy beneficioso para Pilar. Le proporcionaba una seguridad económica y sentimental. Se sintió nuevamente útil, deseada, y como consecuencia, su auto estima volvió a donde solía. Abandonó la bebida y dedicó su nueva vida a su nuevo amor. Vació todas las botellas de alcohol en el fregadero y las dejó expuestas en la cocina para enviar un mensaje nítido a su compañero. El mensaje le llegó y puso las suyas vaciadas junto a las de ella. La vida le había concedido una segunda oportunidad y no iba a desaprovecharla. Se dedicaría a él todavía con más ahínco que en su primer matrimonio. No estaba dispuesta a perder otra vez. No se lo podía permitir. Su divorcio había provocado ya bastantes disgustos en sus seres más allegados. Podía decir, por fin que, otra vez, era feliz.

Un día mientras ella estaba en la cocina preparando la cena para ambos, escuchó un estruendo en el salón que hizo que diera un respingo del susto. Acudió espantada al lugar preguntándose qué podría haber originado ese espanto. Su grito desgarró el silencio del domingo en el bloque de viviendas, provocando que algunos de sus vecinos se presentaran en su puerta llamando al timbre para interesarse por lo ocurrido. En el salón, sentado en el sofá, yacía muerto, él. Había cogido su arma reglamentaria y se había pegado un tiro en la boca, esparciendo la sangre y los sesos por toda la habitación.

Cuando la policía entró en la vivienda tirando la pesada puerta blindada abajo, encontró dos cadáveres. Los dos con sendos disparos en la boca.

martes, julio 23, 2024

Lo que no te mata, te hace más fuerte

La vida de Ignacio J. Ruiz, no atravesaba por su momento más brillante.  Alcanzada la mitad de la treintena. Abandonado por su esposa unos pocos años atrás en favor de una compañera de trabajo del tamaño de Moby Dick, asistió inerme al traslado de la nueva pareja a Australia, país originario de la amante, llevándose consigo al hijo de ambos. La salida del armario de su ex, fue un palo duro de roer, pero al menos daba sentido al hecho, hasta entonces incomprensible, de que las relaciones íntimas entre ellos fueran tan escasas que Ignacio tenía la impresión que sólo se producían cada 29 de febrero.

Desempleado desde hacía unos meses, intentaba estirar los ahorros al máximo. Y, por si no fuera suficiente, la relación que inició con Almudena Chamorro, al poco de divorciarse, estaba dando sus últimos coletazos.

Tras el doloroso abandono, Ignacio decidió poner tierra de por medio. De hecho, puso tierra y mar de por medio y se marchó de vacaciones a Santo Domingo, a olvidar, beber, tomar el sol y no meterse con nadie. Quiso el diablo que en el mismo resort coincidiera con una chica de su misma edad, divorciada, 1.70, rubia, talla 38 y de Madrid.

Al principio, Almudena, le proporcionó algo nuevo para él: la posibilidad de satisfacer su más que justificado apetito sexual. La cosa se empezó a complicar, cuando las exigencias sexuales de ella, fueron en aumento. A partir de la media docena diaria, Ignacio empezó a dar síntomas de flaqueza y lo que era peor, justo en el momento del clímax, le sobrevenían unos dolores de cabeza tan intensos, que le hacían gritar de dolor, al tiempo que se terminaba “el embrujo” del instante culmen. El médico, le recetó dos cosas: paracetamol cada ocho horas y algo más de calma.

Al mismo tiempo, Ignacio comenzó a observar un comportamiento que, cuanto menos, le resultaba extraño. Cuando regresaba del trabajo sufría una especie de examen. “¿Cómo te has hecho este arañazo? Hoy has tardado más que otros días. Hueles a tabaco. Hueles a perfume barato”, y otras frases similares, constituían el protocolo previo a una estúpida discusión, sin motivo alguno, porque Ignacio no fumaba, Ignacio no bebía alcohol entre semana porque tenía que trabajar y lo del perfume, a veces iba acompañado del epíteto “perfume barato de puta”, algo en lo que Ignacio no podía opinar pues nunca había estado con ninguna y no sabía a qué olían.

La situación empezó a ponerse más y más asfixiante. Fue entonces cuando Ignacio propuso a Almudena que fuera a visitar a un psicólogo. Casi le abre en canal “¡Aquí el único loco eres tú! ¡Pero tú qué te has creído!” fueron algunas de las lindezas que recibió su propuesta. Ante la presión se su familia, Almudena hizo un pacto consigo misma y accedió a tratarse en un sicólogo, sólo si iban los dos. A Ignacio, le pareció una buena idea. Fue entonces cuando iniciaron un peregrinar por una serie de gabinetes psicológicos. Hasta que al final, dieron con uno especial. Se llamaba Miguel.

El diagnóstico de Miguel fue que Almudena sufría un trastorno obsesivo compulsivo con tintes esquizoides. Sólo escucharlo, acojona, pero vivirlo, era mucho peor. A Ignacio, se le abrieron las puertas de la sabiduría al poner nombre al calvario que llevaba sufriendo desde hacía años. Al psicólogo, le valió una denuncia de Almudena ante el colegio de psicólogos de Madrid, por misógino. 

Ignacio, a partir de ese momento desistió de invertir más energías en una batalla perdida. Ya sin trabajo, se dedicó a esperar el momento más oportuno para coger sus pertenencias y marcharse a su propio apartamento.

Un día, a Almudena, se le ocurrió la feliz idea de marcharse sola a pasar el fin de semana a la playa, algo que en el fondo Ignacio agradeció. Y de paso, aprovechó para quedar con unos íntimos amigos a los que no veía desde hacía mucho.

Sus amigos le presentaron a una íntima amiga. Al final fueron cuatro.

Durante toda la cena observaron que alguien parecía estar celebrando algo, por el número de flashes que se disparaban. Y lo mismo sucedió cuando después de la cena, se trasladaron a un elegante lugar a tomar la última copa antes de retirarse a dormir.

El resto del fin de semana transcurrió en paz y tranquilidad, solamente alteradas, por las incesantes llamadas telefónicas a las que, tras descolgar el teléfono, nadie respondía.

El lunes siguiente apareció enfurecida Almudena, y tirando unas fotos sobre el sofá, comenzó a insultar a Ignacio. “¡Eres un cabrón! ¡Me has estado engañando durante todo este tiempo! ¡Aquí están las pruebas!” gritaba mientras señalaba las fotos en las que Ignacio aparecía con sus amigos, cenando y charlando en un elegante pub.

Al día siguiente, Ignacio hizo la mudanza y se marchó.

sábado, julio 20, 2024

El abanico.

Un instrumento y complemento de moda con origen en oriente, pero que con el paso del tiempo y al igual que los italianos se adueñaron de la pasta cuyo origen comparte con el abanico, los españoles nos apropiamos de él y lo hicimos tan nuestro como la paella.

Del abanico existen referencias de abanicos tanto en China, - al menos desde la dinastía XIX-, como en Japón o en la propia tumba de Tutankamón.

En relación a su uso en España se tiene constancia de ello en el reinado de Pedro IV de Aragón (1319-1387), aunque los primeros fabricantes españoles de los que se tiene noticias datan del siglo XVII.

Aparte lo delicado y laborioso que puede llegar a ser la fabricación de un abanico, - que en ocasiones es una auténtica obra de arte - para mí, lo más fascinante es el lenguaje que se desarrolló en torno a él.

En efecto, en una sociedad encorsetada – literalmente – y atada a unos convencionalismos extremos, la comunicación entre hombres y mujeres debía respetar una serie de normas, entre las que mantener la distancia física entre ellos, era una de las principales. De hecho, muchos siglos después, en pleno siglo XX, cuando se hablaba de que una pareja estaba comprometida, una forma de expresarlo era decir “están hablando”, lo que debería interpretarse como una herencia del más lejano pasado en el que si te veían hablar con alguien del otro sexo, se podía considerar que existía algún tipo de interés o compromiso. 

Los musulmanes, por ejemplo, hoy en día, no pueden dirigirse a una mujer ni darle la mano, si no es de la familia. Mi mujer y yo nos quedamos muy sorprendidos cuando ella le tendió la mano a uno y el hombre, le ofreció la muñeca.

Precisamente, para evitar ese tipo de comentarios insidiosos o malentendidos, se inventó un sistema de comunicación mediante el uso del abanico, que reunía algunas ventajas: era discreto, respetaba la distancia social y podía ser tan explícito como la dama que portase el instrumento deseara, todo lo cual me lleva a preguntarme: si al final, todos conocían los códigos que se utilizaban, aunque fuese en la distancia, ¿dónde estaba la discreción y el secreto?

El lenguaje codificado del uso del abanico representa una auténtica joya antropológica. Una joya que estaba en las exclusivas manos de las damas, quienes, con su sabia utilización, proporcionaban la información pertinente a los caballeros.

“Deseo novio, estoy comprometida, te amo, pienso en ti, indiferencia, estoy celosa, soy tuya, sufro, tengo que hablarte, nos espían, soy tímida pero dispuesta, bésame…” etc. Son algunos de los mensajes que las señoras podían enviar a los caballeros, algo que, imagino, llevaría años de práctica y en ocasiones, generaría algún malentendido que otro, porque la verdad, me parece más complejo que programar en Javascript.

Es una lástima que se haya perdido la sutileza, la seducción, el galanteo, la incitación, la pasión contenida que encerraba un simple elemento decorativo sabiamente manipulado. Lástima que el abanico haya sido sustituido en el lenguaje por la grosera peineta.

Actualmente, el uso del abanico prevalece tan solo entre algunas señoras de mediana edad - la mayoría-, y básicamente en España y su área de influencia en Latinoamérica.

Un abanico podía ser toda una experiencia sexual.

miércoles, julio 17, 2024

Un día (casi) perfecto.

Mallorca. Vacaciones, sol, mar y paella. El plan no podía sonar mejor. Pero por algo una de mis frases favoritas es “me encanta hacer planes para saber con exactitud lo que NO va a pasar”. 

Amparo y Rafa eran matrimonio (ya no) y residentes en Palma de Mallorca. Nos invitaron a pasar el día a la casa que los padres de Rafa tenían en el norte de la isla, en Puerto Alcudia. Un caserón con más habitaciones que un hotel, pero que ese día estaba a disposición de los hijos. Rafa había sugerido la posibilidad de hacer pesca submarina, algo que suena bien y que parece fácil, hasta que te prestan el snorkel, las gafas de bucear, las aletas, coges el fusil y te sumerges en busca de pulpos, que, según el marinero de agua dulce de Rafa, poco más o menos se suicidaban contra el arpón en cuanto te veían. 

De entrada, nada más bajar del coche, me di cuenta de que me había dejado la toalla en el asiento trasero del Ford Fiesta. Al intentar abrir, la puerta estaba bloqueada y le pedí a Rafa que la abriera con la llave. Fue entonces cuando nos percatamos que, por esos extraños sortilegios del destino, las llaves seguían puestas y las puertas cerradas. Era una de las gracias del Ford Fiesta: que, levantando la manija de la puerta, podías bajar el seguro del coche y cerrar la puerta. ¡Tiempos aquellos en los que no se había inventado el mando a distancia! 

Ante la constatación del problema, siguió una poco sutil y delicada discusión entre Rafa y Amparo por las consecuencias del error. Rafa intentó convencer a su mujer que era ella la que no debía haber cerrado la puerta del copiloto de esa forma. Y a su vez, Amparo, le dijo de manera educada, que el que conducía era él y que no entendía por qué había dejado las llaves puestas. Tras una sucesión de reproches, finalmente a Amparo se le ocurrió una idea que podría solventar el problema. 

-Voy a casa a por las otras llaves.

-¿Y quién se queda aquí junto al coche para evitar que lo roben? – dijo Rafa.

-¿Tú por ejemplo? – sugirió Amparo.

La idea no pareció contentar a nadie, pero lo que parecía claro era que Rafa estaba decidido a que su día de pesca submarina en busca de pulpos, no se lo iba a quitar nadie. 

Ver, lo que se dice ver pulpos, no vi ninguno. Bien es cierto que la infinita habilidad del bicho para camuflarse y mimetizarse con el entorno es proverbial, pero a pesar de todo, sigo estando convencido de que allí no había ni uno. Claro que tampoco llegué a las rocas del fondo, en donde habitualmente se suelen esconder. Aquello estaba demasiado lejos de la superficie y luego había que desandar el camino que habías bajado previamente y no era cuestión de morir ahogado por pescar un pulpo.

De hecho, no vi ningún pez susceptible de tener el tamaño suficiente como para ser arponeado, y teniendo en cuenta que aquello era a pulmón libre, empecé a percibir como una soberana estupidez, eso de estar asfixiado y sin haber disparado ni una sola vez el maldito fusil. El capitán Garfio – o sea, Rafa – una de las veces que salió a tomar aire se inquietó porque no había usado el arpón, mientras me contaba que él lo había intentado en varias ocasiones pero que los peces eran muy listos. Sea como fuere y sólo por la intención de poder decir “al menos he disparado una vez el fusil”, conseguí atisbar a lo lejos un pez, de tamaño ridículo y de mirada displicente. Me observó tan sólo un instante como pensando “y este humano qué hace con ese pincho. Va a hacerse daño o lo que es peor, va a hacer daño a alguien”. El caso es que no sé si por su mirada, su desprecio o por vergüenza marina – que no torera – finalmente apreté el gatillo del fusil y el arpón salió disparado. Fue entonces cuando comprendí que un arpón no tiene el mismo alcance que un torpedo, por muy larga que pueda ser la goma, porque en mi caso, el arpón se quedó como a cinco metros de donde estaba nadando plácidamente el pez, ajeno casi total al ridículo que estaba haciendo un servidor. No se tuvo que esforzar demasiado en hacer un leve movimiento, más por prevención de que la goma que sujetaba el arpón al cuerpo del fusil, se rompiera y por casualidad, pudiera alcanzarle. Al menos a Matrix, las balas le pasaban cerca. No era este el caso.

Como mal menor del ridículo que acababa de hacer, sólo habían sido testigo los pececillos, que por allí intentaban disfrutar del domingo soleado, mientras un tarado con un arpón, jugaba a ser un tiburón de pacotilla. Subí por enésima vez a tomar aire e intentar rearmar el fusil, pero la tensión de la goma, era demasiado para mí. Me pareció ridículo y me empezó a entrar complejo de mariquita: ¡cómo no iba a ser capaz de tensar la goma del arpón! ¡Era ridículo! Pues sería ridículo, pero no pude. Lo tuvo que “cargar” de nuevo el arquitecto, cuando a su vez, subió a tomar aire.

Rafa estaba entusiasmado con la experiencia, aunque hasta ese momento no había pescado una mierda – o sea, lo mismo que yo -. Sin embargo, se empeñó en llevar algo para la paella que su mujer, Amparo, nos iba a preparar más tarde. 

Mientras él volvía a bajar en busca de algún monstruo marino que llevarse a la boca más tarde, yo decidí quedarme en superficie y disfrutar sin más del mar y del sol. Pero el disfrute me duró poco.

De repente, noté como un picor intenso cerca de la zona de la muñeca izquierda, junto al reloj. No sabía muy bien a qué se debía, pero no tardé en adivinarlo. En cuanto resurgió de las profundidades marinas el almirante, le conté lo que me había pasado y enseguida entendió lo sucedido: 

- Eso es que te ha picado una medusa. Se ha sentido atraída por el reloj.

- ¿Medusa? – exclamé, pensando en algún monstruo de las profundidades.

- Sí. Este año esto está lleno. Vámonos. Tienes que ponerte amoniaco cuanto antes. 

Dimos la jornada de pesca por terminada, con el mismo éxito que cuando vas al casino - o sea, no sacas nada- y nos dispusimos a volver a puerto. Una vez dentro de la Zodiac, el motor se mostró algo reticente en arrancar, pero después de varios intentos, Rafa consiguió ponerlo en marcha. Aunque, lamentablemente, no tardó mucho en pararse definitivamente. 

¡Vaya por Dios! Parecía que la jornada perfecta, se complicaba por momentos. ¡Ja! Y todavía quedaba lo mejor.

Sin el único motor de la embarcación, sólo quedaba remar. Rafa tomó el primer relevo y aunque no parecía haber entrenado ni con Oxford ni con Cambridge, la velocidad no era mala. Además, no sería por falta de ejercicio y eso ayudaría a que la paella entrara con más ganas. Lo malo fue que al poco de comenzar a remar, una de las sujeciones de uno de los remos, se rompió. No aguantó la fuerza empleada y al no estar hecho de un material apropiado, cascó. Así es que ahora, teníamos un remo para dos tripulantes, que lógicamente tendríamos que compartir por turnos, so pena de empezar a navegar en círculos, por la mayor potencia que desarrolla la pala en vez de la mano. Y así lo hicimos. Mientras uno remaba por su banda con el remo, el otro lo hacía por la suya, con la mano, cambiando cada cierto tiempo, para compensar esfuerzos y rumbo. La distancia a la costa era ridícula, pero remar es duro y parece que nunca llegas.

Finalmente, y después de sudar lo nuestro, conseguimos arribar a puerto, dispuestos a disfrutar lo que quedaba de mañana playera. Todavía no era mediodía y el día había dado unas cuantas anécdotas para el recuerdo. Pero aún quedaban más.

Al llegar a puerto, mientras intentábamos colocar la Zodiac en su trasportín y engancharlo al remolque del Ford Fiesta, se presentó la Guardia Civil del mar. 


-Buenos días – dijo con el saludo protocolario. ¿De quién es esta embarcación?

-Mía – respondió el arquitecto.

-Deme los papeles, por favor.

-¿Papeles? ¿Qué papeles? 

Después de unos minutos de conversación con el agente y de que Rafa le hiciera saber “de quién era hijo”, finalmente acordaron que Rafa tendría que poner al día los papeles de la embarcación y presentarlos en un plazo de 10 días en el puesto de la Benemérita, so pena de multa y posible incautación de la misma.

Al llegar al coche, pudimos observar varias cosas: 

 

a) Que las llaves, ya no estaban donde se las había dejado olvidadas Rafa, lo cual hacía indicar que Amparo, había conseguido el segundo juego de llaves.

b) Que había un cristal roto.

c) Que mi toalla de baño, no estaba dentro. 

Dadas las circunstancias y habida cuenta de que al parecer en aquel lugar había gente capaz de romper un cristal de un coche para robar una maldita toalla, parecía más prudente no dejar la Zodiac enganchada al remolque, - tal y como era la idea original - no fuera a aparecer alguien con ganas de llevarse todo: el coche, la Zodiac y la toalla.

 

-  Joder, macho. No lo entiendo – exclamó Rafa como aturdido -. En la vida me ha pasado nada parecido. Aquí era un sitio donde incluso muchas veces hemos dejado el coche abierto y nunca ha pasado nada. Y hoy, me rompen un cristal y se llevan tu toalla.

-  Bueno, hombre, tranquilo. La toalla era normal, no llevaba música incorporada. Lo peor es el cristal del coche. ¡Coño! También tiene gracia – por decir algo – que antes no hemos querido romper el cristal para coger las llaves y evitar el viaje a Amparo y ahora, tenemos el cristal roto. 

Fui en busca de nuestras respectivas esposas (ninguna ya lo es), para ponerlas al corriente de todas las peripecias que nos habían sucedido y sugerirlas – más bien, convencerlas – que visto lo visto, lo mejor era dar por terminada la jornada de playa y encaminarnos a casa, tomar un aperitivo mientras se hacía la paella y después dar buena cuenta de ella, acompañada de un buen cava, bien frío. Creo que lo del aperitivo fue la clave. Eso y todo lo que había pasado hasta entonces.

Después de ducharnos y ponernos cómodos, sacamos a la espaciosa terraza con vistas al mar, la paella, el butano, el arroz, los tropezones, el aceite, la sal y todo lo necesario para hacerla. Además, también nos servimos unos aperitivos y para no andar mezclando bebidas, empezamos a darle al cava, bien frío.

Sea por la razón que fuere, a Amparo, valenciana de pro – que hasta en el nombre lleva la marca – ese día la paella le salió mal. La cocina – como el fútbol – es un estado de ánimo y ese día, todo había salido mal, empezando por la estúpida discusión sobre las llaves del coche.

Si no hubiera sido por lo de las llaves, la picadura de la medusa, la avería de la Zodiac, tener que remar media hora para poder regresar a puerto, la multa de la Guardia Civil del mar, el cristal roto del coche, el robo de la toalla, y la mierda de la paella, la verdad es que el día habría sido perfecto.

 

lunes, julio 15, 2024

Los chinos.

Si alguna vez reflexionamos acerca de los inventos que este pueblo ha proporcionado a la humanidad, resulta tan sorprendente como incomprensible el escaso reconocimiento que se les ha hecho. La lista puede ser tan extensa como se desee, pero sólo mencionaré unos pocos que pueden servir de ejemplo: el papel, la imprenta, la pólvora, la brújula, la carretilla, el sismógrafo, las cometas, la porcelana o la pasta. No es necesario profundizar en el impacto que han tenido en nuestra civilización todos estos avances. Son una muestra inequívoca de su capacidad de inventiva, imaginación e inteligencia.

Pero a mí, personalmente, hay algo que me deja perplejo de esta gente. Cada vez que entro en un chino a comprar algo y no lo encuentro, le pregunto a la dependienta de turno, que parece recién desembarcada en Barajas proveniente de Sin Xuan y con un español rudimentario semejante al que ponen en las películas a Toro Sentado, tarda cero coma milisegundos en decirme dónde está EXACTAMENTE lo que busco. No es que me dé unas indicaciones genéricas de por dónde puede estar. Es que me indica con variación de error CERO, dónde está. Da igual que le pidas un sobre para envíos, unas fundas para CD’s, unas cerillas superlargas o una redecilla para cocer los garbanzos del cocido. Tú se lo preguntas y en menos de un segundo te lleva directamente al lugar donde está, que, por cierto, tú ya has pasado tres veces por delante y no lo has visto.

Me pregunto qué truco deben usar para tener almacenados en su cabeza los miles y miles de referencias de sus productos y saber dónde están todos y cada uno de ellos. Son como super ordenadores cuánticos, pero con piernas. Jamás los he visto dudar. Su capacidad de entender el español resulta asombrosa porque ni siquiera tienes que repetirle lo que buscas. Te mira atentamente, te escucha, y después, o te dice con la precisión de un GPS dónde está, y si está lejos, hasta te acompaña. No fallan jamás.

Y cuando vas a un restaurante chino, igual. Te dan una carta que parece la tarjeta de un bingo, con 200 platos numerados. Tú te pasas diez minutos eligiendo lo que vas a pedir y al final, te cuesta trabajo recordarlo. De repente, llega el camarero y le das tres números: el 86, un 43 y un 27, y el tío va y te repite en voz alta: “ternera con pimientos, pato laqueado y arroz de la casa” y se queda tan tranquilo. A ti te ha costado diez minutos elegir y tienes que poner una señal en la carta para acordarte y el tío accede a la base de datos de modo inmediato.

¿A que son increíbles?

 


 

sábado, julio 13, 2024

Paradojas.

El otro día me dio por pensar acerca de lo retorcidos que somos los humanos. La cantidad de contradicciones con las que convivimos y las paradojas que nos envuelven.

Por ejemplo, desde siempre me ha encantado escribir con pluma estilográfica. De hecho, me subyuga todo lo relacionado con la papelería y la escritura. Hasta el punto que en cierta ocasión, estuve valorando seriamente montar un negocio basado en una franquicia sobre el tema. Afortunadamente, me quitaron de la cabeza esa idea otros franquiciados de la misma marca.

Un escaparate de una papelería ejerce sobre mí el mismo poder de atracción que el de una pastelería, con sus bombones, sus pasteles, sus tartas, sólo que esos dulces han mutado en papeles, cuartillas, bolígrafos, carpetas, agendas y grapadoras.

A pesar de eso, el caso es que me sigue fascinando tener esa agradable sensación de comprobar cómo se desliza suavemente la punta de la pluma por el papel, casi satinado. Por el contrario, odio a muerte esos folios en los que escribir se asemeja a hacerlo sobre papel de lija, en un ejercicio que se debería realizar con un cincel y empuñando el objeto que escribe como si se tratara de un puñal. El papel debe ser tan suave como si fuera de seda. No soporto escuchar el rasgar de la pluma. Me da grima. No aguanto sentir esa aspereza.

A lo largo de mi vida he tenido diferentes tipos de plumas. La mayor parte de ellas, de regalo. Al no ser fumador ni bebedor, los que me conocían sabían de mi manía por las plumas y de vez en cuando me caía alguna por mi cumpleaños. Las he tenido de esas que tenías que meterlas en un tintero y absorber el líquido para llenar el depósito. Eso implicaba tener un tintero y tener que usar un trapo para secar después la pluma y sobre todo que la plumilla quedara impoluta, brillante. Lamentablemente, en alguna de mis múltiples mudanzas tuve que dejar atrás tanto al tintero como a una de mis plumas preferidas, una Mont Blanc que me regalaron los compis de la oficina. ¡Qué sensación tan lujuriosa la de observar cómo una plumilla resplandeciente, iba dejando su rastro de tinta sobre el papel! No hay nada como una mudanza para ir dejando pedazos de ti, como un leproso.

En un proceso evolutivo, ese tipo de plumas tenían el inconveniente de que, si te quedabas sin tinta, te veías obligado a echar mano de un bolígrafo y eso constituía una blasfemia epistolar. La alternativa de disponer siempre de un tintero a mano, quedaba descartada. Así es que surgieron los cartuchos de tinta que son como diminutos supositorios con los que se alimenta a la pluma por la retaguardia. La gran ventaja es que estos mini depósitos sí podían estar permanentemente a disposición del escribidor, porque en el cuerpo de la propia pluma, entraba uno de repuesto.

Aunque el principal problema que tienen todas las plumas, al margen de si son de un tipo o de otro, es que, si no escribes a menudo con ellas, la tinta se seca. Existen métodos para limpiar las plumillas, consistentes, básicamente, en introducirlas en solución de vinagre reducido con algo de agua, pero mi experiencia con ese sistema es que, si la tinta se ha muerto de inanición, es decir, si los cartuchos hace tiempo que han pasado a mejor vida y se han quedado escleróticos, ya no te sirve ni la tinta, ni la pluma, ni nada de nada.

Desde que el uso del ordenador y su teclado se implantaron en nuestra cotidianeidad, el uso de plumas, incluso de bolígrafos, ha quedado casi en exclusiva para tomar algunas notas y poco más. No conozco a casi nadie que escriba a mano. Eso, entre otras cosas, hace que se vaya perdiendo la calidad de la caligrafía y cada día, eso que escribes, parece más un jeroglífico o signos de taquigrafía o la escritura de alguien que sufre los últimos estertores antes de fenecer, en vez de algo legible.

Y aquí estoy, anhelante de escribir con pluma, sobre un papel tan suave que hacerlo, sea como deslizarse sobre hielo. Y como ni escribo, ni tengo ese papel, me conformo con un bolígrafo especial, a tres euros la unidad, que debo comprar en establecimientos especializados y cuyo modo de escribir es tan suave que parece una pluma.

Pero no es una pluma.

miércoles, julio 10, 2024

El vagabundo del Café de la Paix.

Sentado cómodamente en la terraza del Café de la Paix de Paris, disfrutaba de la buena tarde que hacía, -a pesar de ser primeros de junio-, y del espectáculo que era la propia ciudad. Paris es una ciudad que agota, porque para disfrutarla es preciso patearla. Posiblemente, como a todas las ciudades del mundo, pero en esta, las distancias, pueden ser algo diferentes. Por eso, se agradecía tomarse un descanso y hacerlo en una terraza típica de un no menos típico café parisino, después de haber pasado la mañana, -como tantas otras mañanas-, andando de un lado a otro.

El tráfico, aunque intenso, discurría sin las atronadoras bocinas con las que habitualmente se conduce en ciudades como Madrid, por ejemplo.  Otra cosa que me sorprendió mucho era la alocada velocidad a la que conducían los taxistas, que parecían torpedos en busca de su víctima. A pesar de lo cual, no se producían accidentes, ni alcances. Era como un caos ordenado.

Mientras degustaba mi café au lait, veía pasar por delante de la terraza a varios transeúntes que, ataviados con sus mejores galas (ellos con smoking y ellas con vestidos largos y vaporosos) se dirigían hacia la ópera de Paris, que estaba justo a nuestra izquierda a escasos metros del café. Realmente, era todo un espectáculo ver a gentes vestidas de manera tan elegante y al mismo tiempo, acercarse a pie hasta el teatro, en vez de utilizar un taxi. Lo del coche propio, estaba descartado porque allí, no había posibilidad alguna de aparcar.

Repentinamente, comenzó a acercarse un individuo, de aspecto inquietante, y ropajes andrajosos, más propios de un sin techo. Las greñas, entre canosas, hacía tiempo que no habían visto un peine, explotaban en todas direcciones debajo de un sombrero que, sin duda, había conocido momentos más gloriosos. Su barba se confundía con las greñas de su cabeza, lo que, en conjunto, le confería un aspecto más de hombre de Cromañón que otra cosa. Su chaqueta, raída, oscura y con suciedad incrustada, merecía más echarla al fuego que acercarse. Sus pantalones y sus zapatos, parecían que se los había regalado Charlot.

Ataviado de esta guisa y con evidentes signos de embriaguez, se apostó justo frente a la acera del café, apoyándose en una farola, para intentar mantener el escaso equilibrio que le quedaba. Como era lógico, algunos de los transeúntes, al ver que se iba a cruzar en su camino hacia la Ópera, no tenían ningún reparo en bajarse de la acera e incluso, invadir la calzada por la que circulaban los vehículos.

No contento con el desconcierto que su sola presencia había levantado, tanto entre los parroquianos del café, como en los amantes del bell canto, de repente, mientras se acercaba una pareja de respetables parisinos que, sin duda alguna, se dirigían a asistir a la función programada, se sacó de uno de los amplios bolsillos de su enorme chaqueta, una rata del tamaño de un Miura, que mostró a la incauta pareja de avanzada edad, al tiempo que simulaba que iba a vomitarles encima. El grito que dio la pobre señora, levantó diversas reacciones entre los allí presentes. A saber. Su acompañante – no sabemos si su marido o su amante, porque en esto los franceses, siempre han sido muy liberales – respondió con un gesto de indudable desprecio hacia un ser tan zafio y tan inapropiadamente vestido para la ocasión. Alguno de los clientes del café, compartieron la animadversión por el vagabundo, que no solamente se mostraba a todas luces ebrio, sino que además se permitía la licencia de molestar a las personas. Pero también, los hubo, que reaccionaron con alguna sonrisa malévola, al escuchar el grito de la pobre señora, que por un instante, pensó horrorizada, que un vagabundo desaprensivo le iba a vomitar encima y le iba a amargar la deliciosa velada en la Ópera y de paso, también, su caro vestido y sus no menos caros zapatos.

La pareja en cuestión, aceleró el paso, lo cual, añadía un cierto hándicap a la dama, pues llevaba unos zapatos con unos tacones de aguja generosos.

El vagabundo se debió encontrar cómodo en su nuevo papel de actor callejero y con público, sentados tranquilamente en un café. Y continuó su inesperado espectáculo.

Y lo que son las cosas. Hay que ver qué raritos somos los seres humanos.

Camino del evento, venía una dama, vestida apropiadamente, pero esta vez, sin compañía. El vagabundo, debió pensar que, en esta ocasión, al ser una pobre damisela solitaria, su actuación con la rata de goma, tendría aún más aclamación entre el público, y la señora, hasta era posible que perdiera el conocimiento del susto. Como en las películas de Hitchcock, todos estábamos esperando la reacción de la pobre incauta que se acercaba, sin siquiera sospecharlo, al peligro de verse asaltada por un vagabundo, borracho y con una gigantesca rata de goma, amenazando con vomitarla encima. Y la señora llegó. Y el vagabundo sacó nuevamente su enorme rata de goma. Y se la volvió a mostrar a la dama elegantemente vestida. Y amenazó con vomitarla encima. Y entonces, sucedió lo imprevisto.

La dama, que se percató enseguida de que la rata era de goma y del resto de la actuación, estalló en una carcajada de tal calibre, que contagió a toda la terraza del café, tan sorprendidos por su reacción como el propio “actor”. Es más, le gustó tanto y le hizo tanta gracia la, - llamémosle- bromita, que regresó sobre sus pasos y volvió a pasar por delante del vagabundo para que le volviera a hacer “la gracia”. Y entre risas, ella continuó su camino hasta la Ópera de Paris, mientras, es de suponer, el vagabundo empezaría a pensar que todos los viandantes se parecían unos a otros.

Después, cuando ya consideró que era el momento de retirarse, el vagabundo dejó de apoyarse en la farola, guardó su rata de goma en el bolsillo, se quitó el sombrero y, tambaleándose, comenzó a pasar por entre las mesas, solicitando una especie de salario por el espectáculo con el que nos había deleitado.

Paris. Siempre Paris.

lunes, julio 08, 2024

El vendedor de periódicos.

El hombre tenía un aspecto robusto. Era alto y fuerte. Sólo así podía explicarse que bajo su brazo izquierdo acumulara una ingente cantidad de periódicos. Yo no entendía cómo era posible que fuese capaz de mantener todos esos periódicos bajo control con una sola mano, mientras con la otra, los iba entregando a los transeúntes que se los pedían y les daba el cambio.

Como vendedor ambulante no le quedaba otra alternativa que ir voceando por las calles más concurridas del barrio el producto que atesoraba: “¡Informaciones, Pueblo, Madrid! ¡El Madrid de Hoy! Su voz ronca y fuerte, atronaba las calles.

Algunos de esos diarios publicaban dos ediciones diarias, por la mañana y por la tarde. Así es que, el hombre se pasaba desde muy temprano por la mañana hasta casi el anochecer, acarreando su pesada carga, arriba y abajo de la calle Bailén, alrededores de la Basílica de San Francisco el Grande o la Carrera de San Francisco. Hiciera frío o calor, lloviera o hiciera un sol de justicia, su voz formaba parte del paisaje.

El mejor día para él era el domingo. Ese día, la acumulación de periódicos de los que se había provisto para su mejor venta de la semana, no le cabían bajo el brazo. Ese día, el domingo, se apostaba justo en la esquina de enfrente de la Basílica, al otro lado de la rotonda. Allí había depositado en unas sillas de mimbre que parecían para niños, todos los periódicos. Los de información general – todos de derechas, por supuesto – los deportivos y hasta algunos tebeos.

Los feligreses que llenaban la Basílica cruzaban la calle al terminar los oficios y se dirigían en masa hasta donde estaba el hombre esperándolos de pie. Sin duda era un gran día. Tanto la Basílica como la muy cercana Parroquia de la Paloma, suministraban una ingente cantidad de personas deseosas de conocer lo que pasaba por el mundo. Al menos lo que el régimen franquista quería decir de eso.

El hombre – del que nunca llegué a conocer su nombre – era fiel a su trabajo, a su esquina y a su método. Se mantuvo así durante años. Hasta que un día, todos los que le conocíamos, nos sorprendimos con una novedad: el vendedor de periódicos tenía un quiosco.

Bueno, más que un quiosco, aquello parecía la garita de un soldado de guardia en el cuartel. Tal vez lo fuera.

En aquellos años, muchos de los que lucharon en la guerra civil del lado de Franco, desempeñaban trabajos auspiciados por el sistema, en pago a su lealtad y su contribución. Por ejemplo, había muchos taxistas que, además de ganarse el sueldo, proporcionaban suculenta información al régimen; los serenos, de los que se decía que eran policías jubilados a los que la jubilación se les había quedado corta; despachos de loterías, que era la única autorizada junto con las quinielas, etc. Así es que probablemente, el vendedor de periódicos, con esa voz típica de sargento de caballería que en cierto modo le delataba, fuera también uno de aquellos a los que las autoridades quisieron agradecer su esfuerzo con un puesto de trabajo y de paso, una garita.

No parecía muy grande, ni espaciosa y menos aún, si el señor se metía dentro. Debía ser algo claustrofóbico e incómodo porque su estatura le obligaba a agacharse para ver por el ventanuco a su interlocutor, al tiempo que debía desenvolverse dentro de aquella especie de ataúd puesto en pie, para servir lo que le solicitaban. Sólo se introducía en el ataúd cuando llovía.

Al fin, el pobre hombre, tenía un sitio donde guarecerse de la lluvia. Antes de ese quiosco, se limitaba a cubrirse con un impermeable, al tiempo que también cubría a sus preciados periódicos. En verano, cuando el sol apretaba en Madrid y antes de que llegara el mes de agosto, - un período de tiempo en el todos huían de la capital - la creatividad del vendedor hizo que se surtiera de unos pocos elementos que le ayudaran a soportar el calor y las innumerables horas que allí estaba. Así, se hizo con una silla para él, mientras los periódicos permanecían dentro del quiosco; una sombrilla de playa que le proporcionaba la sombra necesaria para no sucumbir y un botijo. A partir de cierta época del verano, hacía horario de funcionario: sólo trabajaba hasta el mediodía. Hacerlo por las tardes habría sido un suicidio y una pérdida de tiempo.

Años más tarde, aquella garita primigenia se transformó en un quiosco en toda regla. Un lugar amplio, cómodo y espacioso, donde podía exhibir todos los periódicos, las revistas y los tebeos que ofrecía a sus clientes. El espacio disponible le permitía ofrecer más productos y ello conllevaba ganar más dinero.

Ya no tenía que portear esa pesada carga bajo el brazo, arriba y abajo. Ya no era necesario vocear para hacerse notar. Ya tenía un lugar donde resguardarse del frío y la lluvia en invierno. Ahora, la vida, era algo más amable con él. Ahora venían las furgonetas de reparto de los periódicos, de las revistas, de los tebeos, a depositarle frente a su moderno quiosco, todo lo que ofrecía a los transeúntes.

jueves, julio 04, 2024

La fidelidad en la pareja

Según dice el escritor Juan Abreu, es absurdo mantener relaciones sexuales sólo con quien te has casado. 

Hombre, yo entiendo que esto de ser escritor conlleva ciertas actitudes y pronunciamientos que, en ocasiones, deben incitar a la provocación en cualquiera de sus formas, incluida, la necesaria para hacerse publicidad y que te compren el libro, aunque sólo sea por curiosidad. Y en este caso, me ha llevado a plantearme el tema de la fidelidad en la pareja.

Para empezar, deberíamos de plantearnos la cuestión de cuándo se popularizó en los humanos eso de la monogamia. La mayor parte de las especies animales en el planeta no se comportan así. Excepción hecha la de algunas aves como pingüinos, grullas, palomas, loros, cisnes, gansos, palomas, cigüeñas y albatros. Y entre los mamíferos se cree que viven en parejas monógamas los gibones, los lobos y los castores. Por tanto, la inmensa mayoría de las especies no son monógamas. Y el hombre ¿lo ha sido siempre? No parece.

Mi opinión personal es que la monogamia surge por cuestiones económicas. Una vez que el homo sapiens – o quien sea – se convirtió en agricultor, sedentario y dejó de ser nómada, ahí está el inicio de la propiedad privada, de la tierra. Y si hay propiedad privada, hay herederos y eso obliga a cerciorarse de que los herederos lo son de verdad, consanguíneos. Por eso nace la necesidad de asegurar que la descendencia pertenece al varón y sólo a él. Más tarde llegarían las costumbres judeo-cristianas y ahí la cosa se complicó incluso más.

Hay estudiosos y eruditos que afirman que en las sociedades en las que las relaciones sexuales son mucho más relajadas y sin tabúes, la gente es más feliz. Confieso que tengo cierta propensión a creerlo. Por ejemplo, los mormones.

Manuel Matheu es un experto sexólogo que realizó un estudio sobre el comportamiento sexual en 66 culturas diferentes, algunas con estudios de campo sobre el terreno. Afirma que, por ejemplo, en las islas Carolinas, en Micronesia, los chuukies, - da un poco de miedo el nombre por lo del muñeco – es una sociedad en la que todos los bienes se heredan a través de la línea materna, es decir, es la madre la que determina el poder económico.

Volvemos a ver el tema de la herencia, pero en esta ocasión, a través de la línea materna.

Dice Manuel que, frente a la sociedad occidental en la que se da una enorme importancia al tamaño del pene, allí lo que importa es el tamaño de los labios menores de los genitales de la mujer. Y allí, a diferencia también de lo que ocurre en nuestra cultura, es la mujer la que lleva la voz cantante en las relaciones sexuales, la responsable de los encuentros sexuales. Allí no existen los celos, no existe el concepto de fidelidad, la moral sexual es mucho más relajada que aquí. Y todo eso coincide con que es una sociedad muy pacífica, mientras que la sociedad occidental es muy agresiva.

Comparto con este experto la opinión de que, en el fondo, tanto la monogamia como la violencia desatada por culpa de los celos, se da exclusivamente en los pobres. Los ricos pueden casarse y divorciarse varias veces en su vida y como ejemplo, el barón Von Thyssen, los actores de Hollywood y algún que otro playboy. Los pobres no pueden llevar ese ritmo. Si ya un divorcio te marca de por vida con la pensión, la hipoteca de la casa en donde vive ella y los niños, el colegio, la universidad y un largo etcétera, lo de plantearse volver a casarse parece más un acto de masoquismo que de romanticismo.

Estoy convencido de que esta teoría es cierta. Sólo basta fijarse en las noticias que hablan de asesinatos de parejas y de ex parejas y nunca, jamás, salen los ricos en el telediario. No me imagino a las Koplovitch abriendo un telediario porque se han peleado a navajazos con su pareja. Cuando en las parejas de los ricos las cosas no van bien, cogen la maleta, se van a un hotel o a su segunda o tercera residencia, o hacen un crucero alrededor del mundo y hasta luego Lucas. Los pobres no podemos hacer eso. Cuando una pareja de pobres se pelea, discuten y llegan a las manos y ella le dice que se vaya (o al revés) no sólo se deshace una pareja, es que te quedas en la puta calle. Y eso es muy duro, pero es así. No todo el mundo puede regresar a casa de sus padres y no todos los padres quieren volver a verte.

En el reino animal hay una especie de chimpancés, los bonobos, que se caracterizan por una actividad sexual frenética. Es bien sabido que, entre los chimpancés, en las manadas, existe una agresividad que en ocasiones termina con la vida de algunos de los que interviene en las trifulcas. Y hay una jerarquía dentro del grupo que como se le ocurra a alguien saltársela lo puede pagar caro.

 Entre los bonobos no. Cualquiera puede mantener unas relaciones sexuales de apenas unos pocos segundos con cualquier miembro de la manada. Da igual si eres macho o hembra. El objetivo no es reproducirse, no es fijar quién es el macho alfa y quién el grupo de hembras alfa. El objetivo es socializar. No hay entre ellos pendencias, luchas ni guerras.

Nunca he escuchado en las noticias que ningún mormón se haya subido a una torre de un campanario y se haya liado a tiros con la gente con un rifle de francotirador. ¿Será porque disfrutan de varias mujeres? ¿Será que el ejercicio conyugal les debilita y ya no pueden subir las escaleras hasta el campanario?

Retornando a la afirmación inicial de Juan Abreu, al margen de otro tipo de consideraciones, personalmente me cuesta trabajo entender que si estás con una única pareja porque has decidido que es especial, después consideres que eso de mantener la fidelidad a una sola persona es poco menos que una gran estupidez. Lo que me parece estúpido, pero sobre todo incongruente, es que hables de tener una pareja y te comportes como si no lo fuera cada vez que tienes ocasión.

Otra cosa es que haya algunas parejas en las que, de mutuo acuerdo, se han otorgado la alternativa de mantener relaciones con otras personas, fuera de su relación de pareja. Sigo sin entenderlo, pero ahora por partida doble. Y haberlas haylas. Yo creo que, si prefieres no tener un compromiso, nadie te obliga a ello.

Pero, ¿qué pasa cuando se produce una infidelidad? ¿Hay que perdonarla, hay que ser inflexible? ¿Cuántas se pueden perdonar?

En estos tiempos de video conferencias, plataformas para conocer gente, ligar y demás, el mismo concepto de fidelidad, se tambalea. ¿La infidelidad se trata sólo de la unión carnal de dos individuos? ¿O se trata de una conexión emocional que va mucho más allá del intercambio de fluidos? ¿Puede uno enamorarse de alguien a quien no ha conocido en persona? ¿Se considera infidelidad una relación entre personas que distan miles de kilómetros? ¿Se puede mantener una relación cuando la pareja se distancia y sólo puede tratarse por internet?

Yo creo que la fidelidad es un concepto que está mucho más unido a los sentimientos, a lo inmaterial, a las necesidades emocionales, a valores, antes que a lo físico. A veces, lo físico, nos juega malas pasadas y nos confunde; nos hace pensar que, si el sexo es bueno, la relación lo será también, y hasta que te das cuenta del error, pueden pasar muchas cosas. Por eso es tan difícil encontrar el justo equilibrio entre un mundo y el otro, entre lo emotivo y lo físico.

Tal vez el secreto se encuentre en la frase del escritor Georges Duhame: “nunca he engañado a mi mujer. No es ningún mérito: la amo”. Tal vez, al fin y al cabo, sólo se trata de eso: de amor.

miércoles, julio 03, 2024

Me gustan los faros.

 



No sé realmente cuándo comenzó mi admiración por los faros, pero es verdad que ejercen en mí un gran poder de atracción. Y son varios los motivos.

Por su necesaria ubicación disfrutan del privilegio de tener una visión del mundo grandiosa. Solos, frente a la inmensidad del océano, cuando uno tiene la posibilidad de visitarlo, siente aquella majestuosa grandeza del mar hasta más allá del horizonte y al mismo tiempo, la paz y el sosiego de escuchar sólo el viento y no el oleaje que se agita debajo de tus pies. Parece un contrasentido que algo tan poderoso como el mar, se mueva en silencio.

Otro de los aspectos fundamentales que me gusta de los faros, es precisamente su función práctica: servir de guía y de alarma a las embarcaciones que navegan mar adentro para indicar la posición y los peligros. Su luz atraviesa las tinieblas y la oscuridad y extiende un manto protector sobre los hombres y sus máquinas.

Hablar de faros es casi sinónimo de hablar de soledad. La imagen del farero solitario, mayoritariamente hombre, aislado, de trato tosco, casi huraño, de pasado incierto y oscuro futuro, y poco sociable, creo que es la más arraigada. Casi se diría que es esa soledad la mejor condena para alguien que se muestra con semejante actitud, no siendo, por tanto, digno de disfrutar de las ventajas de la vida social.

Pero sin duda, lo que más me subyuga de un faro es esa sensación de perennidad, de imperturbabilidad, de mantenerse incólume aún bajo las tormentas más aterradoras.

Tengo grabada una imagen de un vídeo que encontré por Youtube. Se ve en primer plano un faro, azotado por una tempestad con olas de 20 o 30 metros. Una monstruosidad solo de verlo. El vídeo muestra cómo una ola ciclópea, de dimensiones colosales, se estrella contra el faro, sobrepasándolo tanto en altura como por sus laterales, al tiempo que, desde la parte posterior, se observa cómo se abre una puerta y una diminuta figura humana, observa cómo esa ola gigante se ha estrellado contra su faro. Comparar la inmensidad de esa pared de agua embravecida y la minúscula figura del hombre, pone los pelos de punta. Y lo que me atrae del faro es esa fortaleza, esa capacidad de mantenerse en pie a pesar de todos los embates de las olas.

Hace muchos años andaba yo de vacaciones por tierras gallegas. Una región ligada a mi infancia. De hecho, tengo primos por allí. Ese día era el elegido para visitar Finisterre. Escogí mal día para dejar de fumar.

Una borrasca de esas que suelen frecuentar la región, provocaba lluvias intensas que se alternaban con lluvia a cántaros. Como consecuencia, había que extremar la seguridad, reducir la velocidad, poner al máximo el limpia que no daba más de sí y armarse de paciencia. Para terminar de alegrar el día, las carreteras estaban en obras, lo que añadía más peligros y, sobre todo, barro en la calzada.

A medida que me acercaba al final de mi viaje, el tiempo iba mejorando levemente. La borrasca daba sus últimos coletazos y la incesante lluvia se iba convirtiendo en un agradable calabobos.

Al llegar al cabo, comprobé que la idea de soledad con la que habitualmente se identifica a uno, era totalmente incompatible con la realidad que yo estaba viviendo. Allí había más coches que en un atasco en Madrid un viernes por la tarde. A pesar de todo, encontré un hueco y dejé el coche.

Me acerqué hasta el muro final y una vez más, comprobé esa mágica sensación de lo infinito del océano. Fue inevitable pensar que allá enfrente, más allá del horizonte, había un continente. Estaba ensimismado en estas pequeñeces cuando un sonido como salido de las entrañas de la tierra, atronó la paz que allí se disfrutaba y me sobresaltó. Era un sonido como la del silbato de un gran barco, un barco enorme, gigante, en un tono muy grave. Era como un bramido de Lucifer. Era espeluznante.

Alguno a mi alrededor adivinó mi desconcierto y mi pregunta y respondió: cuando hay niebla y la luz del faro no se ve bien, también se envía una señal acústica.

Afortunadamente, el sonido se emitía con un cierto espaciado en el tiempo. De lo contrario, más de un visitante hubiera podido terminar sordo.

Miré abajo. Una serie de figuras diminutas representaban una hilera de barcos de pesca que, navegando junto a la costa, se dirigían a puerto a descargar.

Arriba, en el cielo, alguien había corrido una cortina oscura y mojada. Una línea perfecta dibujaba el punto exacto del final de la borrasca. A continuación, el viento se la llevaba a otras latitudes y un cielo azul intenso prometía próximas alegrías.

Uno de los viajes que tengo en mi lista de pendientes es recorrer la ruta de los faros de Nueva Inglaterra, en EEUU. Tirar cientos de fotos, pernoctar en los B&B y tomar notas para escribir un libro. Así mataría varios pájaros de un tiro. De paso, además de visitar los faros y de escribir, podría satisfacer otra de mis aficiones: la fotografía.

 

PD Historia de la foto de portada.

El faro se llama La Jument y es una de las linternas de mar más espectaculares de la costa francesa. Está a dos kilómetros aguas adentro de la isla de Ouessant y fue construido entre1904 y 1911 para señalizar unos peligrosísimos bajos en los que se habían producido multitud de naufragios.

La historia de la foto tiene lugar el 21 de diciembre de 1989. El fotógrafo francés especializado en imágenes de faros Jean Guichard sobrevolaba en helicóptero La Jument un día de fuerte tormenta buscando la foto perfecta de esas gigantescas olas del Atlántico golpeando contra la estructura del faro. Dentro, el farero Theophile Malgorn, que por aquel entonces rondaba la treintena de años, escuchó las repetidas pasadas del helicóptero y pensó que algo raro podía ocurrir; quizá el piloto estaba tratando de ponerse en contacto con él por un naufragio o por algún accidente. Y en una maniobra a todas luces descabellada abrió la puerta para ver qué pasaba.

Memorias de un espía nazi

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Anna o cómo rasgar el telón de acero.

OPERACIÓN SAMARIO

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LA FIGURITA

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TRAS LAS HUELLAS DE UNA SOMBRA

EL NIÑO QUE PERDIO LA SONRISA

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