domingo, marzo 30, 2025
Por qué no puedo ser astronauta.
jueves, marzo 27, 2025
Tambores de guerra.
Desde hace algunas semanas los ecos de los tambores anunciando la guerra recorren la vieja Europa de una esquina a otra. Quién nos iba a decir a los europeos que nos íbamos a ver a las puertas de una nueva guerra. Y eso, a pesar de que los mensajes de los expertos vienen avisando de ello desde hace tiempo. Concretamente desde que en 2014 Putin decidió invadir parte de Ucrania como paso previo para la guerra total que desató después.
Pero el tema de las alarmas, de los avisos, de las advertencias, funcionan sólo en base a la distancia que hay con respecto a la supuesta amenaza.
La
amenaza es bien sabido, que es Rusia. Por eso, una encuesta reciente ha dejado
muy claro que aquellos países que están más cerca de la frontera con su
belicoso vecino, están mucho más concienciados y preocupados que lo que podamos
estar en Cáceres, por poner un ejemplo.
Al
poco de iniciarse la guerra de Ucrania tuve la ocasión de conocer a un señor
finlandés. Era un señor ya mayor que, como muchos otros, había decidido
construirse su residencia definitiva en Marbella. Como Finlandia tiene unos
1.300 kms de frontera directa con Rusia, y este caballero no era el primero que
me encontraba con ganas de salir huyendo de allí, pues hablamos del asunto de
la guerra y su respuesta, me dejó bien claro, el fino humor nórdico. El señor
me dijo «nosotros en Finlandia, hemos aprendido una frase en ruso, cuya
traducción viene a ser algo así: ¡levanta las manos, hijo de puta!».
Sin
duda alguna la cercanía a la fuente del problema determina el grado de
preocupación y la rapidez y contundencia a la hora de tomar medidas, sean del
tipo que sean. Esto hace que tanto los países bálticos como Finlandia – cada
vez veo más coches con matrículas de esos países circulando por aquí –– países
que comparten frontera con Rusia, o esos otros como Suecia o Polonia, que
aunque no tienen frontera directa están a un tiro de misil del oso loco, hayan
adoptado medidas, tales como, asegurarse un espacio protegido o agenciarse un
kit de supervivencia, que incluye tabletas de yodo para poder resistir las
primeras 72 horas después de un ataque, supuestamente nuclear, porque si no
fuera así, lo de las tabletas de yodo no tendría sentido.
Este
tipo de medidas a los españoles nos puede parecer una exageración. Aquí, ahora
mismo estamos a otras cosas. Aquí, en esta adormecida, anonadada y aletargada
España, estupefacta por los infinitos casos de corrupción que afectan al
gobierno, al PSOE, al presidente y a su familia, nos sorprende mucho más esta
actualidad que la de empezar a buscar un bunker en el que meternos cuando
suenen las sirenas. Y ya hay empresas que los están fabricando.
Y
tarde o temprano las sirenas van a sonar y entonces, recordaremos lo familiar
que se volvió escucharlas cuando nos lo contaban en los telediarios que se
emitían desde Kiev.
La
amenaza es tan a corto plazo y tan seria, que ya se está hablando de organizar
una fuerza europea que, por primera vez en su historia, sea un frente común y
unido contra un agresor, en lugar de lo que ha sido a lo largo de la historia:
una fuente de conflictos bélicos de unos contra otros.
Pero
a ese inexistente pero necesario ejército, hay que armarlo. Y, también por
primera vez en muchos años, Europa no puede contar con la sempiterna ayuda de
los EE.UU. Es más, ahora mismo, EE.UU. es parte del enemigo porque se ha
declarado amigo de Rusia, de Putin, y enemigo de Europa a quien acusa de modo
falaz, de haberse aprovechado de los EE.UU. Un patético argumento con el que
pretende fundamentar su incomprensible cambio de bando, similar al que ya
usaron en distintos momentos de su historia como cuando la guerra de Cuba
contra España o la supuesta agresión a un navío norte americano en el Golfo de
Tonkin, lo que sirvió de excusa para la Guerra de Vietnam.
Como
en todo proceso prebélico los sucesos se van produciendo a mayor velocidad de
la que somos capaces de asimilar.
De
repente, el secretario general de la OTAN nos advierte públicamente que lanzar
un misil contra Varsovia o contra Madrid, es sólo cuestión de 10 minutos. Así
es que me temo que, ante esta incontrovertible realidad, el supuesto argumento
de la distancia y de la seguridad ha saltado por los aires. Ya no es válido ese
argumento que utilizan algunos aduciendo que “esa guerra no es la nuestra”. Hoy
no hay distancia que garantice la seguridad de nadie y, por tanto, en realidad,
da igual que vivamos en Cádiz, provincia donde se encuentra el municipio de
Rota y su base naval hispano-americana, o en Kiev. Sólo es cuestión de tiempo;
de poco tiempo.
Por
otra parte, como en todo proceso caótico, surgen diferentes tipologías de
individuos defendiendo las posturas más dispares.
Están
los supuestos pacifistas, enemigos a ultranza del rearme de la Unión Europea,
de una supuesta carrera armamentística, etc. etc. etc. En primer lugar, no
recuerdo haber escuchado a ninguno cuando Rusia atacó el este de Ucrania en
2014. Ni tampoco cuando se desató la guerra total hace unos años. Me pregunto
si cuando escuchen las sirenas advirtiendo de un ataque con drones o misiles
van a salir corriendo en busca del bunker más cercano o se quedarán en la calle
lanzando sus soflamas pacifistas.
Es
como si un individuo pensara que, si se encuentra en mitad de la Sabana
africana con un león hambriento, éste no se lo iba a comer, por la sencilla
razón de que el hombre es vegetariano.
Y
aunque pueda parecer una broma de mal gusto, también están los ecologistas. Éstos
surgen para protestar por la posible explotación de diversas minas distribuidas
por toda España, que pueden proporcionar minerales indispensables para la
fabricación de armas con las que poder dotar a los que nos vayan a defender,
pertenezcan a un solo ejército o a los 26 (Hungría no cuenta).
Argumentan
que dicha explotación dañaría el medio ambiente. Suena a broma que ante la
clara amenaza de que no haya supervivientes en una zona atacada, alguno se
preocupe por el medio ambiente. Otros a los que me gustaría preguntar qué harán
cuando oigan las sirenas.
Y
mientras tanto, el caos se va expandiendo lenta pero inexorablemente: ¿Hay que
enviar soldados? ¿Cuántos? ¿Con qué objetivos? ¿Qué país? ¿Con qué armas? ¿Cómo
se va a financiar?
Hace
cinco años nadie nos advirtió del peligro del COVID a pesar de que el gobierno
había sido oficialmente notificado por la OMS. Es más, se nos dijo que en
España habría “un caso o dos” y que se irían tomando medidas sobre la marcha.
No
soy capaz de imaginar cuán lejos huiría Sánchez ante un ataque, si cuando le
tiraron un palo en Paiporta corrió como si alguien tuviera la lepra. En la
Guerra Civil, sus colegas se fueron a Valencia y alguno, después, a México,
bien pertrechado con parte del oro que robaron del Banco de España.
Y los tambores de guerra continúan enviando un mensaje inequívoco: habrá guerra.
lunes, marzo 24, 2025
Nadie lleva zapatos.
Cuando era niño, al iniciarse el curso escolar allá por mediados de septiembre, recuerdo acompañar a mi madre a una zapatería que estaba en la calle Toledo de Madrid. El objetivo era comprar las botas – que no zapatos – que debían durar hasta junio del año siguiente. Recuerdo que la marca de las botas era “Gorila”.
De vez en cuando, si en mi agenda
encontraba tiempo y sobre todo ganas, les daba un cepillado para ir eliminando
las capas de barro y polvo que se iban acumulando, incluida la suela, que, al
ser gruesa, guardaba estratos del paleolítico entre sus retorcidas formas. Debo
decir que tampoco me esmeraba demasiado. Total, al día siguiente iban a sufrir
el mismo machaque. Así es que, después de cepillar un poco aquella pasta espesa
y procurando que todo eso cayera dentro del váter, le aplicaba un líquido
mágico que, como por arte de magia, hacía resplandecer el cuero que había
debajo. Kanfort, se llamaba aquel invento. De los bajos de los pantalones, ya
hablaremos otro día.
Tal vez por esas experiencias -
que estoy seguro tienen connotaciones Freudianas -, desde siempre me fijo en
los zapatos de las personas. De todas las personas, hombres y mujeres. Esté en donde esté: sentado en una cafetería, andando por la calle, en el Mercadona o en mi farmacia favorita. Siempre presto atención al calzado de todas las petsonas. También
a los pies, pero obviamente, eso es en verano.
A pesar de esos antecedentes – o
tal vez por ellos mismos - desarrollé una especial atención al apasionante
mundo del calzado. Todos mis zapatos usan hormas para mantener su estado del
primer día. Y, cosa curiosa, desde entonces mantener los zapatos brillantes,
limpios y lustrosos, se ha convertido en una manía. Hasta tal punto que hace
unos años unos amigos que viven en Eslovaquia, pero pasan grandes temporadas
aquí, ella se fijó en mis zapatos. Estaban brillantes, y solamente, los había
cepillado, no les había dado betún. Anna me dijo que en su país ese detalle
decía mucho de la persona y que se tenía en cuenta en los eventos sociales.
Como he dicho antes, me fijo en
el calzado de cualquiera, incluso en los presentadores que salen en pantalla.
Por supuesto, tengo un estilo de zapato preferido, tanto para ellos como para
ellas y entre éstas, hay una en concreto que me encanta su estilo, pero no voy
a decir quién es.
Lo que sucede desde hace bastante
tiempo es que ya nadie lleva zapatos. Ahora, todo el mundo viste deportivas.
Hay cientos de marcas y modelos, pero resulta casi imposible descubrir a
alguien que vista zapatos. En el súper – y suelo visitar tres diferentes cada
semana –, en la calle, en la cafetería, siempre tengo la impresión de ser el
único que los lleva. Da igual la edad o el sexo. Hombres, mujeres, niños,
personas mayores, todos usan deportivas o algo parecido. En el caso de las
personas mayores, puedo llegar a entenderlo mejor porque muy probablemente
tengan problemas físicos que aconsejen llevar calzado más flexible, pero me
sigue llamando la atención.
Siempre que paso por delante de
un escaparate, echo un vistazo al calzado y me deprimo.
Recuerdo cómo, antaño, podía
pasarme varios minutos disfrutando del diseño de los diferentes pares que me
gustaría tener. Más de una vez picaba y entraba en la tienda, y al final me
junté con una colección nada desdeñable de zapatos…para ser hombre. Pero hoy en
día sencillamente me horripilan.
Los escaparates están repletos de
calzados que provienen de países donde probablemente, o no lleven zapatos o no
sean como los que nos venden a nosotros. Y desde luego, en la inmensa mayoría
de las zapaterías, ya casi no se ven zapatos españoles. ¿Dónde están los Yanko,
los Sebago, los Lotusse, los Martinelli?
España tuvo una industria del
calzado enorme, fuerte y poderosa. España era una potencia mundial a la hora de
fabricar zapatos con calidad, y exportarlos. Exportábamos calzado a EEUU, por
ejemplo y otros muchos países.
Creo que estos gráficos hablan
mejor sobre quién fabrica y quién consume zapatos.
Hoy, para comprarte unos zapatos
de calidad y diseño, como “los de antes” tienes que invertir tal cantidad de
dinero que, si alguien se le ocurre pisarte en el autobús esos zapatos, no te
queda otra alternativa que sacarle las tripas. Tal es el precio, que no puedes
permitir que nadie se acerque.
Ahora, después de la fiebre de
deslocalización masiva que afectó a las factorías de todo tipo de industrias,
ya se han empezado a dar cuenta de que, a pesar de todo, parece que resulta más
seguro y no tan caro, producir en Europa. Depender de barcos que provienen de
lejanos países en tiempos de COVID19, ha tenido sus consecuencias positivas.
Así, por ejemplo, en el diario El Economista (https://bit.ly/35amY36)
se anunciaba el año pasado: «Un grupo de empresas alicantinas ha unidos sus
fuerzas para desarrollar la factoría del futuro, capaz de plantar cara en
costes a China gracias a la tecnología y recuperar parte de la producción que
se deslocalizó con la globalización.»
Lo que realmente me cuesta
trabajo entender es la razón por la cual algunos que visten zapatillas, están
dispuestos a pagar 80€,90€ o más, por unas, simplemente porque son de cierta
marca o una copia de la marca.
No recuerdo cuando fue la última vez que vi en un escaparate zapatos de verdad.
viernes, marzo 21, 2025
Un viaje para olvidar, pero inolvidable.
El viaje en tren desde Madrid que tenían por delante Rafa y Alfredo era de casi 600kms. La empresa – que no tenía la más mínima intención de pagar alojamiento para dos personas – decidió que se podía hacer tranquilamente en el mismo día. Así es que tenían por delante unos 1.200kms de ida y vuelta para una reunión que se presumía áspera.
La razón para tal desplazamiento y/o paliza, radicaba en el interés que tenía la compañía en recuperar al cliente al que se iba a visitar.Un par de años atrás la entidad bancaria utilizaba unos
productos informáticos de la empresa multinacional en la que trabajaban Rafa y
Alfredo. Lo venían haciendo a plena satisfacción. Pero, en un momento dado, la
multinacional decidió aumentar los precios del mantenimiento de su software y
eso provocó un desencuentro con el cliente. Éstos, no encontraban justificación
al hecho de tener que pagar mucho más por el mismo software que estaban usando
y ninguno de los argumentos que esgrimía el equipo de ventas desde la
multinacional, conseguía convencerles de abonar dicha subida, que consideraban
desproporcionada. La situación se fue poniendo cada vez más tensa hasta que al
final se rompieron las relaciones.
El problema surgió cuando los productos que usaba la
entidad bancaria alcanzaron su “fecha de caducidad” y dejaron de funcionar.
Efectivamente, la mayor parte del software que es utilizado en muchas empresas
de cualquier tamaño tiene una especie de fecha de caducidad, según la cual, si
no se le informa a dicho software de lo contrario, el software deja de
funcionar. Lógicamente, en el caso de la entidad bancaria y de la
multinacional, si se hubiera llegado a un acuerdo, esta fecha de caducidad se
habría pospuesto hasta una fecha posterior en la que, nuevamente, se debería
volver a negociar para mantener operativo el software.
La inoperatividad del mencionado software a partir
del momento en el que la entidad bancaria se negó al chantaje provocó un
auténtico cataclismo informático. Todos los procesos del banco en los que se
utilizaban dejaron de funcionar correctamente, provocando un caos antológico,
de proporciones bíblicas, obligando a resolver manualmente y bajo una inaudita
presión, todos los procesos que, de modo automático, realizaban los productos
de la multinacional americana. Por tanto, era fácil deducir que, desde aquella
situación, las relaciones comerciales entre ambas entidades, quedaron rotas.
Y ahí es donde entraban Alfredo y Rafa. Su objetivo
era visitar nuevamente a los que habían sido clientes, ganarse nuevamente su
confianza e intentar convencerles que, desde aquella nefasta experiencia, la
compañía había variado, tanto de estrategia como de personas, y que ahora el
enfoque era diferente.
La entrevista con el cliente estaba fijada para
alrededor de las 14.00 – 14.30. Con el fin de realizar el viaje de la manera
más rápida y confortable posible, y de mantener la entrevista que se
vislumbraba crucial para los intereses de la empresa, se diseñó un plan. Desde
Madrid, Alfredo y Rafa, viajarían en tren hasta Málaga. Allí, alquilarían un
coche para desplazarse hasta Ronda. Y terminada la reunión, de vuelta por donde
habían ido.
Lo malo de todo eso era que obligaba a un horario
muy apretado; casi de rallye.
El tren salía de la estación de Atocha a las 07.00
de la mañana. Eso ya constituía el primer hándicap para ambos, Alfredo y Rafa,
aunque mucho más para Rafa.
Alfredo vivía en Las Rozas, pero Rafa vivía en El
Escorial. Acordaron que lo más razonable era que Rafa pasara por casa de
Alfredo a recogerle, ya que le pillaba de paso camino de Madrid. Pero al mismo
tiempo le obligaba a levantarse a las 05.00 de la mañana.
A la hora convenida sonó el despertador, aunque Rafa
tardó algunos segundos en ser medianamente consciente de que su cuerpo y su
mente estaban dentro de la misma habitación. Una vez se hubo recuperado de
semejante susto, y después de cumplir con los requisitos del aseo personal, se
dirigió a buscar a su amigo y compañero.
Llegaron puntualmente a la estación de Atocha, pero
sin el tiempo suficiente como para tomarse un café y despejarse un poco. El que
Rafa se había tomado en casa al levantarse, no era suficiente como para
mantenerle despierto. Así es que, inmediatamente después de dejar el coche en
el aparcamiento, entraron en el vagón y se dedicaron a buscar sus asientos,
como prioridad uno; y como prioridad dos, el vagón cafetería. Cuando ambos
empezaron a reconocerse después del café, se sentaron cómodamente en sus asientos
y se dedicaron a disfrutar de 4 horas de viaje, sólo hasta Málaga. Después,
todavía tenían que alquilar un coche para llegar hasta Ronda.
Alfredo, montañero apasionado y andarín sin mesura,
todos los fines de semana solía andar decenas de kilómetros, ora por la montaña
haciendo senderismo, ora el Camino de Santiago, el cual, había ya recorrido en
diversas ocasiones y utilizando para ello, diferentes alternativas: la ruta del
inglés, la clásica, desde Francia, desde Burgos, etc.
Mientras disfrutaban del paisaje, cómodamente
instalados, Alfredo le contó a Rafa que ese fin de semana, su mujer y él, iban
a Burgos para realizar una de las etapas del Camino. La idea era llegar a
Burgos, pernoctar en un albergue de peregrinos, levantarse a eso de las 4 o las
5 de la mañana – “si no después sufres mucho el calor” – y llegar hasta la
siguiente localidad fijada. Repetir el proceso el domingo y regresar a Burgos,
en autobús, a recoger el coche y de regreso a Las Rozas.
A Rafa le entraron agujetas sólo de escuchar el
plan. Todavía recordaba que no hacía mucho, había estado andando 4 horas por el
monte haciendo senderismo, sin grandes dificultades orográficas, y estuvo con
agujetas y dolorido una semana. En su mente no cabía un esfuerzo un semejante.
Sin tanto esfuerzo llegaron a la hora prevista a
Málaga. Al descender del tren fueron directamente a la oficina de alquiler de
coches y eligieron el primero que tenían disponible. No era cuestión de
complicarse la vida. A pesar de eso los trámites les llevaron un tiempo y eso
era justamente lo que no les sobraba.
Cualquiera que haya visitado Ronda estará de acuerdo
en que es una localidad con auténtico encanto. Muy enfocada al turismo y
repleta de visitantes, pero realmente preciosa. El único inconveniente que
tiene, por poner alguna pega, es que el trayecto que se sigue una vez que se
abandona la autopista desde Málaga, es muy sinuoso. Si a esta circunstancia se
une el hecho de que Alfredo y Rafa, tenían prisa por llegar y mantener la
reunión prevista, el camino se les hizo casi interminable.
Finalmente, llegaron a la sede de su ex cliente
alrededor de las 14.00. Mientras se reunía a las personas invitadas a la
reunión y el comienzo de ésta, transcurrieron unos minutos. Al fin, Alfredo y
Rafa, estaban sentados alrededor de una mesa y con los representantes de la
entidad bancaria junto a ellos.
Como parte de la toma de contacto, Alfredo y Rafa
comentaron lo intrincado del viaje que habían tenido que hacer, y fue ahí
cuando se llevaron la primera sorpresa:
-
¿Y por qué no habéis venido en tren
directamente a Ronda desde Madrid?
Anonadados y con cara de estúpidos, preguntaron
inocentemente.
-
Ah, ¿pero se puede?
-
¡Pues claro, hombre! Tardas lo
mismo que habéis tardado, pero te ahorras el conducir en coche y las curvas.
Las de ida y las de vuelta.
-
Pues informaremos de ello a quien
nos ha organizado el viaje, por si hubiera una próxima vez – comentó Alfredo
algo molesto, no ya por la noticia, sino por los inconvenientes y la falta de
información.
Después de los prolegómenos y las presentaciones de
rigor, Alfredo, que llevaba la voz cantante, entró en materia. Explicó, - con
esa facilidad de expresión y ese dominio del lenguaje no verbal que siempre le caracterizaba,
- cuáles habían sido las causas de tan nefasta experiencia con los anteriores
gestores de la compañía de software, y las consecuencias que tuvieron en los
protagonistas, que era una de las razones por las que Rafa y él, estaban allí.
Entonó el mea culpa, un miserere y se azotó la espalda como si de un “picao” se
tratara. Hizo de todo con la intención de recuperar al cliente y su confianza.
Al menos, hasta donde la decencia y el orgullo le permitieron.
Los asistentes escucharon con atención sus
explicaciones, sus argumentos, sus plegarias y su autoflagelación; incluso
atendieron con respeto a sus promesas, pero finalmente, el jefe de todos ellos,
zanjó la cuestión. Con unas formas exquisitas y no sin cierta sorna – la justa
para corresponder a la que había puesto de su parte Alfredo – anunció:
-
Agradecemos el esfuerzo que habéis
hecho para desplazaros hasta aquí y más después de escucharos el trayecto,
emulando a Marco Polo, pero lo cierto es que aquella experiencia fue
enormemente traumática, supuso un golpe muy duro para todos nosotros y no sería
nada fácil convencer a la Alta Dirección para volver a confiar en quienes nos
arrojaron a los pies de los caballos. Y dicho esto, y sintiéndolo mucho, me
temo que debemos dar por terminada la reunión, porque – como sabéis – nuestro
horario es hasta las 15.00. Además, debemos tomar un tren con destino a Madrid
porque asistimos a un congreso allí en la capital.
-
Así es que ¿vais a Madrid a un
congreso? – preguntó Alfredo cada vez más alucinado de cómo se había organizado
aquel nefasto viaje.
-
Sí. Es algo sobre nuestro mundo de
banca.
-
O sea – insistió Alfredo – que, de
haberlo sabido, podríamos haber tenido esta reunión en Madrid, ¿no?
-
Pues la verdad es que sí. Si
alguien nos lo hubiera preguntado, al menos habríamos tenido la reunión, aunque
el resultado fuera el mismo.
A las 15.00 se levantó la reunión. Alfredo y Rafa
salieron de allí con el rabo entre las piernas, molestos por cómo se había
organizado el viaje desde su oficina en Madrid, el consiguiente madrugón y todo
para mantener una reunión de escasamente 30 minutos y cuyos resultados eran
fácilmente previsibles. Y, además, todavía estaban sin comer.
En el camino de vuelta pararon en el primer sitio
con aspecto de mesón que se encontraron. Eran cerca de las 4 de la tarde y
llevaban sin probar bocado desde las 7, más o menos. Mientras comían como pavos
en el mesón, Alfredo dijo:
-
Otro de los aciertos que han tenido
nuestros queridos compañeros de oficina a la hora de reservar el billete de
vuelta, ha sido el de hacerlo con un tren que sale a las 22.00 horas de Málaga,
lo que, para empezar, significa que en teoría llegaríamos a eso de las 02.00 de
la madrugada a Atocha.
Rafa asistía mudo a la exposición, entre otras cosas
porque estaba devorando lo que habían pedido a la cocina, del – por otra parte
– desierto mesón.
Alfredo continuó con su plan.
-
Así es que lo que vamos a hacer es
lo siguiente. Hay un tren anterior que sale de Málaga a las 19.00, que no sé por
qué no lo han reservado ellos desde la oficina. Vamos a intentar llegar antes
de esa hora y vamos a intentar cambiar los billetes.
-
Buena idea. Demasiado complicada
para la mente que ha diseñado este viaje, por cierto. ¿Qué se esperaba que
hiciéramos desde las 3 de la tarde hasta las diez de la noche que salía el
tren? – comentó Rafa.
Después de engullir – más que comer – pagar la cuenta y de salir
por la puerta masticando el último bocado, se podría decir que el estilo de
conducción que se imprimió al viaje de vuelta a Málaga, podría calificarse más
que deportivo, de suicida. El modelo del coche que habían alquilado, no era
precisamente un modelo preparado para las curvas. Tal vez por eso, por su
inexistente aerodinámica y su volumen, por lo que las ruedas chirriaban casi en
cada curva. Pero todo estaba permitido con el fin de intentar llegar antes de
las 19.00 a la estación de tren de Málaga, y tener tiempo suficiente para
devolver el coche e intentar cambiar el horario de los billetes.
Justo antes de llegar a la estación batiendo récords
de toda clase, Alfredo cogió los maletines de ambos y le dio las últimas
instrucciones a Rafa, como si de un pit stop se tratara.
-
Ahora, mientras yo hago el papeleo
de devolver el coche, tú lo dejas aparcado. Y yo, cuando termine lo del
alquiler, voy a las oficinas de RENFE e intento cambiar los billetes. Nos vemos
en la entrada de la estación.
Y dicho y hecho. Rafa, frenó casi en seco el coche a
las puertas del RENT A CAR. Alfredo, como si lo hubieran ensayado miles de
veces, se tiró del vehículo con los maletines en la mano, los papeles en la
boca y corriendo como si huyera del asesino de la sierra mecánica. Mientras
tanto, Rafa, casi derrapando, como en las películas de especialistas, dejaba el
coche aparcado. Salió corriendo del coche, pasó raudo y fugaz por la oficina de
alquiler para tirarles – literalmente - las llaves y decir adiós, dejando a la
empleada atónita ante lo raros que eran los de Madrid. Desaforado, sudoroso,
cansado y algo hambriento, llegó a la entrada de la estación donde le esperaba
Alfredo.
-
¡Rápido corre! He conseguido los
dos últimos billetes que quedaban. Detrás de mí había un señor que quería hacer
lo mismo y no ha podido. Pero date prisa, que no llegamos.
Corrieron por la estación con los maletines a
cuestas, al tiempo que rezaban para no perder el tren, esta vez, en sentido
literal. Finalmente, con la lengua fuera, sudorosos, y con un fracaso
estrepitoso como resultado de su mini visita, consiguieron subirse al tren,
sólo un minuto antes de comprobar cómo éste se ponía en marcha. Al ocupar sus
asientos, volvieron a sorprenderse.
-
Hombre, pero ¿qué hacéis aquí?
La voz correspondía al jefe de la entidad bancaria,
que unas horas antes les había recomendado - con todo el cariño del mundo – que
no tenían nada que hacer.
-
Pues nada de vuelta de nuestra
pequeña Odisea – respondió Alfredo.
El otro los miraba con cara de asombro. Alfredo y
Rafa, debían tener un aspecto deplorable. Se habían levantado de madrugada, se
había metido para el cuerpo un viaje de 600 kms, habían malcomido en un mesón
de carretera, engullendo como pavos, estaban sudorosos y deseando llegar a casa
y meterse en la cama. Y mientras tanto, el otro, se mostraba tan tranquilo y
relajado como si acabara de levantarse de una buena siesta, cómodamente
instalado en su asiento, con su periódico y sin ninguna prisa.
Al menos el tren fue puntual. Durante el viaje,
Alfredo fue charlando con el jefe, pero Rafa, decidió descansar algo y pasar
del tema.
Llegaron a Madrid a las 23.00, recogieron el coche
de Rafa del aparcamiento y acercó a su compañero y amigo hasta su casa de Las
Rozas. A Rafa, todavía le quedaba un ratito de viaje. Llegó pasada la
medianoche. Llevaba 17 horas en danza y 1.200kms en el cuerpo.
La mejor noticia era que al día siguiente era
viernes.
En la oficina Alfredo y Rafa se reunieron con el director
Comercial y la Gorda. Esta última, recibía el despectivo apodo, no ya por su
condición de directora general, sino más bien por su hipopotámico tamaño.
Con la sorna que caracterizaba a Alfredo, - que a
veces, era de esos que te la está clavando, pero con una sonrisa - fue
relatando pausadamente todas las vicisitudes que adornaron el viaje. Era
evidente que entendieron el mensaje por la cara que iban poniendo a medida que
fueron conociendo los detalles. Pero, sobre todo, el resultado.
Alfredo y Rafa, se miraban de manera cómplice
durante la exposición del primero. Con la cara del segundo hubiera sido
suficiente para entender el estado de ánimo de ambos. Muy a menudo, la cara de
Rafa era lo suficientemente expresiva como para que a nadie se le ocurriera
preguntar nada.
Al final de la jornada, Alfredo y Rafa se desearon
un buen fin de semana.
-
Yo ahora, recojo a mi mujer y nos
vamos a Burgos – dijo Alfredo.
Rafa le miró como esperando una risa. Era evidente
que debía tratarse de una broma.
-
Pero… ¿lo dices en serio?
-
Pues claro. A mí esto no me
preocupa lo más mínimo y no me va a afectar en lo personal. Si ellos no se lo
toman en serio, yo lo básico.
-
¡¿Pero te vas ahora a Burgos?! ¡Después
de la paliza de ayer! Bueno de hace un rato, como quien dice, - decía casi
asustado Rafa.
-
No te quepa la más mínima duda –
respondió Alfredo con una sonrisa de satisfacción. Ya te contaré el lunes cómo
nos ha ido.
miércoles, marzo 19, 2025
Los amigos distantes
Hacía bastante tiempo que no tenía noticias de mi amiga M. No sabría decirlo con exactitud, pero supongo que, si hablo de un par de años, no me voy a equivocar mucho.
Nuestra
amistad surgió en la distancia; y en la distancia sigue, como alguna que otra
que mantengo. Quiero decir que a lo largo de mi vida he ido construyendo relaciones
de amistad con personas que estaban – y están – lejos de mí. Como mi amiga F.
F.
vive en Barcelona, aunque es originaria de Zamora. Hace veinte años o más,
cuando internet estaba dando sus incipientes pasos y no existía guasap ni nada
de esto, nos conocimos por la red y el método más habitual era intercambiar los
teléfonos. Y así lo hicimos.
Por
aquel entonces, yo tenía una tarifa telefónica, según la cual todas las
llamadas que hiciera desde mi fijo a otro fijo en España, a partir de las
18.00, tenían coste cero. Así es que, a partir de esa hora, llamaba a F. y nos
pasábamos dos, tres y hasta cuatro horas hablando por teléfono. Gratis. Al
final, teníamos que colgar para preparar la cena.
Ha
pasado mucha agua bajo el puente. F. continúa con su vida en Barcelona, echando
pestes de los indepes y llevando orgullosa el escudo del Real Madrid y su
bandera. F. y yo nunca nos hemos conocido cara a cara, pero de vez en cuando,
nos felicitamos las Navidades, los cumpleaños o nos enviamos algún archivo por
Messenger.
Mi
amiga Mercedes vive en Guadalajara, capital del estado de Jalisco, México.
También hará cosa de veinte años o más que contactamos por internet.
Ella
tiene ascendencia española, como tantos otros en ese país y supongo que nuestra
amistad a través de la tecnología y del océano, podría hacerla sentir más cerca
de sus ancestros. De hecho, su hermana y su cuñado, terminaron por adquirir una
casa en Coruña, lo cual, por muy tentador que sea, cruzarse el Atlántico para
pasar unos pocos días, no creo que merezca la pena.
Con
ella hemos utilizado alguna vez los avances de la tecnología y nos hemos
conectado por video conferencia. Me encanta escuchar su delicioso acento
mejicano, adornado de algunas expresiones que, enseguida, me apresuro a
preguntar qué significan.
A
través de tantos años hemos podido compartir buenos y malos momentos: el exitoso
quehacer profesional de su hija, que se la rifan las empresas; los amores que
se pierden en un país extraordinariamente machista; los viajes a Nuevo México,
a Texas o a cualquier otro estado de EEUU, con la familia o las amigas. Y más
recientemente, la muerte de uno de sus nietos que con apenas cinco o seis años,
no pudo superar un cáncer de huesos, después de un largo proceso de lucha.
¿Acaso
no es eso lo que hacen los amigos: compartir sus vivencias, sus alegrías, su
dolor; sus frustraciones?
En
un mundo en el que, al parecer, no tienes relación alguna con tu vecino de la
puerta de al lado, por algún extraño motivo eres capaz de establecer una cierta
complicidad con una persona a la que no has visto en tu vida y a la que le
confías tus más íntimos secretos. Bueno, es prácticamente seguro que esos
secretos no van a regresar a esta parte del océano, o sea, que se guardarán a
buen recaudo, pero no deja de ser llamativo que la distancia más corta entre
dos personas no sea siempre el mejor camino para una sana amistad.
Pues
con mi amiga M, de la que hablaba al inicio sucedió algo parecido.
Como
en todos los casos que he comentado nos conocimos en la distancia a través de
un curso de creación literaria.
Desde
el primer momento me sorprendió la sensibilidad y la minuciosidad de sus
descripciones. Su infinita capacidad de analizar y evaluar una frase hasta
estrujarla y dejarla seca, tras extraer de ella todos los conceptos, todas las
imágenes, todos los símiles imaginables y posibles.
M,
además del gusto por la escritura y la lectura, también tiene otras tendencias
artísticas, como la pintura.
La
última vez que intercambiamos algún mensaje por guasap, me dijo que tenía
problemas con su hijo. A partir de ese momento, me pareció que era más prudente
no atosigar con constantes preguntas para conocer el estado de salud de su
hijo. Otra íntima amiga, que también ha tenido a su hijo al borde la muerte, me
rogó que no insistiera tanto, porque ello le obligaba a recordar una y otra vez
la gravedad de la situación. Además, en el caso de esta amiga, se da la
circunstancia de que es sorda y sólo se puede comunicar por escrito con guasap,
lo que añade un obstáculo más.
Dejé
pasar el tiempo y decidí que, si en algún momento mi amiga se encontraba con
fuerzas, ya se pondría en contacto conmigo.
Ha
sido hace un par de días.
Yo
intentaba recuperar el sentido mientras dormitaba en el sofá. El teléfono me
avisó de un mensaje. Dejé pasar los minutos. Cuando lo leí, me desperté de
golpe.
Mi
amiga M, se disculpaba por haber desaparecido y no haber respondido a mis
mensajes. Me explicaba que los últimos nueve meses habían sido terribles. Su
hijo, con serios problemas de salud mental, decidió saltar por la ventana de su
casa desde el piso trece.
Con
su delicadez y sensibilidad habitual, me describió con toda dulzura cómo
depositaron sus cenizas en lo alto de un monte, bajo la sombra de un árbol.
Seguro que allí disfrutará de las vistas y estará definitivamente en paz.
No
podía creer lo que estaba leyendo. No daba crédito. No imaginaba cuánto dolor
se puede sentir cuando vives algo así. No encontraba palabras de consuelo,
suponiendo que las haya.
Pero
al margen de la tragedia, una vez más, se puso de manifiesto que, aunque mi
amiga M. viva en Canarias, mi amiga F. en Barcelona y mi amiga Mercedes en
Jalisco, México, hay una cierta amistad que perdura en el tiempo y a pesar de
la distancia. Tal vez sólo se trate de ponerle ganas.
Un
famoso bolero comienza así:
“Dicen
que la distancia es el olvido
Pero
yo no concibo esta razón
Porque
yo seguiré siendo el cautivo
De
los caprichos de tu corazón”
Imagino
que para mantener una relación en la distancia todo dependerá de la intensidad
de los sentimientos, del tipo de relación que sea – no es lo mismo amistad que
sentimental o afectiva - , del tiempo que pase, etc. Pero parece claro que la
distancia no siempre tiene que significar el olvido.
domingo, marzo 16, 2025
Los distintos tipos de soledad.
Hace unas pocas semanas supe de la existencia de este libro titulado “Mapa de soledades”, de Juan Gómez Bárcena, y enseguida me llamó la atención; y lo hizo por varias razones.
La
primera, porque me atrae el estudio que hace precisamente sobre todos los tipos
de soledades que los seres humanos podemos sufrir. No creo que haya nadie que
jamás se haya sentido solo, desamparado. De una manera o de otra, con mayor o
menor intensidad, hemos padecido la soledad.
Como
se dice en la propia presentación del libro: “Se puede estar solo por muchos
motivos. Hay solitarios forzosos y solitarios por elección; hay soledades
pasajeras y eternas; soledades que desembocan en la locura y otras que nos
llevan al placer y la creación. Se puede estar solo en una isla, como el capitán
Pedro Serrano, que inspiró la figura de Robinson Crusoe tras un naufragio en
1526, y también está sola el ama de casa que plancha mientras espera, la
estrella del pop que se refugia en su habitación de hotel y la llamada «ballena
de 52 hercios», que lleva treinta y cinco años cantando en una frecuencia que
ninguna otra ballena puede oír.”
Mientras
Juan Gómez en su libro se centra en la soledad entorno a las personas, esa
soledad que, en ocasiones, son ellas mismas quienes las generan, y en otras son
víctimas de la soledad creadas por otros, yo he querido centrarme en la soledad
de algunos trabajos.
Otra
de las razones por las que me interesaba tener el libro es porque este tema de
la soledad, está íntimamente ligado a mi post anterior en el que hablaba de la
necesidad de amar y ser amado que tenemos las personas y que, en ocasiones
constituye un problema con nombre propio.
Además,
también se da una circunstancia anecdótica.
Durante
la pandemia mi mujer me convenció para hacer un curso online de escritura
creativa. Confieso que era bastante escéptico, pero al terminar, me alegré
mucho de haberlo hecho. Tal vez, porque tuve a la mejor de las profesoras,
Irene Cuevas.
Pues
bien, hace poco volví a entrar en la web de la academia buscando a Irene,
porque al fin, se ha animado a publicar su primera novela. Y la sorpresa es que
no encontré a Irene, pero entre el profesorado sí encontré al autor del libro
que he mencionado al principio, Juan Gómez Bárcena. Así es que era otro
aliciente más para hacerme con el libro.
Y
finalmente, porque cuando se menciona la palabra soledad, enseguida me vienen a
la mente algunas imágenes de personas que desempeñan trabajos que resultan
especialmente solitarios.
Así
es que tengo motivos más que suficientes para leer el libro y establecer algún
puente con algunas de mis ideas.
Por
ejemplo, siempre que dejo el coche en un parking y veo a una persona tras los
cristales de la caja central, intento imaginarme a mí mismo desempeñando ese
trabajo. ¿Sería capaz de soportar ocho horas diarias, enterrado en vida, en una
atmósfera insana, sin más luz que la que proporcione la artificial de la
oficina; sin más conversaciones que las de aquellos que no saben usar los
cajeros automáticos o los que quieren abonar con un billete de gran valor? Sinceramente,
me parece más que un trabajo una condena.
He
puesto como primer ejemplo el del parking porque es el que más frecuento, pero
hay muchos otros; y para mí el paradigma de todos ellos es el del mítico
farero; ese hombre – otra vez la mayoría son hombres – solitario, aislado en un
lugar sin comodidades, soportando tempestades y con escaso contacto humano
pocas veces por semana.
Probablemente,
hoy en día esta imagen romántica del farero, de trato hosco, taciturno, mal
aseado, parco en palabras, haya mutado hacia un ingeniero treintañero que
maneja, controla y gestiona el funcionamiento del faro a través de su ordenador
portátil, o mediante una APP instalada en su móvil, mientras él se dedica a
investigar en la paz y el sosiego que le proporciona el silencio, los agujeros
negros.
Algunos
de los empleos que identifico con la soledad están anclados a mi más lejana
infancia y como consecuencia, la inmensa mayoría, ha desaparecido o han
cambiado notablemente su carácter de aislamiento. Me refiero, por ejemplo, a
los serenos.
Para
los más jóvenes explicaré quiénes eran los “serenos”.
En
aquella España gris, en blanco y negro, con un solo canal de TV, al anochecer,
como si de murciélagos se tratara, aparecía una especie que con el tiempo se
extinguió. Era el sereno.
El
sereno era una figura respetada en el vecindario. Era una especie de policía de
barrio que actuaba en solitario, sin uniforme y sin más armas que su garrota o
chuzo, una especie de lanza corta compuesta por un palo con un pincho en la
punta. Estaba a cargo de un barrio, una serie de manzanas, alrededor de las
cuales vigilaba la noche impidiendo con su presencia que se produjeran robos de
coches, altercados, o se alterara la paz de los durmientes. Era una especie de
súper héroe de Marvel, pero más castizo y sin tanto marketing.
Para
hacerse notar golpeaba el cayado contra el suelo. Si llegabas a casa y te
encontrabas con tu portal cerrado y por casualidad, no tenías llave, sólo
tenías que dar unas palmadas y gritar tan fuerte como pudieras ¡sereno!
Dependiendo de dónde estuviera en esos momentos y de su capacidad de
orientación, al cabo de unos minutos escuchabas al sereno anunciando su llegada
con un ¡ya va! al tiempo que emitía señales acústicas con su palo. En caso
necesario usaban un silbato, al más puro estilo Bobby londinense, para dar la
señal de alarma.
Su
trabajo se esfumaba cuando asomaban los primeros rayos de luz.
Sin
embargo, originariamente, el cuerpo de serenos no nació con el fin de
salvaguardar a los ciudadanos, como comúnmente se piensa, sino más bien para
encender, apagar y mantener los faroles en óptimo estado. Su misión
principal consistía en resguardar los citados elementos y evitar que los
gamberros los destrozasen. Un trabajo que se remonta a 1765, cuando Carlos
III liberó a la población de la obligación de cuidar los faroles, que
previamente mandó colocar en las calles. ([1])
Como
curiosidad cabe destacar que este cargo requería cumplir con una serie de
requisitos: tener 20 años cumplidos, medir -como mínimo- cinco pies de altura,
clara voz, robustez y agilidad además de no haber sido procesados por
embriaguez o camorrismo.
Esta
figura desapareció de nuestra geografía nocturna en 1977. Más de doscientos
años después de haber sido instaurada.
Pero
olvidémonos de los trabajos que ya han desaparecido; como el del sereno, el
vendedor de carbón para los braseros con los que muchos se calentaban en sus
casas cuando no había calefacción; el de la chica que arreglaba las “carreras”
en las medias de las señoras, el vendedor ambulante de lana de oveja para relleno de los colchones, o el afilador, un vagabundo que afilaba toda
clase de cuchillos, navajas y tijeras.
A
pesar de la evolución de la sociedad y de sus empleos, sigue habiendo trabajos
en los que la soledad puede provocar trastornos importantes en esos
trabajadores. Por ejemplo, los vigilantes nocturnos, los teletrabajadores, los
que hacen guardia nocturna en una gasolinera, etc.
Y
he dejado para el final -y no por menos importantes- a los estudiantes; a esos
jóvenes que en un momento dado, deben abandonar su entorno natural, su familia,
sus amigos, sus compañeros de colegio o instituto, y comenzar a vivir, de la
noche a la mañana, una vida radicalmente distinta, en una ciudad desconocida,
en un entorno hostil, lejos de sus seres queridos y enfrentados a los lugareños
que sí dominan el entorno.
Como bien dice el autor del libro, hay muchas clases de soledad. Yo añadiría que hay muchas personas que tienden a confundir la soledad con la independencia. La soledad, generalmente viene impuesta; la independencia es un ejercicio de tu libertad.
[1] Cristian Quimbiulco – ABC (02/07/2015)
viernes, marzo 14, 2025
Víctimas de la limerencia.
Prácticamente cada día los medios de comunicación nos advierten de nuevas y sofisticadas formas de las que se valen los bandidos para conseguir nuestro dinero, usurpar nuestra identidad o vaya usted a saber qué fines inconfesables pretenden. De hecho, hace ya años, una persona que yo conocí muy de cerca, fue víctima de una estafa por internet, lo cual, además de un quebranto económico y el bloqueo por vía judicial de sus cuentas, le supuso estar bajo sospecha de la policía por blanqueamiento de capitales. Bromas, las justas. Su situación económica era angustiosa y terminó perjudicando a su capacidad de analizar fríamente la situación. Se trataba, en definitiva, de una persona desvalida, una condición indispensable para este tipo de engaños.
Quien
más, quien menos, recibimos en nuestro email o en nuestro WhatsApp alguna
noticia que en principio tiene toda la apariencia de ser inofensiva y, por
tanto, legal, pero que, en realidad, encierra una trampa, más o menos
sofisticada. En este sentido, los que “pican” no es que sean especialmente ingenuos
o lerdos; no olvidemos que el software de espionaje Pegasus, por poner sólo un
ejemplo, se instaló en los móviles del presidente del Gobierno y de varios
ministros, sin que hasta la fecha sepamos cuántos fueron infectados, ni qué
tipo de información consiguieron, ni quién fue el responsable. A lo mejor fue a
raíz de esos hechos cuando les entró a todos una fiebre convulsa por borrar
mensajes y cambiar de móvil cada semana.
Sin
embargo, a los mortales nos llegan otro tipo de mensajes: unos nos hacen creer
que tenemos un paquete pendiente de ser entregado; otros, que hemos sido
elegidos para formar parte de un sorteo; o bien, que nuestro banco ha decidido
confirmar los datos que ya tienen, etc. y como denominador común, o bien,
enviar una cierta cantidad de dinero o proporcionar datos bancarios.
Pero,
lamentablemente, también se ha puesto de moda un tipo de estafa que encuentro de
una vileza y una bajeza moral inauditas. Se trata de hacer creer a algunas personas
que han despertado un inusitado interés amoroso en quien les escribe.
Quién
puede negarse a sí mismo la posibilidad de despertar semejante pasión, aunque
tan solo se trate de una foto y un perfil en una red social. Quien va a renunciar,
tenga la edad que tenga, a volver a sentir las mariposas en el estómago, las
palpitaciones del corazón, la respiración agitada, propias del estado del
enamoramiento. Quien puede hacer oídos sordos a unas palabras vertidas con estudiada
sagacidad en un papel, que nos halagan y nos rejuvenecen. ¿Acaso la mera
presencia en ciertas redes sociales no tiene como objetivo paliar la soledad,
encontrar de nuevo el amor?
El
proceso es bien simple en su maquiavélico objetivo: se trata de convencer a la
víctima de la sinceridad de los sentimientos vertidos en unos mensajes, para, una
vez que la víctima ha mordido el anzuelo, el estafador comenzará a solicitar el
envío de dinero por las razones más esotéricas y variopintas, mientras la
víctima, convencida de que está haciendo un bien a su amado(a), continúa
colaborando con el mayor de los entusiasmos, convencida de que, al fin, el
destino le ha proporcionado el amor, el cariño y el afecto que tanto tiempo ha
estado anhelando.
El
perfil característico de este tipo de víctimas es el de una persona con unas
carencias afectivas severas, lo que las convierte en especialmente vulnerables
ante las supuestas demostraciones de una pasión desenfrenada. Podemos hacernos
mayores, incluso muy mayores, pero la necesidad de afecto, de cariño, de
sentirnos queridos, amados, eso no desaparece. En algunos casos podemos
encontrarnos con que lo que empezó como un enamoramiento puede llegar a derivar
en obsesión. Es lo que se conoce como limerencia.
A
veces, para asegurar la colaboración del pobre ingenuo, el falso perfil
representa a un famoso. Hoy mismo, en las noticias, ha salido una mujer mayor
que estaba convencida de que Enrique Iglesias se había enamorado perdidamente
de ella. La pobre señora, llorando a lágrima viva, le transmitía que sus
sentimientos eran sinceros y le rogaba al cantante que le confirmara si él
sentía lo mismo por ella.
¡Cómo
somos los seres humanos! Incluso cuando nos demuestran que nos han estafado en
el más amplio y perverso sentido del término, necesitamos que nos lo confirmen.
Habrá
gente que, al conocer este tipo de estafas se burlen de las víctimas, por
incrédulas, por necias o por lo que sea, pero a mí, personalmente, aparte de
los trastornos psicológicos que puedan tener – que seguro que los tienen – me producen
una pena inmensa. Y para aquellos que se aprovechan de su vulnerabilidad el
mayor de mis desprecios.
Fue
la psicóloga Alejandra Vallejo Nájera la que dijo:
"El
desamor es el principal problema emocional de nuestros días y todas las heridas
emocionales adyacentes: el rechazo, la humillación, el abandono, la
injusticia, la traición. Necesitamos amar y que nos amen”.
Basarse en esta necesidad para realizar una estafa, es de una mezquindad infinita.