sábado, mayo 31, 2025

Somos un extraño país.

Hace unos días recibí una llamada justo en el momento en el que iba a comenzar a comer. Se trataba de una encuesta de carácter político. Concretamente sobre el aumento en el gasto militar que se nos exige desde la OTAN. Me pareció un asunto de tanta importancia que no me importó postergar unos minutos el almuerzo.



Lo que me sorprendió fue la primera pregunta. Reconozco que no era la primera vez que en casa recibimos alguna llamada de este tipo, pero lo normal, es que las preguntas ofrezcan algunas alternativas ya cerradas: A, B, C, mucho, poco, nada, etc.  Sin embargo, en esta ocasión la pregunta fue totalmente abierta: «En su opinión, cuál es el problema más grave que tiene España»

Y de la respuesta que di, viene esta reflexión.

Llevamos una buena temporada a base de escándalo semanal en la prensa y su correspondiente trifulca en el Congreso. Todo lo cual, hasta cierto punto, me parece lógico y normal. Los que están en el Congreso, están porque les hemos votado nosotros, así es que ni entiendo ni comparto que algunos se rasguen las vestiduras y acusen a los diputados de “no ponerse de acuerdo”. Pero, oiga usted: ¿acaso se ha puesto usted de acuerdo con su vecino o su cuñado a la hora de ir a votar? ¿Acaso no ha votado cada uno a quien ha elegido? Entonces, ¿de qué se extraña que haya voces discordantes en el Congreso si es ahí donde se representa a todos los españoles?

Cada día nuestra capacidad de asombro se pone a prueba: Un día nos despertamos con las maniobras de todo un fiscal general empeñado a llevarse por delante a Aysuo de la forma que sea; otro día sabemos de los motes con el que el presidente se refiere a miembros del Consejo de ministros, la mayoría de ellos, de desprecio. Otro día descubrimos que hemos estado pagando con nuestros impuestos los viajes en avión oficial de una fulana que acompañaba a un ministro. Y después hasta le pagamos sueldos en empresas públicas, a esas fulanas. Y para más inri, ni siquiera iban a trabajar.

Un número desconocido de supuestos asesores con salario inusualmente indecente para lo que se supone que hacen. Nepotismo a cara descubierta, favoreciendo a docenas (tal vez cientos o miles) de personas por ser colegas del partido, del sindicato, de ambos o simplemente familiares directos o indirectos, con lo que la red se extiende hasta el infinito.

Y todo eso en un país con un índice de paro que es el doble de la media en Europa. Un país en el que las familias tienen dificultad para llegar a fin de mes; les resulta complicado poder alimentarse adecuadamente, porque el precio de la carne y del pescado les obliga a comer menos del que sería aconsejable.

La lista de escándalos es tan amplia, tan diversa, que paraliza la imaginación de cualquiera.

Sin embargo, y con todo y con eso, lo que más me preocupa no son los miles de sueldos escandalosos que pagamos a estómagos agradecidos de los partidos. Lo que más me preocupa es que la propia estructura del Estado está siendo atacada desde dentro con un auténtico Caballo de Troya.

Hubo un momento de nuestra historia en la que todos, absolutamente todos, sin excepción, remamos en la misma dirección. Fue el período constituyente que culminó el 6 de diciembre de 1978 cuando los españoles aprobamos por abrumadora mayoría la nueva Constitución. Una Constitución que aparcaba el pasado y que miraba al futuro.

Pero con el transcurrir de los años cada vez es más acusada la sensación de que algo se les pasó a los redactores de la Carta Magna. Tal vez fueron las prisas o tal vez fue, simplemente, que a nadie se le pasó por la imaginación que se intentara destruir el andamio desde el mismo poder.

Porque hay instituciones que son y DEBEN SER ajenas a los partidos políticos. Y cuando un gobierno se jacta de que la Fiscalía depende del gobierno, y se la apropia, la democracia está en serio riesgo de desaparecer.

Y esta idea del Caballo de Troya me trae recuerdos históricos que no me gustaría nada se repitieran en España. Por ejemplo, Hitler.

El partido que fundó se presentó a las elecciones generales y en un principio lo único que consiguió fue hacer el ridículo. Lo siguió intentando y finalmente – no quiero extenderme mucho -, el 30 de enero de 1933, Hitler fue nombrado canciller de Alemania por el presidente Hindenburg. A partir de ese momento, destruyó lo que de democracia había en esa Alemania y la convirtió en un estado fascista. El resto ya lo conocemos.

Un poco más tarde, tras la Segunda Guerra Mundial, los países detrás del telón de acero, fueron sucumbiendo a las maniobras de los diferentes Partidos Comunistas de cada país, quienes manipulando las elecciones, las urnas, las leyes y todo lo que se les ponía por delante, terminaron acaparando el poder en todos y cada uno de esos países, siguiendo las instrucciones de Moscú.

Una trayectoria parecida es la que siguieron algunos dictadores hispanoamericanos como Hugo Chávez en Venezuela, Daniel Ortega en Nicaragua, o más recientemente, Putin. Entraron en política con leyes democráticas y en cuanto pudieron, cambiaron las leyes y la Constitución para perpetuarse en el poder y convertir sus países en dictaduras comunistas.

En España se pretende instaurar y extender una censura periodística, estableciendo una censura desde la propia Cámara.

21/03/2025 

«El Gobierno y sus socios han registrado una propuesta de modificación del Reglamento del Congreso que permitirá impedir el trabajo a los periodistas en la Cámara.

El texto, apoyado por Sumar, Podemos, ERC, Junts, Bildu, PNV, BNG y Coalición Canaria, al que ha tenido acceso OKDIARIO, establece que la Mesa de la Cámara – en la que PSOE y Sumar tienen mayoría- adoptará las medidas adecuadas en cada caso, para facilitar a los medios de comunicación social la información sobre las actividades de los distintos órganos del Congreso de los Diputados.

En este contexto, «regulará el procedimiento para la concesión y renovación de credenciales a los representantes gráficos y literarios de los distintos medios, con objeto de que puedan acceder a los locales del recinto parlamentario que se les destine y a las sesiones a que puedan asistir».

Los ataques a los jueces son cotidianos y hasta las promueve el propio ministro de Justicia. Con ello se está dinamitando el respeto a la estructura básica de cualquier democracia y la separación de poderes.

Si el Tribunal Constitucional y el CGPJ están al servicio del gobierno de turno, ya no existe democracia.

Si se censuran a los medios de comunicación porque denuncian las corrupciones, ya no hay libertad de expresión.

La democracia se basa en un conjunto de contrapesos, de mutuos controles entre instituciones, que deberían impedir la deriva dictatorial de cualquier aspirante a detentar el poder de modo transitorio y que pretenda perpetuarse en él.

Pero cuando se retuercen los conceptos básicos se está atentando contra los cimientos de la propia democracia.

La malversación de dinero público debería ser un delito, aquí y en Tombuctú. Y no es aceptable el falso argumento de que, si quien ha robado, lo ha hecho en beneficio propio y exclusivo o bien, ha sido para favorecer a sus amigos. Es decir, no debería servir la excusa de que no se ha metido el dinero en su bolsillo.

Robar es robar, y si aquellos que defraudan a Hacienda tienen que responder de sus actos, los que desvían fondos públicos para otros fines que los previstos, deberían hacer lo mismo.

Y, sin embargo, en este extraño país en el que parece que no pasa nada porque la vida sigue como si tal cosa, cada día nos enteramos de cosas que, en cualquier otro país, habrían hecho caer al gobierno tras numerosas, tumultuosas y violentas manifestaciones callejeras.

Recordemos, lo sucedido en nuestro país vecino, en Francia, con los “chalecos amarillos”. Esta movilización tiene su origen en la difusión en las redes sociales de llamadas de los ciudadanos a protestar contra el alza en el precio de los combustibles, la injusticia fiscal y la pérdida del poder adquisitivo. 

El movimiento también se extendió, en menor medida, a otros países vecinos principalmente BélgicaPaíses BajosAlemaniaItalia, y España.

Y aquí, en España, tenemos que soportar el acoso a los jueces y fiscales que no se arredran ante las amenazas del gobierno. Nos enteramos que pagamos sueldos a prostitutas y que ni siquiera van a trabajar a la empresa pública. Que pagamos los destrozos en algún Parador consecuencia de una fiesta salvaje con esas mismas prostitutas (u otras). Que la familia del presidente, padres, esposa, hermano y cuñado (de momento), se han beneficiado de dinero público en función de su situación y acceso al poder.

¿Alguien se imagina qué habría pasado en Francia, en Alemania o en Finlandia, con sólo la cuarta parte de lo que está pasando aquí?

Por cierto, y ya para terminar, mi respuesta a esa pregunta que me hicieron en la encuesta que mencionaba al principio, fue: «EL GOBIERNO».

jueves, mayo 29, 2025

Eusebio, la guillotina y los palomos.


Yo creo que no hay nada mejor para convertirse en un acérrimo defensor de la paz, que haber formado parte de una guerra. O al menos, eso creo que le pasó al bueno de Eusebio.

Eusebio era un tipo culto, con una curiosidad insaciable y totalmente obsesionado por todo aquello que tuviera que ver con la electrónica. Tal vez por eso, durante la Guerra Civil española, estuvo a cargo de las transmisiones de su unidad, con algún general cuyo nombre no es relevante. Una vez terminada la contienda y después de haber sufrido no pocas vicisitudes, terminó por instalarse en Galicia, donde abrió un establecimiento dedicado, entonces, a las radios y mucho más tarde, a las televisiones y electrodomésticos. Esa televisiones TELEFUNKEN, que parecían armarios por su enorme tamaño y que utilizaban unas bombillas más grandes que las de la lámpara del salón. 

Para su jubilación eligió un pueblo al lado de la costa coruñesa, Oleiros, y en una de sus urbanizaciones, se hizo construir una casa al borde del acantilado, con unas impresionantes vistas al Océano Atlántico, la bahía de Coruña, la Torre de Hércules, y desde cuyo jardín contemplaba las idas y venidas de todo el tráfico marítimo, que no era poco. 

A pesar de haberse jubilado lo que el bueno de Eusebio no podía evitar era la pasión que tenía por todo aparato, fuera de lo que fuera. Arreglar cualquiera de ellos, suponía un reto, un desafío para él y cuando alguno de sus vecinos le llamaba para “ver si me puede arreglar una televisión que está en el garaje desde hace 30 años y que era de mi padre, pero la tengo mucho cariño”, el bueno de Eusebio, rebuscaba en su propio garaje, que era un auténtico bazar persa, un almacén de piezas viejas, obsoletas o reconvertidas, y finalmente conseguía que aquel vetusto aparato del vecino que llevaba 30 años muerto, resucitara. Tal vez por este tipo de cosas, entre los lugareños tenía un halo de mago, de científico loco. Y tal vez por estas cosas, en cierta ocasión, uno de sus vecinos, le regaló un par de palomos, en señal de agradecimiento. El problema era que los palomos estaban vivos.

A Eusebio ni se le pasó por la cabeza rechazar el presente de su convecino. Dentro de su estricta escala de principios y valores no figuraba ni por asomo, rechazar ni siquiera educadamente un regalo, aunque ahora tuviera que enfrentarse al hecho de ver cómo mataba a los pichones.

Dada su experiencia vital durante la Guerra Civil la idea de matar a un ser vivo le resultaba inasumible, máxime si además, eran dos seres indefensos. La visión de la sangre le producía repelús y lo consideraba casi un asesinato. Así es que optó por algo que consideró más limpio: introducir a los pichones en el congelador y esperar a la muerte por hipotermia. Al menos, no tendría que matar con sus propias manos a los pobres pichones, que estarían muy ricos, pero en el fondo no tenía nada personal contra ellos. 

Después de unas cuantas horas dentro del congelador, consideró tiempo suficiente para haber matado a los pichones de frío; lo abrió esperando encontrar los cadáveres de las aves. La sorpresa fue que los pichones deben aguantar un montón el frío porque los dos, estaban vivos. Helados de frío y acordándose de la madre del individuo que les había metido allí, pero vivos.

Fue entonces cuando después de comentar la circunstancia con alguien, le dijo claramente: “no, hombre, Eusebio. A los pichones hay que degollarlos. Se les corta el cuello como a las gallinas y se deja que se desangren”. La sola idea sugerida por su amigo el lugareño, casi le hace vomitar. Se sentía incapaz de realizar con sus propias manos semejante aquelarre sanguinolento, al más puro estilo “la matanza de Texas”. Así es que puso su ingenio a trabajar y encontró una solución a medio camino entre la propuesta de su vecino y sus principios: fabricaría una guillotina, como las que usaban los franceses para deshacerse de aquellos que no les gustaban incluidos, los reyes. Y enseguida se puso manos a la obra.

No fue fácil fabricar una guillotina con los materiales de los que disponía y sobre todo, para el tamaño de los pescuezos de los pobres pichones, que me imagino, que después del frío que debieron pasar en el congelador durante esas horas, estarían pensando qué nueva putada les estaban preparando. El caso es que al final, Eusebio, consiguió terminar la guillotina, aunque tenía sus dudas sobre si el peso de la hoja al cortar, sería suficiente para seccionar de un solo tajo el pescuezo de ambos animalitos. Porque hay que decir, que la guillotina era doble. Nunca se le pasó por la cabeza utilizar la guillotina dos veces, de modo secuencial, para matar primero a un pichón y luego al otro. Los malos tragos cuanto antes mejor y por eso diseñó la primera guillotina doble de la historia.

Una vez terminada su maléfica obra la cosa se trataba de coger a los palomos y de meterles la cabeza en el hueco que había construido en el aparato. No sin esfuerzo y probablemente con alguna ayuda externa, consiguió coger a los pichones y colocarlos en el cadalso, listos para ser degollados, tal y como le habían aconsejado que debía hacerse.

Pero una vez colocados los pollos en su lugar, algo debió suceder, porque Eusebio, una vez más, se vio superado por el horror de tener que matar a dos seres vivos con sus propias manos. 

Ya fueraporque los pichones intentaban evadirse de su destino, ya fuera por el escándalo que pudieran estar organizando, el caso es que Eusebio, cambió nuevamente el estilo de dar por finalizada la vida de los pichones. En lugar de seccionarles el cuello, con el consiguiente desangrado de los bichos había decidido fusilarlos. Al fin y al cabo, un fusilamiento, siempre guarda algo de clase y estilo. Y así lo hizo. 

Ya tenía a los pichones, mal que bien, colocados en la guillotina y no podían escapar. Así es que fue en busca de su escopeta de perdigones que guardaba en el garaje y los balines. Disparó en la cabeza del primero, dejando tieso al bicho y repitió la operación de fusilamiento con el segundo. Por terrible que le pareció la operación, al menos, proporcionó una muerte digna a los pichones. 

Luego, creo que se los regaló a un amigo, incapaz de poder comérselos, debido a sus remordimientos de conciencia y sus escrúpulos.

miércoles, mayo 28, 2025

Dios aprieta, pero no ahoga

La vida no es que le hubiera golpeado, es que le estaba vapuleando. Era como si le hubieran hecho subir al ring a enfrentarse a Casius Clay en sus mejores tiempos, y no hacía más que recibir golpes por todas partes, que le mantenían en un estado catatónico, grogui, pero en pie, por lo que seguía recibiendo estopa de lo lindo. Podría haber optado por tirar la toalla, rendirse, hacerse el muerto, o salir huyendo de aquel combate en las que llevaba las de perder, pero su pundonor y su carácter indomable se lo impedían. En el fondo de su inocente alma, pretendía que, o bien Casius Clay se aburriría de su superioridad, o bien, que terminara por cansarse físicamente. El caso es que sobrevivía peleando como un jabato contra una mole invisible, cuyos golpes, a pesar de todo, dolían.

Subsistía en un apartamento del que sabía que tendría que salir más pronto que tarde, porque sus escasos ingresos apenas alcanzaban para comer, pagar la calefacción, la luz, internet, el mínimo uso del móvil, el seguro del coche y la escasa gasolina que usaba. Sólo utilizaba el coche lo absolutamente necesario para trasladarse a alguna entrevista de trabajo, que realmente, eran pocas o ninguna. Es decir, mantenía los servicios mínimos, imprescindibles, para poder seguir buscando trabajo, tarea que le llevaba más de diez horas diarias desde hacía más de un año. 

Había reducido la ingesta de alimentación a una ración semejante a la de un eritreo, lo cual, había contribuido a tener una figura algo más estilizada. 

A pesar del frío de aquel invierno, no se podía permitir el lujo de dormir con la calefacción encendida por la noche. Así es que, se escondía bajo la sábana y el edredón con los que se cubría, y procuraba no moverse demasiado ni sacar mucho la cara no se fuera a gangrenar algo. Lo malo era cuando tenía que levantarse en mitad de la noche al baño. Afortunadamente, el suplicio no duraba mucho porque el baño lo tenía enfrente del dormitorio y cuando salía de su cubículo calentito, procuraba taparlo para sentir algo de calor a su regreso. 

Había desarrollado unas normas de estricto cumplimiento, casi de disciplina militar. Cada día se levantaba a las nueve, encendía la calefacción y se disponía a desayunar un café y dos madalenas.  Después, cuando ya había entrado un poco en calor tanto él como el apartamento, se metía en la ducha y disfrutaba del agua hirviendo que le ayudaría durante algún tiempo a mantener una temperatura asequible. A pesar de todo, el único radiador del que disponía el apartamento en el salón, estaba estropeado y no calentaba lo suficiente, lo que le obligaba a permanecer con el plumas puesto la mayor parte del día. 

Después de asearse se sentaba delante de su ordenador con la vana esperanza de ver si tenía alguna respuesta en su bandeja de entrada, a las docenas de currículos que había enviado. Una vez verificado el silencio por vía del correo, como cada día, se disponía a navegar por internet en busca de ofertas de empleo, en España y en el extranjero, tarea a la que dedicaba la mayor parte del tiempo. 

En alguna ocasión, abandonaba la obsesiva búsqueda de empleo tan sólo unos minutos, a fin de trasladarse al supermercado más cercano a comprar lo imprescindible para subsistir. 

A pesar de su lacrimógena situación había conocido a Marina, una mujer a la que, al parecer, por alguna extraña razón, no le importaba mucho la situación tan precaria por la que estaba atravesando. Es más, él sintió desde el principio que ella estaba a su lado, le apoyaba, le aconsejaba y le animaba a no desanimarse. Dado que ella trabajaba, sólo podían verse los fines de semana y su plan, la verdad sea dicha, no es que fuera como para tirar cohetes.

Él pasaba los viernes por la tarde por casa de ella que afortunadamente, no distaba mucho de donde él vivía, con lo que el gasto de gasolina, era mínimo.  Luego, regresaban al apartamento de él y si el tiempo lo permitía, daban un ligero paseo por la zona, antes de cobijarse en la casa, donde como único lujo, se tomaban una copa, veían la tele o algún DVD, cenaban espaguetis y después hacían el amor. Lo peor de todo, es que de madrugada, debía devolver a su chica a su casa, más que nada porque la cama de era individual y a duras penas cabían los dos y así, era imposible dormir. La operación, con escasas variaciones, se repetía los sábados y los domingos.

Pasaba el tiempo y la situación ni mejoraba ni tenía visos de que fuera a hacerlo a corto plazo, lo cual, suponía una carga emocional importante en su ánimo. La situación económica fue empeorando, hasta hacerse casi insostenible. Hasta que un día llegó al máximo de lo ridículo.
Como cada viernes debía ir a buscar a su chica, pero el depósito de gasolina de su coche, estaba casi en el nivel de asfixia. Claro que su cuenta corriente estaba aún peor y no tendría ingresos hasta el día siguiente. De la tarjeta, mejor ni hablar. Así es que la alternativa era o no ver a su chica o gastar algo de dinero en gasolina. 

Estuvo haciendo cálculos infinitesimales y logarítmicos acerca de cuánto podría gastar su coche en los trayectos, habida cuenta de que la verdad, es que el coche gastaba poco, pero lo que se le iba a pedir al vehículo, rayaba la proeza y la entrada en el libro Guiness. Finalmente, tomó la decisión.

Se presentó en la gasolinera más cercana a su domicilio y con extremo cuidado - no fuera a pasarse- , rellenó el depósito con 3 euros! No tres litros, tres euros. Eso le daba para algo más de dos litros y esperaba que fuera suficiente. 

Con más orgullo que vergüenza, pasó por caja y el dependiente debió quedarse estupefacto al comprobar que había mecheros que gastaban más. Es de suponer que el hombre debió pensar que no iba a ir muy lejos, y lo cierto es que él también se lo temía. El caso es que se dirigió a buscar a Marina, a velocidad reducida para consumir menos y tuvo la suerte de que el coche no le dejara tirado por falta de combustible. 

Desde entonces está seguro que ostenta el record mundial de echar menos gasolina en un coche y que no se pare.

Como fue la última vez que utilizó esa gasolinera, también está convencido de que el dependiente piensa que se quedó tirado en mitad de ninguna parte.

domingo, mayo 25, 2025

Héore anónimo

Domingo es un nombre ficticio, porque es un héroe. Héroe anónimo, pero héroe, al fin y al cabo. A pesar de producirse la enorme contradicción de que ha salido en los medios escritos de medio mundo.



Domingo es un hombre que ronda los 60 años. Delgado hasta el extremo de pensar que sufre algún tipo de enfermedad, pero que después de charlar con él, caes en la cuenta que puede que se deba a la conjunción de una complexión delgada y una pasión por el ejercicio. 

De su boca salen las palabras a borbotones, enlazando un tema con el siguiente y obligándote a prestar mucha atención porque como parpadees, te lo pierdes. Con su característico acento que no ha perdido a pesar de llevar toda la vida viviendo fuera de su tierra, te van desgranando - casi apabullando - con todos los recuerdos que se le vienen a la mente.

Así, en los apenas 20 minutos que compartes con él, descubres que la enorme cicatriz que le cubre gran parte del lado derecho de la cabeza, - donde apenas le crece pelo - se debe a un atentado de ETA, del que pudo salir vivo y con más suerte que muchos de sus compañeros. Y te cuenta que con 18 años y en la época de plomo de la banda terrorista, se alistó voluntario para ir a luchar al País Vasco, sin que sus padres lo supieran. Y entonces su gesto se tuerce y su voz se torna en un tono triste. Rememora aquellos años, sus amigos asesinados, en la calle, sus compañeros de armas, y lo que sucedía dentro de los cuarteles con los detenidos. Estaba horrorizado sólo de recordarlo.

Sin ninguna razón aparente que lo justifique, de pronto salta y con la misma ametralladora de palabras que brotan de su boca, te cuenta que dio la vuelta al mundo en bicicleta. Que lo hizo por razones humanitarias y que allí por donde pasó, fue creando organizaciones benéficas, de ayuda a los niños, a las personas pobres, a los más necesitados. 

Te cuenta, orgulloso, cómo en cierta ocasión evitó que a una joven le fueran a amputar una pierna por una herida que tenía. Y como demostración de que todo lo que dice es cierto, abre la maleta - no sin antes tener que hacer un esfuerzo por recordar cuál es el código de 4 cifras para hacerlo - y entre la ropa interior y debajo de la escritura de su casa - que se ha traído consigo porque no se fía mucho de dejarla allí - te enseña multitud de recortes de periódicos, principalmente de Latinoamérica, en los que se habla de su hazaña, con fotos, en las que a duras penas, consigues identificarle, debido al enorme cambio físico experimentado.

Y así, asaeteado por su impresionante verborrea y asombrado de que personas así existan y den su vida por otros, te va contando, como la cosa más natural del mundo, que en su deambular por el globo terráqueo, le han atracado un sinfín de veces, que le han dado palizas que le dejaron medio muerto, que le han amenazado con cuchillos, navajas, machetes y pistolas. Que ha estado a punto de morir en muchas ocasiones. Que le han robado y le han dejado sin nada en mitad de un país extranjero. Que le robaron su bicicleta, mientras daba la vuelta al mundo y que tuvo que solicitar otra a su proveedor oficial. Y que, desde hace unos años, comparte su vida con una chica mucho más joven que él. Una chica nacida en Guinea y modelo de profesión, con la que espera un niño.

Y tú sabes que, si te quedas charlando con él, podrías estar días y días escuchando y tomando notas para escribir varios libros. Pero eres consciente de que son las cuatro de la tarde, que tienes que llegar a casa y que tienes que comer.

Y en el viaje de regreso a tu casa, te das cuenta de que a tu alrededor y sin que te lo esperes, hay personas que son capaces de arriesgar su propia vida para mejorar o salvar la de otros. 

Domingo ha recorrido el mundo entero haciendo el bien a todo el que pudo. Nadie lo sabe, nadie le conoce y él, se limita a confesarte, cuando te estás despidiendo: “Me gustaría volver a encontrarme con todas esas personas. Me gustaría ver a la chica a la que le salvé la pierna. Me gustaría saber qué ha sido de ellos, cómo les va ahora.” Y lo dice emocionado, entusiasmado de haber podido ayudar a alguien. 

Su respeto por los seres vivos llega al extremo de que tanto él como su pareja, son veganos. Ni comen ni utilizan nada que tenga que ver con animales. Otra de las razones por las que su aspecto físico, parece la de un enfermo.

Por todo ello, cuando regreso a casa, intento asimilar el tsunami de información que he recibido y me asombra haber podido encontrar a un ser humano como Domingo. Militar retirado, creador de innumerables ONG’s a favor de los más necesitados, por todo el mundo. Antiguo componente de un grupo musical. Superviviente de un atentado terrorista. 

Como dijo el poeta: en el mejor sentido de la palabra, un hombre bueno.

jueves, mayo 22, 2025

El afilador y mi vecina de Carolina del Sur.

Tenemos unos vecinos nuevos desde hace cosa de unos seis meses o así. Vienen desde Carolina del Sur, aunque como dice ella misma: “tienen un marcadísimo acento de Nueva York”. O sea, que no pillo ni la décima parte de lo que a ritmo de ametralladora sale de sus labios. Pero aparte de eso, son buena gente.



Hace un par de días ella nos envió un guasap toda asombrada: no sabía lo que estaba pasando. Una extraña música acompañada de una grabación, parecía que anunciaban algo y ella no entendía nada.

El misterio era sencillo de entender, pero sólo para los que ya tenemos unas canas: se trataba de un afilador. Y cuando le explicamos de qué se trataba, se quedó maravillada y decía: “en mi país no tenemos eso”.

Qué sensación tan extraña, incluso para un aborigen como yo, escuchar en pleno siglo xxi la musiquita inconfundible del afilador; una figura que para muchos es desconocida.

Volver a escucharlo tantos años después, me ha transportado en un viaje relámpago a mi niñez cuando, incluso en una ciudad como Madrid, era habitual ver en ciertos barrios, a ciertos oficios hoy desaparecidos. El afilador era uno de ellos.

Anunciaba su presencia con una melodía inconfundible cuyos tonos salían de una flauta de pan o chiflo. El hombre usaba una bicicleta especialmente adaptada de tal forma que, llevaba montada en su parte trasera el esmeril mecánico con una piedra de afilar. Con un simple gesto de elevar la parte trasera ya estaba disponible para afilar, “tijeras, cuchillos, hachas…”. 

Se desplazaba a paso lento, algo cansino, sin prisas. Con ello y su cantinela daba tiempo a las amas de casa para arreglarse lo justo y bajar a la calle para aprovechar los servicios profesionales del hombre.

Antes de llegar a las grandes ciudades el oficio de afilador era de gran importancia y raigambre en el mundo rural, sobre todo en áreas tradicionalmente agrestes, montañosas y, por ende, mal comunicadas. Galicia era un claro ejemplo.

Trabajadores itinerantes, sin raíces conocidas en ninguna parte, establecieron rutas en las que las etapas variaban poco unas de otras, haciendo que su presencia en las aldeas y pueblos de la comarca, se asemejara a una especie de cometa con aparición periódica y casi predecible.

También resultó inevitable que esa mezcla de saber técnico y oficio itinerante de los afiladores – muchos de ellos gallegos- acuñara un lenguaje gremial propio: «o barallete», una auténtica joya antropológica.

El «barallete» es una lengua, una forma de entendimiento creada por los afiladores orensanos con el único fin de que nadie les entendiera y así poder hablar libremente en cualquier lugar y delante de cualquier persona tanto de temas referentes al oficio como a los acontecimientos o novedades con las que se encontraban diariamente.

Los americanos en la SGM utilizaron a indios navajos como transmisores y receptores de mensajes por radio; al tratarse de una lengua desconocida por todos era imposible descifrar las conversaciones. Quién sabe si no usaron también a algún afilador natural de Castro Caldelas.

Gallegos hay, ha habido y habrá en todas partes y hay testigos que afirman haber detectado este idioma en Argentina y en Uruguay.

Pero es fácil entender la sorpresa de una americana de Carolina del Sur, que no habla español y se da de bruces con un personaje que ha desaparecido de nuestros pueblos y ciudades, hace décadas.

miércoles, mayo 21, 2025

La cena con Johan Sebastian Mastropiero.

El plan reunía todos los alicientes para convertir esa noche en algo inolvidable. Y a punto estuvo de convertirse en una pesadilla. ¿Acaso hay algo más sugerente que ir a ver con unos amigos un espectáculo de Les Luthiers y después terminar con una cena al estilo mejicano? Bueno, sí; de acuerdo. Hay otros planes, pero ahora el que nos ocupa es este.



El show, sin duda alguna, no defraudó. Ese humor blanco mezcla de inocencia, ironía, absurdo, trabalenguas, candidez y falsa arrogancia, arrancó las carcajadas de un público entregado desde el principio.

Ya en la mesa del restaurante era inevitable recordar algunas de las secuencias más hilarantes que unos momentos antes habían hecho estallar en carcajadas al auditorio. Y para acompañar las bromas y las chanzas, nada mejor que entregarse a una Coronita. Pronto las Coronitas comenzaron a desfilar por la mesa a un ritmo trepidante. Desde los aperitivos hasta los postres. Y para terminar la fiesta nada mejor que un cóctel Margarita.

Al terminar la cena era difícil saber cuántas cervezas habían caído en la batalla, aunque lo más importante, era que nadie parecía perjudicado por el exceso de alcohol. Esto era muy importante porque debía conducir unos setenta kilómetros hasta su domicilio en El Escorial.

Era la 1.30 de la madrugada. De repente, en una rotonda, justo un poco antes de entrar en el núcleo urbano de la localidad serrana, una patrulla de la Guardia Civil de Tráfico le da el alto: control de alcoholemia.

Aunque la noche era fría comenzó a sudar tinta. Nunca jamás le habían parado y justamente le tenía que tocar esa noche. No recordaba cuántas cervezas Coronita de había tomado. Y para colmo, el cóctel Margarita. Si el agente encendiera un cigarro, probablemente saldrían ardiendo todos si le hacían soplar en el aparato.

Empezó a calcular el marrón que se le venía encima: dejar el coche ahí mismo, en una rotonda, antes de llegar al pueblo. Con suerte, posiblemente tendría que hacer los últimos 4 o 5 kms andando para dormir en casa, de madrugada y con un frío que pelaba. O eso, o dormir en el calabozo. Y la multa. Y dónde llevarían el coche. Y cuándo lo podría recuperar. Y cuánto le iba a costar la broma. Y cuántos puntos le iban a quitar del carné de conducir. Mientras reflexionaba sobre todas estas cuestiones y hacía funcionar su cerebro a la velocidad de la luz, escuchó las terribles palabras del agente de la Benemérita:

    - Sople ahí, por favor. Sople con fuerza.

Ahí fue cuando estuvo a punto de bajarse del coche, hincar las rodillas a los pies del agente, abrazarle las piernas, confesarlo todo, incluido lo del cóctel Margarita, implorar su perdón y su amnistía. Estaba dispuesto a prometer regenerarse, a asistir si fuera necesario, a sesiones de alcohólicos anónimos, a convertirse en abstemio de por vida y si fuera necesario, también en vegetariano, como Hitler. Lo que quisiera.

El agente observó el resultado de la prueba. Él creyó haber leído en alguna parte que, en caso de dar positivo, podías esperar unos minutos hasta que te repitieran la prueba, y entonces, sí; entonces si volvías a dar positivo era cuando te caía el paquete.

El agente se agachó y se dirigió a él a través de la ventanilla del vehículo:

    - Puede continuar. Conduzca con cuidado.

No entendía nada, pero estaba tan contento que a punto estuvo de hacer una arrancada estilo Le Mans, quemando rueda.

Posiblemente fue el maestro Mastropiero el que manipuló el aparato. No encontró otra explicación.

domingo, mayo 18, 2025

La pérdida de nuestra mascota.

Los animales de compañía, - principalmente perros y gatos– en realidad se convierten en un miembro más de la familia y como tales, reciben casi las mismas atenciones que el resto de seres humanos; a veces, incluso demasiado. Como aquella familia que compraba falda de ternera para alimentar a su perra, “porque el animal no comía otra cosa”. Y lo peor de todo era que, además, lo confesaba al carnicero.

Imagen de Amaya Eguizábal en Pixabay

En algunos casos la complicidad e intensidad de las relaciones con los humanos, han dejado tal poso de lealtad, cariño, admiración y gratitud, que han merecido formar parte de la historia.

Me viene a la memoria el caso real del perro Hachikō, un perro japonés de raza akita, recordado por haber esperado a su amigo, el profesor Hidesaburō Ueno, en la estación de Shibuya. Aunque el profesor ya había muerto el perro estuvo cerca de nueve años acudiendo puntual a su cita en la estación. La historia la protagonizó en la gran pantalla Richard Gere.

Otro perro que ha pasado a la historia ha sido el de nombre “Indiana”. Este era el nombre del perro de George Lucas (un Alaska Malamute, un monstruo peludo), que, sirvió para bautizar al inolvidable Indiana Jones y también de inspiración para el personaje de Chewbacca de la Guerra de las Galaxias.

Y para finalizar con el tema perros, resulta inolvidable esa escena de la película “Mejor imposible”, en la que el personaje interpretado por Jack Nicholson, - un individuo que padece un Trastorno obsesivo-compulsivo de la personalidad, lo que lo convierte en un ser abyecto, intratable para el resto de la sociedad, los vecinos del edificio y de lo que, además, él se enorgullece – comienza a llorar porque tiene que desprenderse del perro de su vecino, al que ha estado mimando con bacon. Él mismo se escandaliza de su propia reacción, de llorar por un ser vivo, “por un maldito perro” son las palabras que pronuncia entre sollozos.

Hasta un perro puede modificar el comportamiento de un enfermo mental.

Por esa relación casi de dependencia emocional con el animal muchas veces no somos conscientes de que, por la propia ley de la naturaleza, lo más normal es que ellos mueran antes que nosotros; y entonces, cuando eso sucede, suele ocurrir algo contradictorio, como que consideramos vergonzoso o ridículo mostrar públicamente nuestro más profundo dolor por la muerte de alguien tan cercano, con el que tan bien nos habíamos compenetrado y que tanta compañía nos había hecho, ayudando a mitigar o eliminar la soledad y la abstinencia de cariño.

Y, sin embargo, el proceso de duelo por la muerte de un animal de compañía, es similar al de un ser humano, aunque ni todos pasaremos por el proceso de duelo de la misma manera, ni con la misma intensidad ni, por descontado, pasamos por esas etapas de manera secuencial. Se trata de un proceso doloroso y natural, en el que deberemos ir reajustando nuestra vida para adecuarla a una nueva en la que ese ser querido ha dejado de estar presente.

En casa no tuvimos perro. Tuvimos un gato. De hecho, el Soroyo, ya estaba en casa cuando yo nací.

En aquellos años era mi hermano – mucho mayor que yo - el que debía acudir a una vaquería del barrio con una cántara para traer la leche a casa. En el portal un día se encontró con un minino y le dio algo de leche. Y al día siguiente el minino dejó de ser un sin techo.

Al principio le bautizaron Soraya, por los ojos de la famosa emperatriz esposa del Sha de Persia, ahora llamado Irán. Más tarde, cuando descubrieron que era gato, lo tuvieron fácil: Soroyo. Posiblemente el primer gato – y único - transgénero de la historia.

Mi llegada a este mundo supuso un antes y un después para la existencia del Soroyo. Desde un principio, según contaba mi madre, mostró un inusitado interés por descubrir qué era lo que se escondía en esa cuna y que olía tan raro. Daba vueltas y vueltas alrededor. Mi madre tenía miedo de que, de un salto, se introdujera dentro de la cuna y ocurriera una desgracia. Así es que un día, cogió al gato en vilo y le enseñó lo que había dentro de la cuna: «¿Lo ves? Es un niño.» Según contaba mi madre, la explicación satisfizo la curiosidad del felino y ya nunca más volvió a rondar mi cuna.

Algunos años más tarde, nuestra relación – la del gato y yo - no fue todo lo idílica que cabría desear y aunque ahora se ha vuelto casi imperceptible, en mi mano izquierda guardo todavía un recuerdo de sus zarpas.

Nuestro Soroyo tuvo una vida de lujo y desenfreno. Comía todos los días, principalmente bofe, que compraba mi madre en una casquería del barrio. Dormía en un mullido cojín junto a la calefacción central de carbón en invierno. En verano, buscaba los rincones donde había corrientes de aire para estar fresco. O bien, simplemente se subía al alféizar de una ventana y se acomodaba a disfrutar de no hacer nada. Un día le falló su habilidad de funambulista y se cayó desde la ventana de la cocina en un cuarto piso, al patio interior. Salvó la vida porque fue rebotando por todas las cuerdas para tender la ropa que cruzaban el patio de lado a lado.

Nuestro gato, además, tenía vacaciones. Lo malo para el Soroyo era cuando se percataba de los preparativos; cuando notaba que había demasiado ajetreo con baúles que aparecían de la nada y montones de ropa que iban a parar dentro, - justo lo necesario para pasar los meses de julio y agosto en la playa, -, en esos casos, solía esconderse debajo de alguna cama como diciendo “sé lo que queréis hacer conmigo y no me gusta”.

De alguna manera, una vez superado su terror, sus bufidos, gruñidos, los zarpazos al aire amenazantes a todo el que intentara atraparlo y demás, mi madre conseguía cogerlo y meterlo en su cesta. Ya sólo quedaba meternos todos en el Seat 600, con las maletas en la baca, e intentar llegar a nuestro destino unas diez horas más tarde.

Encerrado en su cesta y sobre el regazo de mi madre, que iba de copiloto, el gato no dejaba de maullar. Cuando ya se tranquilizaba, mi madre abría con cuidado la tapa de la cesta de mimbre y entonces aparecía la cabeza del Soroyo como diciendo “¿dónde estoy?”. Después, una vez que ya se había ubicado, deambulaba por el interior del seiscientos, escogiendo la zona en que se tumbaba a relajarse.

En Galicia tenía libertad absoluta para establecer relaciones con las gatas locales. Lo malo es que alguna vez también tuvo que enfrentarse a los celosos machos del lugar y en cierta ocasión fueron varios al mismo tiempo. No salió indemne, pero sí salió vivo.

El Soroyo murió con catorce años. Mi madre sufrió mucho su pérdida. Tanto que cuando finalmente sucedió lo inevitable le encargó a mi hermano, - el mismo que lo había traído a casa - que llevara sus restos a la Casa de Campo y procediera a enterrarlo en un lugar digno. La verdad es que sólo le faltó añadir que se lanzaran tres salvas de honor y se cantara el Réquiem de Mozart.

Algún tiempo después mi hermano confesó que había dejado el cadáver del Soroyo en un contenedor de basuras, frente al mismo portal de donde lo recogió catorce años antes, entre otras cosas, porque no disponía de una pala para poder efectuar un entierro en condiciones en la Casa de Campo de Madrid. Sería algo así a intentarlo en Central Park, en NY.

Dicen que si quieres saber si alguien es una buena persona, sólo tienes que ver cómo trata a un animal.

jueves, mayo 15, 2025

Un piano en un henal

Estaba solo en el comedor terminando el apetitoso desayuno que ofrecía la casa rural; el resto de los huéspedes había abandonado la estancia en dirección a sus habitaciones.

El plan, como cada día, era realizar alguna excursión y visitar los pueblos de la comarca de La Vera, en Cáceres, muy especialmente, por supuesto, el monasterio donde se retiró el Emperador Carlos V.



Cuando se levantó para abandonar el comedor un sonido le sorprendió repentinamente y le dejó algo confuso. A través de la puerta que separaba el comedor del salón principal, unas notas extraídas del teclado de un piano inundaban toda la casa. Al principio, con el breve desconcierto inicial, pensó que se trataba de un vinilo o un CD; pero, pronto se percató de que esas notas eran el resultado del trabajo de unas manos que sabían muy bien lo que se hacían.

La destreza del pianista, la belleza de la melodía, el embrujo con el que de pronto se llenó la atmósfera del lugar, consiguieron paralizarlo, literalmente, justo al lado de la puerta. Apoyado en el marco se deleitó al escuchar esas notas que venían del otro lado, a tan solo unos pocos pasos. Tenía la extraña sensación de escuchar algo que en teoría no encajaba con el entorno.

Es cierto que cuando viajas a lugares algo recónditos, en plena naturaleza y alejados del pueblo más cercano, lo haces, principalmente, para recuperar algo de aliento, de sosiego, de paz, de equilibrio interior; recuperar algunos sonidos olvidados de la naturaleza y disfrutar del placer de pasear y no correr; comer y no engullir, o despertar sin necesidad de alarmas. Pero una cosa es escuchar cantar a los grillos, a los gayos o las urracas, y otra bien distinta es tener, al otro lado de la puerta a un Rubinstein o un Barenboim, interpretando a Chopin. Eso era lo que le resultaba chocante. Además, no sabía quién era el artista. Podría ser uno de los huéspedes que había salido antes.

La curiosidad pudo con él y poco a poco, como si se tratara de un niño que está a punto de descubrir a los Reyes Magos, fue abriendo la puerta muy despacio, muy lentamente, hasta que el artista se percató de que, a su derecha, le habían descubierto.

    - Oh, lo siento – se disculpó-. Era el propietario del establecimiento quien deleitaba al piano, al tiempo que se levantaba como un resorte del taburete. – Creí que no había nadie…

    - No, no. Perdone usted. No quería interrumpirle. Por favor, continúe. Estaba disfrutando mientras le escuchaba.

  - Lo siento, pero tengo muchas cosas que hacer. Será en otro momento. Ahora, si me disculpa…

Ese mismo día, un poco antes de anochecer, regresó de sus andanzas por la comarca. Al entrar en el salón principal un característico olor a leña quemada y un ambiente cálido, le dieron la bienvenida y comprobó que provenían – por supuesto- de la chimenea encendida. Para terminar de proporcionar una sensación de hogar, en el equipo de música – esta vez sí – se escuchaba la inconfundible voz de la Callas.

Todo allí era una invitación para el disfrute de los sentidos. La decoración a base de muebles robustos, de calidad, de estilo castellano, era sobria y encajaba perfectamente con la arquitectura de la vivienda, un antiguo henar reconvertido en casa rural. Qué mejor que un aparador de nogal o un taquillón de roble en el recibidor. La chimenea hipnotizando con el fuego y el crepitar de la leña, inundando toda la estancia del típico aroma. Los sillones de cuero y rellenos de plumas, custodiaban una mesa baja frente a la chimenea invitando a disfrutar del calorcito, de una conversación, o de una copa del mejor brandy.

Había sido un día largo; estaba algo cansado y todo allí era una tentación a la que se dejó sucumbir. Al sentarse en uno de los sillones, enseguida encontró acomodo. Era fácil: la Callas en el vinilo, la leña ardiendo en la chimenea, el silencio en la casa; cuando cerró los ojos, por un instante, creyó que era la suya propia.

Al poco de entrar en estado de éxtasis escuchó unos pasos que provenían de la escalera. Pensó que sería algún cliente, y que, de alguna manera, se rompería el embrujo del momento; pero no se trataba de ningún huésped. Era Alejandro, el propietario; el mismo que por la mañana acariciaba con primor las teclas del piano.

Alejandro era un hombre algo obeso, de educación exquisita, de trato afable y dispuesto a entablar una animada conversación en cuanto tuviera oportunidad. Hablaba deprisa, como si le faltara tiempo para contar todo lo que necesitaba contar. Y así fue. Alejandro se sentó a su lado y comenzó a contarle su historia.

     - Yo vivía en Madrid – comenzó a relatar-. Era profesor de piano. Daba clases a niños a los que el piano no les interesaba tanto como a sus padres. Era algo frustrante. Así es que me quitaba el estrés practicando algo de deporte.

      - ¿Qué deporte?

      - Esgrima.

      - ¿Espada, sable o florete?

      - Un poco todas, pero prefiero el florete.

Y continuó con su confesión.

«Al final llegó un día en el que vi que aquello no tenía ningún sentido para mí y decidí dejarlo todo atrás. Entonces, decidí viajar, evadirme, limpiar mi espíritu, ordenar mi futuro. Visité museos, asistí a conciertos, disfruté del arte, de nuestros pueblos, algunos de ellos auténticas joyas y sin embargo olvidados.

Así fue como llegué aquí: casi por casualidad. Me gustó la ubicación, el paisaje, sus gentes, el entorno y me tentó la idea de iniciar este proyecto. Algo que no me había planteado jamás. Conocí a mi socio y pareja, Mohamed. Ahora ha ido unos días a visitar a su familia a Marruecos y por eso estoy solo para atender a todo.

Aquí en invierno hay semanas enteras que no viene nadie. Entonces me puedo dar el placer de pasarme todo el día en la cama, descansando, o durmiendo; o levantarme a media noche y tocar el piano sin molestar a ningún vecino y acostarme al alba. A veces, me levanto, me preparo algo de comer y vuelvo a acostarme. Es una auténtica anarquía, pero eso me hace feliz. Hago lo que quiero, cuando quiero y no molesto a nadie. Pero, sobre todo, una de las cosas con la que más disfruto es dedicarme a cocinar. Me encanta todo lo relacionado con la cocina.

¡Dios mío, hablando de cocina! ¡Es tardísimo y todavía tengo que preparar los volovanes para la cena!»

Con el mismo entusiasmo y energía con el que había estado charlando mientras le contaba su vida a un extraño, se levantó y salió corriendo para desaparecer tras una puerta que llevaba a la cocina. Allí tenía que preparar la cena de los huéspedes a base de delicatesen culinarias que rara vez se ofrecen, simplemente, por amor a la cocina.

Tanto los volovanes como el resto de la cena fueron un placer al paladar.

A veces ocurre que buscas algo y terminas encontrando mucho más de lo que esperabas, aunque no tenga nada que ver con lo que pretendías. Burlas del destino.