Por
algún extraño motivo, todo el mundo pensaba que Adolfo Cebreros, era Ingeniero
aeronáutico, cuando en realidad su título era de Ingeniero Superior en
Informática. Complementariamente, había realizado con éxito 2 Máster, uno en
España y otro en una escuela francesa. Toda esa brillante formación, apuntaba a
Adolfo como una persona inteligente. Sin embargo, una vez más, con su
trayectoria y comportamiento posteriores, se demostró que no siempre los que
ostentan más títulos universitarios tienen, al mismo tiempo, una gran calidad
humana.
Nacido en las montañas del norte de España, la aldea estaba
ubicada en una cuenca minera, y su población superaba escasamente los mil
habitantes. Probablemente, su carácter tosco y desabrido fuera debido a ese
origen aislado. Sea como fuere, sus más directos colaboradores terminaron por
apodarle “el autista”, por la insalvable incapacidad para dar los buenos días o
dedicar una sonrisa o una palabra amable, aunque fuese por error.
Y para muestra, algunos botones.
Raúl era un español afincado en EEUU y casado con una
norteamericana. Por razones familiares, se había trasladado con su mujer y su
hijo, desde su Colorado residencial, hasta Madrid, aunque dicho traslado, tenía
fecha de caducidad. Es decir, al cabo de un tiempo, había acordado con su
esposa, regresar a los EEUU.
Raúl, era un profesional con un bagaje profesional
importante y una formación empresarial de corte americano. Por tanto, estaba
mentalmente a años luz del típico comportamiento del “jefe español”, para el
cual, el cumplimiento del horario y las estúpidas rigideces de las normas
decimonónicas impuestas en las empresas españolas, eran de obligado
cumplimiento.
Así, un día que el bueno de Raúl apareció por la oficina a
las 10.30 de la mañana, al dirigirse a su mesa de trabajo y pasar por delante
del despacho del autista, éste le llamó con su característico sentido del
humor:
- ¡Oye, Raúl! ¿Qué hora tienes? – interpeló el autista intentando
impresionar a Raúl.
- Son las 10.30 por mi reloj – respondió seguro de sí mismo.
- ¿Y de dónde vienes, de un cliente?
- No. De mi casa.
- ¿Y tú no sabes que aquí se entra a las nueve de la mañana? –
presionaba el autista.
- Sí, lo sé perfectamente. Y se sale a las 18.00. Eso también lo sé.
Pero ayer, cuando tú te ibas a casa, viste que yo estaba trabajando resolviendo
un problema a un cliente y no me dijiste que colgase el teléfono y que me fuera
con mi familia.
Evidentemente,
el autista había ido a por lana y salió trasquilado. Ni son formas de
interesarse por un colaborador, ni hacerlo en público mientras todos escuchan
la conversación, es la mejor manera. Sobre todo, porque uno puede verse
superado por las circunstancias, como fue el caso y quedar en ridículo.
En otra
ocasión, se dirigió a Rafa, que hacía poco tiempo que se había incorporado a la
compañía y al departamento y le dijo:
- Oye, tú vives por Las Rozas, ¿no?
- Sí – respondió Rafa.
- Es que tengo el coche en el taller que pensaba que lo iban a terminar
a tiempo y me preguntaba si podrías llevarme a casa esta tarde. Es que, si no,
tengo que llamar a mi mujer y montar un follón con los niños, etc. ¿Te importa?
- En absoluto – respondió Rafa. - Pero nos vamos a una hora decente que
yo tengo cosas que hacer, ¿vale?
- Perfecto. Muchas gracias.
Y así
lo hicieron. Al salir del trabajo, Adolfo fue indicando el camino a Rafa, que
tal y como había acordado, lo dejó en la puerta de su casa.
Al cabo
de escasamente un par de meses, era Rafa el que tenía el coche en el taller.
Viviendo en Las Rozas y teniendo que desplazarse hasta el centro de Madrid,
parecía una pérdida de tiempo intentarlo con transporte público. Por eso y como
ya le había hecho el favor al jefe, le pidió el mismo favor que previamente le
había pedido el autista a él.
- ¿Por dónde vives tú? – preguntó el autista.
Rafa le
respondió y se quedó de piedra al escuchar la respuesta.
- ¡Ah!, no. Es que por ahí no puedo coger el bus-vao. Lo siento, me
viene mal.
No era
cierto. Desde donde vivía Rafa se accedía sin ningún problema al carril
reservado a vehículo de alta ocupación, es decir, aquellos que van ocupados por
2 personas como mínimo. Devolver el favor le hubiera ahorrado a Rafa tiempo y
molestias. La consecuencia fue que Rafa, tuvo que desplazarse en bus y metro y
como era la primera vez, no supo calcular bien. Aterrizó por la oficina a las
10.30 y se lo comentó a quien ejercía de segundo de a bordo, que puso cara de
póker, como si no le sorprendiera esa actitud del autista.
Poco
después de ese desagradable incidente, el autista y Rafa, tenían una tensa
conversación sobre el rendimiento de Rafa, sus obligaciones y el salario que
ganaba. La conversación, que tuvo lugar en el despacho del autista, comenzó
fuerte.
- Creo que para lo que haces, ganas demasiado – espetó el autista.
- El trabajo encomendado me lo indicaste tú. Y fuiste tú el que acordó
conmigo el salario a percibir. Si quieres que me dedique a cualquier otra cosa,
no tienes más que decírmelo, pero no tienes ningún derecho a intentar hacerme
sentir culpable por una decisión que es exclusivamente tuya.
De ahí,
el autista pasó directamente a acusar a Rafa de “revolucionar el gallinero”, de
gastar demasiadas bromas en horas de trabajo y poco menos, que de inundar de
luz la lúgubre mazmorra en la que él se había tomado la molestia de convertir
el espacio de trabajo.
- Sí, lo reconozco. Soy un tío alegre y me gusta mi trabajo. Soy feliz y
me gusta pasarlo bien mientras trabajo. Lo cual, no es obstáculo, óbice o
impedimento para que no lo haga bien, ni tampoco que importune a nadie.
Como al
parecer, el autista tenía más balas en la recámara, no se dejó ninguna y
disparó la última.
- Es que una cosa es eso y otra que vacilas demasiado con las tías. Que
eres un ligón.
Eso era
entrar en terreno personal y, además, era rigurosamente falso. Pero entonces
Rafa, no conocía algunos secretillos de esa misma índole que sí afectaban a
Adolfo y no pudo responderle como realmente se merecía.
- Y entonces, siguiendo con esa misma línea de pensamiento, cuando bajo
a tomarme una cerveza con Fernando o Miguel, estoy demostrando que soy maricón,
¿no?
De
aquella primera reunión la relación entre el autista y Rafa, salió herida de
muerte. El autista era incapaz de entender – a pesar de todos sus másteres -
que ese tipo de actitudes, eran más propias de la Edad Media, que de una
empresa multinacional que se dedicaba a la tecnología a finales del siglo xx. Y
Rafa no aceptó lo que consideró un abuso y una intromisión en el terreno
personal. Abuso, por solicitar de él un favor que luego se negó a devolver y la
intromisión de acusarle de un comportamiento que, aparte de inocente, además
era falso.
Desde
ese momento cualquier conversación entre ellos fue, cuando menos, muy tensa,
casi desabrida. En una de ellas, el autista, volvió a acusar a Rafa de verter
ciertos comentarios en su contra que le habían llegado a sus oídos, a lo que
Rafa, harto ya de rumores, de dimes y diretes, de actitudes más propias de un
pueblo que de una empresa, le respondió:
- Yo sólo soy responsable de lo que yo digo. No de lo que tus lameculos
te dicen que yo he dicho. Y si fueras capaz de reproducir el comentario, te
diría si lo he dicho o no.
- Yo no tengo lameculos – respondió el autista justificándose.
- No sabes vivir sin ellos. Son los que tú crees que te informan – cerró
el tema Rafa.
La mala
relación del autista con la inmensa mayoría de sus colaboradores, traía consigo
que el tema del jefe y su problemática, fuera asunto común de comentarios entre
los compañeros. Por tanto, no era de extrañar que un día, al hilo de estos
“comentarios de pasillo”, Rafa se enterara que el autista, el mismo
personajillo que le acusaba de actitudes sospechosas con compañeras de trabajo,
mantenía una relación sentimental con una empleada de la compañía. Lo que a su
vez trajo como consecuencia la tramitación de su divorcio.
Cruel
torna del destino, - pensó Rafa - esa que convierte en acusado, al acusador.
Si bien
en el terreno personal las cosas no parecía que le fueran demasiado favorables,
dentro de la empresa, daba la sensación de todo lo contrario. Hasta el punto de
que, en un momento dado, y a pesar de todas las torpezas y errores que todos
sabían que había cometido, fue ascendido al puesto de director general de la
compañía.
La
imagen que tenían de él quienes trabajaban día a día bajo su mando era tan
pésima, que llegaron a pensar que el ascenso de ese inútil, estaba motivado por
la decisión de la casa matriz, de cerrar las oficinas en España y para llevar a
cabo semejante tarea, habían escogido a Adolfo Cebreros.
La
crisis por entonces afectaba a toda clase de empresas, de cualquier sector y
tamaño. También a ésta, que por aquellos años rondaba los mil empleados. Por
tanto, no era nada exagerado pensar que, desde la central se pudieran adoptar
medidas tan drásticas como esas. En cualquier caso, nadie interpretó ese
vertiginoso ascenso como un justo premio a una carrera sólida y un buen hacer
profesional. Más bien, todo lo contrario.
Las
medidas encaminadas a hacer viable la empresa se fueron sucediendo. Se invitó
primero a quienes lo desearan a abandonar voluntariamente la compañía. Se creó
una compañía de servicios satélite para traspasar a muchos de los empleados en
nómina a esa nueva estructura. Se invitó a varios directores a fundar su propia
compañía y seguir colaborando con la empresa, como lo venían haciendo, pero
fuera de la nómina. Y finalmente, después de un largo proceso de unos dos años,
se procedió a confeccionar una lista de 200 o 300 personas, que pasarían a
formar parte de las listas del paro.
Cuentan
los que vivieron aquella etapa, cómo durante una noche entera, el director
general, o sea, el autista y el presidente, la pasaron organizando la lista de
nombres que al día siguiente se haría pública. Y cuentan los mismos, que a la
mañana siguiente se cruzaron por el pasillo con el autista y que no daba
crédito al comprobar que la lista tenía 301 nombres, incluido el suyo propio.
Aunque
la sorpresa debió ser mayúscula, seguramente los 80 millones de pesetas que
recibió como indemnización consiguieron suavizar el golpe.
El
destino siempre actúa como un burlón y esta vez quiso que el individuo más inepto
a la hora de establecer relaciones personales, el más incapaz a la hora de
valorar en su justa medida a un buen profesional, el autista ignorante de las
más elementales normas de cortesía y consideración, el incapaz de entender el
concepto “empatía”, se dedicara a partir de ese momento a ser un “cazador de
talentos”, de directivos.