sábado, septiembre 30, 2023

Historia de una salamandra. “La renasía”.

Casi una semana después de lo que todo apuntaba que sería su última aparición en público, hoy nos ha sorprendido haciendo acto de presencia.

Ha debido sufrir una especie de catarsis o algo así, porque ahora observo dos cambios fundamentales. El primero y más evidente, es que ahora sale de día. Al parecer el mundo del tardeo que ha estado frecuentando no se le ha dado bien, fuere lo que fuere que estuviere buscando, y según parece, ha decidido cambiar sus horarios. El segundo cambio es que ahora se mueve menos que la boya de Finisterre.

También cabe la remota posibilidad de que se haya ido unos días de retiro espiritual, pero lo creo improbable.

Antes de su artística desaparición, sus correrías nos tenían entretenidos observando su ir y venir por el techo. Pero hoy se ha apalancado en un lugar y no se ha movido más allá de diez centímetros.

Mi mujer sigue empeñada en que, si le abre la mosquitera de la puerta de la terraza, ella elegirá marcharse. Por el contrario, mi opinión es que de esa manera podríamos invitar a toda su familia a que se introduzca en casa y comience una búsqueda intensiva de la enana. Una cosa es tener okupas y otra que los okupas sean una familia entera de salamandras.

El autista.

Por algún extraño motivo, todo el mundo pensaba que Adolfo Cebreros, era Ingeniero aeronáutico, cuando en realidad su título era de Ingeniero Superior en Informática. Complementariamente, había realizado con éxito 2 Máster, uno en España y otro en una escuela francesa. Toda esa brillante formación, apuntaba a Adolfo como una persona inteligente. Sin embargo, una vez más, con su trayectoria y comportamiento posteriores, se demostró que no siempre los que ostentan más títulos universitarios tienen, al mismo tiempo, una gran calidad humana.

Nacido en las montañas del norte de España, la aldea estaba ubicada en una cuenca minera, y su población superaba escasamente los mil habitantes. Probablemente, su carácter tosco y desabrido fuera debido a ese origen aislado. Sea como fuere, sus más directos colaboradores terminaron por apodarle “el autista”, por la insalvable incapacidad para dar los buenos días o dedicar una sonrisa o una palabra amable, aunque fuese por error.

Y para muestra, algunos botones.

Raúl era un español afincado en EEUU y casado con una norteamericana. Por razones familiares, se había trasladado con su mujer y su hijo, desde su Colorado residencial, hasta Madrid, aunque dicho traslado, tenía fecha de caducidad. Es decir, al cabo de un tiempo, había acordado con su esposa, regresar a los EEUU.

Raúl, era un profesional con un bagaje profesional importante y una formación empresarial de corte americano. Por tanto, estaba mentalmente a años luz del típico comportamiento del “jefe español”, para el cual, el cumplimiento del horario y las estúpidas rigideces de las normas decimonónicas impuestas en las empresas españolas, eran de obligado cumplimiento.

Así, un día que el bueno de Raúl apareció por la oficina a las 10.30 de la mañana, al dirigirse a su mesa de trabajo y pasar por delante del despacho del autista, éste le llamó con su característico sentido del humor:

       -  ¡Oye, Raúl! ¿Qué hora tienes? – interpeló el autista intentando impresionar a Raúl.

         -   Son las 10.30 por mi reloj – respondió seguro de sí mismo.

         -  ¿Y de dónde vienes, de un cliente?

         -   No. De mi casa.

        - ¿Y tú no sabes que aquí se entra a las nueve de la mañana? – presionaba el autista.

         - Sí, lo sé perfectamente. Y se sale a las 18.00. Eso también lo sé. Pero ayer, cuando tú te ibas a casa, viste que yo estaba trabajando resolviendo un problema a un cliente y no me dijiste que colgase el teléfono y que me fuera con mi familia. 

Evidentemente, el autista había ido a por lana y salió trasquilado. Ni son formas de interesarse por un colaborador, ni hacerlo en público mientras todos escuchan la conversación, es la mejor manera. Sobre todo, porque uno puede verse superado por las circunstancias, como fue el caso y quedar en ridículo.

En otra ocasión, se dirigió a Rafa, que hacía poco tiempo que se había incorporado a la compañía y al departamento y le dijo:

           - Oye, tú vives por Las Rozas, ¿no?

           - Sí – respondió Rafa.

       - Es que tengo el coche en el taller que pensaba que lo iban a terminar a tiempo y me preguntaba si podrías llevarme a casa esta tarde. Es que, si no, tengo que llamar a mi mujer y montar un follón con los niños, etc. ¿Te importa?

        - En absoluto – respondió Rafa. - Pero nos vamos a una hora decente que yo tengo cosas que hacer, ¿vale?

            -  Perfecto. Muchas gracias.

Y así lo hicieron. Al salir del trabajo, Adolfo fue indicando el camino a Rafa, que tal y como había acordado, lo dejó en la puerta de su casa.

Al cabo de escasamente un par de meses, era Rafa el que tenía el coche en el taller. Viviendo en Las Rozas y teniendo que desplazarse hasta el centro de Madrid, parecía una pérdida de tiempo intentarlo con transporte público. Por eso y como ya le había hecho el favor al jefe, le pidió el mismo favor que previamente le había pedido el autista a él.

         -  ¿Por dónde vives tú? – preguntó el autista.

Rafa le respondió y se quedó de piedra al escuchar la respuesta.

       - ¡Ah!, no. Es que por ahí no puedo coger el bus-vao. Lo siento, me viene mal.

No era cierto. Desde donde vivía Rafa se accedía sin ningún problema al carril reservado a vehículo de alta ocupación, es decir, aquellos que van ocupados por 2 personas como mínimo. Devolver el favor le hubiera ahorrado a Rafa tiempo y molestias. La consecuencia fue que Rafa, tuvo que desplazarse en bus y metro y como era la primera vez, no supo calcular bien. Aterrizó por la oficina a las 10.30 y se lo comentó a quien ejercía de segundo de a bordo, que puso cara de póker, como si no le sorprendiera esa actitud del autista.

Poco después de ese desagradable incidente, el autista y Rafa, tenían una tensa conversación sobre el rendimiento de Rafa, sus obligaciones y el salario que ganaba. La conversación, que tuvo lugar en el despacho del autista, comenzó fuerte.

         - Creo que para lo que haces, ganas demasiado – espetó el autista.

         - El trabajo encomendado me lo indicaste tú. Y fuiste tú el que acordó conmigo el salario a percibir. Si quieres que me dedique a cualquier otra cosa, no tienes más que decírmelo, pero no tienes ningún derecho a intentar hacerme sentir culpable por una decisión que es exclusivamente tuya.

De ahí, el autista pasó directamente a acusar a Rafa de “revolucionar el gallinero”, de gastar demasiadas bromas en horas de trabajo y poco menos, que de inundar de luz la lúgubre mazmorra en la que él se había tomado la molestia de convertir el espacio de trabajo.

         - Sí, lo reconozco. Soy un tío alegre y me gusta mi trabajo. Soy feliz y me gusta pasarlo bien mientras trabajo. Lo cual, no es obstáculo, óbice o impedimento para que no lo haga bien, ni tampoco que importune a nadie.

Como al parecer, el autista tenía más balas en la recámara, no se dejó ninguna y disparó la última.

         - Es que una cosa es eso y otra que vacilas demasiado con las tías. Que eres un ligón.

Eso era entrar en terreno personal y, además, era rigurosamente falso. Pero entonces Rafa, no conocía algunos secretillos de esa misma índole que sí afectaban a Adolfo y no pudo responderle como realmente se merecía.

        - Y entonces, siguiendo con esa misma línea de pensamiento, cuando bajo a tomarme una cerveza con Fernando o Miguel, estoy demostrando que soy maricón, ¿no?

De aquella primera reunión la relación entre el autista y Rafa, salió herida de muerte. El autista era incapaz de entender – a pesar de todos sus másteres - que ese tipo de actitudes, eran más propias de la Edad Media, que de una empresa multinacional que se dedicaba a la tecnología a finales del siglo xx. Y Rafa no aceptó lo que consideró un abuso y una intromisión en el terreno personal. Abuso, por solicitar de él un favor que luego se negó a devolver y la intromisión de acusarle de un comportamiento que, aparte de inocente, además era falso.

Desde ese momento cualquier conversación entre ellos fue, cuando menos, muy tensa, casi desabrida. En una de ellas, el autista, volvió a acusar a Rafa de verter ciertos comentarios en su contra que le habían llegado a sus oídos, a lo que Rafa, harto ya de rumores, de dimes y diretes, de actitudes más propias de un pueblo que de una empresa, le respondió:

        - Yo sólo soy responsable de lo que yo digo. No de lo que tus lameculos te dicen que yo he dicho. Y si fueras capaz de reproducir el comentario, te diría si lo he dicho o no.

        - Yo no tengo lameculos – respondió el autista justificándose.

        - No sabes vivir sin ellos. Son los que tú crees que te informan – cerró el tema Rafa.

La mala relación del autista con la inmensa mayoría de sus colaboradores, traía consigo que el tema del jefe y su problemática, fuera asunto común de comentarios entre los compañeros. Por tanto, no era de extrañar que un día, al hilo de estos “comentarios de pasillo”, Rafa se enterara que el autista, el mismo personajillo que le acusaba de actitudes sospechosas con compañeras de trabajo, mantenía una relación sentimental con una empleada de la compañía. Lo que a su vez trajo como consecuencia la tramitación de su divorcio.

Cruel torna del destino, - pensó Rafa - esa que convierte en acusado, al acusador.

Si bien en el terreno personal las cosas no parecía que le fueran demasiado favorables, dentro de la empresa, daba la sensación de todo lo contrario. Hasta el punto de que, en un momento dado, y a pesar de todas las torpezas y errores que todos sabían que había cometido, fue ascendido al puesto de director general de la compañía.

La imagen que tenían de él quienes trabajaban día a día bajo su mando era tan pésima, que llegaron a pensar que el ascenso de ese inútil, estaba motivado por la decisión de la casa matriz, de cerrar las oficinas en España y para llevar a cabo semejante tarea, habían escogido a Adolfo Cebreros.

La crisis por entonces afectaba a toda clase de empresas, de cualquier sector y tamaño. También a ésta, que por aquellos años rondaba los mil empleados. Por tanto, no era nada exagerado pensar que, desde la central se pudieran adoptar medidas tan drásticas como esas. En cualquier caso, nadie interpretó ese vertiginoso ascenso como un justo premio a una carrera sólida y un buen hacer profesional. Más bien, todo lo contrario.

Las medidas encaminadas a hacer viable la empresa se fueron sucediendo. Se invitó primero a quienes lo desearan a abandonar voluntariamente la compañía. Se creó una compañía de servicios satélite para traspasar a muchos de los empleados en nómina a esa nueva estructura. Se invitó a varios directores a fundar su propia compañía y seguir colaborando con la empresa, como lo venían haciendo, pero fuera de la nómina. Y finalmente, después de un largo proceso de unos dos años, se procedió a confeccionar una lista de 200 o 300 personas, que pasarían a formar parte de las listas del paro.

Cuentan los que vivieron aquella etapa, cómo durante una noche entera, el director general, o sea, el autista y el presidente, la pasaron organizando la lista de nombres que al día siguiente se haría pública. Y cuentan los mismos, que a la mañana siguiente se cruzaron por el pasillo con el autista y que no daba crédito al comprobar que la lista tenía 301 nombres, incluido el suyo propio.

Aunque la sorpresa debió ser mayúscula, seguramente los 80 millones de pesetas que recibió como indemnización consiguieron suavizar el golpe.

El destino siempre actúa como un burlón y esta vez quiso que el individuo más inepto a la hora de establecer relaciones personales, el más incapaz a la hora de valorar en su justa medida a un buen profesional, el autista ignorante de las más elementales normas de cortesía y consideración, el incapaz de entender el concepto “empatía”, se dedicara a partir de ese momento a ser un “cazador de talentos”, de directivos.

martes, septiembre 26, 2023

Historia de una salamandra. Capítulo final.

Creo que fue el viernes a eso de la una del mediodía. La señoritinga salió de su escondrijo, seguramente para ver qué era todo ese ruido que le importunaba su sueño. Pero al regresar a casa, ya no la volvimos a ver. Hasta pasadas las ocho de la tarde. Al parecer ese era su horario. Como el de las pilinguis, que viven de noche. Como era su costumbre recorrió el techo y las paredes en todas direcciones, hasta que, en un momento dado, debió retirarse a descansar.

El sábado estuvimos a punto de cogerla, pero fue más rápida que mi mujer, quien, por otra parte, intentaba establecer un nivel superior de comunicación dirigiéndose a ella con cariño y dulzura, invitándola a que se entregara, como un negociador de la policía, pero sin éxito. Yo, lo achaco al hecho de que la salamandra no llevaba el pinganillo de traducción al salamandrés. Ese día fue el que estuvimos más cerca de atraparla. Abandonó las altitudes del salón y se aventuró hasta casi tocar el zócalo, pero el cuadro de 2x2 colgado en la pared, estaba demasiado cerca como para adelantarse a ella. Eso fue el sábado.

Ese fue el último día que la hemos visto. El domingo no dio señales de vida, ni ayer lunes tampoco.

Es de suponer que la inanición tiene un límite y aquí dentro de casa y por las zonas por las que se movía, no iba a pillar cacho ni de coña.

Imagino que el día que se nos ocurra mover el cuadro del tamaño de las Meninas, nos encontraremos con los restos momificados de un proyecto de salamandra que no cuajó.

sábado, septiembre 23, 2023

Nasío pa barrer (final)

1977 era el año señalado como el del final de esa estúpida pérdida de tiempo llamada servicio militar. Estúpida, al menos, tal y como se entendió en España. Otra cosa hubiera sido si a los llamados a filas se nos hubiera entrenado verdaderamente en aprender a hacer algo útil, a disparar, en aprender a leer mapas y, en definitiva, se nos hubiera formado en cosas prácticas que se pudieran llevar a cabo en un momento dado y servir de ayuda a los profesionales. Pero era lo que era.

De todas formas, el año no empezó nada bien. El 24 de enero, un grupo terrorista llamado GRAPO, secuestró al teniente general Villaescusa, en ese momento, presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar.

Era lunes y todos en la base nos temíamos medidas excepcionales, como suspensión de todos los permisos, acuartelamiento general, reparto masivo de armas y empezar a cavar trincheras, aunque sin duda la peor noticia que nos podrían haber dado era la de suspender los pases per nocta.

La situación política en esos días en España era caótica. ETA asesinaba y secuestraba casi semanalmente. Los grupos de extrema derecha colocaban sus bombas y asesinaban a abogados laboralistas en la calle Atocha de Madrid. Y aparte de ETA, estaban los GRAPO. Día sí y día también, policías, militares, guardias civiles, caían víctimas de atentados, ya fueran de disparos en la cabeza o con coches bomba.

Hacía poco que había muerto Franco y mientras el Rey Juan Carlos I intentaba construir un país moderno y una democracia, había una lucha en las calles entre los que querían que nada cambiara y los que querían que todo cambiara inmediatamente. El rey no tenía la confianza del pueblo, ni tampoco de los militares. Éstos le percibían como un traidor a aquello que juró, ser leal a Franco y a las leyes del Movimiento y no parecía que lo que estaba haciendo indicara que así fuera. Se rumoreaba que había diversos golpes de estado de militares en distintas fases de evolución. Así es que, por todo ello, la noticia del secuestro de la más alta personalidad de la justicia militar, nos inquietó a todos, aunque a cada uno por razones muy diversas entre sí.

Finalmente, no sucedió nada anormal ni diferente a la rutina habitual. Cada día íbamos y salíamos de la base y el fin de semana también fue normal.

Mientras tanto, el tiempo pasaba y corría a mi favor. Barría las hojas caídas de los jardines, que intentaba amontonar para meterlas después en bolsas y de ahí al camión de la basura, pero el viento se empeñaba con tenacidad en volver a esparcirlas. Viajar en el exterior del camión de la basura en verano, era muy agradable, si conseguías no pensar en la peste que tenías a un palmo de las narices, pero en invierno, la cosa ya no tenía tanta gracia. Con el abrigo “tres cuartos” forrado de lana que nos dieron, al menos podíamos soportar el frío algo mejor, pero, en cualquier caso, debíamos colocarnos de espalda a la trayectoria del camión.

Se acercaba la fecha de nuestro licenciamiento, pero también nos tocó participar en un hecho histórico. El 15 de junio de 1977, España, por primera vez en mucho tiempo, era llamada a depositar su voto en unas urnas democráticas para elegir a las Cortes Constituyentes. Curiosamente, en esas fechas sí que se extremaron las medidas de seguridad, al menos en teoría. Debido a esas medidas, me tocó la única guardia que hice en toda la mili, aparte de las que me tocaba como imaginaria.

Para realizar la guardia, estabas asignado una serie de horas a un determinado puesto. Después, venía tu relevo y te llevaban a otro.

El primero de esos puestos, recuerdo perfectamente, que no estaba lejos del edificio principal. Era un agujero espacioso, casi a ras de suelo y protegido por un montón de sacos terreros. Estuve acompañado únicamente de mi fusil. Intentaba recordar una y otra vez el santo y seña y rezaba para que no apareciera alguna bestia con más estrellas en la bocamanga que el firmamento, y al darle el alto, se me trabara la lengua o me quedara en blanco, con el consiguiente paquete de sanción a un mes de mi licenciamiento.

Recordaba constantemente aquel chiste de un recluta que va a la mili y el primer día en el cuartel, les reúne a todos una mala bestia, un coronel con instinto asesino y a voz en cuello, les gritaba:

  •     Soy el coronel Fojones. ¡Con F! Al que le pille haciendo un chiste o me cambie el apellido, me lo follo vivo y después lo descuartizo. ¿Entendido?

El pobre chaval después de oír eso y ver actuar al susodicho, se queda acojonado. Y un día le toca hacer guardia y de repente se da cuenta de que el menda que se le acerca es el maldito coronel. Intenta recordar el santo y seña y lo repite una y otra vez. Y cuando llega el coronel a su puesto, le dice:

  •      Soldado, ¿quién soy yo?

Al pobre soldado se le rompen los esquemas. Ni santo, ni seña, ni nada. Entonces, a toda prisa intenta recordar el nombre de esa bestia come hombres que tiene frente a él. Y al fin, se acuerda.

  •        El coronel Festículos, señor.

Pues bien, eso podría resumir cuál era mi estado de ánimo mientras hacía mi primera y única guardia, en un puesto protegido por sacos terreros y con un frío curioso para ser junio. Tuve suerte y no apareció nadie, salvo mi relevo al amanecer.

Vino en un coche de la PA y yo me subí con el conductor, que iba acompañado de un pastor alemán. Yo no tenía ni idea de adónde íbamos, pero parecía que él y el perro, sí. Y no iba a discutir con uno de la PA ni tampoco con el perro que estaría entrenado para descuartizar soldados preguntones.

Después de lo que me pareció una excursión por el interior de la base, delante de nosotros había una serie de montículos artificiales, camuflados con el terreno y con unas puertas de acceso en el frente. Según me dijo el conductor de la PA, eso era el polvorín.

Entramos en esas dependencias de cuya existencia no tenía noticias y nos dirigimos directamente a unas literas en las que el policía se tumbó y yo me quedé que no sabía qué hacer. No sabía si debía tumbarme a descansar, si eso era lo correcto o si iba a llegar algún animal y nos iba a tirar a los perros por estar durmiendo cuando debíamos estar de guardia ¡en el polvorín!

Tampoco recuerdo cuánto tiempo estuvimos allí ni si después de eso fui a otro puesto a continuar con mi guardia.  Pero sí sé que esa fue la única que hice en doce meses desde que juré bandera.

Calculo que sería un mes después, a mediados de julio de 1977 cuando por fin, llegó el día de licenciarnos. Aquella sensación era como cuando sales de la cárcel. Nos habíamos liberado de aquel tormento de sargento, maltratador y asesino de perros indefensos. De recoger la basura, de cavar agujeros para plantar árboles, algunos de los cuales estaban boca abajo; de madrugar; de hacer autostop; de limpiar de piedras los jardines.

Antes de salir por última vez de la base, debíamos entregar parte del material que se nos dio al incorporarnos, al menos la que pudiera ser reutilizable. El uniforme de paseo seguro que estaba bien. Los zapatos de paseo estaban rajados y los tiré directamente a la basura. Del resto, no recuerdo nada más.

Se nos entregó la cartilla correspondiente donde se acreditaba que habíamos cumplido con nuestra obligación. Ya podíamos buscar trabajo sin tener la amenaza de que, si me piden la cartilla, no la tengo.

Jamás he regresado ni mantuve nunca contacto alguno con ninguno de aquellos compañeros. 

Ahí terminó mi prometedora carrera profesional como camarero, encharcador de jardines y basurero, experiencia esta última -la de trabajar con la mierda-, que me vino muy bien poco tiempo después en el glamuroso y excitante mundo de la informática.

jueves, septiembre 21, 2023

La salamandra.

No es la primera vez que se cuela alguna dentro de casa. Provienen de la terraza, que ahora mismo parece una extensión del Mato Grosso brasileño. Estoy convencido de que, en algún momento, se descubrirán ahí especies que se pensaba extinguidas. Cada vez que mi mujer sale a cuidar las plantas, o a regarlas, o se sienta a leer en el sofá, tengo miedo de que alguna de ellas la engulla.

Suelen estar apostadas en los pilares de madera que sostienen los toldos. Allí permanecen al acecho de sus posibles víctimas o de lo que quieran que pretendan hacer, porque, la verdad, parecen estatuas, pero desde luego, se las ve hermosas, o sea, que hambre no pasan. Luego, con el mismo sigilo con el que las puedes ver desde la puerta corredera, desaparecen sin dejar rastro. Aunque, sin duda alguna, las que están fuera tienen un tamaño curioso, las que de vez en cuando se adentran en el ignoto mundo de nuestra casa, fruto de algún despiste o de un afán desmedido de conocer nuevas experiencias, son mucho más pequeñas. Tal es el caso del último ejemplar.

Apareció por sorpresa hace unos días. Es minúscula y funambulista, porque sólo viaja por el techo y la mayor parte del tiempo boca abajo. No madruga, se inclina más bien, por lo que ahora está tan de moda y que lo llaman tardear. De repente, miras al techo por alguna razón y te la encuentras ahí, como si la que estuviera observando y controlando lo que ocurre fuera ella. Se mueve despacio y en breves espacios de tiempo, como si echara una carrerita y se detuviera para coger aliento. Supongo que será su modo de pretender pasar desapercibida.

Al parecer, se ha quedado prendada de nuestro salón, porque es el único sitio donde se la ve…cuando se la ve. No es que nuestro salón sea muy grande, pero el animalito se ha hecho más kilómetros entre las paredes que en la San Silvestre Vallecana. Anoche se me ocurrió que podría ser la nueva arma de Google para hacer mapas interiores de las viviendas y que, en realidad, no fuera una salamandra de verdad, sino un aparato electrónico, una especie de dron, manejado a distancia y haciendo fotos y cartografiando el salón. Estaré atento a los anuncios de nuevos productos de la multinacional, por si acaso.

Suele esconderse entre las sombras que proyectan en el techo las cortinas. O detrás de un cuadro de tamaño 2x2.

En casos anteriores, si la montañera de turno prefirió pisar terreno firme y la detectamos en el suelo, la atrapamos con un vaso y la depositamos de nuevo en el Mato Grosso de la terraza, de donde vino. Pero, perseguir a un bichejo pequeñito por los techos, no parece que sea una actividad recomendable. Hay bastantes posibilidades de terminar en el hospital con algo roto y al intentar explicar al traumatólogo que fue “persiguiendo salamandras por el techo”, una vez escayolado desde el cuello hasta la pelvis, me trasladen directamente al frenopático.

Por otra parte, nos estamos empezando a preguntar cómo aguanta tanto tiempo sin comer, porque, desde luego, comer no come nada, que nosotros sepamos. Anoche, en un alarde de ecologismo activo de mi mujer, le abrió la mosquitera de la puerta de la terraza para que si la detectaba pudiera salir. Yo le dije que dudaba mucho que, si la salamandra no se había ido por la puerta, no era porque hubiera detectado la barrera de la mosquitera, pero, aun así, lo intentamos.

Reconozco que lo primero que hago cada mañana al levantarme, es ver dónde está el bicho. Nada, ni rastro. Pero seguro que, al caer la tarde, justo antes de que empiece a anochecer, la volveremos a ver zascandilear por los techos, de un lado a otro del salón, buscando no se sabe si la salida o algún mosquito que llevarse a la boca.

sábado, septiembre 16, 2023

Nasío pa barrer (capítulo 10)

Mi carrera militar en el glorioso ejército del aire era fulgurante y en un continuo ascenso. Pasé de friegaplatos fracasado en la cocina, a camarero de oficiales o barman de piscina, para terminar de basurero. Las profesiones que más tarde serían las más demandadas.

El año de mi incorporación a la mili (1976) fue un año pródigo en noticias importantes, aunque directamente a mí, un maldito recluta con destino de basurero, no me afectaron. O eso pensé en aquel momento.

  •    El 15 de abril  se inicia el XXX Congreso de la UGT, el primero celebrado tras la Guerra Civil.
  •    El 9 de mayo  en Navarra son asesinados dos militantes carlistas (Sucesos de Montejurra).
  •   El 9 de junio  se aprueba la ley que autoriza la existencia de partidos políticos.
  •    El 1 de julio  dimite Carlos Arias Navarro, último presidente del Gobierno nombrado por el dictador Francisco Franco.
  •    El 3 de julio  ―tras el final de la Dictadura de Franco―, Adolfo Suárez es nombrado presidente del gobierno.
  •    E18 de julio , los GRAPO (Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre), reivindican la colocación de 28 artefactos explosivos.
  •    El 30 de julio  el rey Juan Carlos I decreta una amnistía política que afecta a 500 personas encarceladas por su ideología.
  •    El 10 de septiembre  el Gobierno aprueba el proyecto de ley de reforma política que abrirá el camino hacia la democracia.
  •    El 18 de noviembre  tras el final de la dictadura franquista, las Cortes aprueban la Ley para la Reforma Política, que abrirá el camino a la democracia.
  •     El 15 de diciembre  ―tras la dictadura de Francisco Franco― se lleva a cabo un referéndum sobre la reforma política que dará paso a un nuevo modelo político. Comienza la democracia.

Todos esos acontecimientos, por supuesto que me afectaron con efecto posterior, pero a mí lo único que me importaba era salir cada día de la base y continuar con lo que consideraba era mi vida normal: pasar los fines de semana en mi casa, celebrar mi cumpleaños, disfrutar de la Navidad y no hacer guardias como los de la PA, en fin, recuperar mi vida, la que era mía y no quería compartir con los de uniforme. Seguía prevaleciendo la idea de “esto tiene una fecha de caducidad” y llegará. No me planteaba la utilidad de encharcar los jardines a base de agua con el consiguiente mosqueo del sargento. Ni tampoco me planteaba la utilidad, en general, del servicio militar. Simplemente esperaba que llegara la hora de la despedida. Pero mientras tanto, sucedían cosas.

El protocolo exigía que antes de abandonar la base vestidos con el uniforme de paseo, debíamos formar en el patio del edificio de reclutas. El pase per nocta, lo llevábamos encima, era nuestro DNI militar, pero, aun así, nos hacían formar, imagino que para contar cuántos había por la mañana y cuántos había en ese momento. El caso es que un día, estando en formación, pasó por encima nuestro un avión y alguno, instintivamente, movió la cabeza. Y ahí empezó un pequeño show.

El suboficial al mando ordenó:

    _  El que se ha movido, que dé un paso al frente.

    O bien el sujeto al que hacía referencia no era consciente de que era a él a quien iba dirigida esa frase, o bien, era directamente imbécil. Sea como fuere, nadie se movió. Y el suboficial insistió.

     _  Si nadie da un paso al frente, no se va nadie.

La situación estaba enquistada y el suboficial realizó otra maniobra. Se introdujo entre las filas de la formación, se colocó justo a mi lado, me tocó el hombro y dijo:

    _  Desde aquí hasta el fondo, que se queden. Los demás pueden irse.

Como siempre, la suerte estaba en mi contra.

El suboficial se dirigió una vez más al grupo y siempre lo hizo en un tono conciliador, nada amenazante.

    _Vamos a ver. No voy a castigar al culpable. Sólo quiero que salga el responsable.

Allí no salía nadie. Y el suboficial, repitió su oferta.

Entonces, yo me adelanté y di un paso al frente:

    _  He sido yo, mi cabo primero.

    _  No. Tú nos has sido.

    _  Entonces, ¿me puedo ir?

El cabo primero al principio se sorprendió de la jugada, pero tuvo que admitir que si sabía que yo no había sido no había razón para obligarme a estar allí.

    _  Puedes irte.

    _  Gracias, mi cabo primero.

 

Mi objetivo era que la mili interfiriera lo mínimo en mi vida normal. No me quedaba más remedio que ir por las mañanas hasta las 14.00, pero al menos tenía las tardes libres y las aprovechaba. Así, por ejemplo, iba a hacer mis pinitos como programador COBOL al Centro Electrónico para el Tratamiento de la Información, del Ayuntamiento de Madrid (CETI) que entonces (no sé ahora) estaba en Conde Duque, no lejos de casa. Allí con un ordenador IBM antediluviano y bajo la supervisión de los que allí trabajaban, comencé a intentar programar algo en COBOL. El responsable de IBM tenía el nombre más raro que he oído en mi vida: Baudilio. Era un hombre afable, tranquilo y comprensivo. Allí fue el primer sitio en el que utilicé las famosas tarjetas perforadas.

Del programa, mejor no hablar. Era manifiestamente mejorable y aunque otros mucho más expertos que yo, profesionales que trabajaban allí, me daban sus sabios consejos, no les llegaba a entender. Estábamos en mundos distantes.

Yo estaba centrado en las próximas Navidades y no quería que me las estropeasen con alguna guardia como imaginaria ([1]). Además, ese año, tanto el 24 como el 31 de diciembre caían en viernes. Tuve suerte y no tuve guardia, pero el 31 de diciembre, tuve que ir a currar, claro.

Como cada día desde hacía meses, el despertador sonó a las seis de la mañana. Con el fin de ahorrar el máximo de tiempo en mi aseo, decidí que era mejor ducharme justo antes de acostarme por la noche. Eso, unido al hecho de que también decidí dejarme barba para no invertir tiempo en afeitarme, significó un considerable ahorro de tiempo. Tiempo que podría dedicar a vestirme con calma y desayunar, aunque esto último no me llevaba mucho tiempo porque a esas horas, no me entraba nada.

Después, el consabido trayecto en metro y autostop hasta la base. Pero ese día, el 31 de diciembre, la familia estaba en el chalet de Valdemorillo. Así es que me vinieron a buscar a la entrada de la base y desde allí fuimos hasta el chalet.

Por la noche, aguanté estoicamente hasta las uvas. Normalmente, debido a mis horarios, llevaba vida monacal y solía acostarme no más allá de las diez de la noche. Así es que fue tomarme las uvas, brindar por el nuevo año y despedirme de todos hasta el día siguiente. Llevaba de zascandil 18 horas.

El año siguiente, 1977, era el año de mi despedida de la mili. En verano estaría “lili”, o sea, licenciado. Se acercaba el final.

 



[1] Una imaginaria es un servicio de guardia de orden, desempeñado por un militar con la función de sustituir durante la noche al militar que realiza la también guardia de orden de cuartelero.1

miércoles, septiembre 13, 2023

Los traidores

A Jesús le traicionó Judas. A Julio César, Brutus. A Luis del Olmo, su íntimo amigo que se fugó con todo su dinero. Y hay más ejemplos. La cantante Belinda, Drew Barrymore, Beyoncé o Elton John, entre los extranjeros. Carmen Maura, Concha Velasco, Ana Torroja, son algunas de las españolas que también han pasado por ese mal trago. A ellas, se ha unido Arantxa Sánchez Vicario.

Lo de Arantxa está de actualidad estos días porque va arrastrando su vergüenza por los juzgados y los telediarios. Una cosa es no tener dinero para vivir y otra que, además, te persigan para que pagues, ya sea el banco, hacienda o ambos.

En realidad, poco importa cuáles han sido los motivos por los que, en un momento dado, lo has perdido todo o casi todo. Malas decisiones a la hora de invertir, despilfarro, caprichos, drogas, vicios…da igual. Al menos, en esos casos, el culpable sueles ser tú mismo, porque, incluso en el supuesto de que hubieras sido mal aconsejado, siempre podrías haber dicho “no” y no lo hiciste. Pero lo que realmente duele, aplasta y conmociona, es cuando la ruina te viene por la traición de aquel en quien confías, que, además, suele ser alguien muy allegado: padres, hermanos, íntimos amigos, etc. En esos momentos, es de suponer que te sientes como Jesucristo o Julio César. Y lo triste es que es mucho más frecuente de lo que aparece en la tele.

En estos días he visto la película sobre Elvis Presley, o para ser más exactos, sobre la garrapata o sanguijuela de su representante. No voy a desvelar nada de la peli para no reventarla, pero a mí me ha sorprendido conocer las interioridades del individuo en cuestión. En la peli queda claro que presentan a Elvis como un cautivo de un entorno diabólico formado por su padre, su manager y su médico.

En ocasiones, aquellos en los que confías para que te lleven las finanzas, o tu carrera profesional, se comportan como auténticas ladillas, exprimiéndote hasta la extenuación y viviendo a tu costa, mientras tú te matas a trabajar. Y un día te levantas y te das cuenta de que todo tu esfuerzo sólo ha servido para alimentar a unos parásitos, que se lo han llevado todo.

Algunos podrán recuperar parte de lo robado…trabajando más. Para un músico, un artista, un escritor, puede resultar más o menos accesible. Y entre éstos, no es lo mismo que te llames Perico de los Palotes, o Elton John. A este último, le robas 300 millones y lo mismo para recuperarse tiene que vender uno de sus castillos. Para un deportista, no.

Pero, sin duda, lo que más duele no es el dinero y las propiedades que ya no tienes. Lo que más duele no es la persecución inmisericorde a la que te someten los bancos o Hacienda. Lo realmente doloroso, es el beso de Judas o la puñalada de Marco Junio Bruto.

lunes, septiembre 11, 2023

Los idus de septiembre

Debe ser alguna fecha cabalística mágica para que tantos sucesos se produzcan siempre el mismo día, del mismo mes, aunque en distinto año. Pensando en ellos, he intentado recordar dónde narices estaba yo en esos días, al menos, en los más conocidos.

Sin duda el más famoso de todos es el último. Es tan famoso que ya ni siquiera se le pone el año, que viene a ser el apellido que distingue a uno de otro. El 11-S ha pasado a ser el de las torres gemelas, el WTC, Bin Laden, los aviones estrellándose contra los edificios. Eso fue en 2001. Pocos días después yo firmaba mi contrato con una nueva empresa. Ya no existen las torres gemelas, ni Bin Laden. Tampoco existe la empresa, pero sigo siendo amigo de quien me contrató y fue mi jefa.

Echando la vista atrás, también fue un 11 de septiembre cuando el golpista Pinochet dio un golpe de estado en Chile, provocando el suicidio del presidente Allende. Eso fue en 1973. ¿Dónde estaba yo entonces? Pues a pocos días de comenzar el curso escolar (el COU), mi último año con la tribu de los “sotánicos”.

Para mí, aquel golpe y todo lo que vino después se enmarcaba en el mismo contexto que la guerra de vietnam con la que habíamos comido a diario desde hacía años, aunque, en realidad, fue en enero de 1973 cuando se firmó el armisticio en París. En este caso concreto, y me desvío del tema central, fue Nixon quien terminó con la guerra, pero pasó a la historia por lo de Watergate.

Y he dejado para el final otra concatenación de eventos magnos, aunque a fue de ser sincero y exacto, no fueron el 11 de septiembre sino el 12.

En esa fecha, el 12 de septiembre de 1980, se producía un golpe de Estado en Turquía. ¿Y eso es importante? Para los turcos, desde luego, pero ¿dónde estaba yo? Pues en ese momento estaba en un juzgado de Moratalaz, Madrid, contrayendo matrimonio, aunque viendo las fotos del evento, pudiera dar la impresión de que se trataba de un entierro o un velatorio a tenor de las caras de los invitados.

Si la ceremonia se inició con un golpe de estado, la luna de miel se inició con la única huelga en la historia de los controladores aéreos portugueses, lo que motivó la cancelación de nuestro vuelo a Madeira. A la mañana siguiente, nos presentamos en la agencia de viajes con las maletas y dispuestos a salir de allí con un nuevo destino y por el mismo precio. Fue así como conocí Lanzarote. Aunque debo señalar, que al llegar al aeropuerto nos perdieron una maleta y nos quedamos encerrados en el ascensor unos minutos, ya en el hotel. Por si todo esto no fueran suficientes signos enviados por los dioses, el coche de alquiler, también nos dejó tirados.

Así es que cuidaros de los idus de septiembre que los carga el diablo.

domingo, septiembre 10, 2023

Nasío pa barrer (capítulo 9)

A lo largo de mi vida doy fe que he recibido órdenes que me han hecho dudar acerca del estado de profundo desequilibrio mental del sujeto que me las daba. El caso del sargento Caballero no fue una excepción.

Un día cualquiera nos reúne a todo el equipo de Jardines y Limpieza y nos informa que tenemos una nueva tarea. Debemos ir recorriendo todos los jardines de la zona española de la base de Torrejón y extraer todas las piedras que encontremos.

Las caras de incredulidad ponían de manifiesto el impacto que esto había causado en todos nosotros. Extraer piedras de los jardines. Pero lo peor estaba por llegar.

“Esta tarea será a tiempo completo, es decir, por las mañanas se extraerán las piedras y se dejarán amontonadas y por las tardes, después de comer, se llevarán al camión de la basura”.

Es decir, que, durante las siguientes semanas sin tener una fecha de fin establecida, nos íbamos a quedar sin comer en casa, trabajando por las tardes – la mayor parte hasta las 17 o las 18 horas, desde las 08.00 - y por el mismo precio, y todo ello porque a alguien se le había ocurrido que los jardines de la parte española, tenía demasiadas piedras.

No se nos especificó el tamaño de las piedras que debíamos sacrificar en el altar del vertedero, así es que, dedujimos que serían solo las más grandes y las medianas.

Con la paciencia de un santo y con la misma resignación cristiana, nos dispusimos a cumplir con la noble y arriesgada misión encomendada por nuestros sabios superiores, de eliminar de los jardines toda arma que pudiera ser utilizada por un enemigo invasor y sin armas de fuego.

A los pocos días, las llagas y las ampollas hicieron acto de presencia en las delicadas manos de los señoritos universitarios por el uso continuado de palas y demás herramientas ajenas, mientras que las del sargento, mostraban bien a las claras, que su destino era arar la tierra a mano. Por cierto, el sargento no estaba por las tardes. El que estaba era el cabo, su hijo.

Al cabo de varias semanas de trabajar como condenados en una cantera, alguno se las ingenió para evadirse sin que nadie le echara en falta. Un ejemplo que intenté seguir yo, con nefastas consecuencias. A mí me pillaron.

El castigo fue estar de guardia un fin de semana entero en el pabellón de reclutas, sin salir de la base.

Reconozco que en esa etapa ya estaba yo algo hartito del régimen militar y un pelín díscolo, y decidí que de ese castigo también iba a pasar. Y evidentemente, también me pillaron. En esta ocasión, el castigo fue diez días de calabozo.

Bueno, si no tenemos en cuenta que las duchas estaban estropeadas, que lo que se entendía por cama era un colchón de aspecto sospechoso y arrojado en el suelo y que cuando salía a dar el paseo obligado tenía a un pobre chaval con un fusil detrás de mí, por si se me ocurría huir, la verdad es que el tiempo que pasé en el calabozo no estuvo mal. De hecho, ahora que lo pienso, creo que incluso cuando iba a comer me acompañaba el tío con el fusil, lo cual, me ayudaba a crear una atmósfera intrigante cuando llegaba al comedor, con aspecto facineroso, apestando a sudor, sin afeitar y con los pantalones de faena medio rajados por el lateral. Ni Paul Newman hubiera conseguido semejante caracterización en “El indomable”.

Me pasé los diez días durmiendo, mientras mis compañeros de Jardines siguieron cogiendo piedras por las mañanas y tirándolas a la basura por la tarde. ¡TRECE camiones de piedras!

Después de diez días sin ducharme y sin afeitarme, mi aspecto debía ser peor que el de Tom Hanks en “Náufrago”. Y el perfume que debía emitir tampoco debía pasar desapercibido, porque recuerdo que hacía calor.

Todo en esta vida tiene un inicio y un final y el arresto terminó. Me fui a mi casa, me di una ducha reparadora, tiré a lavar la ropa y me desquité con la nevera.

Al día siguiente, ya en el departamento de Jardines, el sargento Caballero nos volvió a sorprender, aunque en esta ocasión, fue para bien. Nos concedía un permiso de diez días por el esfuerzo que habíamos hecho con lo de las piedras. Fue entonces cuando se dirigió a mí y empezó a dudar en voz alta, si merecía yo también ese premio. Hubiera aceptado cualquier decisión que hubiera tomado, pero tampoco tenía ningún sentido discutir de qué serviría yo solo en el departamento de jardines. Finalmente, me incluyó entre los que disfrutarían del permiso y le di las gracias públicamente por ello. Así es que diez días en el calabozo y diez en mi casa. Me merecía el descanso.

El sargento tenía desde siempre, a un pobre perro atado permanentemente a un árbol cerca de nuestro barracón. A mí el pobre animal me daba mucha pena. No sé quién le daba de comer, estaba atado 24 horas al día, siete días a la semana y no recibía cariño de nadie.

Un día el sargento Caballero se dirigió a uno de nosotros al que conocíamos por el apodo de “Camarma”, por lo del pueblo, y le dio una orden:

“Tú. Ahorca al perro.”

Y el perro desapareció.

sábado, septiembre 02, 2023

Nasío pa barrer (capítulo 8)

El departamento de Jardines y Limpieza estaba ubicado en un barracón largo en forma de semitubo, y en mitad de lo que parecía ser una especie de bosquecillo salvaje. Tanto la puerta como las escasas ventanas, ofrecían una imagen de provisionalidad, como si lo hubieran tenido que construir deprisa y corriendo y no hubieran tenido más alternativa que recurrir a materiales de desecho y reconvertirlos.

El sargento Caballero era el responsable del departamento. Era un hombre que aparentaba ser muy mayor, por lo que el cargo de sargento le debía venir por la cantidad de años que llevaba trabajando en el ejército y no tanto por sus dotes o valía. Era un hombre chaparro, algo grueso, una especie de Sancho Panza, pero sin tanta cultura ni sentido común; de rasgos duros, voz ronca y de trato hosco. Intentaba amedrentar y lo que conseguía era quedar en ridículo.

Dentro del propio personal que formábamos el departamento, abundaban los estudiantes universitarios, algo que no le gustaba nada al sargento y siempre que tenía ocasión, intentaba ridiculizar a alguno de nosotros haciéndole ver que por muy universitario que fuera, allí, el que más sabía era él.

La sorpresa fue que el hijo del sargento también formaba parte del equipo con el grado de cabo. La verdad es que el pobre chaval daba pena. La relación con su padre no debía ser mejor que la que el mismo tenía con nosotros. Se le veía siempre temeroso y como queriendo agradar al padre con su actitud, algo, en lo que, por cierto, no obtenía demasiado éxito.

De entre las funciones que debíamos desempeñar, estaban, lógicamente, la del cuidado de los jardines de las zonas españolas, que básicamente se limitaba a regar las plantas y el césped. Todas las demás tareas asignables a un entendido en la materia, las desempeñaba el sargento. Nosotros, sólo éramos la mano de obra. Una mano de obra, a decir verdad, muy poco cualificada, porque en cierta ocasión se nos encomendó plantar unos 300 árboles, y dado que la mayoría eran sólo unos palos, muchos de ellos, los plantamos al revés: boca abajo. Algo que en el fondo satisfizo al sargento porque así pudo demostrar que él sabía algo que los demás desconocíamos.

Otra de las tareas encomendadas era la de recoger la basura de todas las dependencias de la parte española, incluida especialmente, las de las cocinas. Esta tarea, iba por turnos semanales.

Lo de regar las plantas y el césped, yo ya era un experto por haberlo hecho en el chalet de mis tíos en Valdemorillo. Ahora lo de ser basurero, tenía su guasa.

El llamado camión de la basura, en realidad, era un vehículo al que se le habían incorporado una serie de adaptaciones para que pudiera realizar esas tareas. Así, por ejemplo, a la caja del camión, se había acoplado una estructura metálica en forma de pirámide, totalmente cerrada, con cuatro portezuelas, dos en cada lateral. Al abrirse estas trampillas, permitían echar dentro la basura.

Otra de las mejoras que se implementaron fueron sendos tablones de madera, muy resistente, a cada lado del vehículo. El objeto de dichos tablones era permitir el traslado de las 4 personas – dos a cada lado - que formaban la cuadrilla de los basureros ya que, dentro de la cabina del camión, no había espacio para todos. Es decir, excepto el conductor, que iba cómodamente instalado en la cabina y que se limitaba a conducir y nada más, el resto viajábamos en los tablones del exterior y agarrados a las portezuelas, ya fuera verano, invierno, hiciera calor o lloviera.

Recoger los papeles de las oficinas y la peladura de alguna naranja de un piloto de combate, no tiene mayor relevancia. Lo duro era acudir al lugar donde se depositaban los restos de la comida del pabellón de reclutas.

Los cubos de la basura estaban formados por antiguos bidones de unos cientos de litros de capacidad, que habían sido serrados por la mitad y a los que se les había soldado unas agarraderas para poder manejarlos. No debían ser demasiado grandes ni demasiado profundos, porque una vez repletos de restos de comida debían ser manipulados por dos personas, de fuerza normal.

Al llegar al temido destino se iniciaba un complicado proceso de mentalización y de organización entre nosotros. Lo primero de todo, era respirar lo menos posible para evitar que la peste de toda esa inmundicia se quedara a vivir en nuestra pituitaria. Después, nos acercábamos con más asco que miedo, para comprobar el volumen de la mierda allí contenida. En ocasiones, sobre todo en los días más calurosos del verano, se podía apreciar, incluso en la distancia, cómo esos restos depositados en los cubos, hacía chup-chup, debido a la fermentación.

Una vez analizada la situación de los cubos, de su capacidad, de su peso, de lo podrido de su contenido y demás parámetros pestilentes, se formaban dos equipos de dos. Uno de los equipos se subía a los tablones laterales del camión y abrían las portezuelas por donde en breves momentos se iban a descargar los cubos hediondos. Los otros dos eran los encargados de coger aire, agarrar los cubos y subirlos a pulso hasta el tablón, donde eran relevados por el otro equipo y serían los encargados de cogerlos y echarlos por las portezuelas. En el mismo instante en que los que habían cogido los cubos, los depositaban en el soporte, salían de la zona de influencia lo más rápidamente posible, en primer lugar, para recuperar la respiración y, en segundo lugar, para evitar que los que estaban subidos en el camión, les fueran a salpicar al lanzar los cubos una vez habían sido vaciados de su inmundo contenido. Los equipos se turnaban en sus funciones y se tomaban el tiempo necesario para evitar que ninguno se pusiera a vomitar. Normalmente, ese era el último punto al que se acudía. Desde allí, los basureros, nos dirigíamos al vertedero a depositar nuestra contribución. Aunque nuestra tarea no siempre terminaba ahí.

El sargento Caballero en lugar de efectuar su entrada a la base por el sitio que utilizaban las personas normales, lo hacía atravesando el vertedero. La razón era que así, de este modo, podía comprobar si había algunas cosas de metal. Él aprovecharía esos restos que estaban depositados en la basura y los revendería a un chatarrero o a quien le pudiera interesar, sacándose un sobre sueldo. Cada día, daba instrucciones a los basureros para que metieran en el camión lo que él consideraba oportuno y que había visto por la mañana al entrar.

La buena noticia era que el oficio de basurero te tocaba de vez en cuando y no era fijo. Incluso así, era preferible a estar en la PA.

Un día llegó un compañero nuevo. Un tipo de aspecto serio y taciturno. Hablaba poco, y cuando lo hacía era con monosílabos. Le acababan de destinar a Jardines y Limpieza y venía de la PA. Al preguntarle cómo había conseguido salir de la PA y que le metieran con nosotros, fue muy claro.

“Un día que estaba de guardia, en un momento de descanso en las instalaciones, salí a la terraza con mi fusil, metí el cargador y disparé al aire el cargador entero (15 disparos) con una ráfaga.”

Además de cambiarle de destino, visitaba a un psicólogo en el Hospital del Aire, en la calle Arturo Soria de Madrid.

Como método, sin duda, era novedoso.

 

viernes, septiembre 01, 2023

Romances y aventuras en el trabajo

Ahora que se ha puesto de moda el escabroso asunto entre Hermoso y Rubiales, y las relaciones sentimentales en el lugar de trabajo, me ha venido a la memoria los muchos casos de romances, amoríos, flirteos, rollos, aventuras, devaneos y líos de todo tipo, de los que he sido testigo en mi dilatada vida profesional.

Si hay algo que tengo claro es que es precisamente en el trabajo donde surgen las mayores y mejores oportunidades para tales relaciones, como así lo atestigua una reciente encuesta ([1]), según la cual el 89% de los encuestados manifestó haberse sentido atraído por un/a compañero/a, de los que el 58%, salió con él o ella.

Llegados a este punto y para satisfacer la curiosidad morbosa de quien lo está leyendo, en mi caso, JAMÁS DE LOS JAMASES, he tenido ninguna relación íntima con ninguna compañera. Y hasta ahí puedo leer.

Sin embargo, como decía antes, sí que he conocido muchos casos. Uno de ellos, tal vez el que más de cerca me tocó vivir fue auténticamente kafkiano.

El cretino de jefe que tenía por entonces, un individuo al que sus “súbditos” le apodamos el “autista”, me acusó directamente de pretender ligar a diestro y siniestro, lo cual era totalmente falso. Pero lo más hiriente, es que él mismo, “el autista”, rompió su matrimonio porque se había liado con una compañera de trabajo. Tal vez el hecho de que uno fuera de un pueblo de León y la otra de uno de Asturias, tuviera algo que ver. Pero cuando me enteré de la jugada me encendió aún más su absurda e injusta acusación contra mí.

Otro caso que también me tocó muy de cerca fue el de Carolina y Juan Antonio. Ella, una chica pija cuyos padres vivían en La Castellana, de Madrid, mientras él vivía “en el Bronx”, según sus propias palabras. Lo curioso de este caso es que Carolina, había tenido un asunto íntimo con el director general de la multinacional. Debido a su exitosa gestión, fue promovido y abandonó España y el hueco dejado por el director general, no tardó mucho en ser ocupado por el vecino del Bronx.

Pero quiso el destino que la compañía se plantease el regreso del exitoso director a España para reflotar el mercado. En cuanto se conoció el rumor, los nuevos amantes temieron seriamente, primero por sus trabajos y después por sus vidas. Por fortuna para ellos, el que fuera director general y antiguo amante de Carolina, no llegó a poner un pie en España. De hecho, ni siquiera pudo poner el pie en su avión privado porque fue detenido y acusado de tráfico de drogas y encarcelado.

Otro caso de esos que uno no puede olvidar es el de Calixto y su mujer Melibea. Ambos ya trabajaban juntos en la misma empresa, algo que la multinacional no aprobaba en absoluto. Siempre presionaba a uno de los dos – generalmente a la mujer – para que abandonara la compañía por propia decisión, pero, a decir verdad, tampoco era un caso aislado.

El asunto fue que el tal Calixto se encaprichó, por decirlo suavemente, de una compañera de trabajo más joven y soltera. Más joven que él y más joven que la mujer. Y el caso es que al final terminaron por consumar la infidelidad.

En un momento dado, la amante, realizó un sospechoso viaje a Londres que sirvió para alimentar los rumores. No mucho más tarde, la puntería del semental de Calixto volvió a dar en la diana y acabaron por bautizar a la criatura.

Como es normal, Calixto se separó de Melibea y continuó su nueva vida con la madre de su hijo. Aunque, esta nueva vida no duró demasiado y cuando se terminó el amor, la novedad y el delirio sexual, la abandonó y regresó con Melibea.

Podría continuar poniendo ejemplos, pero creo que, para muestra, con un botón basta.

En mi caso personal, uno de los aspectos que siempre me han preocupado de este tipo de situaciones es el de la discreción. Según la encuesta antes mencionada, el 75% intentó mantener en secreto su idilio, al tiempo que el 82% de los otros compañeros dicen haberlo descubierto. Es decir, esto, antes o después, se termina sabiendo y cuando hay un tema de esta índole en el trabajo los comentarios y la situación en sí, se escapa por completo a tu control.

Por otra parte, este tipo de relaciones acarrea dificultades y complejidades añadidas que entorpecen el normal desarrollo de la empresa. Los ascensos, promociones, nombramientos, etc. se verán de manera diferente si se sabe la relación existente y, sobre todo, si uno de ellos tiene una categoría importante en la empresa. No es lo mismo que ambos amantes sean de la categoría de “colichichis” o que uno de ellos – o ambos – sean personas de relevancia.

Y me he centrado exclusivamente en el aspecto de que ambos sujetos participen libremente en el desarrollo de esa relación, a pesar de que también he tenido conocimiento de alguna situación de acoso. Por ejemplo, el caso de Faustino es digno de mencionarse.

Estaba yo en Lisboa por motivos de trabajo, y a la hora de la comida nos juntamos un grupo multinacional. En un momento dado, una chica, argentina por más señas, que se sentaba justo a mi lado, comenzó a relatar cómo había sido víctima de acoso por parte de un individuo, casado, y que llegó a sabotear su coche para aparecer como Superman para ayudarla.

Al final no le quedó más solución a esta chica que denunciar la situación en la empresa. El resultado fue que Faustino fue expulsado de la compañía.

Lo mejor vino después cuando le pedí el nombre del sujeto por mera curiosidad. El tipejo había sido mi jefe y efectivamente, ya entonces dio muestras inequívocas de ser un perfecto gilipollas.

En resumen, al margen de lo que ha pasado entre Hermoso y Rubiales, si ha sido consentido o no, o sólo a medias, o lo que sea, el caso es que este tipo de comportamientos deben ser mantenidos en un escrupuloso ambiente de discreción. Uno no puede dar rienda suelta a sus más bajos – literalmente – instintos en público y menos aún, con un subalterno.

Y si quieres mantener una relación secreta, no lo hagas con nadie de la oficina.

Memorias de un espía nazi

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