domingo, mayo 05, 2013

Conócete a tí mismo

Hubo un tiempo, tal vez fue en otra vida, en el que un servidor disponía de medios para poder disfrutar de cortos períodos de descanso en alguna casa rural de nuestra geografía. Pero ya digo, que se me antoja lejano el tiempo en el que tales eventos sucedían.

Creo que el invento del turismo rural, ha venido a revitalizar algunos pueblos y aldeas, proporcionando una actividad económica, que ha pasado de la subsistencia a la de los servicios, y con ella, se han beneficiado una serie de sectores paralelos relacionados, amén de disfrutar del enorme patrimonio histórico y cultural de España, que no es poco. Así, en cualquier villorrio en el que jamás hubieras osado poner el pie, te puedes encontrar con un alojamiento que, sin ser especialmente barato, al menos te compensa si en los alrededores puedes encontrar lo que andas buscando, ya sea paz, descanso y reposo, o cualquier otra actividad que termine en "ing", llámese puenting, barranquin, trekking o lo que seing.

Fue en uno de esos viajes, cuando decidí conocer parte de la provincia de Cáceres que tenía pendiente, y escogí un lugar en mitad de la nada, pero a una distancia prudente para poder visitar diversos lugares de interés en los alrededores. La casa, está situada en la zona de La Vera. Llegar hasta la propiedad, no es difícil, incluso aunque no tengas TOMTOM. Desde el momento en el que llegas al pueblo de referencia, hay tal profusión de carteles que lo encontraría hasta una mujer, que como todo el mundo sabe, entre sus muchas virtudes no está precisamente, la de tener una buena orientación ni entender ningún mapa (Alian y Barbara Pease, autores de Por qué los hombres no escuchan y las mujeres no entienden los mapas)

Después de llamar a la puerta, tocar el timbre, entrar, esperar unos minutos y comprobar que, o la casa está vacía o los dueños han sido asesinados la noche anterior y te vas a encontrar con la masacre, decides aventurarte e ir en busca de algún ser vivo, si se puede. En el primer piso, de una de las habitaciones, acude a mi llamada, algo asustado, el que se supone que dirige el  negocio. Era media mañana y el hombre, además de estar solo, estaba realizando la limpieza y puesta a punto del establecimiento. Después de las presentaciones de rigor y de la adjudicación de la habitación, dejamos las maletas y comenzamos  con nuestra primera excursión por la zona, tal y como teníamos previsto.

A media tarde, un poco antes de que anocheciera y después de haber disfrutado de un magnífico día de sol, regresamos a la casa rural. Al menos en esta ocasión, se notaba que había vida dentro. La luz de la recepción, se veía encendida a través de la ventana que daba al patio de entrada que hacía las veces de aparcamiento, y la chimenea del salón, funcionando a todo tren, daba su cálida acogida a todo aquel que quisiera disfrutar de una atmósfera tan agradable. La escena, se completaba con un suave sonido que provenía del equipo de música, en el que se escuchaba la inconfundible voz de María Callas. 

Faltaba todavía un buen rato para la hora de la cena, aunque para ser sincero, no tenía ni idea de cuál era esa hora. El establecimiento, como tantos otros de esta clase, pretendía proporcionar un servicio a sus clientes más cercano a la amistad, o a unos vecinos, que el que resulta más propio de un hotel, que suele ser algo más distante e impersonal. Tal vez por eso y por aquello de que "donde hay confianza da asco", sabía que cenar, desde luego iba a cenar, pero no sabía a qué hora. Aparte de disfrutar del calorcito de la chimenea y de la música que sonaba en el CD, poco más se podía hacer, aparte de esperar a que alguien te avisara de cuándo debías pasar al comedor. Por supuesto, el menú, también formaba parte del secreto.

En un momento determinado, volvimos a ver al hombre de por la mañana, el que estaba arreglando las habitaciones cuando llegamos. Se sorprendió, nuevamente, de vernos allí y haciendo gala de una actitud campechana y abierta, se sentó a charlar, no sin antes, solicitar un cigarro. Se había quedado sin ellos y no había tenido tiempo de ir al pueblo a comprar. Y lo cierto es que fumó y bastante. Era un tipo agradable, educado, culto y muy nervioso. Hablaba algo atropellado, como si le faltara tiempo para decirlo todo, aunque más tarde, caí en la cuenta, de que ese pequeño defecto suele ser frecuente entre aquellos que pasan mucho tiempo en soledad.

Comenzó la típica conversación entre extraños que, por por unos instantes, a veces días, comparten sus vidas de manera temporal. 

Gonzalo, que así se llamaba, nos contó que el negocio llevaba abierto unos 5 o 6 años; que a lo largo de ese tiempo, había invertido parte de los beneficios del negocio en ir mejorando las infraestructuras de la casa porque estaba muy mal cuando la compraron (tuberías, cocina, electricidad, calefacción...); que desde mayo a octubre, la casa estaba llena todos los fines de semana; que su amigo y socio en el negocio, estaba en esos momentos en Marruecos visitando a la familia y que para cenar, teníamos un vol au vent de no sé qué leches, de primero y de segundo, tampoco lo recuerdo, pero sí recuerdo perfectamente la sensación de nouvelle cuisine que tenía el menú. Sin duda alguna, la cocina era una de las características fundamentales del lugar, más que su ubicación o la decoración de las habitaciones, que por otra parte, estaban muy bien de tamaño, con unas camas grandes y cómodas y muy acogedoras.

Estábamos disfrutando de nuestra charla, cuando de repente saltó como un resorte, mientras decía camino de la cocina, algo así como que se le había ido el santo al cielo y no se había dado cuenta de lo tarde que era y tenía que preparar la cena para diez. 

Cenamos un poco tarde, pero todo estaba delicioso y al tiempo, parecía como que aquel tipo de cocina, tan "chic", tan refinada, no pertenecía a un entorno tan tosco, tan rural, como en el que nos encontrábamos. Era como que no encajaba.

Por la mañana, durante el desayuno, el resto de clientes de la casa, iba y venía en función de sus prioridades. Ya sólo quedábamos un par de mesas ocupadas cuando comenzó a escucharse un concierto de piano. Después de las primera notas, me di cuenta de que lo que sonaba era el piano de la entrada, no un CD del equipo de música y la verdad, es que quien lo manejaba, sabía lo que se hacía. No es que fuera un auténtico virtuoso, pero era muy bueno tocando el instrumento. Me quedé sentado tanto tiempo como mi ansiedad me lo permitió. Sentía una enorme curiosidad por saber quién era el que había tenido el acierto de regalarnos el desayuno con su maestría. Me levanté y me acerqué hasta la puerta de la entrada del comedor, a través de la cual la música lo inundaba todo. Abrí la puerta con el mayor sigilo posible, como temiendo que el hechizo se rompiera y lo cierto es que se rompió. 

Gonzalo, el propietario, todavía siguió con un par de compases más, antes de darse cuenta de que detrás de él, apoyado en el umbral de la puerta, estaba yo, con cara de tonto, babeando de envidia por tocar el piano de esa manera. Se levantó del taburete, con la misma sensación de cohete con la que se había levantado la noche anterior al comprobar que era muy tarde y tenía que hacer la cena. Se disculpó mil veces mientras yo le rogaba, casi le imploraba, que siguiera tocando. Más que desaparecer, huyó.  

Esa misma noche, mientras hacíamos tiempo para la cena, volvimos a disfrutar de la amena conversación con Gonzalo. Y como buen anfitrión, ofrecía a sus invitados lo mejor de sí mismo.

Gonzalo, de joven, había estudiado piano y como deporte, por supuesto no sabía lo que era el fútbol, porque él, lo único que había hecho era esgrima. Piano y esgrima. Bien.

Más tarde, como tenía que ganarse la vida, decidió que podría aprovechar sus dotes como pianista. Pensó en dedicarse a ello de manera profesional, pero finalmente, debió de convencerse de que era un mundo terriblemente complicado y lleno de sacrificios y de sinsabores, y prefirió optar por ser profesor particular de piano. Al fin y al cabo, se seguiría moviendo en los mismos círculos sociales en los que se había movido siempre. Pero llegó un momento en el que enseñar a tarugos inapetentes con garfios al final de los brazos en vez de manos, no le compensaba el dinero que sus orgullosos y adinerados padres le pagaban por aguantarles e intentar enseñarles algo, y fue entonces cuando decidió romper con todo, asociarse con su amigo el marroquí, y venirse a un lugar recóndito, en un pueblo que nadie conoce, y llevar la vida que le apetecía llevar.

En invierno, nos decía, cuando el negocio está muerto y el pueblo casi no existe, a veces me paso el día en la cama durmiendo, leyendo o vagueando. Pueden pasar días y días sin ver a ningún vecino a no ser que salga a comprar algo. Pero todo tiene sus ventajas. Si un día me despierto a las tres de la madrugada y me apetece tocar la Polonesa de Chopin en alegro molto vivace, no molesto a nadie. Y cuando termino, ya sean las 6 de la mañana o las once, si tengo sueño me vuelvo a meter en la cama. Y si tengo hambre, me pongo a comer. Y si no, ya comeré. O no.

Se le veía dichoso, feliz, haciendo lo que le gustaba. Le encantaba leer, tocar el piano, cocinar. Todas ellas, aficiones solitarias, de persona sensible. Sólo necesita a su amante para poder tener la dicha completa. Pero para eso, probablemente impelido por las circunstancias del entorno en el que se movió, tuvo que exiliarse en el interior de España, en un pueblo desconocido, a una distancia prudente como para que no se presenten de improviso visitas inesperadas y poco apetecibles, pero lo suficientemente cerca como para que decidas ir a pasar un fin de semana o un puente y no pierdas demasiado tiempo en el trayecto.  

Cuántas personas conocemos, con trabajos seguros, algunos incluso funcionarios, que lo han dejado todo en el Ministerio, y se han ido al "pueblo", a ese pueblo al que tal vez iban de pequeños a visitar a la abuela, o a unos tíos, o pasaban el verano jugando con los otros niños del pueblo, y se han dedicado a lo que verdaderamente les gusta. Unos, a montar una casa rural, quizá a raíz de una herencia. Otros, a dedicarse a la herboristería y la homeopatía, algo que en su día empezó como una afición y terminó siendo su principal ocupación. 

Vivimos una época de especial crudeza y llena de dificultades, en la que las enseñanzas que hemos recibido nos sirven de poco. Nos enseñaron a vivir en un mundo que, si no se ha muerto, le queda poco. Nos ha tocado vivir lo peor que le puede pasar a una generación que es vivir a caballo entre dos mundos: el que muere y el que nace.

Hoy las colas del paro, están llenas de arquitectos, de ingenieros, de abogados, mientras que te encuentras a jóvenes que viven estupendamente dedicándose a jugar con vídeo juegos de manera profesional. Unos inventan un juego tonto, y de repente se lo descargan diez mil millones de seres humanos y son multimillonarios. Y otros, se dedican a ejercer de educadores caninos o a asaltar ordenadores como hackers.

Los consejeros de empresas y de bancos, van a la cárcel.  Los brokers, se suicidan después de perderlo todo. Los paraísos fiscales y sus clientes, tiemblan cuando un hacker les desenmascara. El mundo al revés.

A veces, el cambio nos indica el camino a seguir. Tenemos que adaptarnos o morir. Otras, somos nosotros los que elegimos cambiar. No importa qué sucede primero, lo importante, es no sentirse enjaulado y sobre todo, ser fiel a uno mismo.

 
 

                                                                                                           
                                                                                                            
                                                                                               

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